PREFACIO

Esta es una historia cuyo final, estoy seguro, conoces de sobra. Tu presente, como el mío, ha sido determinado de manera fundamental por los hechos que estás a punto de leer. Todos y cada uno de los episodios que vivirás en este libro conducen hasta una realidad que, sin ellos, sería completamente diferente. Pero para comprender las implicaciones de ese final que, como imaginarás, es el triunfo de la religión cristiana en el Imperio romano, tendremos que buscar sus orígenes en los momentos más remotos de lo que los propios romanos considerarían su pasado lejano.

No es ningún secreto que me apasiona el estudio de las religiones del mundo antiguo, por lo que escribir un libro como este es un regalo que he disfrutado enormemente. La idea inicial, ese primer instante de creación, llegó mientras me encontraba en la Ciudad del Vaticano. Hay quien diría que un dios —o varios, ¿quién sabe?—, me llevó hasta allí.

Me encontraba en la sala de Constantino, una de las conocidas como «estancias de Rafael» del Palacio Apostólico Vaticano, inusitadamente desierta y apacible. Esto me permitió apreciar el impresionante pavimento de mosaico romano que decora el suelo con motivos geométricos, florales y la personificación de las cuatro estaciones del año. Los muros de la estancia, ricamente decorados con escenas de la vida del emperador que le da nombre, sustentan una bóveda construida en el siglo XVI por orden del papa Gregorio XIII. En ella, además de las provincias de Italia, está representada una gran escena central con una impresionante perspectiva ilusoria.

Ese fresco, pintado por Tommaso Laureti entre 1582 y 1585, fue el que me inspiró para escribir este libro. En él podemos ver a Jesucristo crucificado sobre el pedestal de la estatua del dios Mercurio que yace hecha añicos en el suelo frente a la cruz. En un primer momento pensé que aquel fresco ejemplificaba bien un periodo muy concreto de la historia romana —aunque seguramente ese no fuera el de Constantino— o, al menos, lo que pensaban del mismo quienes vivieron en el siglo XVI. Sin embargo, la calma que reinaba en la sala me permitió adentrarme en lo que allí se representaba e ir más allá. Al instante comprendí que el fresco de Laureti, tal vez incluso sin proponérselo, contaba una historia mucho más amplia, una historia de religiosidad que no se limitaba al cristianismo. Hablaba de antiquísimas tradiciones, de cambios a través de los siglos. Una historia de la antigua Roma, que también es la nuestra.

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El triunfo de la religión cristiana, fresco de Tommaso Laureti que decora la bóveda de la sala de Constantino en el Palacio Apostólico Vaticano. Museos Vaticanos, Ciudad del Vaticano (© Catherine Leblanc / Godong / Akg-images / Album).

Espero que, a lo largo del camino que ahora comenzamos, llegues a tener esa misma sensación y seas capaz de ver más allá del propio fresco. Porque lo importante no es lo que encontraremos al final, sino todo lo recorrido hasta llegar allí.

Somos herederos del mundo romano —y de tantas otras culturas— en el sentido más amplio posible. Por supuesto, eso no significa que nosotros seamos romanos, que queramos serlo o, como me dijo hace unos años la profesora Mary Beard, que debamos siquiera aprender algo de ellos. No caigamos en el argumento falaz de una falsa pertenencia o un orgullo vacío que justifique ideas y acciones del presente. En este libro no encontrarás opiniones confesionales o dogmáticas, ni argumentos a favor o en contra de las culturas del pasado o de su influencia sobre las del presente. No estamos aquí para juzgar la historia desde una perspectiva presentista —algo que, desgraciadamente, tenemos que soportar en demasiadas ocasiones—, sino para conocerla y disfrutarla. Precisamente por eso evitaré términos de profunda carga despectiva, como paganismo, para referirme a los cultos tradicionales romanos y explicaré con toda la claridad que me sea posible conceptos como superstición, piedad, tolerancia o incluso religión, cuyo significado no es actualmente el mismo que tenía para los romanos.

