¿Por qué «Caballeros de conquista»?
Esa pregunta, que me hice yo hace unos años, me la vuelvo a hacer ahora, a punto de iniciar este estudio, y cuando pretendo responder sigue asaltándome la duda. Sin embargo, volvería a empezar por lo sencillo del axioma vital: ¿qué fue lo primero, la sociedad o el individuo?
Creo que ningún hombre es una isla completa en sí misma —tal y como dijo Donne—, porque todo ser humano es una parcela del continente, una parte del conjunto. Este es un aspecto de la verdad. Y es que me gusta filosofar, porque creo que, de esa manera, uno puede encontrar respuestas a interrogantes que, de otra manera, no hallaría.
¿Qué razón llevó a los individuos a alcanzar lugares recónditos, viajes imposibles, ensoñaciones lógicas? No sabríamos qué contestar, porque poco más podríamos decir al respecto, salvo entrar en esas diatribas filosóficas que apenas aportan soluciones en este tema. Es cierto que algunos filósofos políticos se quejan de una «calma chicha» y de la actual ausencia de discusión sobre política general de este mundo, pero necesario es llegar a puntos de mayor trascendencia, no solo para justificar actitudes —si es que se pueden justificar—, sino para aclarar concepciones, resentimientos, conciencias, dudas.
Dice Butterfield que «el estudio del pasado con un ojo puesto, por decirlo así, en el presente, es la fuente de todos los pecados y sofismas de la historia… Es la esencia de lo que designamos con la palabra histórico».
La Edad Media tiene un largo recorrido, un sinfín de realidades y una mentalidad clara basada en el concepto mesiánico de Dios como ente que dirige y controla la universalidad de la vida; una fe sin dimensión final, un credo totalmente asumido por nacimiento; un tránsito hacia el Cielo con purgatorio, bulas y castigos. Ese Temor a Dios con mayúsculas en el que todo tenía culpa y pecado. Los reyes, señores feudales, nobles de sangre tenían la potestad, el poder, compartido con el clero, alto y bajo, donde el abuso, la sinrazón, el ocultismo, el miedo, el derecho de pernada y todo cuanto eximía sus falsos valores eran herencia del tiempo.
Pero la extensión de las ideas humanistas provocará esa mutación del pensamiento, erigido en remedio a los males que aquejaban un sistema arcaico, demasiado duradero y lleno de impurezas espirituales —de ahí el Concilio de Trento, base de la Contrarreforma—. Por eso, la llegada de los Reyes Católicos, con su nuevo concepto de Estado moderno, la nueva visión de un centralismo todavía inexistente, la potestad del reino ante las clases privilegiadas y los nuevos deseos de aventura del pensamiento humanista, provocará dos orientaciones básicas: el expansionismo, por un lado, de Castilla hacia África y América; y por otro, de Aragón hacia el Mediterráneo e Italia. Sus herederos, los llamados Austrias menores, lo ampliarán en dos más: la defensa de la cristiandad y la conservación del patrimonio dinástico. Pero me surge una pregunta más: ¿por qué llegar a ese expansionismo? ¿Qué les guía?
La razón: esa puesta en valor de nuevos adelantos científicos y esos deseos de encontrar otros caminos, de comerciar para alimentar el espíritu aventurero, como nuevos enfoques hacia un mundo nuevo, mejor del que existía. Y poco a poco, vamos entrando en ese silogismo de la duda: descubrimiento o exploración; conquista o colonización. Analizar la palabra «conquista» es difícil, si no queremos caer en el paroxismo decimonónico; porque cuando Josué ya era anciano, el Señor le dijo: «Estás envejeciendo y todavía queda mucha tierra por conquistar».
