Capítulo 1 UN NUEVO AMIGO

Como todos los días, al salir de clase, Agapito regresaba a su casa dando un paseo. Andaba solo, pero no le importaba no tener amigos: era el momento más especial del día, ya que podía saltar y cantar sin que nadie lo mirara raro. El camino que seguía siempre era el mismo: dejaba atrás el colegio, atravesaba el parque, pasaba por delante de tres casas exactamente iguales, veía una granja y, después, subía por la colina que llevaba a su casa dando saltitos mientras cantaba: «¡Soy un conejitooo y me gustan los saltitooos!».

Sin embargo, aquella tarde fue diferente a las demás. El niño caminaba alegremente. Hacía calor, por lo que anduvo bajo la sombra de los árboles hasta llegar a la esquina de la granja por la que siempre pasaba. Vestía una camiseta azul, tan clara como sus ojos, y pantalones verdes. El pelo, rizado, le salía disparado en todas las direcciones por mucho que tratara de domarlo. Era castaño, aunque cuando el sol le daba directamente en el pelo, se asomaban unos pequeños brillos pelirrojos.

En cuanto pasó por la granja, le pareció ver algo raro que llamó su atención bajo un enorme limonero. El niño abrió mucho los ojos en cuanto lo vio.

—¡Un limón con ojos! —chilló, alucinando.

¡Hola! Me llamo Kiron y soy un limón —le informó el limoncito, sonriente y contento de tener a alguien con quien hablar.

Y yo soy Agapito, un niño humano —le respondió.

¿Vives por aquí? Me he perdido y no conozco esta zona.

¡Pues claro! Yo te hago una visita turística —exclamó el niño—. ¡Vayamos juntos a dar una vuelta!

Durante los días siguientes, Agapito le contó a todo el mundo, con los ojos brillantes, el encuentro que había tenido con el limón, pero nadie le creyó. Sin embargo, cada vez que salía de la escuela, corría a encontrarse con Kiron, y así es como se hicieron muy buenos amigos.

Un día, Kiron le contó cómo había llegado hasta la orilla de su pueblecito: provenía del mundo mágico conocido como Frutilandia. La vida de Kiron en su país de origen era muy diferente al mundo en el que se encontraba ahora. En Frutilandia, los limoncitos vivían aterrorizados por culpa de unos piratas malvados. Si se perdían, o los engañaban, los piratas se hacían con ellos de la noche a la mañana y escapaban en su barco para arrebatarles su jugo mágico.

Dicho jugo lo podían obtener de dos formas. Una opción era hacer reír a los pequeños limones hasta que se les saltaran las lágrimas. Pero había otra mucho peor, que era obligarlos a hacer ejercicio para que sudaran gotitas de jugo mágico. Los ejercicios consistían en todo tipo de actividades físicas muy duras para ellos, como correr y saltar a la comba, que dejaban a los limoncitos fatigados y exhaustos.

Desde que los PIRATAS habían encontrado Frutilandia gracias a un antiguo mapa que tenía en su poder el capitán, Barba Blanca, la isla nunca había vuelto a ser la misma. Había pasado de ser un mundo que rebosaba alegría y tranquilidad a convertirse en un lugar muy distinto. Ahora, las frutitas que lo habitaban paseaban por sus calles con miedo.

Horas antes de cruzarse con Agapito, Kiron estaba sudando en una de las cintas de correr en la que le habían puesto los piratas. Habían pasado varios días desde que le habían capturado y estaba tan cansado… Le dolían las piernas y hacía tiempo que había dejado de sentir sus pequeños pies. Se había planteado en numerosas ocasiones escaparse, pero le daban miedo las represalias si le pillaban.

Hasta entonces.

En los últimos días, había estado siguiendo de cerca las rutinas de los piratas para encontrar su punto débil, el momento ideal para salir disparado de allí y poder regresar a Frutilandia. Sabía a qué hora se despertaban, desayunaban y hacían el cambio de turno con los vigilantes nocturnos. Incluso había calculado el tiempo que tardaban en recorrer andando la cubierta del barco para saber de cuánto tiempo dispondría en caso de querer huir.

