El día que empezó la primavera pasaron dos cosas que lo cambiaron todo. La primera fue una llamada, la segunda una niña. Visto desde ahora, en pleno mes de junio que ya casi termina, es fácil entender que las dos cosas estaban unidas por un hilo invisible que las sumaba y les daba un sentido, pero en aquel momento no supe ver las señales. Demasiados años desentrenado, demasiado acostumbrado a la calma. El paso del tiempo me había convencido de que a mi edad todo lo intenso, lo que la vida tiene de vida y de imprevisto, había sido vivido ya.
El error fue mío y tendría que haberlo imaginado. «La vida no se relaja, no se relaja nunca, Jon. Se la juega y nos la juega hasta el final.» La de la vida y el juego es una de las frases favoritas de Mer. Esa y también: «Por eso nos cuesta tanto marcharnos». Y lo dice ella, que vive la vida y la muerte como si fueran una, entregada a tiempo completo a sus colonias de lagartos, a sus pingüinos y sus caimanes, estudiando la supervivencia en rincones del planeta en los que la vida humana cuenta poco o nada.
Ese primer día de primavera, cuando volvía a casa del trabajo en la moto me acordé de Mer y de su frase. En cuanto sus palabras resonaron en mi cabeza sobre el rugido del tráfico, calculé automáticamente el tiempo que faltaba para reunirme con ella. Octubre, habíamos decidido que en octubre. En poco más de seis meses y una semana. Mejor en octubre o en noviembre, por eso de aprovechar la primavera tardía en el hemisferio sur. Chile, Argentina, Australia, Sudáfrica... «No hay pingüinos en el hemisferio norte, Jon.» Mer es mundo pingüino sí o sí. «La vida no se relaja, Jon. No se relaja nunca.»
Esa misma noche, en casa, esta vida que no se relaja me trajo una segunda voz. Mientras en el telediario ponían el desahucio de un par de hermanos jubilados vestidos con unos viejos monos de pintor, me acordé de pronto del abuelo Ismael y —qué puntual es la memoria— me vino a la cabeza la escena de las últimas horas que, siendo yo un chaval, habíamos pasado juntos en el hospital.
El abuelo Ismael era uno de esos tipos de campo que el hambre había trasplantado desde el sur hasta el extrarradio de la ciudad. Uno de miles. El hombre hablaba poco, nunca con los niños, y en casa lo temíamos. Nos aterraban sus silencios, el olor a tabaco que avisaba de su llegada y los nudillos que te clavaba cuando te cruzabas con él en mala hora. No decía, el abuelo nunca decía, y ese no decir a la abuela la tenía loca y al resto de nosotros nos violentaba como pocas cosas, porque al hombre había que leerle la mirada y eso no era fácil. Un día se cayó de su escalera de pintor y se partió la espalda y la mitad de la cabeza. Cuando a la mañana siguiente fuimos a verlo al hospital, él aprovechó que mamá había bajado a la cafetería a por un café y bocadillos para gruñirme un mensaje que, por venir de quien venía, me pareció casi extraterrestre: «Vete con ojo, chaval —dijo, señalándome con ese dedo torcido, lleno de nudos y callos. Me sorprendió descubrir que no tenía una voz ronca de viejo ogro, sino aguda, casi como la de la abuela—. Hay vidas que pasan así —siguió, volviéndose hacia la ventana—, como la mía, sin que pase nunca nada. Y uno piensa: “mira tú, qué suerte, tan tranquilo todo, tan de buen hacer el tiempo y lo que trae”, hasta que el día que pasa, pasa todo. Y me da que los hombres de esta familia somos de esos, porque tu bisabuelo Ramón menudo era. Así que ojito, ¿me oyes?».
Eso fue por la mañana. A mediodía, tía Ángela apareció en el hospital llorando de alegría porque nos había tocado un pleno en la quiniela del bloque y solo había habido otro acertante. Que lo habían dicho en las noticias, repetía como si le hubieran dado cuerda. Y esa misma tarde, tío Santiago, el hermano mayor de mi madre, desapareció con una novia portuguesa que nadie le conocía y con ellos se esfumó también todo el dinero que había cobrado del boleto. El bloque se quedó sin su premio y nosotros nunca volvimos a verle el pelo.
