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El drama de Julia Palmer

Cuando la señorita Palmer entró en mi despacho, mi primer pensamiento fue que pronto me haría famosa por haber encontrado al sexto miembro perdido de las Spice Girls. No aparentaba más de veinte años, a pesar de que sabía que estaba cerca de la treintena, y tenía el cabello tintado de un rubio oxigenado, rizado y con mucho volumen. Aunque estábamos en pleno invierno, bajo el abrigo vestía una corta falda vaquera deshilachada y un top que dejaba al descubierto su estómago, revelando el piercing con forma de corazón que llevaba en el ombligo.

Sin mediar palabra, se acomodó en la silla que estaba libre, produciendo un incómodo chirrido al deslizarla por el suelo, y me miró con impaciencia.

—Me alegra conocerla al fin, señorita Palmer —saludé.

Masticó chicle con la boca entreabierta, tragó saliva sonoramente y después, de golpe, se transformó en un orco terrorífico:

—¡QUIERO QUITARLE TODO SU DINERO! ¡QUIERO QUE FRANK SE PUDRA EN LA MISERIA! ¡QUIERO HUNDIRLE LA VIDA!

Abrí la boca sorprendida. Mi cerebro no estaba preparado para procesar esa aguda voz gritona y, como ya sabía, tampoco para mediar con casos de divorcio. Odiaba convertirme en un ancla de apoyo en las rupturas sentimentales. Teniendo en cuenta mi historial, era cuanto menos irónico.

—Por lo que veo, tienes claras tus prioridades —bromeé para quitarle hierro al asunto, mientras rebuscaba el expediente del caso entre los papeles que había sobre mi mesa—. Será mejor que analicemos la situación por partes, ¿de acuerdo?

No contestó. Tan solo se quedó ahí quieta, sin dejar de mascar chicle, mirándome como si yo fuese un mosquito insolente zumbando a su alrededor y estuviese deseando rociarme con insecticida.

—Bien... —proseguí, ignorando su actitud—. Según tengo entendido, lleváis casados un total de nueve meses y siete días, ¿correcto?

Julia me miró con hastío y comenzó a repiquetear con la punta de las uñas rojas sobre la superficie de la mesa de mi escritorio, sacándome de quicio. Producía un tic-tic-tic tremendamente molesto. Inspiré hondo.

—Supongo que sí. —Se encogió de hombros—. Lo que quiero es el yate, la casa de California, el ático de Nueva York y, por supuesto, el apartamento de París —dijo—. Además, ¡Bigotitos es mío!

Abrí la boca y volví a cerrarla. Fruncí el ceño. Puede que Henry tuviese razón: debería haber estudiado el caso más a fondo, ya que no tenía ni puñetera idea de lo que decía. Mantuve la calma y me incliné unos centímetros sobre el escritorio, en actitud confidencial, con la intención de mostrarme cercana y amigable.

—Perdona, Julia, ¿quién es Bigotitos?

—Es nuestro perro. Es decir, MI perro. Y no quiero que lo toque, ni que lo mire, ni que juegue con él a lanzarle la pelota. ¿Estamos en la misma onda?

«Sí, en la onda de la autodestrucción en tres, dos, uno...»

Las comisuras de mi boca empezaban a estar ligeramente tirantes y temblorosas; no podría aguantar esa sonrisa durante mucho más tiempo.

—Julia, no te preocupes, lucharemos para conseguir la custodia de Bigotitos.

Comencé a anotar en un papel los puntos clave de la reunión, trazando con el bolígrafo «Bigotitos» y redondeándolo para darle énfasis. Después garabateé «yate», «casa California», «ático Nueva York», «apartamento París» y la habitación se transformó en una cárcel de máxima seguridad cuando escuché los primeros sollozos de mi clienta. Ahogué un suspiro. No estaba lista para afrontar penurias amorosas y dar ánimos.

—Eh, tranquila —dije manteniendo un tono suave—. El dolor pasará. Y no te preocupes, porque te aseguro que con lo que vamos a sacar de este caso podrás vivir perfectamente el resto de tu vida.

Julia Palmer sorbió por la nariz como una niña pequeña.

—¿Lo dices de verdad?

—Por supuesto, Julia.

—¡Oh, gracias! —Volvió a gimotear—. Frank ha sido muy malo conmigo. No sabes todo lo que me ha hecho sufrir. Es un hombre terrible... ¡Han sido los peores nueve meses de mi vida! ¡Yo no me merecía que me ocurriese esto!

—Desde luego que no —afirmé.

Empezaba a sentir pena por ella.

A veces las mujeres somos nuestras peores enemigas, porque hablamos de más, criticamos, juzgamos y nos fijamos en los pequeños detalles, como si el pantalón de una es de la temporada pasada o si la vecina del quinto se ha puesto más ácido hialurónico en los labios. Pero si hay algo que nos une como ninguna otra cosa, es sin duda el desengaño amoroso. De hecho, estoy casi segura de que el creador del universo, en el último momento y a propósito, les quitó a los hombres unas cuantas neuronas para hacerlos menos eficientes y conseguir así la cohesión de las féminas del mundo a través de algo tan simple como «la empatía».