Dice Antonio Caballero que «la idea de Colón era cosmográficamente simple, pero tremendamente arriesgada en la práctica. Consistía en llegar al Oriente navegando hacia Occidente. Es decir, desafiando el desconocido y aterrorizador Mar Tenebroso, el océano Atlántico repleto de monstruos y de tempestades, de cuyas orillas apenas si se habían atrevido a apartarse unas pocas leguas los intrépidos navegantes portugueses que exploraban las costas del África o que, más al norte, habían osado empujar sus frágiles buques hasta las islas Azores, casi en la mitad del mar. Antes que a los españoles, Colón le había propuesto la aventura al mucho más marinero rey de Portugal, volcado hacia el océano, que la rechazó por descabellada. Pero además ¿por qué empeñarse en buscar el Oriente en contravía? Pues porque medio siglo antes los turcos otomanos habían conquistado Constantinopla, en el extremo del Mediterráneo, acabando con el moribundo Imperio de Bizancio y cerrando para el Occidente cristiano las puertas del Asia y su comercio».
Y claro, ahora llegaríamos a otro análisis necesario: la concepción de imperio. Desde el siglo XV, las realidades sociales van configurando espectros diferentes al pseudofeudalismo medieval y nos van limitando su jurisdicción ideológica. Los gobernantes van evolucionando, sin saber bien cómo hacerlo, hacia nuevos cambios, por los que la razón —lógica como medida— interfiere en el pensamiento aristotélico. Con los reyes de la Baja Edad Media el sentido de la lógica es dispar; pero con los Reyes Católicos en España, esa lógica experimenta un cambio de dudoso origen, pero real. Por eso, a partir del siglo XVI, el imperio se entiende como la máxima autoridad moral de la cristiandad. Por aquellas fechas, la palabra «Europa» todavía era una mera expresión geográfica. Cuando se quería hablar de los pueblos que la componían, se usaba más bien esta otra expresión: «cristiandad» o «república cristiana», como una unidad que procedía de la comunidad de fe, pero que dejaba intacta la soberanía de cada reino particular. Dicha comunidad de fe tenía implicaciones intelectuales y morales, y una misma concepción de la vida por encima de las diferencias y variedades nacionales o regionales. Se trataría de lo que hoy llamamos un área cultural o civilización, con caracteres propios.
En el momento en que Carlos V asume la dignidad imperial, se producen dos fenómenos casi simultáneos: la ruptura de la unidad cristiana con la reforma luterana en 1517, y un poderoso avance de los turcos, que alcanzan en el reinado de Solimán el Magnífico (1520-1566) su época de mayor dinamismo. La cristiandad, como fenómeno moral y de sentimiento patrio, está a punto de sucumbir ante la doble amenaza de sus divisiones internas y del peligro exterior.
No sería necesario justificar pero sí analizar esos interrogantes, y aun así, nada justifica nada, ni siquiera el deseo de honrar, evangelizar, contribuir, ayudar, sentir, comercializar, provocar, discernir, solidarizar sus ideales o, simplemente, abrir rutas nuevas para caminos nuevos con objetivos nuevos. Me refiero a abrir esos nuevos caminos en los que la conquista, colonización, evangelización, dominación, explotación, se van a confundir con facilidad. Poco sentido podemos encontrar a muchos de estos interrogantes, que sin duda ahí están.
Alcanzar las Américas, esas nuevas tierras descubiertas, valorar sus encantos, sus tesoros, sus ricas oportunidades, tardó en llegar, pero no hubo descanso. Cierto es que la ocupación de estos territorios americanos y la imposición de las costumbres europeas se basarían en tres argumentaciones principales:
1. «Tierra de nadie» (res nullius), principio que supuso de hecho y derecho el reparto en ocasiones del territorio entre estados europeos mediante la ocupación, por desconocimiento de la propiedad indígena, cuando la hubiese.
2. «Tierras para la cristiandad», principio que llevó a su vez a la decisión de difundir el cristianismo entre los habitantes de América, forzando su conversión en caso de negarse a aceptar dicha religión; por el contrario, algunos europeos sostuvieron que «los indios no tenían alma», negando la condición humana de los pueblos originarios.
