III

A la par con la militancia política, a mediados de los sesenta la mayoría de los hermanos De Negri entró a la universidad. A Amanda, estudiante de derecho, la siguió Nora, quien estudió dos carreras simultáneamente, agronomía y pesca, en la Universidad Católica de Valparaíso, y Domingo, que se matriculó en ingeniería mecánica.

Verónica se graduó en 1963 de sexto de humanidades, en el Liceo Nº 2 de Niñas de Valparaíso. Su profesora jefa, Rosa Roncagliolo, describió así a su alumna en el «informe de personalidad» expedido en diciembre de ese año: «Participa con entusiasmo en las actividades que se realizan en el curso y en el liceo. Tiene ascendiente sobre sus compañeras; es una buena organizadora... Cumple con sus obligaciones escolares, pero debe esforzarse más».

Se saltó un año antes de postular a la universidad. Se inclinaba por el arte, pero también le interesaban las matemáticas. Postuló a arte en la Universidad Técnica del Estado, pero mientras esperaba los resultados, fue aceptada en Administración de Empresas en la sede en Talca de la Universidad de Chile, y ahí partió, «un poco por darle el gusto a mi papá», dice.

Apenas se instaló en la pensión de la familia Rojas Ruiz-Tagle en Talca en marzo de 1965, Verónica se enamoró de uno de sus hijos, Ramón, el futuro padre de Rodrigo. A decir de ella, Ramón Rojas era atractivo y carismático, pero porro. Ella tenía veinte y él diecinueve, y aún estaba en Humanidades. Era alumno del liceo comercial de Talca y, además, dirigente de la Juventud Demócrata Cristiana.

«Era inteligente, pero irresponsable, y había repetido de curso —dice Verónica—. No hacía tareas, no iba a clases; andaba politiqueando».

Para evitar problemas y que su hija terminara embarazada, Antonio De Negri la cambió a otra pensión. No sirvió de nada. Entonces trató de separar a la pareja mandando a Verónica a Temuco a continuar sus estudios en la sede de la Universidad de Chile en la Araucanía. Duró una semana y regresó a Talca. Los padres de Ramón, en tanto, lo enviaron a estudiar a un instituto comercial en Santiago en calle Santos Dumont, en el sector norte de la capital. La pareja se veía los fines de semana, cuando Ramón volvía a su casa.

Luego de uno de esos fines de semana del helado invierno de 1966, Verónica lo acompañó de vuelta a la capital. Ese domingo en la noche perdió su virginidad y en el acto quedó embarazada.

«Cuando Ramón lo supo, quería que yo abortara como fuera, pero yo no quise», dice.

Verónica no hallaba cómo contarle a su madre, católica devota, a pesar de que ella misma había quedado embarazada fuera del sacrosanto matrimonio. Con cuatro meses de embarazo y una panza que ya se insinuaba, se lo contó primero a su hermana mayor, Amanda, quien la fue a buscar a Talca y la acompañó a la casa familiar en Valparaíso.

«Mis padres no dijeron nada sobre el embarazo, absolutamente nada —recuerda Verónica—. Pero mi papá me propuso que me quedara en la casa y siguiera estudiando en Valparaíso. Le dije que no, que yo me había metido en esto y tenía que salir adelante, así que iba a trabajar para mantener a mi hijo».

Antes de que Verónica alcanzara los cinco meses de embarazo, la relación con Ramón Rojas se había acabado. Luego de cursar dos años de su carrera, dejó congelados sus estudios y volvió a su casa en el puerto.

* * *

Las puertas de Chopin 206 siempre estaban abiertas para visitas y huéspedes ocasionales. Era un lugar ideal para tertulias, discusiones políticas, organización de actividades, trabajos en grupo para la universidad, guitarreos y fiestas, por lo tanto pasaba llena de gente, con amigos de la universidad, liceo o barrio y compañeros de la militancia variopinta en el hogar de los De Negri.

«La casa era un foro permanente y todos los días había invitados alrededor de una mesa enorme. Éramos seis hermanos y producto de todo eso nos acostumbramos de chicos a discutir. Y todos invitábamos a nuestros compañeros. El país era distinto: las cosas se hablaban. Era una casa donde había mucha discusión, asamblea, fiestas, y todo el mundo opinaba», recuerda Claudio De Negri.