«¿Lo ves? —me gruñó el abuelo desde la cama con una macabra sonrisa de satisfacción, guiñándome el único ojo que le habían dejado a la vista cuando volví a visitarlo al día siguiente—. ¿Qué te había dicho? Aquí nunca pasa nada hasta que un día pasa todo. Ahí lo tienes: tres de tres.»
Una hora más tarde, después de que la enfermera repartiera las cenas, cerró el ojo vivo, soltó un suspiro hondo como el ronquido de un elefante y dejó de respirar.
Vidas en las que no pasa nada, hasta que un día pasa todo. Los hombres de esta familia. Nosotros.
Lo de acordarme del abuelo fue casi a medianoche, después de un día largo y extraño cargado de novedades que, además de marcar el final oficial del invierno, no había terminado de la mejor manera. Había empezado, eso sí, como cualquier otro: por la mañana, al subir a la moto, sobre los cipreses de la iglesia el cielo ya respiraba jirones de añil y el denso olor a bosque impregnaba el aire. En el lago, pequeñas espirales de luz cruzaban el agua con la brisa y el silencio era casi líquido. Tenía una hora y media de viaje por delante. Esa ha sido y sigue siendo mi rutina estos últimos años: ducha a las seis y cuarto, a las siete y cinco arranco, cruzo el puente de tablones sin apenas dar gas para no despertar a Edith cuando paso por delante de su casa y durante los siguientes quince minutos bajo por la pista forestal que lleva al pueblo. A esa hora el valle pertenece a los animales que lo habitan y que aparecen sin avisar entre las tupidas paredes de árboles de los márgenes: zorros, corzos, conejos, tejones, búhos, perdices, jabalíes... A medida que asoma el sol, la vida nocturna se retira a toda prisa, huyendo del día y del encuentro con lo humano, advertida por el cono de luz blanca que proyecta el faro de la moto. Luego, en el desvío de la carretera que lleva al pueblo, se acaba lo bueno y toca asfalto en serio: doble carril, camiones, furgones de todo pelaje, humos, camionetas de reparto, prisa, radios encendidas, niños dormidos en asientos traseros... Una hora y media de trayecto que me arranca del silencio de la aldea y me inserta en el mecánico engranaje de lo urbano: del bosque al hormigón, de la vida al ruido. Es el precio por vivir aquí: retirado, fuera, más allá de... Mi pequeño consuelo es que, dentro de lo malo, no me ha tocado lo peor. Al fin y al cabo mi destino final no es la ciudad. Donde yo trabajo no hay oficina ni edificios, no hay tráfico ni paseíllo a la cafetería a media mañana. No hay semáforos, no hay calefacción en invierno, el ruido es otro y el aire también. Mi destino es una pequeña república independiente encajonada en el meollo de la red gris de calles y avenidas: un planeta mínimo poblado por cientos de vidas que nadie ve, escondido de las miradas ajenas por una vieja muralla de ladrillo, seto y alambre.
El zoo.
Mi nombre es Jon. Eso es lo que pone en la placa que llevo insertada en el bolsillo del chaleco verde: Jon, con «J», y debajo: «Cuidador de elefantes». Insisto siempre en lo de la jota, sobre todo cuando me toca alguna visita organizada, porque siempre aparece el típico listillo o la guiri graciosa que se acerca así como quien no quiere la cosa porque cree haber oído mal y pone cara de póquer mientras ya tiene a punto la pregunta:
—¿John?, ¿eres inglés? ¿Americano?
—No, Jon. Con jota. De Jonás.
—Ah.
Si alguno de los que se acercan a preguntar quisiera saber más —cosa que no ha pasado hasta ahora y seguramente no pasará ya—, le contaría que no siempre he sido Jon. Hubo una época en que fui Jonás, aunque eso duró solo unos años, los primeros siete. Jonás existió al principio, mientras sobrevivió el niño o mientras la vida era pequeña y lo básico lo ocupaba todo: crecer, hacer ruido, pantalones cortos, sangre en las rodillas, correr, bajar a jugar a la calle, volver a correr, merendar en la cocina de alguna vecina, llevarme alguna colleja del abuelo por colarme en el ascensor y poco más. Si alguno de los que se acercan a preguntar por mi nombre durante las visitas quisiera saber, le contaría que Jonás existió hasta el día que empezó mi primavera número siete y el futuro nos pasó por encima a todos, aplastándonos de tal manera contra el tiempo que nadie en casa se acordó siquiera de ir a la pastelería a por mi tarta de cumpleaños. Ese 21 de marzo, a las 6.35 de la tarde, dejé de ser Jonás para convertirme en Jon en lo que tarda un ascensor en bajar del octavo a la planta baja de un bloque de extrarradio de dieciocho pisos.