3. «Derechos de conquista» de los estados europeos sobre las civilizaciones o sociedades nativas, que se habían impuesto unas sobre otras, de las riquezas naturales y acumuladas de unos indígenas sobre otros, así como, en su caso, el derecho a utilizar a los habitantes como mano de obra forzada, y que correspondía a quien dominase el territorio. La obsesión por el oro, simbolizada en la búsqueda de El Dorado, caracterizó una forma de conquista de América basada en el condottiero acaudillando al soldado mercenario, y de uso entonces en los hechos de armas entre europeos.
Y es que, con Colón y los Reyes Católicos se inicia la experiencia marítima americana, sin duda, y con Carlos V y Felipe II se institucionaliza el Imperio como tal —con los conquistadores no tanto caballeros de conquista como eclosión del dominio—, para llegar a esos Austrias menores y provocar su caída. El acontecimiento que finalmente trajo nuevos recursos, nuevos territorios y nueva población al imperio de los Habsburgo tuvo lugar en ultramar, y fue consecuencia imprevista del patrocinio dispensado por Isabel y Fernando a un viaje por mar a China que acabó en América. La corona tardó en ver la utilidad de las islas del Caribe a las que había llegado Colón —en palabras de Frederick Cooper—, pero en la década de 1520 la plata y el oro de los imperios azteca e inca aumentaron la importancia de las aventuras ultramarinas. En la década de 1550, cuando las minas de plata de América pasaron a ser suyas, era evidente que España había cobrado una presa muy lucrativa. Para los constructores del Imperio español, la tarea principal, que se prolongó hasta el siglo XIX, fue dotarse de instituciones que mantuvieran las partes integrantes del imperio sometidas al centro. Y a lo largo de este proceso no solo construyeron un imperio en ultramar, sino que crearon la propia España.
Pero lo que me trae a mí aquí es: ¿por qué «caballeros de conquista»?, si atendemos al término «caballero» como ese ‘hombre que se comporta con cortesía, nobleza y distinción’, según la definición del Diccionario de la RAE, y no olvidamos que, a lo largo de todo ese extenso y a la vez complejo tiempo de conquista, muchos son los postulados que nos inducen a alimentar parte de una Leyenda Negra poco moral.
Me cuesta entrar en postulados favorables, ni siquiera analizando los parámetros del momento. En aquel tiempo, la visión del espacio era universalista —un mundo católico—, pero su administración política tenía que ser negociada y dividida entre monarcas católicos, porque solos ni la iglesia ni los monarcas católicos podrían dar mucha consistencia a esa visión global. La expansión imperial española se basó en aventureros aislados —muchos de ellos— que supieron encontrar financiación y fuerzas militares para plantar la bandera del rey. Recordemos, y así lo analizaremos después, que con unos pocos hombres Hernán Cortés atacó a los aztecas en 1519, y Francisco Pizarro sometió a los incas entre 1531 y 1533; o cómo el primer navegante —ahora de moda por el aniversario— que daría la vuelta al mundo en 1519-1522 en nombre de España, en viaje iniciado por el portugués Fernando de Magallanes y finalizado por Juan Sebastián Elcano, consiguió tal proeza. Los aventureros fueron atraídos al Caribe por las perspectivas de pillaje —en palabras de Jane Burbank— y los conquistadores se lanzaron al continente incentivados por las noticias de la existencia de oro y plata. Luego, se desarrollarían formas más reguladas de colonización y de obtención de riquezas.
Entonces, ¿caballeros? Sería el término adecuado como genérico, o tendríamos que dejarlo para un selecto número de hombres que, con bandera española y desde 1500 hasta 1700, llegaron a aquellas tierras para implantar un modelo social europeo, atendiendo a un mestizaje de moralidad dudosa.
