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Conociendo al diablo

Tal como había previsto, no ocurrió nada interesante durante mi fin de semana, así que avancé hasta el capítulo ciento veintiuno de la telenovela y engullí como un animal salvaje todo lo que encontré en la nevera. Cuando llegó el domingo, me había transformado en la peor versión de mí misma; mi pelo era un revoltijo y tenía restos de patatas fritas de bolsa en el pantalón del pijama. Al levantarme del sofá, las migajas cayeron al suelo. Sonreí. «¡Bien, ya tenía algo que hacer! ¡Barrer!»

En realidad, la culpa de mi estado era de Hannah, que había estado demasiado ocupada aquel fin de semana en el club de campo organizando no sé qué fiesta como para poder quedar. Mi madre, que vivía a las afueras de Nueva York, había llamado por teléfono y me había invitado a tomar té y pastas el sábado por la tarde, pero había declinado la oferta porque, para empezar, cuando le hacía una visita tenía que coger dos metros diferentes y un autobús, y al llegar debía esforzarme por mostrarme alegre, satisfecha y positiva, tres adjetivos que cada vez me parecían más lejanos.

De modo que, cuando el lunes acudí a la oficina, seguramente era la única persona de todo el edificio que se alegraba de estar allí. El trabajo era mi tabla de salvación. En mi vida personal habían cambiado cosas (Colin no estaba, Emma se había mudado a California...), pero en mi trabajo todo continuaba estando en orden. Allí era el único lugar en el que seguía sintiéndome perfecta.

Antes de que pudiese llegar a mi despacho, Henry me cogió del codo.

—Elisa, ¿tienes un momento?

—Claro, dime.

—Hoy es la reunión, ¿estás preparada?

—¡Por supuesto que sí! Siempre lo estoy —contesté ofendida, luego suavicé el tono—. Oye, sé que te preocupa este caso, pero, créeme, todo irá bien.

—Eso espero... —musitó serio, toqueteándose el bigote con sus dedos regordetes. Miró el reloj que llevaba en la muñeca izquierda—. Quedan veinte minutos. Y reza para que la señorita Julia no llegue tarde.

Negué con la cabeza y puse los ojos en blanco mientras le repetía que todo iría bien, aunque, en el fondo, a mí tampoco me hubiese sorprendido que mi clienta no quisiese presentarse a la reunión o que se hubiese quedado dormida. Desde luego, era difícil encasillarla como una joven responsable y eficaz, y puede que la idea de volver a ver a Frank le resultase demasiado dolorosa. Pobrecilla.

Apuré los últimos minutos que me quedaban organizando mi maletín para tener todos los papeles a mano, antes de salir del despacho con antelación y dirigirme con paso firme hacia el pasillo principal de la oficina, en la segunda planta, donde se encontraban las salas de reuniones. Mis tacones repiqueteaban contra el suelo. Cuando llegué a mi destino, y llevando a cuestas la mejor de mis sonrisas, abrí la puerta con decisión.

Bien. Al parecer, a ellos también les gustaba la puntualidad. Tirado de mala manera sobre una de las sillas, con el móvil en la mano, estaba el famoso Frank Sanders. Parecía cansado, como si se hubiese pasado la noche de juerga. Todo lo contrario a su abogado, que, de espaldas a mí y vestido con un elegante traje de color azul oscuro, contemplaba los altos edificios de la ciudad de Nueva York a través de la ventana.

—Buenos días —saludé y luego carraspeé con suavidad para llamar la atención de ambos—. Me llamo Elisa Carman.

Frank fingió que no me oía y siguió tecleando a un ritmo frenético en su teléfono móvil. Sin embargo, su abogado emitió una risita instantes antes de girarse y clavar sus penetrantes ojos grises en mí.

Hacía mucho tiempo que no me temblaban las piernas, pero acababa de romper mi récord personal. El «Jack-debería-ser-ilegal» con el que había tonteado en el Greenhouse Club estaba allí, de pie, mirándome sin dejar de sonreír. Dio un paso al frente con decisión y me tendió la mano antes de que pudiese empezar a asimilar la situación.