En ese ambiente nació Rodrigo Rojas el martes 7 de marzo de 1967. Para entonces su tía mayor, Amanda, estaba en quinto año de derecho, Nora seguía sus estudios de pesca y agronomía, y Mónica acababa de completar un curso de secretariado ejecutivo en Manpower. Domingo, en tanto, ese mes de marzo entraba a su primer año de universidad, y el menor de sus tíos, Claudio, de doce años, seguía en el colegio.

Rodrigo Andrés nació en el Hospital Naval Almirante Nef, en Playa Ancha, aunque ese no era el plan. El parto debió producirse en la Clínica Viña del Mar, porque en ese centro asistencial privado trabajaba el médico brasileño que atendió a Verónica durante gran parte del embarazo. Había desarrollado diabetes gestacional.

Pero cuando comenzaron las contracciones, todo se desencadenó rápidamente. En medio de la noche, Verónica se despertó con la violenta sacudida de su vientre. Se sentó en la cama y despertó a Amanda, con quien compartía pieza.

—¡Va a nacer Rodrigo! —anunció su hermana.

Aún faltaban un par de semanas para la fecha prevista, pero Verónica ya había escogido el nombre: se llamaría Rodrigo por Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, el caballero castellano cuyas aventuras en el siglo XI Verónica debió leer en el liceo. «Era un gladiador que se enfrentaba a todos», explica. Y el segundo nombre, Andrés, fue simplemente porque le gustaba.

Amanda despertó a la mamá, quien trató de aplacar la conmoción en la casa. Mónica se levantó y ofreció acompañarlas a la clínica. Las tres mujeres abordaron un taxi y partieron a la Clínica Viña del Mar. Pidieron ver al médico tratante, pero resultó que estaba de turno en el Hospital Naval de Valparaíso. Nuevamente arriba de un taxi, volaron desde Viña hasta Playa Ancha. Las calles estaban desiertas.

A las seis de la mañana arribaron al Hospital Naval y la parturienta ya estaba muy dilatada. Más de una hora después llegó el médico a atender el parto. Rodrigo venía grande: pesó casi seis kilos.

«Nació como escupo. Era largo y con unas piernas bien flacas y una melena. Era un pelo negro, tieso, que le tapaba los ojos. Domingo, apenas lo vio, fue a buscar a alguien en el hospital para que le cortara el pelo», recuerda Verónica.

Ramón Rojas conoció a su hijo ese invierno, cuando Rodrigo ya tenía varios meses de vida. No lo hizo antes porque estaba inubicable en Cauquenes, en trabajo político para su partido, la Democracia Cristiana. A través de sus amigas de universidad en Talca, Verónica pudo saber de Ramón y contactarlo, pero este, al enterarse del nacimiento de su hijo, no reaccionó. Entonces el abuelo del recién nacido, Antonio De Negri, partió a Talca para conversar con los padres de Ramón y les planteó: lo menos que podía hacer su hijo era reconocer al bebé y responder por él. Fueron ellos quienes llevaron a Ramón a Valparaíso para que conociera a su pequeño hijo.

De regreso, pasaron por Limache, donde vivía uno de los hermanos de Ramón, para presentarle a su nuevo sobrino.

«El encuentro [para conocer a su hijo] fue agradable. Con Ramón me llevaba bien y creo que nos queríamos. En retrospectiva, entiendo que él era un cabro, pero yo también lo era», dice Verónica.

A pesar de no ser creyente, Verónica bautizó a Rodrigo para complacer a su madre y a Ramón, ambos católicos. El padrino fue el tío Domingo y la madrina, una tía paterna, Teresa Rojas.

Ramón Rojas volvió a ver a su hijo solo unas pocas veces más, pero no asumió su paternidad, aunque por varios años seguía llamando a Verónica para saber de ella. Incluso cuando murió Pedro Rojas un par de años después y Verónica viajó con Rodrigo a Talca para darle el pésame a la viuda, Ramón no se les acercó, afirma.