Kiron observó de reojo a uno de los piratas que estaba vigilando y esperó a que fuera al baño para huir. Tenía el pelo oscuro y las cejas muy pobladas, una verruga en la nariz y las uñas demasiado largas. Por su olor, no se había duchado en semanas. En cuanto el pirata se despistó para ir al baño, el limoncito Kiron echó a correr en dirección al camarote de Barba Blanca para recuperar su mochila y coger el mapa. La primera guardaba todas sus cosas, todo aquello que los piratas le habían arrebatado al secuestrarlo. El mapa no era más que su única salvación: lo necesitaba si quería volver a casa sin perderse. Pero, en cuanto agarró sus cosas y se dispuso a huir, uno de los tripulantes dio la voz de alarma: le habían pillado.

¡Se escapa! ¡Uno de los limoncitos se escapa! —gritó un pirata al que le faltaba una oreja.

Kiron, jadeando, siguió corriendo sin mirar atrás hasta llegar a la cubierta y saltó por la borda sin pensárselo dos veces.

¡Adiós, cara pepinooo! —gritó a un pirata con la nariz chata que intentó agarrarlo mientras caía al mar.

Todos los piratas se asomaron por la borda con la boca abierta, alucinando.

—Ese limoncito no sobrevivirá tan pequeño y solo —dijo un pirata gordo y grasiento.

—Le diremos al jefe que se cayó sin querer para que no nos castigue —le respondió otro, que era tan alto y flacucho que a Kiron le recordó el palo mayor del barco.

Dejando atrás las conversaciones, Kiron se alejó del barco pirata y nadó hasta donde sus fuerzas le permitieron. Pocos minutos después, se sentía tan cansado que perdió el conocimiento.

Cuando se despertó, el limón estaba tumbado en la orilla de una preciosa playa junto a un pueblecito. Kiron se estiró, tosiendo agua, y se incorporó. Tuvo que parpadear varias veces para asegurarse de que no estaba soñando. Miró hacia atrás, pero ningún barco pirata se veía en el horizonte. No sabía cuántas horas habrían pasado desde que se había escapado del barco.

Con cuidado, recogió todas sus cosas, que el mar también había arrastrado a la orilla. Ahí estaba su mochila, junto a otros objetos oxidados que parecían llevar años ahí tirados, olvidados entre la arena.

¡Nooo! ¡Falta el mapa! —gritó desesperado al ver que el mapa con el que tenía que regresar a Frutilandia no estaba por ninguna parte.

Kiron corrió por la arena, por si la marea lo había arrastrado varios metros más allá, pero solo encontró algunos pedazos. Bajó los hombros, decepcionado, y asumió que tendría que buscar el camino a casa por su cuenta. Se adentró en el pueblecito y corrió hacia una granja que tenía un limonero que le recordaba a su hogar. Si había limones ahí, quizás no estaba tan lejos de Frutilandia como pensaba... Como el limonero le tranquilizaba, decidió quedarse allí a descansar un rato hasta recuperar las fuerzas y encontrar el camino de vuelta a casa.

Y así fue como le descubrió Agapito.

—Y salté del barco pirata con mi mochila y el mapa y nadé durante horas hasta despertarme a pocos metros de aquí —le narró Kiron.

—¡Eso es alucinante! —dijo Agapito—. ¿Y vas a volver a tu casa entonces?

Kiron bajó la cabeza, triste.

—No puedo… Perdí varios trozos del mapa.

—¿Dónde? —preguntó Agapito, con los ojos brillantes.

—Cuando llegué a la orilla, solo encontré algunos —respondió Kiron—. El mapa tiene un valor enorme, mucho más que sentimental: contiene la única ruta posible de vuelta a mi mágico hogar: Frutilandia.

Agapito no podía estar más ilusionado por aquella historia, por lo que decidió echar una mano a Kiron para que pudiera volver a su hogar.

—¡Yo te ayudaré! —se ofreció, levantando las manos—. ¡Juntos encontraremos el mapa y llegaremos a Frutilandia!

Kiron se animó y aquella noche se fue a dormir mucho más contento.

Al día siguiente, en cuanto Agapito salió de clase, fueron juntos a la playa donde naufragó el limoncito.

—Tú busca por ese lado y yo iré por aquí —le indicó Agapito, que había traído todo tipo de utensilios para la búsqueda: dos palas, una lupa, un par de walkie-talkies, un trozo de celo y una gran botella de agua, por si les entraba sed al caminar bajo el sol.

