3.
Esta madrugada volvió el sueño de las niñas jugando en la calle. Estoy en la casa y al mismo tiempo estoy saltando lazo afuera. Oigo los gritos de las chiquitas y miro la luz que entra por la ventana. Lo raro es que yo, adentro, soy la de ahora, la mujer de setenta años.
Es como si la vida me dijera “no se olvide, usted era esa niña, todo eso pasó, esa infancia tuvo lugar, nunca lo olvide”. Como si fuera un corte de cuentas. Y todo está preservado detrás del velo de la ventana, como en una caja de cristal. Una caja de luces en que el tiempo se detiene. Como una escena de una obra de teatro que se queda así, detenida. O mejor, sucediendo una y otra vez, interminablemente.
La clase me quedó el martes y el jueves. De once a una. No hago mucho más. Pago un recibo en el banco, si ha llegado alguno. Por las tardes preparo las clases, corrijo los trabajos y los exámenes. Miguel me regaló un VHS, para ver películas. La tarde y la noche son largas, tan lentas, el silencio tan grande. Muchos días el desaliento crece. Como un lago de agua fría entre la cabeza. Sí, la laguna prehistórica que era la Sabana, llena de sapos y de ramas negras.
A veces me veo con Clemencia. Tomamos onces en el Yanuba de la Setenta y cinco, frente al Moderno. Me da alegría verla. Me voy a pie hasta allá. Los andenes están cuarteados. Las raíces de los árboles, sobre todo de los eucaliptos y los urapanes, han desecado el subsuelo. Y resquebrajan el cemento de las aceras. Trato de ir despacio. Me da miedo tropezarme y caerme y que se me lastime otra vez la espalda. Ese dolor fue terrible. Ya me duele menos por las noches, he podido dormir un poco mejor. Sí, lo he pensado bien, ahora camino más despacio, desde lo de la espalda.
Miguel me volvió a decir ayer que no usara más zapatos de suela de cuero, ni con tacón. Siempre los he usado, los días de semana, para ir a trabajar, con pantalones o con una falda bonita. O un sastre y una pañoleta. Todos mis vestidos los compré con Samuel. Hace muchos años no compro nada nuevo. Y todo se está poniendo viejo. Miguel insiste en que use zapatos de suela de caucho, cómodos para caminar. Así no corro el riesgo de resbalarme. Lo que pasa es que los detesto. Son como de viejita, como digo. De pronto puedo usar mis mismos zapatos de tacón bajito y ponerles tapas de caucho. Eso puede ser. En la parte de adelante de la suela y en el tacón. Voy a preguntar en una zapatería.
Empecé a ir a la fisioterapia. Tengo que fortalecer los músculos de las piernas, para caminar con más seguridad. Y tener más elasticidad. En eso estoy fatal. No soy capaz de doblarme y estirar los brazos hasta tocarme los pies. Pero ni cerca. En fin. El doctor dijo que eran diez sesiones y llevo tres. Lo que pasa es que no me las cubre la prepagada. Pero, bueno, no son tan costosas. Me encontré con la hermana de una amiga del colegio, del Femenino, yo me acordaba de ella. Pero eso no es lo importante, me dijo que Estela, la que era de mi edad, está malísima. Le dio un ataque o no sé qué, y está medio paralizada. Una trombosis, eso. Aquí tengo el teléfono de su casa, para llamar y de pronto ir a visitarla.
No sé nada de mis amigas del colegio. Al entierro de Samuel no fue ninguna. O sí, mentiras, Silena Vallecilla vino de Cali. Y de las que viven fuera del país una o dos me escribieron. Cuando se murió Samuel me encerré mucho tiempo, me aparté de todo, y me apegué mucho a Clema, mi hermana. Y también a Inés Loregana, que es profesora de la facultad hace mil años, como yo. Ella y el marido me invitan, me acompañan, cada tanto. Pero me da pena incomodar, ser inoportuna.
Hay un muchacho en la fisioterapia que se partió el antebrazo. Tendrá la edad de Miguel, unos treinta. De pronto menos, unos veintiocho. Él tiene que jalar unas bandas de caucho, muchas veces, para que el brazo vaya cogiendo fuerza. Miro los vellos oscuros de sus brazos. Sin ese brillo gris perla de las canas, cuando les da la luz.
En el Yanuba había una mesa cerca de nosotras en la que estaban cuatro viejitas. Se tomaban su té y una torta o un bizcocho. Despacito. Y hablaban en voz baja y se reían. Se reían como con ternura y con paz. Se veían tan tranquilas, contentas de estar juntas. A lo mejor son amigas desde chiquitas. Deben esperar a que llegue el día en que se van a ver cada semana. Las cuatro tenían gafas. Maquilladas, con su base y sus polvos y la boca con un poquito de pintalabios. Muy majas, como decía mi mamá. Pero sobre todo eso que digo, muy tranquilas, muy en paz. Tiene que haber algo muy sabio en llegar así a la vejez. En estar tan bien. Con esa dignidad. Las manitos de ellas las he recordado ahora, tan pequeñas, huesudas, delgadas, con un poco de temblor al sostener el tenedor o la cuchara. Cuatro viejitas. Tan bien peinadas, el pelo blanco, casi azul o morado. Peinado con laca. El olor inconfundible de la laca. Su lugar en el tocador, al lado de un cepillo y una loción. O de un estuche de taracea.
El tocador de mi mamá, ¡qué impresión!, me acaba de venir esa imagen. De chiquita me encantaba sentarme y mirarme en el espejo. Y jugar a peinarme y a arreglarme. Ver todas las cosas en orden, ahí, brillantes, luminosas, puestas con delicadeza, con primor. ¿Qué más había? Casi puedo acordarme. Los cepillos, el mango de plata, unas tijeritas, pomos, dos cajitas de terciopelo donde guardaba unas perlas y un topacio, creo. Pienso en mi mamá, pienso en su muerte, tan ancianita, tan dulce, siempre silenciosa.
Pienso en la vejez, eso es lo que pasa. Estoy pensando en eso. La vejez que se me vino encima…