«Y Rodrigo sabía que era su papá. Fue la última vez que estuvo cerca de él», dice Verónica.

En 1969, el presidente Eduardo Frei nombró a Ramón Rojas gobernador de Arauco. Entonces Verónica lo demandó por alimentos, pero como el progenitor no se presentó a las audiencias, el juicio quedó en nada.

Al año siguiente, el 24 de marzo de 1970, el gobernador Rojas se casó con María Victoria Abusleme, cuando su hijo Rodrigo recién había cumplido tres años. Ramón no mantuvo contacto con él, no aportó a su mantención o educación ni formó parte de su vida, a diferencia de la abuela y las tías paternas de Rodrigo, quienes le manifestaron cariño y preocupación hasta el final.7

* * *

Fue pocos meses después de que naciera su primer nieto cuando Antonio De Negri se fue definitivamente de la casa, luego de varios amoríos, el definitivo con una mujer que conoció en Talca. Hasta ese momento, su esposa María y sus seis hijos no llevaban una vida de lujo, pero vivían sin grandes carencias, con vehículo, línea telefónica y personal de servicio. Al abandonarla, Antonio De Negri dejó a su esposa sumida en el dolor, la humillación, y al borde de una debacle económica. Desde Arica, adonde se fue a vivir con su nuevo amor, aportó muy poco a la mantención de sus hijos y las visitas eran esporádicas. En adelante, tendrían que arreglárselas solos, viviendo de los ingresos irregulares por la venta de repostería de la matriarca y los aportes de los hijos, que se pusieron a trabajar. Ya no habría más personal de servicio.

«La economía familiar cambió del cielo a la tierra», dice Verónica De Negri.

Cuando Rodrigo cumplió un año de edad, en marzo de 1968, su madre retomó los estudios en horario vespertino, esta vez en Santiago. Ingresó a la Escuela de Economía de la Universidad de Chile, cuya sede era una mansión aristocrática en avenida República 517.8

Vivió un tiempo con la madrina de Rodrigo, Teresa Rojas, hermana de Ramón, y después en distintas partes. Fue contratada como vendedora en La Casa de las Guaguas, un local de ventas de ropa para bebés y niños en calle San Diego 674, cerca de la calle 10 de Julio. Gracias a sus estudios en administración, ascendió rápidamente a jefa de adquisiciones. En su trabajo le regalaban ropa para Rodrigo, que le llevaba los fines de semana cuando volvía al puerto. Pasaba del trabajo a la universidad de lunes a viernes, dormía en un pequeño departamento cerca del local, y los viernes tomaba un bus a Valparaíso para reencontrarse con su hijo. Regresaba a la capital los domingos por la noche.

Al menos durante los primeros seis años de su vida, Rodrigo, o Roro o Yoyo, como también le decían, fue criado por su madre, por todos sus tíos y tías, y especialmente por su abuela María. Lo adoraban y mimaban. Verónica, mientras tanto, entre trabajo, estudio y viajes de ida y vuelta al puerto, veía cómo se le escurría la levedad de su propia juventud.

«Rodrigo tuvo muchísimo amor. A mi familia Rodrigo le desató todo el amor. Fue el primer nieto, el primer sobrino», dice Verónica.

Más que un sobrino o nieto, fue casi como el hermano más chico. Rodrigo era la alegría de esa casa, donde vivió en un ambiente rodeado de jóvenes adultos con personalidades desenvueltas, producto no solo de los tiempos políticos, sino también del hecho de ser parte de una familia grande de origen italiano, en la que las conversaciones se elevaban de tono de manera natural y se aplicaba la ley del más fuerte para hacerse escuchar.

El abuelo Antonio se aparecía ocasionalmente para visitar a sus hijos, pero principalmente a su único nieto, a quien siempre le llevaba algún presente. El gusto por la ópera lo heredó del abuelo, quien solía escucharla en casa. El niño con su abuelo salían a caminar juntos en la noche, cuando campean las cucarachas por el puerto.

«Hacían un juego de pisarlas para escuchar cómo sonaban. Rodrigo les decía las ‘culachachas’», recuerda Claudio.