Kiron y Agapito buscaron durante horas. Cuando ya estaban agotados, el limoncito se metió entre unas rocas, donde al fin encontró un trozo del mapa que había dado por perdido.

¡Hurra! —gritó, levantándolo en el aire.

Todavía les quedaban otros tres.

Agapito fue el siguiente en encontrar otro, que al parecer había ido a parar a un kilómetro de distancia.

—¡Ya te tengo! —exclamó mientras lo secaba con su camiseta.

De vuelta al lugar donde había quedado con Kiron, encontró otro trozo más escondido entre la arena.

—¿Cómo no lo he visto antes al pasar por aquí? —pensó, mientras se agachaba para recogerlo.

Llevó los dos pedazos del mapa a Kiron y los juntaron en el suelo.

—Queda justo el trozo del centro… —dijo Kiron, desanimado.

Aquel era el más importante de todos, ya que indicaba el lugar exacto en el que se encontraba Frutilandia.

—Qué rabia —protestó Agapito, caminando en círculos alrededor de donde se encontraban.

Ya se estaba haciendo de noche y se sentían cansados. Justo cuando ya estaban a punto de tirar la toalla, Agapito se giró y vio una enorme concha en el suelo. Recordó los partidos de fútbol a los que jugaba en el patio de su colegio y se preparó para dar un chut con todas sus fuerzas.

¡Pum!

—¡Ahhh! —gritó Agapito, al darse cuenta de que aquella concha pesaba mucho más de lo que parecía. Dentro de su zapato, el dedo gordo le palpitaba.

¡Lo has encontrado! —exclamó Kiron, mirando lo que había debajo de la concha.

El último pedazo del mapa se encontraba frente a sus ojos. Kiron lo cogió con sumo cuidado y lo juntó con los demás: tenían el mapa completo con el camino de vuelta a Frutilandia.

—Ya es tarde, pero quedemos mañana a primera hora para ir a Frutilandia —propuso Agapito.

—¿Me acompañarás? —le preguntó Kiron, emocionado.

—¡Pues claro! No voy a dejar a un limoncito por ahí solo… Además, ¡la aventura nos llama!

Kiron se fue a la granja a dormir bajo el limonero, pero no podía conciliar el sueño por la emoción. Con un trozo de celo, pegó todos los pedazos del mapa y lo enrolló. A continuación, lo guardó en su mochila.

Mientras tanto, Agapito regresó a su casa, donde le esperaba su madre.

—¡Agapito!, ¿pero tú has visto la hora que es? ¿Se puede saber dónde demonios estabas? —le dijo su madre, enfadada.

—¡Mamá, mamá! ¡Hemos encontrado los trozos perdidos del mapa y mi amigo limoncito podrá volver por fin a Frutilandia!

Su madre puso los ojos en blanco.

—Anda, Agapito, cómete la sopa y haz los deberes de matemáticas.

Agapito se alegró de que su madre no le hiciera más preguntas. Nada más llegar a su cuarto, se preparó la mochila para el día siguiente, se metió en la cama y se durmió enseguida.

A la mañana siguiente, Kiron se despertó de un salto. Apenas había pegado ojo, pero estaba lleno de fuerzas para la aventura que tenían por delante. Esperó varios minutos a Agapito y se puso nervioso al ver que no daba señales de vida.

—Se habrá quedado sobado, seguro —pensó, y decidió ir a buscarle a su casa.

Vio que la luz de su cuarto estaba apagada y no había movimiento alguno que indicara que estuviera despierto. Kiron buscó algunas piedrecitas a su alrededor y comenzó a lanzarlas contra la ventana hasta que Agapito se asomó.

¡Ya voy, ya voy! —le gritó, levantando en el aire su mochila—. Tengo una mochila supergigante, aquí podemos guardar tus cosas y nos la turnamos durante el viaje.

A Kiron le entró un ataque de risa al ver los pelos con los que Agapito se había levantado. Agapito fue corriendo al baño, se los peinó, cogió su mochila y volvió a asomarse a la ventana.

¡Cuidado, que bajo! —exclamó.

Pasó una pierna y después otra, agarrándose fuerte a una tubería, y entonces se deslizó por ella con una facilidad asombrosa. Kiron se dio cuenta de que no era la primera vez que hacía algo así.

—Todo listo. ¡Allá vamos!

Todavía estaba amaneciendo cuando los dos se alejaron andando hacia el horizonte, de camino a Frutilandia.