La pionera Mary Gorman

Mary Gorman, Isabelle y Anne Dudley, Fanny Wood

 

 

Si Sarah Eccleston desembarcó en Buenos Aires en 1883 “aupada sobre la espalda musculosa de un buen mozo y joven inmigrante”1, según contó su nieta unos años más tarde, en 1869 Mary Gorman debe haber desembarcado en la carreta tirada por bueyes que solía acercar a los pasajeros hasta la costa. Mary Gorman —figura esbelta, bello rostro con forma de corazón, ojos rasgados, labios llenos— sin dudas vestía una falda corta que dejaba sus finos tobillos al descubierto, todo un atrevimiento para las reglas de etiqueta argentinas. La lectura de los diarios íntimos de otras maestras me permite establecer que caminó, afirmada sobre sus botitas atadas con cordones, unos doscientos metros a través del muelle desvencijado, y que la rodeaba una multitud de changadores criollos e italianos disputándose a los gritos su baúl y su caja de sombreros.

La joven maestra había viajado desde Nueva York hasta Río de Janeiro a bordo de un navío cargado con maderas de Maine, para luego continuar hasta Buenos Aires en otro transatlántico que ancló a más de veinte kilómetros de la ciudad. La acompañaban Jane y Haze Spring, un matrimonio lo suficientemente honorable como para que el señor Gorman, clérigo bautista, lo aprobara como escolta de su hija.

Mary salió de Estados Unidos con un contrato de tres años que la comprometía a fundar la nueva Escuela Normal de San Juan, la niña de los ojos del presidente Sarmiento. Se trataba de la primera maestra estadounidense que había reclutado, de modo que era esperada con ansiedad. Formada en el Seminario Femenino Hamilton con una educación de excelencia, joven, bella e intrépida, hablaba castellano; no parecía haber mejor candidata para la escuela sanjuanina.

Mary Gorman había crecido en un pueblo de frontera cercano a Albuquerque, en Nuevo México, un paisaje seco, polvoriento y hostil. Laguna Pueblo, territorio indígena, reunía unas docenas de casitas de adobe sin ventanas y piso de tierra, el agua era insalubre y en ocasiones el único alimento de la familia era maíz, pan o arroz. Los vecinos se negaban a venderles sus productos, explicó en una carta su padre, Samuel Gorman: “Hoy tenemos una porción de pan, pero no harina, dos kilos de jamón, un poco de arroz para una comida, y hoy fui a la montaña y corté unas ramas verdes de cedro… Esa es nuestra leña”2.

A los catorce años la primogénita fue enviada al internado Hamilton, del estado de Nueva York, cuya calidad moral y religiosa garantizaba una buena educación para los Gorman, misioneros fanáticos. Pero al cabo de unos meses hubo cambios en la dirección de la escuela y las cartas de Mary a Laguna Pueblo empezaron a inquietar a sus padres. Se hablaba de cabalgatas, de paseos en trineo, de fiestas y de invitaciones a pasar los días feriados en hogares del este.

“¿Quién corrió con los gastos y guiaba las riendas de los caballos saltarines en los paseos en trineo?”3, se preguntaba su padre, suspicaz, mientras su madre se quejaba: “Tengo que trabajar tan duro que no puedo soportar la idea de que pasas tu tiempo tan tontamente”4.

En sentido opuesto, el seminario parecía propiciar el confort y la diversión y no solo eso: las normas y los acuerdos culturales de los internados femeninos estadounidenses en el siglo XIX tendían a consolidar los lazos entre las condiscípulas hasta el punto de crear nuevos sistemas de familia. En una erudita investigación, la bisnieta de Mary Gorman, Julyan G. Peard, describió con detalle las estrategias de las estudiantes para evitar la nostalgia y superar las crisis de la adolescencia. Las mayores organizaban meriendas o bailes y adoptaban a las más jóvenes, quienes las llamaban “madre”. Al terminar el seminario, las muchachas solían describir, en sus cartas a las amigas, cuánto extrañaban su hogar adoptivo. Después de comprometerse en matrimonio, una de las condiscípulas de Mary le escribió desde la casa de sus padres: “Cuán rara se siente la quietud de mi casa contrastada con tu vida social… Quisiera que todas estuvieran en la sala ahora… Me gustaría mucho estar contigo… Mi querida hermana… nadie más que yo sabe a cuán poderoso rival [mi novio] ha vencido”5.