* * *

Cuando la coalición Unidad Popular (UP)9 encumbró al socialista Salvador Allende a la Presidencia en 1970, el hogar de los De Negri Quintana ya había girado decisivamente hacia la izquierda. Claudio era de las Juventudes Comunistas, Amanda aún pertenecía al Partido Socialista y Mónica al Partido Radical, y dentro de poco Nora, Verónica y su madre ingresarían al Partido Comunista.

A esas alturas, Antonio De Negri ya casi no visitaba la casa de Chopin. Estaba ocupado armando su segunda familia con María Elena. El primer hijo de ambos, Fabrizzio, nació en 1971 y dos años más tarde lo haría Renzzo. Cuando llegaba desde Arica, no era muy bien recibido por todos. La mayoría de sus hijos nunca le perdonó la traición a su madre, su poco aporte a la casa y sus ideas de derecha. Según Claudio De Negri, reclamaba por las colas, el desabastecimiento, los marxistas y el gobierno.

«Las veces que pisaba la casa casi se lo comían vivo», dice.

Para entonces, la madre de Rodrigo había terminado sus estudios de administración de empresas en la Universidad de Chile en Santiago y preparaba su tesis. Sin embargo, nunca logró titularse: el examen fue fijado para el 13 de septiembre de 1973. No obstante, en 1971 obtuvo un trabajo administrativo en la Dirección de Planeamiento y Urbanismo del Ministerio de Obras Públicas en Valparaíso, lo cual le permitió volver a vivir en el puerto con su hijo. Era una unidad pequeña: tenía unos pocos arquitectos y topógrafos, una secretaria y un conductor.

Ya había comenzado el hostigamiento, el boicot, el acaparamiento y la propaganda negra —mucho de ello avivado y financiado por el gobierno de Estados Unidos— que buscaban crear las condiciones de descontento que llevaran a un levantamiento en contra de Allende. Algunos funcionarios dentro de las mismas reparticiones del Estado contribuían a entorpecer la gestión del gobierno.

«Había sabotaje interno en esos ministerios, gente que postergaba los pagos de sueldo parando las firmas, por ejemplo. Verónica, sin ser militante, era una funcionaria eficiente y de buena voluntad, y los dirigentes sindicales comenzaron a echarle el ojo. Recuerdo que a la casa llegaban camionetas del ministerio con esas máquinas planilleras gigantes y la gran mesa de comedor se transformaba en oficina ministerial. Y Verónica y otros funcionarios comenzaron a actualizar las planillas, los papeles, trabajaban toda la noche para que al otro día pudieran estar listos los sueldos», cuenta Claudio.

Verónica trabajó estrechamente con los dirigentes sindicales y participó de manera activa en la Central Única de Trabajadores (CUT). Así fue acercándose al Partido Comunista. No había vuelto a militar políticamente después de dejar la Juventud Radical en 1963, y durante ocho años, dice, «me paseé por todos los partidos de izquierda buscando una identidad política». La encontró en el Partido Comunista en 1971, en plena Unidad Popular. Se incorporó a la comisión sindical del partido y a la comisión femenina de la CUT.

Nora también asumió la militancia en el Partido Comunista buscando una manera de apoyar al gobierno de Allende, y pronto obtuvo un trabajo en la Corporación de la Reforma Agraria (CORA) en Quillota.

Al año siguiente, 1972, la matriarca de la familia también se incorporó al Partido Comunista. Sin abandonar su profundo catolicismo, María de los Ángeles Quintana se abrió a una mayor participación social y política al verse liberada de la crianza de sus hijos, ya todos mayores, y de atender a un marido. Fue presidenta de la junta de vecinos y encargada de la Junta de Abastecimiento y Control de Precios (JAP)10 de su sector del cerro Bellavista. Pasaba más tiempo afuera de la casa, pero cuidaba siempre de su nieto. Rodrigo iba a una guardería infantil y cuando no, acompañaba a su abuela.

Su madre lo incorporó al programa infantil Pioneros, del Partido Comunista, a través del cual lo inscribió en varios cursos para niños, y lo llevaba a sus actividades sindicales y políticas, reuniones y marchas en apoyo de la Unidad Popular. Rodrigo se sabía las letras de la Nueva Canción Chilena y ayudaba a su madre a vender el diario del partido, El Siglo, en los cerros de Valparaíso.