—Encantado de conocerte. Me llamo Helker —hizo una pausa—, Jack Helker. —Se presentó como si fuese el puto James Bond.

Mis dedos estrecharon los suyos de forma automática; su piel era tan cálida como recordaba. Retrocedí al soltarlo y me esforcé por continuar sonriendo. Era evidente que a él no le sorprendía mi presencia, así que formulé mentalmente tres teorías probables:

¿Era todo una broma organizada por los compañeros de la oficina? ¿Estarían desternillándose de risa en la sala central?

También podía tratarse de un examen sorpresa. Quizá Henry pretendía ascenderme y para lograrlo debía ir pasando diferentes pruebas, al estilo Los juegos del hambre.

Era real. Jack Helker me había tendido una trampa e invertía sus ratos libres en investigar a fondo a la competencia y conocer a sus rivales.

Los engranajes de mi cerebro, un poco oxidados tras el poco uso que le había dado últimamente, comenzaron a activarse en cuanto me decanté por la última opción. Había caído en una tela de araña pegajosa. Sopesé mis opciones: gritarle, patalear, asesinarle con la mirada o la indiferencia.

Sí, definitivamente, fingiría no recordarlo.

«¡Chúpate esa, ego de Jack!»

Me giré cuando la puerta de la sala de reuniones volvió a abrirse y Julia Palmer, ataviada con un sugerente vestido fucsia que dejaba casi a la vista sus enormes pechos, prorrumpió en la sala como un huracán. Sin mediar palabra, ni tan siquiera molestarse en saludar antes a los presentes, le enseñó el dedo corazón a su futuro exmarido. Él dejó el móvil a un lado y gruñó como un animal a modo de respuesta.

Jack Helker dejó escapar una carcajada.

Lo miré consternada.

—¡Genial! ¡Por fin estamos todos! —exclamó con energía, como si estuviese a punto de dar paso a un espectáculo circense—. ¡Siéntense, señoritas, no sean tímidas!

Me acomodé frente a ellos, al lado de Julia. Arrastré la silla al hacerlo, demostrando con el desagradable chirrido lo cabreada que estaba. En realidad, hacía tanto tiempo que mi vida se había convertido en un camino llano, monótono y sin sobresaltos, que ya no recordaba lo que era sentirme así de furiosa. Y sí, ahora empezaba a hacer memoria: la mandíbula tensa, los hombros soportando toda la presión, el ligero tic en mi ojo izquierdo y esa forzada sonrisa de suficiencia que se adueñaba de mis labios en cuanto me sentía atacada y acorralada.

Lentamente, adrede, comencé a sacar los documentos que guardaba en mi maletín y los coloqué alineados sobre la mesa de la sala de reuniones, al lado de varios bolígrafos y algunos pósits de colores, por si necesitaba tomar notas.

Por el contrario, Jack no hizo nada. Bueno, miento, sí hizo algo: se rascó el mentón con parsimonia, y supongo que, literalmente, eso contaba como «algo».

Cuando terminé de organizarlo todo, me aparté el cabello castaño hacia atrás y respiré hondo. No tenía ninguna razón para estar nerviosa (pese al hecho de haber sido perseguida por un abogado pirado), porque en el caso seguíamos teniendo todas las de ganar. Y eso era lo que de verdad importaba. Cuando hablé, lo hice con voz neutral y muy profesional:

—Me alegra que hayamos podido reunirnos. Entiendo que es una situación complicada y es evidente que lo mejor para ambos será que consigamos llegar a un acuerdo amistoso para evitar así un montón de...

—Nena, ve al grano. ¿Qué nos ofreces?

Un tenso silencio se adueñó de la estancia. Jack, con un codo apoyado sobre la mesa, me retaba con la mirada. ¿Acababa de llamarme «nena»? Supuse que sí, porque hacía apenas dos meses que había visitado a mi otorrino por última vez y no comentó nada sobre «pérdida auditiva» ni «tapones de cera».