Mary Gorman (a la derecha) junto a sus padres y su hermano James en la época en que la familia vivía en Nuevo México.

Alumna aventajada en música, dibujo y latín, Mary era sociable y entusiasta y logró hacerse de muchos amigos. En sus primeras vacaciones de verano una compañera la invitó a visitar su hogar en Washington, pero sus padres no le dieron permiso: “Dejémoslo así por el momento”6, escribió su madre. Sus compañeras y maestras de Hamilton la llamaban Molly o Mollie, un diminutivo afectuoso que sus padres, al menos en sus cartas, nunca utilizaron. Sin dudas las relaciones con su familia sustituta debieron contener más honduras afectivas para Mary que para el resto de sus compañeras, que podían volver a sus hogares durante las vacaciones y disfrutar de visitas de parientes y amigos durante los períodos de clases. En franca oposición a las ideas del señor Gorman, la instructora de botánica en el seminario le escribía: “Mary, mi orgullo y deleite”, para incitarla a que “se divirtiera todo lo posible”7.

Samuel Gorman aspiraba a que Mary estuviera en posición de aprender bajo la mejor influencia religiosa, cosa que no podía obtener en Nuevo México. Su constante preocupación por James, el hermano más joven de Mary, ponía el foco en la influencia de “mexicanos y americanos indeseables”8 que habitaban Laguna. El propósito del señor Gorman, además, era contar con Mary como asistente en su nuevo proyecto misionero en una escuela de Santa Fe: “Estoy formando un núcleo para una academia”9, le escribió. “Ya tengo varios alumnos. Pero intentaré que todo siga adelante hasta que tú puedas llegar”. En enero de 1860, ya con treinta estudiantes, necesitaba con urgencia la ayuda de su hija: esperaba “que puedas graduarte en dos años en lugar de tres. Te necesitamos, incluso ahora, para que enseñes en Nuevo México”.

Su madre, por su parte, justificaba el sacrificio de tener a su hija lejos en pos de una anhelada movilidad social: “Debes estar agradecida porque tuvimos la fuerza que nos impulsó a separarnos de ti para que puedas estar en una situación que te permita mejorar”10. Contrariando los planes de su marido, cada día más débil y exhausta, desalentó su regreso a Nuevo México. “Me alegro a diario sabiendo que estás lejos de esta horrible tierra”.

Mary pasó las vacaciones de verano en casa de la nueva directora, Mary Hastings, que la adoptó de inmediato como una de sus “hijas” predilectas. “Tú eres mi hija y yo soy tu pequeña madre”11, le escribió. En la ceremonia de graduación, en 1862, Mary Hastings la eligió para dar el discurso de cierre, un gran honor.

Impulsora de los estudios universitarios femeninos en Estados Unidos, la directora Hastings propuso que la carrera de maestra se extendiera de uno a cuatro años, introdujo los experimentos en las clases de laboratorio, toda una innovación, y logró que se incorporara el latín como asignatura, en cuatro semestres. En el siglo XIX ni siquiera en Inglaterra las mujeres tenían acceso a la lectura de los clásicos. Los conocimientos latinos de la escritora argentina Eduarda Mansilla, que tuvo una educación patricia, fueron una excepción para su época.

Desde Nuevo México, las noticias eran desalentadoras. Su madre, ya muy enferma, se quejaba de la cercanía de los navajos, ahora a menos de diez kilómetros, y hablaba de asesinatos y saqueos, preocupada por los niños. La siguiente carta, en febrero de 1862, traía la noticia de su muerte. El amplio tejido que unía a las condiscípulas y maestras de Hamilton, entonces, se unió en torno de Mary. Para 1864 la “familia” se había repartido entre la Villa Hamilton y los pueblos cercanos, conectada entre sí por redes superpuestas de amigas, maestras, ministros y profesores. Incluso después de graduarse Mary mantuvo las visitas a la maestra Hastings en su casa de Troy y fue conociendo su círculo social. Así empezó a frecuentar a los grupos naturalistas y reformistas que seguían las ideas de Henry David Thoreau y los filósofos trascendentalistas de Concord. En estas villas participó de seminarios, discusiones y paseos campestres, unas tertulias sofisticadas que incluían excursiones para cosechar lúpulos y plantas de otras especies y compartir té y sándwiches. También tomó lecciones de francés con un profesor de lenguas modernas de la Universidad de Madison, probablemente en 1864, cuando estaba trabajando en una escuela de gramática de la ciudad. En el invierno de 1864 recibió una carta de su hermano James, que estaba luchando en la Guerra de Secesión. Con su regimiento en avance hacia Culpeper, Spotsylvania y Cold Harbor, James temía la muerte: “Mary, te amo tanto… espero que podamos encontrarnos de nuevo en este mundo y, si no, deseo y ruego poder estar listo para ti en la tierra que fluye con leche y miel”12. La siguiente carta le informó de su muerte, otro motivo de profundo dolor. Su padre se había vuelto a casar con una viuda, madre de dos hijos, y había dejado Nuevo México por el prometedor pero aún salvaje oeste. Sin su madre y sin James, Mary debía de sentirse más y más lejos de su familia.