En América, cuando la colonización sustituyó al pillaje y al trueque y cuando la expansión europea llegó más allá de los antiguos imperios conquistados, la corona buscó formas de integrar unos territorios y unos pueblos dispersos. Viejos conocedores de lo que era la autoridad subdividida en la misma Europa, los monarcas españoles parcelaron el territorio utilizando los niveles de administración de virreinatos y audiencias.*
(*) Escribe Manuel Lucena Giraldo en ABC:
¿Qué decir de la Leyenda Negra americana? Quizás deberíamos analizar otros muchos aspectos para no defender postulados incoherentes. Un maestro del americanismo español y académico de la historia, don Guillermo Céspedes del Castillo, tituló uno de sus textos, publicado en 1986, «La riqueza de algunos conquistadores». Recordó que de manera abrumadora se quedaron en América. Según cuenta, Francisco Pizarro, conquistador del Perú, entregó en 1536 un repartimiento de indígenas a un veterano de la conquista. Diez años después, el trujillano Gabriel de Rojas habló de su sufrimiento de conciencia, «porque no sé si en algunas cosas, o en todas, he agraviado a los naturales». En 1550 se debatió bajo patrocinio de la corona española la licitud de la conquista americana. El comienzo de la definición de los derechos humanos estuvo en la polémica, mantenida en Valladolid, entre el fraile Bartolomé de Las Casas y el humanista Juan Ginés de Sepúlveda. No ganó ninguno, pero se trataba de un proceso terminal. Gobernadores y autoridades animaban a los viejos conquistadores, que se empeñaban en seguir buscando «tierras por descubrir y por ganar», a seguir con sus sueños doradistas. Cuanto más lejos se fueran, mejor. En las fronteras ignotas, selvas y desiertos, suponían —con acierto— iban a desaparecer para siempre. Fue el caso del vasco Lope de Aguirre.
El imperio español consistía en una red estable de ciudades emergentes. Hacia 1600 existían más de 200 ciudades iberoamericanas actuales. Durante las décadas iniciales del siglo XVI, los conquistadores, que formaron huestes o grupos, se adentraron en las Antillas y tierra firme. Eran empresarios de sí mismos. El monarca firmaba con ellos una capitulación, un contrato de obligado cumplimiento, que les otorgaba derechos y deberes. Había un enjambre de oficiales, factores y veedores, que los vigilaban a todas horas. Multitud de frailes providencialistas, convencidos de que los indígenas eran cristianos de alma pura, los denunciaban por casi todo. Ni Pizarro, envuelto tras la conquista del Perú en guerras de liderazgo, ni Cortés, que tras la conquista de los aztecas pasó el resto de su vida en búsqueda humillante del favor del emperador Carlos V, se recuperaron de su instante de gloria. Disfrutaron de algunas compensaciones que parecen enormes, pero en la Europa nobiliaria del siglo XVI resultaron justas, e incluso escasas.
La verdadera historia de la conquista de América radica en los colosales efectos globales que produjo. El llamado «Nuevo Mundo», que había quedado desconectado de los demás continentes unos 40 000 años antes de Cristo, se insertó en dinámicas comunes mediante redes marítimas y terrestres tendidas por los navegantes españoles. Queda mucho por investigar y contar. Sabemos poco de los indígenas colaboracionistas, que fueron cruciales en la conquista. O de las mujeres conquistadoras, blancas, también mulatas e indígenas. El trasvase de la experiencia africana o asiática fusionada con la europea e ibérica, que llamamos mestizaje, resulta todavía un enigma. Apenas estamos empezando a entender que el cambio climático global, las empresas multinacionales, el derecho internacional de paz o la expansión de las religiones ecuménicas tuvieron en la historia global de España un escenario crucial de partida. Como españoles podemos elegir conocerla, o seguir ignorando que el pasado es el futuro.