—Estoy muy cansada... Llevo días sin dormir... —prosiguió Julia, sin dejar de emitir algunos sollozos—. ¿Te importa si seguimos hablando en otro momento? Creo... creo que he tenido suficiente por hoy. Necesito tiempo para asimilar lo que está pasando.

Tenía mis dudas, pero Julia era como un pequeño gatito inocente peludo y suave que me miraba lastimosamente con sus grandes ojos húmedos. Parecía débil y perdida en un mundo cruel en el que solo sobrevivían los fuertes...

—Está bien, no te preocupes. Yo me encargo. Imagino que estará todo en el expediente.

Julia se levantó y, entre lágrimas, me dedicó una trémula sonrisa.

—Sí, se lo conté todo a Henry.

—Ajá. Vale. Recuerda que el próximo lunes nos reuniremos con Frank a las diez de la mañana. Mientras tanto, descansa y recupérate.

—Gracias, Elisa, ¡eres increíble! —exclamó agradecida, y luego abrió la puerta del despacho y salió meneando las caderas de lado a lado.

 

 

En el expediente se detallaba que Julia había conocido a Frank en un local, situado a las afueras de la ciudad, donde trabajaba como stripper de barra. Ella repetía sin cesar que había sido «amor a primera vista». Tardaron dos días en empezar a salir, tres semanas en irse a vivir juntos y, un mes más tarde, se casaron en Las Vegas. Todo había sido tan rápido, que me costó organizar las fechas por orden cronológico. Finalmente, tras nueve meses de compromiso, habían decidido divorciarse alegando «diferencias irreconciliables».

¿Lo mejor? Julia aseguraba que Frank era adicto a todo tipo de sustancias ilegales y que en más de una ocasión había intentado evitar ciertos pagos en impuestos, de modo que si conseguíamos demostrar alguna de las dos acusaciones, jugaría a favor de ella.

¿Lo peor? No era una buena señal que ella estuviese al tanto del impago de impuestos, dado que podría verse inmiscuida en el asunto como cómplice de delito fiscal. Y la corta duración de la relación tampoco la beneficiaba.

Sin embargo, a rasgos generales y teniendo en cuenta el pésimo historial de aquel actor de Hollywood venido a menos, el caso parecía bastante fácil. Intenté ponerme en el pellejo del abogado de Frank y llegué rápidamente a la conclusión de que no querría ir a juicio. Era bastante obvio pensar que evitarían a toda costa que el divorcio se convirtiese en un espectáculo. De lo contrario, la prensa rosa se le echaría encima y verse involucrado en más polémicas podría perjudicar su ya tambaleante carrera cinematográfica porque, a pesar de que Frank Sanders seguía teniendo un característico aspecto intimidante con la mitad del cuerpo repleto de tatuajes, las nuevas generaciones se habían ido adueñando de los papeles principales, y en sus últimos dos proyectos tan solo había conseguido interpretar a personajes secundarios.

Me froté los ojos, cansada. Hacía un buen rato que había regresado a casa del trabajo, pero me había llevado conmigo el expediente de la Julia Palmer para echarle un vistazo más a fondo. Y, a rasgos generales, concluí que teníamos mucho a favor.

Lancé la carpeta sobre la mesita del comedor y, tumbada en el sofá, le rasqué las orejas a Regaliz, que dormitaba a mi lado emitiendo un agradable ronroneo. Ladeé la cabeza. Todo estaba exquisitamente limpio, ni una sola mota de polvo adornaba la superficie del suelo de parqué o del mueble del comedor (que en su día eligió Colin y que, dicho sea de paso, jamás terminó de gustarme). Tampoco había nada que no estuviese en su sitio, a excepción del expediente. En cierto modo, me hubiese animado que la casa estuviese hecha una pocilga porque así, al menos, habría tenido algo útil que hacer. Por raro que sonase, limpiar solía ser una distracción que me venía de familia; era una especie de terapia personal que compartía con mi madre, una forma algo insana de mantener el control.

Intentando acallar el silencio que reinaba en el apartamento, encendí la televisión y navegué por el videoclub online hasta encontrar el capítulo ciento doce de la última telenovela que estaba viendo. Pensé que quedaban restos de los macarrones del día anterior en la nevera y que, visto desde una perspectiva patética y de ermitaña, era una suerte no tener a nadie con quien compartirlos para evitar así cocinar.

Suspiré hondo. Cerré los ojos.

Tenía que tomar medidas drásticas.

Ya iba siendo hora de salir del cascarón en el que llevaba viviendo demasiado tiempo. Debía rehacer mi vida, aunque al pensarlo sentía más pereza que ilusión. En unos meses cruzaría la barrera de los treinta años y tenía la sensación de que un puñado de relojes diabólicos me perseguían a la carrera. Quería volver a enamorarme, casarme, tener una familia, hacer planes de domingo y deliciosas tortitas los sábados por la mañana con salsa de arándanos. Pero había un pequeño (casi insignificante) problema: para conseguirlo necesitaba encontrar a un hombre y la tarea me resultaba más tediosa y complicada que escalar el Everest vestida en biquini.