Sin dejar de escribirse con sus antiguas compañeras y “hermanas”, Mary empezó a asistir regularmente a las reuniones sociales de la botánica Jeanne C. Smith Carr, una mujer inteligente y atractiva en cuya casa del 114 de Gilman Street, en Madison, Wisconsin, conoció a Domingo Faustino Sarmiento. El esposo de Jeanne Carr era profesor de química e historia natural de la Universidad de Wisconsin y su salón reunía a profesores, artistas, científicos, intelectuales y reformistas. Los Carr reverenciaban a Humboldt, cuyo retrato colgaba en su salón, y sus amigos habían viajado a Samoa, a Argelia y a Bolivia, “al cielo de la Cruz del Sur”13. La propia Jeanne Carr había planeado viajar a la Sudamérica de Humboldt, pero luego cambió esa ruta por un viaje a China y la India.

Hacia finales del invierno de 1868, cuando visitó la Universidad de Wisconsin, Sarmiento fue hospedado por los Carr. Jeanne sentó a Mary junto al ministro argentino durante la cena, no solamente porque ella hablaba en un perfecto castellano sino porque respondía al tipo de mujer emprendedora que Sarmiento estaba buscando. Mary, ya entonces con veintitrés años, lo impresionó por sus refinados modales. Sarmiento le pidió que fuera su secretaria mientras estuviera en la región y además le extendió una invitación para ir a trabajar a la Argentina. Le habló del clima benevolente de San Juan, de las “naranjas y duraznos que están allí para ser tomados”14 y de un salario anual de mil dólares. Un año y medio más tarde Mary estaba en Buenos Aires.

A mediados de 1868 todavía estaba muy lejos de Sudamérica. Trabajaba en una escuela de Toledo, cercana a Madison, con más de cien alumnos a su cargo y una paga insuficiente. La Guerra Civil había terminado y entonces planeó viajar al sur para enseñar en una escuela libertaria, aunque no llegó a hacerlo. En el otoño, poco después de la tertulia con Sarmiento, consiguió un trabajo bien pago en un seminario femenino de buena reputación, en Filadelfia, que formaba a jovencitas de clase media y alta. “Espero que vayas a sobrevivir a los avatares de la vida de seminario en el este”15, le escribió su padre con sarcasmo, “y que regreses con el valioso pulido de la cultura del este para mejorar los modales y costumbres de nosotros, la gente ruda del oeste”. La familia de los Gorman se había agrandado, pero el oeste no era menos peligroso e inhóspito que Albuquerque, aunque en sus cartas Samuel hablaba de regresar a su tarea como misionero en Nuevo México, e incluso de adentrarse en el territorio mexicano.