Veintitrés segundos.
Y todo porque, según le aclaró la logopeda a mi madre una semana más tarde: «Este niño ha vivido demasiado en muy poco tiempo y cada niño es un mundo y tiene el aguante que tiene. De ahí la tartamudez. Seguramente será algo temporal, no se alarme. De todas formas, si ve que no mejora, le aconsejaría que lo llevara a un psicólogo. Puedo recomendarle uno».
Jon. Jon. Jon. Me había quedado atascado en la «n» cuando en el ascensor de mi casa uno de los dos camilleros que habían traído a papá del hospital y que, a falta de instrucciones, habían pasado un buen rato esperando sentados en la escalera, me preguntó: «¿Y tú cómo te llamas, chaval?». En el momento en que quise responder, sentí que algo se me cerraba entre el paladar y la lengua, como si de repente se me hubiera llenado la garganta de arena.
Tartamudo. Jonás ya no estaba. Había subido al ascensor hablando como cualquier otro niño y ocho pisos más abajo la mecánica estaba desconfigurada. En menos de medio minuto, mi cerebro había dejado de calibrar las cantidades exactas de aire y voz que necesitan las palabras para construir y dibujar frases. Pura biología.
¿Por qué? ¿Qué había cambiado en esos veintitrés segundos?
En cuanto salimos de la consulta de la logopeda, mi madre me agarró de la mano y tiró de mí hacia la boca del metro. Mientras bajábamos a toda prisa las escaleras la oí decir, sin levantar la vista del suelo:
—Qué psicólogo ni qué psicólogo. Ya sabía yo que venir era perder el tiempo. A ti se te ha atragantado lo de tu padre, como a todos. Demasiado poco nos pasa. —Se plantó delante de la taquilla para comprar los billetes y rabió, meneando la cabeza mientras buscaba el monedero y volvía la vista hacia la calle—. Qué psicólogo ni qué psicólogo. Sacacuartos, eso es lo que sois todos.
Mamá no volvió a llevarme a ningún médico y yo entendí que iba a tocarme ingeniármelas por mi cuenta y buscarme la vida para vivir con mis palabras a medio hacer, así que, ya puestos, empecé por lo más urgente: decidí que si me atascaba en la «n» de mi nombre, lo mejor era quedarme allí y no insistir.
Se acabó Jonás. Mejor Jon.
Y de ahí me viene. Lo de mi nombre, quiero decir.
Bueno, eso y otras cosas.
Pero estábamos en el zoo.
En cuando aparqué la moto, me crucé con los dos Juanes y con Bryan, el chaval nuevo que desde hace unos meses se encarga del aviario. Nos saludamos como siempre, sin hablar. Aunque aquí algunos nos conocemos desde hace tiempo, hablar, lo que se dice hablar, no se habla mucho. Esto es como un gran barrio y cada cual va a lo suyo, unos más que otros, pero somos tantos y hay tanto movimiento que lo de intimar se da poco.
Bordeé el recinto de los canguros y crucé el puente, que estaba todavía en obras, saltándome la valla de protección. Por la mañana, cuando llegamos, el zoo todavía huele a noche. En cuanto entras se te llenan los pulmones de una mezcla de olores fuertes que solo encuentras aquí a esa hora: orines, excrementos, arena mojada, rocío, aire fresco, forraje y sueño que, para quienes vivimos esto como algo propio, es una segunda vida. Respirar ese resto de oscuridad te llena la cabeza de ruidos e imágenes que te transportan lejos, a un mundo que no es este pero que reconoces porque hay en él algo de ti. Lo mismo vale para el turno de noche: quedarte aquí cuando el zoo duerme es como un chute de magia en la vena. Una de las primeras cosas que me sorprendieron cuando me tocaron las primeras guardias nocturnas fue darme cuenta de que, aparte de nosotros, del personal de la casa, casi nadie se pregunta qué hacen los animales del zoo durante la noche, qué pasa aquí a partir de que las puertas se cierran y la ciudad echa la persiana. Cuando pensamos en el zoo, nadie imagina esto de noche, nadie se acuerda de que aquí la vida sigue aunque no se deje ver.