—Eso era lo que estaba intentando...

—¡Palabrería barata! Haznos una oferta.

—Os ofrezco ir a juicio como vuelvas a interrumpirme —repliqué.

—Si insistes... —Jack se encogió de hombros y suspiró con fingida resignación—. Vale, nos veremos en los tribunales.

¿Qué?, ¿cómo?, ¿cuándo? La situación se me escapaba de las manos incluso antes de empezar. ¿Y por qué actuaba así? Carecía de lógica. No seguía ningún plan con sentido.

Jack se levantó y se recolocó la chaqueta del traje. Su cliente, Frank Sanders, imitó sus movimientos, pero con una lentitud digna de estudio; ese hombre tenía agua destilada en las venas.

—¡Eh, espera! —protesté—. ¿Qué pretendes? Se suponía que esta reunión se acordó para invitar al diálogo entre ambas partes.

—Eso pensaba, pero no te veo por la labor.

—¡Pero si ni siquiera me has dejado hablar!

Sorprendiéndonos a todos, Julia golpeó la mesa con la palma de la mano y frunció los labios antes de comenzar a gritar con los ojos clavados en Frank:

—¡Quiero que me devuelvas a Bigotitos! ¡Es mi perro!

El aludido rio con crueldad mientras se arremangaba las mangas de su camisa, dejando al descubierto los tatuajes que trepaban por su piel.

—¡Nunca volverás a ver a Bigotitos! Ve haciéndote a la idea.

—¡Te odio! —chilló Julia, histérica.

Como toda respuesta, Frank le dio un puñetazo a la mesa (no sé qué narices tenían contra la inocente mesa esos dos) y la superficie de madera retumbó, provocando que uno de mis bolígrafos cayese al suelo. Me giré hacia Jack, que, ignorando la gravedad de la situación, sonreía alegremente contemplando la trifulca.

Con un suspiro de resignación, decidí levantarme cuando la cosa fue a más porque, de hecho, era la única que todavía seguía sentada. Jack había comenzado a aplaudir en respuesta a la terrible escena que representaban nuestros clientes.

—Muy maduro por tu parte —mascullé.

—Gracias. Me halagas.

Sus ojos grises descendieron hasta encontrar los míos y advertí un brillo fugaz en su mirada. Y entonces me di cuenta de que todo aquello para él era una especie de juego. En una realidad paralela me habría lanzado a sus brazos puesto que... bueno, seguía teniendo ojos y Jack era la encarnación del pecado carnal. Sin embargo, con mucho esfuerzo, enterré cualquier indicio de deseo. Estaba cabreada por haber perdido definitivamente el control de una reunión que, en teoría, iba a ser calmada y civilizada. ¡Y aquello, oh, aquello era una selva!

—¡Ni siquiera sabes dónde está el punto G! —gritaba Julia.

—¡Porque si G no es un botón de «Apagado», no me interesa!

Cruzada de brazos, miré a Jack.

—¿Qué es lo que pretendes?

—No pretendo nada. —Sonrió—. ¡Disfruta! Esta es la mejor parte de los divorcios. ¡Espectáculo gratis! ¡Me encanta!

—Te equivocas. La mejor parte es ganar, que es justo lo que yo siempre consigo. Así que te aconsejo que dejes a un lado los numeritos y te concentres, porque vas a tener que hacer algo mucho mejor para ser un rival digno. Y por lo que has demostrado hasta el momento, la palabra patético queda muy por encima del adjetivo que usaría para describir tus tristes esfuerzos.

Y tras soltar aquella perorata, algo dentro de mí hizo clic. Fue como si llevase meses durmiendo y acabase de despertar de un largo letargo. Sin previo aviso, cogí uno de mis cuadernos y lo lancé con todas mis fuerzas, estrellándolo contra la pared. De inmediato, los gritos cesaron y todas las miradas se clavaron en mí. El silencio se coló en la estancia y se quedó allí, flotando suavemente en el aire.