Pocas cosas hay más interesantes que descubrir el origen remoto de aquello que hacemos y decimos en nuestra vida cotidiana. Este es un ejercicio que nos acerca al pensamiento crítico y nos ayuda a evitar los sesgos que nuestra propia sociedad nos impone —aunque lo haga prácticamente sin proponérselo—. La gran mayoría de nosotros somos cristianos, incluso si profesamos otras religiones o si no profesamos ninguna: somos cristianos culturales, puesto que nuestra historia cultural tiene una perspectiva eminentemente cristiana desde hace más de mil quinientos años. Por ello, intentaremos descubrir las religiones de la antigua Roma —incluyendo la cristiana— desde un enfoque que intente evitar visiones subjetivas influidas por la historia posterior.

Este libro no pretende ser una biblia —nunca mejor dicho— sobre las religiones de la antigua Roma. Tan solo trataré de acercarte de forma rigurosa a las complejas realidades socioculturales que existieron en el mundo romano. Me daré por satisfecho si lo consideras digno de ocupar un lugar en tu biblioteca después de haberlo leído.

Vamos a emprender un viaje religioso que centraremos, naturalmente, en el mundo romano, que ya es lo bastante extenso incluso con las acotaciones temporales, muchas veces ficticias, que marca la historiografía. No me preocupan tanto las fechas como el viaje en sí. Comenzaremos en los orígenes más remotos de los que surgieron los propios dioses, a quienes dedicaremos la primera parte del libro. A partir de ese momento, avanzaremos a través de la República romana para centrarnos no tanto en aquellas divinidades, como en los mortales que las crearon. En este libro, por supuesto, los dioses estarán muy presentes, pero creo mucho más importante hablar de lo que los romanos pensaban de sus propias divinidades —y de las ajenas, claro está— y de los actores humanos que participaban de la religión desde diversos puntos de vista.

Viviremos el desarrollo de las religiones, su ocaso y hasta su refundación. Sobrevolaremos más de mil años de la historia de Roma y hablaremos no solo de los cultos de los poderosos, sino también de aquellos que, más humildes, siempre quedan olvidados por la historia. Nos centraremos en sus religiones, los ritos que llevaban a cabo y hasta las supersticiones —cuyo significado pronto descubriremos— de todos aquellos que vivieron en el gran océano religioso que existió en la antigua Roma.

Y todo este camino lo haremos siguiendo cuatro partes diferenciadas que se ajustan perfectamente al ciclo natural y virtuoso del universo, de la naturaleza y, para muchas personas, también del ser humano:

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La primera parte tratará del NACIMIENTO de la religiosidad romana, las primeras ideas y pensamientos acerca de las divinidades y cómo se fueron desarrollando en la Roma monárquica. En la segunda, hablaremos del CRECIMIENTO del sistema, la organización de los sacerdocios, los rituales e incluso los aspectos negativos que surgieron de ellos —o contra ellos—, centrándonos especialmente en el periodo republicano. La tercera parte será el momento de comprobar la MADUREZ de las religiones romanas, tanto en lo público como en lo privado, en su momento de mayor esplendor: el alto Imperio. Y aunque en esta parte tercera terminemos hablando también de pandemias y hasta de muertes, no será hasta la cuarta cuando realmente lleguemos a la MUERTE y la RESURRECCIÓN. Pues no me refiero con esta idea a una muerte física, sino al proceso gradual de cambio que sufrió la religiosidad romana durante el bajo Imperio. La muerte a la que me refiero es la de las religiones romanas tradicionales, y la resurrección fue la que llevó a cabo el cristianismo. Realmente, hablamos de la que se convirtió en una religión romana más, que llegó para sustituir a los antiguos cultos y servir de soporte para el nuevo sistema social que surgiría a partir de ahí, extendiéndose hasta nuestros días.