«Rodrigo era súper buen vendedor, le compraban altiro a él», asegura su madre.

* * *

La casa bullía de efervescencia política y juvenil. Desde sus respectivas militancias, corrientes de pensamiento y actividades estudiantiles y laborales, los tíos y tías de Rodrigo llevaban a la mesa discusiones políticas y filosóficas, debates sobre tácticas y estrategias, reforma y revolución, reflexiones sobre arte y cultura, y acalorados análisis acerca de la contingencia, la marcha del gobierno socialista y cómo defenderlo ante los intentos, ya evidentes, de sabotaje y subversión, tanto desde adentro como desde afuera del país.

«Durante la Unidad Popular mi casa se convirtió en un refugio, en un espacio tremendamente acogedor. Era una casa de pura vida», dice Claudio De Negri.

Y Rodrigo, el único niño entre tanta agitación, vivió esos años de su infancia revoloteando alrededor, escuchando, observando y preguntando. Toda la familia estaba ocupada. En esos acelerados días de la Unidad Popular, todos tenían algo que hacer aparte de sus trabajos y estudios. El niño no era de muchos amigos, pero nunca estuvo solo. Entre la abuela, la madre, los tíos y tías, sus compañeros y las incesantes visitas a la casa, fue un niño protegido y mimado, como hijo, sobrino y nieto único apegado a su abuela.

«Fue un cabro extremadamente consentido y sobreprotegido, y con una tremenda personalidad —señala Domingo De Negri—. Sin embargo, también era retraído, tal vez porque había cosas que le penaban, como su relación con el padre, porque en el fondo no tuvo padre. Hay muchas penas que él se guardaba, pero se tenía que mostrar fuerte».

En cierta medida, Domingo fue quien cumplió ese rol de padre y Rodrigo se arrimó a él. Incluso lo llevaba a las clases que daba en horario vespertino en el DUOC de Valparaíso, que ofrecía cursos gratuitos para obreros.

El niño fue estimulado intelectualmente y contó con libertad para explorar sus intereses. Su madre y tíos le alimentaban sus múltiples inquietudes y aficiones. Antes de los ocho años tenía libros, enciclopedias, un manual de aceites y jabones, y un kit de experimentos científicos. Era un poco tímido, pero infinitamente inquisidor. No temía expresar sus opiniones y críticas, incluso a los adultos. Y cuidaba celosamente de sus cosas.

«Yo gastaba una fortuna en revistas científicas para Rodrigo —dice su madre—. Le compraba revistas de acuerdo a los intereses que iba desarrollando, para que leyera, para que se entretuviera. Le compré un atlas grande porque se puso a estudiar los volcanes y las fallas geológicas. El cabro sabía de todo y me atosigaba de preguntas. Yo no siempre sabía las respuestas, y él me decía: ‘Cómo tan ignorante’... Desde chico Rodrigo tuvo problemas para quedarse dormido, y creo que es porque pensaba demasiado».

Tenía gustos e intereses muy marcados. Le gustaba prepararse leche Nido en polvo con poca agua, batiéndola hasta que la cuchara quedara parada por el espesor. Junto con esos gustos infantiles demostraba curiosidad e interés en la historia, la música, la literatura y hacer experimentos. Cuando comenzó a preguntar por la vida y muerte de Jesucristo, su madre le compró una Biblia ilustrada para niños. Coleccionaba estampillas y sabía de sus orígenes y los países de donde provenían; en Estados Unidos comenzaría una nueva colección. De su tía Nora, quien estudiaba agronomía, aprendió sobre insectos, preguntando acerca de las características de los bichos del enorme insectario de ciento cincuenta especies que ella había armado como proyecto final de segundo año de la universidad.

«Estaba muy motivado, viendo a todos sus tíos, tías y madre estudiando, trabajando. Le compré un diccionario enciclopédico y se puso a estudiarlo, haciendo anotaciones en los márgenes», recuerda Verónica.