—Perfecto. Me alegra que la discusión haya llegado a su fin. ¿Veis como no era tan difícil? —ironicé—. Ahora, como imaginaréis, existen dos opciones. La primera es que os sentéis y hablemos con calma, tal como tienden a hacer las personas que pretenden llegar a un acuerdo. La segunda opción —miré a Jack, que había dejado de sonreír— consiste en que, si no queréis dialogar, abráis esa puerta y os marchéis. ¿Me he explicado adecuadamente?

Con gesto aburrido, Jack le echó un vistazo al reloj que colgaba de su muñeca.

—Me resulta tentador el primer punto. Sin embargo, me temo que tendremos que llevarlo a cabo en otro momento, ¿qué tal mañana a la misma hora?

Me esforcé por mantenerme serena.

Ese-hombre-tenía-que-ser-una-broma.

—¿Y qué tal... ahora mismo, por ejemplo?

—No. Imposible. —Jack negó con la cabeza.

—¿Puedo saber por qué? —pregunté e intenté controlar la histeria que se apoderaba de mi voz—. Estamos todos presentes, tan solo tenemos que sentarnos y comenzar la reunión de una vez por todas.

—Me muero de hambre.

Julia me tocó el hombro, pero ignoré su llamada de atención, porque todos mis esfuerzos estaban centrados en digerir y masticar las palabras de Jack.

—¿No podemos proceder con el caso porque tú tienes hambre? —pregunté incrédula.

—Exacto. Y Frank necesita descansar. Ha pasado una noche muy... ajetreada. —Le guiñó un ojo a su cliente.

—Gracias, colega. —Frank alargó el brazo y chocó su puño con el de Jack. Había visto aquel gesto en los videoclips de música rap, pero nunca en el interior de una sala de reuniones—. Yo me abro.

Sin más dilación, Frank Sanders abandonó la estancia caminando con cierto hastío. Instantes después, Julia Palmer le siguió a toda velocidad, tropezándose con sus altísimos tacones, probablemente con el firme propósito de continuar con la discusión que yo había interrumpido. Ni siquiera se dignó a decirme adiós.

Tras respirar hondo, comencé a recoger de nuevo todos mis papeles. Jack Helker no parecía tener prisa por marcharse y paliar su hambre. Se quedó en la sala de reuniones, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y la espalda recostada en una de las paredes, como si estuviese a punto de aparecer una cámara delante de nosotros para grabar un anuncio de colonia.

—Ya puedes irte —aclaré.

Ladeó la cabeza sin apartar sus ojos de mí. Unos mechones de cabello oscuro se deslizaron por su frente y, maldita sea, ¿por qué tenía que ser tan guapo? Ni siquiera era guapo como tal; peor aún, era «atractivo», el típico hombre que seguiría estando tremendo vestido con una bolsa de basura. O sin nada. «¡No, Dios, eso no, Elisa!» Me dije que tenía que borrar de mi cabeza la última imagen que acababa de visualizar.

—¿Quieres preguntarme algo?

—Te preguntaría si te han diagnosticado algún trastorno, pero sé que no lo admitirías. La negación es uno de los primeros síntomas.

Emitió una profunda carcajada, justo antes de coger mi taco de pósits y hacerlo girar entre sus dedos. Puse los ojos en blanco.

—¿No se suponía que te morías de hambre?

—Pero no especifiqué qué tipo de hambre —gruñó seductor.

¿Estaba intentando ligar conmigo? Sacudí la cabeza, incrédula. Dados sus antecedentes, no debería sorprenderme. Ya ocurrió en el Greenhouse Club. Jack era la típica persona dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. Tenía su gracia, porque yo era exactamente igual, y ese idiota todavía no sabía con quién se había cruzado.