La primera vez que lo comenté con Edith ella me respondió algo que me dio que pensar.
—No se lo preguntan —dijo— y, la verdad, yo tampoco lo había hecho hasta ahora. —Luego añadió—: Supongo que para la gran mayoría esos animales existen solo porque están allí. O peor, existen para estar allí. Como si por ellos mismos no contaran o no tuvieran entidad.
No respondí nada y ella, al ver que yo no parecía tenerlo claro del todo, intentó explicarse mejor.
—Están porque se pueden visitar, Jon —concluyó—. Es como si el zoo fuera uno de esos juegos que había antes en los bares, en los que echabas una moneda, le dabas al play y los monigotes que había dentro se activaban y se mantenían con vida siempre que consiguieras darles más pantallas, o más fuel, o lo que fuera que había que darles. No sé si me explico.
Le dije que sí, que lo había entendido, aunque durante un tiempo seguí dándole vueltas. Incluso intenté comentarlo con algún compañero, pero en aquel entonces yo acababa de llegar a la casa y enseguida capté que la pregunta no era bien recibida y que la señal de retorno era más bien pobre. También intenté volver a tocar el tema con Edith pasados unos días, pero ella me paró los pies.
—Olvídalo —me cortó—. Estás empezando de cero con muchas cosas y eso no te va a ayudar, créeme. Poco a poco.
Le hice caso. A fin de cuentas, en aquel momento tampoco teníamos la confianza que tenemos ahora y preferí no insistir. Éramos, como ella lo llamó una vez, «buenos vecinos con una amistad en fase 2». De todas formas, la cuestión vuelve a rondarme cada tanto. En cuanto me despisto, ahí está de nuevo. La última vez fue justo antes de lo de marzo, mientras daba una charla en una escuela de la zona.
Lo de las charlas es algo que este curso he hecho de vez en cuando. Como en el campo todo se sabe y ya son unos cuantos años aquí, a los coles de la comarca les mola tener a un cuidador del zoo a mano y he pasado a veces a charlar con los chavales y a contarles cosas de lo que hago allí. Nada del otro mundo, pero a ellos les gusta y reconozco que tiene su puntillo. Ese día, cuando terminé la charla y llegó el turno de preguntas, un crío de la clase de los más pequeños levantó la mano.
—Cuando los elefantes se van a la cama, ¿duermen felices o a lo mejor se toman pastillas? —preguntó con cara de preocupación. No tendría más de seis o siete años.
Un aluvión de risas barrió el gimnasio donde nos habíamos reunido para la sesión. El chaval ni se inmutó, como si aquello no fuera con él. Puso cara de no entender a qué venía tanto jaleo y esperó.
—¿Por qué crees que deberían tomar pastillas para dormir? —quise saber.
El crío siguió aparentemente ajeno a la reacción que había despertado en la sala. Toda su atención estaba puesta en mí y en lo que esperaba de mi respuesta.
—Es que mi madre toma siempre —contestó con una voz encogida—, porque dice que si no se toma dos pastillas de las pequeñas tiene pesadillas, aunque a veces grita cuando duerme y me parece que le duele o a lo mejor no, pero no se lo pregunto porque me da miedo que se enfade.
No volvieron las risas. Dos de las maestras se miraron con esa cara de incomodidad que conozco bien, y antes de que yo pudiera contestarle, el crío quiso añadir algo:
—Es que si mi madre se enfada, entonces se marcha y ya no queda nadie.
Algunas risas preadolescentes en las últimas filas. Luego el silencio cayó a plomo sobre el gimnasio y, en un intento por cortar cuanto antes la deriva que estaba tomando aquel hilo, tiré del tema del mal dormir para contarles a todos aquellos chavales que cuando me toca el turno de noche en el zoo quien no duerme soy yo.