Rodrigo fue «tratado como rey en la familia», en palabras de su tío Domingo. Hasta sus maldades infantiles se las celebraban o pasaban por alto, como cuando echó a perder las chapas de las puertas con un destornillador, o cuando todos los paraguas de la casa desaparecieron porque se los llevaba hasta el patio en el tercer piso para tirarse en paracaídas metros más abajo, al cerro. Varios recuerdan el episodio cuando llegó el abuelo Antonio a casa con un reloj nuevo, proclamando con orgullo que tenía garantía de por vida, era de los mejores y supuestamente resistente a golpes. Al acostarse, lo dejó en el velador. A la mañana siguiente, Rodrigo le pegó un martillazo, y las piezas saltaron por los aires.

—Viste, no era tan resistente —le dijo a su abuelo.

«Así era Rodrigo; todo lo comprobaba, todo lo verificaba», afirma Nora De Negri.

De deportista no tenía absolutamente nada, en buena medida porque no le interesaba y por otra parte, porque tenía pie plano. Un médico traumatólogo le recomendó a Verónica llevar al niño a subir las dunas descalzo cuando hacía calor, porque la arena caliente lo obligaría a levantar el empeine y eso le ayudaría a corregir el problema. Subían unas dunas en Viña del Mar y madre e hijo después rodaban hacia abajo.

A pesar de esos esfuerzos, Rodrigo nunca fue amigo de la educación física, ni de chico ni de grande. No practicó ningún deporte, pero su madre, no obstante, lo inscribió en un curso de natación de los Pioneros. Iba una vez a la semana a una piscina en Recreo, en Viña del Mar, pero al parecer, rara vez tocó el agua.

«La instructora me contó que Rodrigo no metió un solo dedo en el agua. Pero daba lecciones a los otros niños sobre cómo tenían que mover los brazos, la espalda, las manos. Me daba la impresión de que tenía miedo y quería verificar si lo que él les estaba diciendo les funcionaba o no para ver si lo hacía también», recuerda su madre. Aprendería a nadar años después, en Estados Unidos.

Tenía curiosidad por todo, menos por el colegio. En 1972 Verónica lo matriculó en el kínder de la Alianza Francesa, un colegio privado. Sin embargo, por razones económicas no pudo continuar ahí. A los seis años, en marzo de 1973, comenzó primero básico en el colegio República de Bolivia, un establecimiento público subiendo la calle Ferrari, número 692, al llegar a avenida Alemania, en el cerro Bellavista. Quedaba cerca de la casa, una caminata en subida moderada de unos quince minutos, que Rodrigo eventualmente hacía solo. Desde la puerta de entrada de la casa, en vez de bajar hacia avenida Yerbas Buenas, se podía continuar hacia arriba del estrecho pasaje peatonal de Chopin, atravesar un pequeño pero enclenque puente de tablas y desembocar en la calle Héctor Calvo, cerca de donde ahora se ubica el Museo a Cielo Abierto de Valparaíso. Para llegar al colegio, subía por Calvo, pasando por una gran panadería de propiedad de un español y la parroquia Nuestra Señora del Carmen, hasta que Calvo se unía con Ferrari. Una larga cuadra más arriba quedaba el colegio.

Unos pocos escalones daban acceso a la entrada principal de este sencillo colegio, medio oscuro y helado en el invierno. Era un inmueble alargado de dos pisos de cara a calle Ferrari y con un gran patio-cancha con vista al cerro San Juan de Luz.11 El colegio quedaba justo al lado del amplio terreno con esplendorosa vista al mar de propiedad de Pablo Neruda, su casa conocida como «La Sebastiana». El poeta, dice Verónica, dejaba abierta la entrada para que los niños entraran a jugar en sus jardines.

A Rodrigo nunca le interesaron demasiado los estudios ni se adaptó al sistema escolar, y eso fue una constante en Chile, Estados Unidos y Canadá. El estímulo era mayor en casa y se aburría en las aulas. Tenía una inteligencia superior, pero no se aplicaba mucho en lo académico, sino solo en función de sus propias inquietudes. De muy joven cuestionaba a sus profesores y los descalificaba, tanto en la sala como en casa. Decía que los profesores «hablaban puras tonteras», recuerda Claudio De Negri.