En febrero de 1869, decepcionada por su nuevo empleo, Mary le escribió a Sarmiento ofreciendo sus servicios para trabajar en Sudamérica. Le explicó que era la mayor de una extensa familia y que deseaba ganar dinero para ayudar a la educación de sus hermanos más jóvenes. Temía arriesgarse a dejar su puesto sin tener la seguridad del nuevo empleo en la Argentina, pero anhelaba viajar y cambiar de clima. Sarmiento estaba eufórico. Él mismo había persuadido a las autoridades de San Juan, su ciudad natal, de que construyeran un edificio modelo para la primera escuela de formación de maestros. Mientras se encontraba en misión diplomática en Estados Unidos había mandado los planos y dirigido la obra por correspondencia: llegó a despachar por barco un gran piano, cuatro máquinas de coser y hasta semillas para plantar en los jardines. “Camino a San Juan, desde los Estados Unidos, van escritorios para la escuela, relojes, mapas, libros y todo lo necesario para que la enseñanza sea fácil y eficaz. La escuela tiene capacidad para mil estudiantes y se adoptará en ella el sistema de grados de Chicago, el más completo que conozco”16. Si sus enemigos le decían “el loco Sarmiento” no era solo por su fama de degollador de gauchos: su temperamento entusiasta, tal vez un poco maníaco, podía llegar al exceso. La escuela, su sueño, se alzó en un solar ubicado frente a la tienda donde él había trabajado como dependiente cuando era un jovencito.

“Capaces, prácticas, intrépidas”17, había definido las características de las mujeres que aspiraba a reclutar. Sus requisitos exigían juventud, experiencia, buena familia, conducta y modales irreprochables y “un aspecto agradable”. Ofrecía a cambio “190 pesos oro por mes”18 (casi el doble del sueldo de una maestra en Estados Unidos), alojamiento e importantes conexiones con las clases argentinas más distinguidas. Su principal colaboradora en este proyecto era Mary Mann, viuda de Horace Mann y ella misma una educadora. La señora Mann había trabajado en la escuela antiesclavista experimental de Bronson Alcott en Boston y en otros proyectos pedagógicos de Nueva Inglaterra. Mientras se organizaba el viaje de Mary Gorman, Sarmiento le escribía impaciente a la señora Mann: “¡Cuánto lamento que la señorita Gorman no haya llegado! Tengo suficiente dinero para ella y dos más. Cuento con ella”19. Pero los planes se atrasaron cuando el señor Gorman se opuso a que Mary viajara sin acompañante.

Así estaban las cosas cuando en octubre de 1869 la pareja de Jane y Haze Spring, jóvenes estadounidenses que vivían en Buenos Aires y estaban de visita en Boston, anunciaron que estaban a punto de regresar. Al aceptar a los Spring como chaperones de su hija, el pastor Gorman ignoraba que Haze Spring llevaba con él al hijo de su hermana mayor, John Bean, de veintitrés años, la misma edad de Mary.

A lo largo de una travesía de dos meses, los cuatro jóvenes comieron juntos en la mesa del capitán, pasearon por cubierta a la caída de la tarde, jugaron a las cartas, escucharon las canciones de los marineros, discutieron sus ideas y proyectos con tal grado de intimidad que, al desembarcar en Buenos Aires, Mary y John estaban comprometidos para casarse.

John Bean se había aventurado a viajar a Sudamérica con el plan de aprender el negocio de importaciones y exportaciones con su tío Andrew Bean, afincado en Buenos Aires. Emparentada con los Spring por varias generaciones de matrimonios, la familia Bean de Buenos Aires reunía en su casa, conocida en la ciudad como “la quinta”, a la flor y nata de la comunidad angloparlante local. El banquero Andrew Bean, tío paterno de John, se ocupaba activamente de la comunidad de expatriados: organizaba y donaba fondos para las celebraciones patrióticas del 4 de Julio, recaudaba dinero para los necesitados y sobre todo velaba por la suerte de los recién llegados al puerto, indefensos ante los “ávidos maleteros” que, en el alboroto de la llegada, intentaban “desaparecer con el equipaje”20.

Por su parte, en la modesta valija que subió al transatlántico en Nueva York Mary llevaba una carta de presentación de Mary Mann para Isabel Pearson Hale, hija del estadounidense más poderoso de la Argentina. Samuel Hale era dueño de bancos, de compañías navieras como la que llevaba a Mary y de la estancia Tatay de Carmen de Areco, de diez mil hectáreas, que administraba Haze Spring. Así, sin proponérselo y aun antes de pisar suelo argentino, Mary Gorman se vio inserta en el corazón mismo de la elite estadounidense de Buenos Aires.