—Tengo muchas cosas que hacer, Jack. Imagino que sabes dónde está la salida. O no, si tengo en cuenta tu intelecto —puntualicé—. Te diría que me ha encantado conocerte, pero no me gusta mentir. Nos veremos mañana.

Alcé la mano para arrebatarle mi taco de pósits, pero él estiró el brazo hacia atrás, llevándoselo consigo e impidiéndome cogerlo. Lo que me faltaba, que se comportase como un crío de quince años cuando, casi con total probabilidad, rondaría los treinta y pico. Era insufrible.

—¿Te importaría devolvérmelo?

—Veamos qué hay por aquí... —dijo mientras pasaba las hojas de colorines entre sus dedos y les echaba un vistazo. «¡Oh, no, mierda!» Comencé a saltar como una rana drogada para intentar quitárselos, ¡esos pósits eran míos, míos, solo míos!—. Mmm, qué interesante... Aquí pone... ¿capítulo 121 de El cuerpo del deseo? —Me miró—. ¿Es una serie porno? Vaya, vaya...

Me crucé de brazos. En mis cinco años de experiencia como abogada, jamás me había tropezado con un personaje semejante. Jack Helker tenía el don de fulminar, aplastar y matar las pocas reservas de paciencia que la genética me había dado. Nunca había tenido tantas ganas de gritarle a alguien. Ni siquiera a Colin. Y eso que pensar en Colin era casi sinónimo de que me saliese un sarpullido.

—¿No tuviste suficiente con espiarme la otra noche? —pregunté furiosa.

Me habría gustado no mencionarlo, por eso de seguir aferrándome a la indiferencia como arma infalible, pero me fue imposible mantener la boca cerrada.

Jack sonrió con satisfacción.

—La palabra adecuada sería investigar. En mi empresa tenemos contratado a personal especializado en ello y, entiéndelo, tienen derecho a ganarse el pan. Así que: vives en West Village, pizza a domicilio una o dos veces a la semana, comidas laborales en ese sitio de ensaladas, viernes noche en el Greenhouse Club, parada para el café a las diez en punto... En fin. Tú has sido lo que comúnmente llamamos «un caso fácil». Vamos, que eres una chica de costumbres y que lo de divertirte te gusta más bien poco, por no decir nada.

Vale, admito que eso me dolió un poquito. O bastante. ¿Quién era él para cuestionar lo «muchísimo» que me divertía? ¿Y si en realidad me lo montaba con el vecino del sexto y por eso me pasaba los fines de semana encerrada en mi piso? No, mejor aún, me lo montaba con el del sexto y el del noveno a la vez, en plan trío loco. Ufff. Estaba perdiendo la cabeza. Cerré los ojos. No-conseguiría-desquiciarme. Y, además, lo que él pensase me traía sin cuidado.

—¿Sabes que esa táctica de ataque dejó de estar de moda allá por los años sesenta?

—Me gusta lo clásico. Y no creerás que acepto un caso sin antes estar informado sobre todas y cada una de las personas que van a estar involucradas, ¿verdad? —Chasqueó los dedos—. ¿Sabes cuál es tu problema, Elisa? Te falta un poco de rodaje. Pero, tranquila, irás aprendiendo con el paso de los años.

Había llegado a mi tope. Se acabó.

—A ti lo que te falta es un poco de cerebro —escupí enfurecida—. Y quédate con los pósits, los necesitarás para anotar todas las estupideces que piensas por segundo.

Mordiéndome la lengua, escapé de la asfixiante sala de reuniones y avancé a paso rápido por el pasillo hasta llegar al ascensor y meterme dentro. Literalmente, aporreé el botón que marcaba el número cero. No podía volver directamente al despacho tras la «no-reunión», necesitaba aire, salir al exterior y respirar muy hondo. Y eso hice. Aferrando el maletín con tanta fuerza que me sorprendió no partir el asa en dos, di tres vueltas a la manzana del edificio.

Solo llegué a una conclusión: a pesar de la rabia que me carcomía por dentro, tenía claro que el juego acababa de empezar.