Al fin y al cabo, como tendremos ocasión de comprobar, la religiosidad forma parte de la cultura de una civilización. Esto, aunque pueda sonar obvio, tal vez no lo es tanto en un mundo que, en muchas ocasiones, reniega de ella. Y no te hablo de fe; eso es algo que cada uno lleva —o no— en el interior y que, por cierto, no existía en la mayoría de religiones de la antigua Roma. Te hablo de la religión entendida como uno más de los elementos que, hasta nuestro tiempo, han cimentado las bases de la estructura social de la que formamos parte.

Trataremos de manera ecuánime religiones que ya nadie profesa —o casi nadie, más bien— y otras que, aunque modificadas por el paso del tiempo, siguen plenamente vigentes en nuestros días. Y a todas ellas nos acercaremos única y exclusivamente desde la perspectiva de la historia, una ciencia en la que rara vez tenemos todos los datos con los que nos gustaría contar. Pero como tampoco quiero sonar rancio y positivista, y no te quiero asustar con demasiada incertidumbre antes de empezar, te puedo asegurar que, en los siglos que la investigación lleva estudiando sin parar la historia, ha habido tiempo para construir un conocimiento adecuado. Serán muchas las ideas que trataremos y te plantearé, cuando sea oportuno, diferentes soluciones ante ciertas incógnitas todavía no resueltas. Sin embargo, no dudes de que, por suerte, la evolución de la propia investigación nos permite tener algunas certezas o, al menos, acercarnos a ellas en muchos aspectos de la religiosidad del mundo romano. De este modo podrás tener una imagen lo más completa y actualizada posible de estos temas, pasando por encima de los terraplanismos históricos —no vayamos a caer en la falacia de que cualquier opinión desinformada puede equipararse a un argumento sólido y contrastado—.

Lo primero que debemos abordar, por tanto, antes de comenzar, es el propio concepto de religión. Piensa por un momento lo que tú opinas sobre el significado de esta palabra. Estés más cerca o más lejos de ella, estoy seguro de que puedes hacerte una idea de lo que supone para ti este término.

De forma general, la religión puede definirse como un sistema cultural de símbolos y creencias que propone una explicación del mundo y un sistema de referencia común y, al mismo tiempo, define, articula y cohesiona los rituales con los que un grupo social se comunica e interactúa de manera imaginaria y sobrenatural con un ente superior. Sin embargo, esta no es ni mucho menos la única forma que ha existido a lo largo de la historia de definir este concepto, ni siquiera la única que existe hoy en día.

En la antigua Roma había muchas formas de entender la religión, como también eran muchas las propias religiones y cultos existentes. No obstante, si buscamos una definición de lo que para los romanos significaba la religio de forma genérica, podemos escoger lo que Cicerón, a mediados del siglo I a. C., pensaba sobre ella (Sobre la naturaleza de los dioses I, 117; II, 28). Según el orador de Arpino, la religión era equiparable al culto y al deber hacia los dioses. Una persona religiosa —que demostraba tener la cualidad de la pietas— era aquella que mantenía una buena relación con ellos a través de los ritos y ceremonias claramente establecidos por la tradición. Precisamente la exactitud de los ritos era crucial para conseguir los resultados adecuados. Así, Cicerón hacía derivar etimológicamente religio de relegere —releer—, con el sentido de poner toda la atención sobre la ritualidad y sus convenciones, establecidas por la tradición, estudiándolas y leyéndolas detenidamente.

La relación entre mortales y dioses, por otro lado, debía ser necesariamente recíproca —un consenso—, con interacciones, respuestas y beneficios por ambas partes. Solo así podría mantenerse el sutil equilibrio que permitía que el mundo siguiera en marcha: la pax deorum, un concepto que estará muy presente a lo largo de todo el libro. Su importancia era máxima, pues su rotura podía traer terribles consecuencias.