—¿Sabíais que dormir en el zoo es casi siempre imposible, sobre todo en verano? —empecé—. Eso lo sabemos bien quienes hacemos el turno de noche.
El momento difícil parecía superado. Ahí estaba de nuevo la curiosidad general.
—¿Los animales del zoo no se van a dormir a casa por la noche? —preguntó una niña que estaba sentada en la segunda fila y a la que casi no pude ver.
Risas, incluidas las de algunas maestras.
—No —dije—. Viven allí.
—Entonces, ¿cuándo van a ver a sus padres? —insistió la voz—. ¿Los fines de semana? Es que a mi padre lo veo los sábados todo el día y el domingo hasta las tres y luego ya no porque no se puede.
Una maestra hizo callar al grueso del grupo, que había empezado a hablar a la vez. Aproveché para volver a sintonizar la charla hacia un plano más general.
—Os contaré algo muy curioso —dije, poniéndome serio—: Muchas noches, mientras duermen, los elefantes sueñan —empecé—. Bueno, no solo los elefantes.
—¿Y usted cómo lo sabe? —volvió a saltar el primer chaval, esta vez sin molestarse en levantar la mano.
Me equivoqué. Lo supe en cuanto hablé, porque justo antes de responder dudé, y porque tendría que haberme sacado de la chistera una de esas respuestas apagaincendios que usamos los adultos cuando nos topamos con un crío que más que un niño es un laberinto mal resuelto de retales familiares en desorden. Lo supe antes de hablar, pero hubo algo en el tono y en la curiosidad de su mirada que resonó en mí, pillándome totalmente desentrenado.
—Porque hablan en sueños —respondí. Y, antes de poder corregir, añadí—: Y a veces lloran.
Se hizo el silencio en el gimnasio. Las dos maestras bajaron la vista y el chaval me miró con los ojos muy abiertos y asintió despacio.
—Como mi mamá —dijo. Y enseguida se iluminó—: ¿Y los elefantes lloran de verdad? ¿Con lágrimas y todo?
La pregunta volvió a pillarme blando. El niño pedía verdad, como casi todos los niños que preguntan para saber.
—Depende de su historia —contesté.
—¿«De su historia» cómo? —insistió el chaval sin dejar de cruzar y descruzar las piernas.
—Todos los animales tienen su historia, como nosotros —dije—. Lo que pasa es que los que viven en el zoo tienen dos: la que vivieron antes y la que empezó el día que llegaron.
El niño me miró con cara de estar ya dándole vueltas a lo que acababa de oír y enseguida, justo antes de que sonara el timbre, volvió a hablar:
—Entonces, ¿lloran porque se acuerdan de la historia de antes, cuando estaban con sus padres y toda la familia junta, con los primos y todo, en los documentales de animales de África que ponen después de comer y ahora ya no pueden volver a estar juntos ni siquiera por internet porque no tienen dinero para el ordenador y tampoco tienen contraseña?
No hubo tiempo para más. Me salvó el timbre y respiré, aliviado, al ver que la conversación moría allí. Media hora más tarde, mientras volvía en moto a casa, me sorprendí repasando mentalmente mi conversación con el crío. A medida que subía por el camino forestal que bordea el valle, subrayaba mentalmente palabras sueltas que iban desprendiéndose del texto imaginario de nuestra conversación y caían sobre el camino como de una sopa de letras gigante: «familia», «dos historias», «verdad», «sueñan» «lloran porque se acuerdan»... Las palabras iban quedando grabadas en el suelo de tierra, pero la voz del niño seguía repitiéndolas en mi cabeza sin un orden definido, como si en realidad formaran parte de un crucigrama que yo no sabía ver.
Poco podía imaginar en aquel momento que hoy, cuando apenas han pasado unos meses de esa tarde y estamos a pocas horas de que empiece el verano, tendría en mis manos el destino de una de esas historias dobles que habitan el día y duermen la noche y que la vida, mi vida, habría de sorprenderme con un cambio de rumbo que esa tarde en la escuela ni esperaba ni deseaba.
Y todo por una niña.
Una niña con nombre de pájaro.
Una niña y una llamada.