El año escolar de 1973 lo aprobó con notas mediocres, salvo el 6,0 en castellano. En matemáticas sacó nota 5,0 y en todas las demás materias —ciencias naturales, ciencias sociales, artes plásticas, música y educación física— obtuvo nota 4,0. No obstante, fue uno de los mejores de su curso. Según los registros escolares del hoy rebautizado Colegio Pablo Neruda, un número considerable de sus compañeros reprobó ese año, golpe de Estado de por medio.

* * *

Cuando Rodrigo se iniciaba en la vida escolar, la composición del hogar pasaba por transformaciones. Los hermanos De Negri iban trazando su propio camino y se volcaban a sus compromisos políticos y laborales. Amanda, su tía mayor, había egresado de la carrera de derecho en 1968 y al año siguiente se fue a vivir a Santiago para participar en la candidatura de Allende. Consiguió un trabajo en Ferrocarriles del Estado y compartía con tres amigas el arriendo de un pequeño departamento en calle Bombero Salas, cerca del Palacio de La Moneda. En 1971, cambió de militancia, desde el Partido Socialista al MIR. Ya visitaba poco la casa materna de Chopin.

«Los fines de semana había unas peleas políticas horrorosas en la casa. Además, eran tiempos agitados, con mucho quehacer», explica Amanda De Negri.

Mónica, por su parte, consiguió un trabajo en Codelco, y cuando el ingeniero civil David Silberman fue nombrado gerente general de Cobre Chuqui, se trasladó al norte para desempeñarse como su secretaria. Nora se casó en 1972 y se fue de la casa para formar su propia familia. En julio de 1973 nacería el segundo nieto, Carlos Cristi, y la familia se mudaría a Viña del Mar. Domingo, luego de conocer en 1971 a su futura esposa, Silvia Chavarría, dividía su tiempo entre Valparaíso y Viña del Mar, donde vivía su novia.

Como había varias piezas y mucho espacio disponible en Chopin, la casa quedó abierta para que se quedaran compañeros o amigos, ya sea de paso o por periodos; algunos arrendaban habitaciones y otros fueron acogidos por la familia. Una de ellas fue una estudiante de obstetricia de Chillán llamada Carmen Luz, y otra, Irene Bravo, de dieciocho años, a quien sus padres expulsaron de la casa cuando se enteraron de que militaba en las Juventudes Comunistas. A través de su actividad política conoció a Claudio y Verónica y a la mamá de ambos. Cuando la joven quedó en la calle, estaba a punto de ingresar a la universidad. El secretario regional de la Jota en el puerto, Juan Orellana, intercedió con los De Negri para conseguirle un lugar donde vivir. Irene estudiaba filosofía y trabajaba como funcionaria bancaria y se incorporó con facilidad a la familia.

Irene recuerda a Rodrigo como «un chico bien despierto, que alegaba por sus derechos y por su espacio, y que lo respetaran si no quería hacer algo».

«Era una casa muy matriarcal y María siempre fue el pilar —agrega—. Cocinaba rico y hacía cosas que nadie hacía, como pastel de betarraga, por ejemplo. Hacía comida con cariño para otros, y se sentía feliz con eso. En esa casa se conversaba, discutía y se peleaba bastante, pero en buena lid. A veces las discusiones eran a gritos, pero nadie quedaba herido ni enojado. Y después convergíamos todos a comer».

La casa de Chopin 206 estaba marcada. En 1973, María de los Ángeles era presidenta de la JAP de su sector; Verónica era comunista y trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas; Claudio era secretario político de las Juventudes Comunistas de la enseñanza media, e Irene, miembro del comité regional de la Jota. El lugar, además, pasaba lleno de jóvenes y nadie ocultaba lo que hacía. En los meses previos al derrocamiento del gobierno de Allende, desconocidos apedrearon la casa y varias veces dispararon desde la parte trasera hacia el patio.

La madrugada del martes 11 de septiembre de 1973, cuando se puso en marcha el golpe de Estado en Valparaíso, Rodrigo dormía profundamente. Muy a pesar suyo, debía ir al colegio en la mañana. Tenía seis años y medio.