Por tanto, me trae aquí un ensayo que titulo Caballeros de conquista y que, aunque no sé si acertado o no como definición, pretendo ilustrar —desde la humildad de mi trabajo— al estudiante, al ciudadano de base media, al lector moderno y al universitario, sobre esta gran etapa histórica, llena de hechos y circunstancias diversas, que abarca siglos y siglos de modernidad, de constante concienciación moral y sincrética —la escolástica medieval se basa en el sincretismo entre la filosofía clásica y los dogmas del cristianismo—, anacrónica o diacrónica según se pueda evaluar, pero que fue un hecho real que debemos mantener como tal, con sus errores y sus aciertos, con sus virtudes y sus defectos, con su ruptura de conciencia o sus reafirmaciones naturales. Y debemos —como profesionales de la historia en la docencia y la formación— explicarlo a las nuevas generaciones, con la objetividad que nuestra moral nos permita, nos exija o nos condicione, pero siempre fieles a uno mismo, a una conciencia personal que debemos asumir, y que yo, de acuerdo con mi respeto y dignidad, afrontaré con seriedad y rigor. Espero acertar.
Quisiera traer aquí las palabras de un gran profesor, al que he admirado, respetado y querido; un hombre dedicado a los demás, a ofrecer sus contenidos, reflexiones, enseñanzas y bondades a la sociedad en la que ha vivido. Premio Nacional de Historia de Chile, don Sergio Villalobos R. ha meditado sobre la Conquista y nos ha ayudado a entender que los peligros de la erudición acechan constantemente al estudioso desde las páginas de cientos de libros y miles de documentos, ofreciendo la tentación de sus datos para escribir densos capítulos del mayor rigor científico, cuando el resto de los habitantes no pueden llegar a su comprensión.
Es necesario interpretar el acontecer y no solo describir los hechos, porque si no, no llegaríamos al conocimiento de la época; y no deberíamos despreciar muchos de los elementos que fueron parte del concepto de «Conquista».
Para el profesor chileno, con una visión propia de nuestro tiempo, se ha enfocado la Conquista como un gran proceso, en que no cuentan tanto los gestos deslumbrantes de los personajes como la acción colectiva que fatalmente impulsa estos hechos. Sería un enfoque ajeno a idealizaciones superficiales y declamaciones laudatorias, porque simplemente hemos buscado la realidad.
Sin que estas palabras puedan ni deban justificar la mala praxis o el mal comportamiento que muchos de los españoles conquistadores plasmaron en sus gestas americanas de aquellos años, sí debemos exponer —según la educación y formación recibida como historiadores honestos, en su base o en su intención, por lo menos— que la mentalidad de la época fue determinante para poder entender acciones hoy inexplicables, acciones detestables para la sociedad actual, mecanismos inhumanos en realidades humanas con una moralidad diferente, o por lo menos asumida de diferente manera.
«El hombre europeo del siglo XV —en palabras de Villalobos—, acostumbrado a la vida recogida del feudo, la aldea o la urbe de callejuelas retorcidas, apenas sabía de otras regiones y mares lejanos. Su menta abarcaba difícilmente el propio continente, una lejana isla llamada Islandia, la costa ardiente del norte de África, los puertos de Asia Menor y las tierras del Este, donde los pueblos asiáticos, mal conocidos y poco conceptuados, entraban en contacto con la civilización europea».
La situación del mar Mediterráneo con la invasión del Imperio otomano, la necesidad de seguir buscando camino para acceder al «oro del momento», aquellas especias de la India, las Molucas, la China y otras regiones alejadas, les obligó a buscar nuevos caminos, a intentar retos desconocidos en la realidad, aunque los portulanos hablasen de ello.
Pero hay que tener en cuenta muchos factores. Uno de ellos, el concepto religioso. Para los pueblos cristianos fue una desventura en el orden religioso y en el más prosaico del comercio la caída de Constantinopla en poder de los turcos. Otro, el concepto del mecanismo comercial, el mismo que rompe con toda adecuación servil cuando el dinero establece el poder. En la empresa de América debían confundirse guerreros y mercaderes, aportando unos la espada y otros la bolsa llena de dinero. En las grandes empresas el propósito económico de la inversión con fines de lucro aparece muy claro. La misma expedición de Colón tiene ese sello, si se piensa en las ganancias que el futuro Almirante y la Corona esperaban alcanzar —sin que fuese este el único propósito—. Era importante aceptar la necesidad del negocio y, por tanto, el valor del dinero que se podría acumular con el descubrimiento de nuevos caminos a las especias y la búsqueda del oro.