Como podemos colegir de las palabras ciceronianas, la religiosidad tradicional de los romanos no tenía dogmas fijados por la divinidad, sino que era la tradición la que marcaba cómo se llevaban a cabo sus prácticas. Además, comprobaremos que estaba pensada para que tuviera lugar en esta vida, sin confiar en la que podría —o no— llegar después. De ahí que consideremos que la romana era una religiosidad vivida en el día a día, como la han venido definiendo prestigiosos investigadores en los últimos años. Existía entre los devotos y los dioses una relación incluso contractual, en la que cada parte debía aportar algo a la ecuación para que mantuviera su equilibrio y ambas partes quedaran satisfechas y resultaran beneficiadas.

Los romanos se consideraban a sí mismos el pueblo más religioso que existía sobre la faz de la tierra. El cumplimiento del deber religioso, en consenso con los dioses, era lo que, en su experiencia, mantenía intacta su hegemonía sobre el mundo. De ahí que la religión tuviera para ellos un significado tan profundo que se extendía a todos los ámbitos de la vida diaria.

Posteriormente, autores cristianos como Lactancio (Instituciones divinas IV, 28, 4-5) o Agustín de Hipona (La ciudad de Dios contra los paganos X, 3, 2) redefinieron desde su perspectiva el concepto de religio. El primero, a principios del siglo IV, vinculándolo etimológicamente al término religare —unir o enlazar—, para tratar de demostrar la naturaleza de la relación directa que existía entre el dios cristiano y el fiel: el vínculo imborrable entre creador y creación. El segundo, un siglo después, dentro del radical cambio del discurso cristiano que tendremos la ocasión de conocer, ofreció una nueva interpretación etimológica partiendo esta vez de re-eligere, literalmente ‘volver a elegir’, expresando la oportunidad que el género humano tenía de escoger la única religión verdadera en contra de la impiedad y la idolatría de los paganos.

Pero, no nos adelantemos, ya habrá tiempo de hablar de todos estos y otros muchos temas a lo largo del libro. Ahora solo me gustaría precisar, una vez más, que hablaremos de religiones muy diversas basadas en planteamientos incluso opuestos, algo que deberemos tener en cuenta para no caer en nuestros propios sesgos. Es especialmente importante que evitemos ver el politeísmo romano como una serie de cultos individuales, sin relación entre sí, cuyas divinidades formaban después un conjunto. Esta es, sin duda, una visión errónea que parte de una perspectiva cristianocéntrica de la que ahora debemos prescindir, como de tantos otros bulos históricos que rodean el estudio de un tema tan fundamental como es la historia de las religiones del mundo antiguo.

Todo ello lo llevaremos a cabo a través de las fuentes: las que escribieron los autores del pasado —que verás citadas en latín y griego antiguo justo antes de encontrar su traducción para enriquecer tu lectura—, pero también las aportadas por la arqueología, la numismática, la epigrafía, la estatuaria y tantas otras disciplinas que nos permiten reconstruir el relato del pasado romano.

La lectura de este libro puede completarse, creo que de forma muy beneficiosa, con la de mis dos anteriores obras. En concreto, si deseas ampliar información sobre festividades o costumbres romanas a las que aludo aquí podrás encontrar explicaciones más detalladas en el libro Un año en la antigua Roma. La vida cotidiana de los romanos a través de su calendario. Si te interesan otros aspectos de la vida social y política romana, desde los orígenes hasta el bajo Imperio, y buscas información contrastada, libre de bulos históricos, puedes acudir a Fake news de la antigua Roma. Engaños, propaganda y mentiras de hace dos mil años.

Dicho todo esto, ha llegado el momento de dar comienzo a la aventura. Confiemos en que Jano Bifronte, el todopoderoso Júpiter, la diosa Vesta y cualquier dios o diosa que escuche nuestra súplica, nos sean propicios en este viaje por las religiones, los ritos y las supersticiones de la antigua Roma, en el que recorreremos más de mil quinientos años de historia.

¡Que los dioses nos ayuden!