Pero había que valorar también otros elementos de la época en la que se produjo, y especialmente el carácter del pueblo español en aquellos momentos, para poder matizar y comprender, en su medida, el proceso de la conquista. Se había producido un hecho al que apenas se ha dado importancia, pero que yo considero clave para entender algunos aspectos importantes. Se producía una coincidencia en España: en 1492 se rendía el último bastión islámico en la península y Colón descubría nuevas tierras. Parecía que, al acabarse la empresa bélica que había unido a todos los cristianos, se necesitaba darle continuidad, lo que ofrecía un Nuevo Mundo que aparecía. El espíritu religioso, fortalecido en el alma española por la lucha contra el infiel, daría a aquella empresa colombina el carácter de cruzada, el mismo que había tenido la Reconquista al árabe. Por eso, junto al caballero que blandía su espada en aquellas nuevas tierras descubiertas estaban el sacerdote y el fraile, y su figura empezó a ser símbolo de actitud colectiva. El noble estaba arriba y deseaba nuevas aventuras, apoyadas por esos nuevos elementos que aparecían en la sociedad renacentista: el comerciante y el letrado; luego, los grupos más bajos vieron en esta empresa el escape para mejorar su mala situación, sin nada que perder y con mucho que ganar en esa aventura americana. Y los pobres, esclavos, presos y villanos que querían salir de su situación y mejorar su vida con nuevos retos, aunque desconocidos y peligrosos.
Pero de entre todos descollará un grupo importante: los hidalgos. Muchos eran los que se encontraban en esa situación y veían en esta aventura lo que les faltaba en España —dinero y poder—, y por ello marcharon en cantidad para alcanzar esa posición que jamás habrían logrado en su patria, trasladando allí su carácter de formación, sus usos y costumbres, y las ideas, prejuicios y ambiciones de la vida señorial. Ahí hubo gran parte de culpa. Para la mayoría de los conquistadores —sigue diciendo el profesor Villalobos—, excepto los mercaderes y prestamistas, la riqueza no tenía el sentido capitalista de la inversión rentable multiplicadora de riqueza, sino que era el medio para alcanzar el más alto estrato de la vida señorial. Y en esa brega, si querían tener honra y gozar de buena opinión, habían de dejar de lado la tacañería, para llevar una vida ostentosa, gastar con magnificencia y mostrarse generosos con amigos y servidores. Estaba claro que en el alma y en las actitudes del conquistador aún alentaba la ética medieval.
Y queremos acabar esta reflexión, pero querría afianzar todavía más el hecho de que el carácter religioso dio seguridad a los castellanos, que tenían la certeza de cumplir una misión divina que no admitía vacilaciones. Así podrían entrar a sangre y fuego, blandiendo la espada y la cruz, sin que les pareciese una crueldad. La protección celestial no les abandonaba jamás, y cuando en el fragor de la batalla la derrota amenazaba, el Apóstol Santiago, de resplandeciente blancura en su brioso corcel, se metía en el escuadrón y avanzaba cortando cabezas indígenas a diestra y siniestra, aunque ningún español pudiese verlo porque todos eran grandes pecadores.
Por eso, multitud de aquellos conquistadores sin escrúpulos no percibían o no «querían comprender» el antagonismo entre la fe cristiana y las bellaquerías de cada día, a pesar de que cierto es que la Corona siempre intentó suavizar la conquista, imponer la justicia y apostar por colonizar hacia la cultura y el bien; pero las distancias eran tremendas, los mecanismos incompletos y las mentalidades obtusas. Todo un despropósito, que tuvo luces y sombras.
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