 

 

“Llegué esta mañana y estoy ahora en el Hotel Provence… Esperando verlo tan pronto como le sea conveniente”21 escribió Mary a Sarmiento apenas llegó a Buenos Aires. Unas horas, o no más de un día después, la hermana de su chaperón Haze Spring, Mary Augusta, y su esposo Andrew Bean la invitaron a alojarse en su casa de la avenida Alvear. Era infrecuente en esos tiempos que una muchacha de buena familia se hospedase sola en un hotel. Por otra parte, no era posible para el pequeño grupo de extranjeros, que se cuidaba mutuamente, permitir que una joven compatriota permaneciera aislada de su comunidad.

La quinta de los Bean, poblada de árboles, canteros de flores y hasta de una enorme huerta, terminaba en una barranca que descendía hasta el Río de la Plata. Su centenario ombú era célebre por el tronco, diez veces más ancho que los comunes. La prima de las maestras Allyn, que llegarían en 1877 y 1878, consideró a los Bean personas amables que vivían con “mucho confort”22 y describió la casa que visitó en 1881: “Al final de la finca hay un árbol de ombú que se inclina sobre un espacio de diez metros donde hay varios bancos sobre el río…”.

Instalada en la quinta, Mary debe de haber contado a sus anfitriones su proyectado viaje a San Juan, que al parecer causó estupor. Alarmados por los violentos levantamientos que asolaban el noroeste, los Bean le aconsejaron enfáticamente que se rehusara a viajar a la ciudad, donde se había establecido la ley marcial. Aunque Sarmiento había asegurado que la joven viajaría escoltada por un oficial del ejército y un comerciante inglés, la travesía tomaría al menos quince días en diligencia a lo largo de un territorio desértico amenazado por “hordas de salteadores”23. Los miembros de la comunidad estadounidense se escandalizaron. En un artículo del 3 de agosto de 1869 el diario La Nación informó que “los indios” estaban invadiendo Mendoza, Santa Fe y Córdoba. “El degüello es una plaga en la Argentina, como la fiebre amarilla en otras partes”24, había escrito Sarmiento dos años antes a la viuda de su amigo Aberastain.

Cinco días después de su llegada, Mary envió a Sarmiento un mensaje terminante: no iría a San Juan. “Encuentro entre mis amigos”25, le escribió, “quienes, por supuesto, saben mucho más sobre el interior de lo que yo podría, la más fuerte oposición ante mi ida a San Juan… No puedo dar… un paso que, a juicio de aquellos que llevan viviendo largo tiempo en el país, es ciertamente inseguro y del todo imprudente”. El ahora presidente de la república escribió a la señora Mann lleno de furia: “No he de ser más cuidadoso de Miss Gorman que de mi hermana y familia que viven en San Juan”26.

Afincada en casa de los Bean, alejada de su prometido, que había empezado a trabajar en el sector antiguo de la ciudad, Mary no tuvo más noticias de Sarmiento, que se ofendió a muerte. Intentó entonces conseguir empleo en una escuela pública de Buenos Aires. Convencida de que debía cumplir con su contrato gubernamental, aunque Sarmiento se hubiera desentendido de ella, rechazó varios ofrecimientos de escuelas privadas. Por fin, gracias a la ayuda de la educadora Juana Manso, su nueva “madre”, como la llamaba Mary, el 21 de enero de 1870 se hizo cargo de la Escuela Primaria Nº 12. El establecimiento era accesible en carro, una ventaja muy codiciada por las maestras argentinas, y, aunque no era una escuela normal, al menos era pública.

Cinco meses después aún no había cobrado su sueldo, mientras que su asistente argentina ya lo había recibido. Es posible que los ahorros se le hubieran terminado y que se sintiera incómoda por no poder retribuir las atenciones de los Bean. El informe de Juana Manso, funcionaria del Departamento de Escuelas, revela la situación: “Muchas veces he visto a la pobre señorita Gorman, pálida y abatida, a pesar de su resignación angelical, traicionando ese mudo pesar la tristeza de su corazón al verse maltratada y desconocida”27. En junio, sin haber logrado cobrar, renunció. Considerada una “desertora”28 por Sarmiento, el solo apoyo de Juana Manso no bastó para resolver sus dificultades. En una carta a la señora Mann, Juana Manso le explicó las razones de las dificultades que había encontrado Mary Gorman para cobrar: “1. Porque era gringa; 2. Porque esa gringa es los ojos de Juana Manso”29. La encendida oposición que despertaban Sarmiento y Juana Manso entre algunos sectores de los maestros locales y de las instituciones del Estado debía de ser poderosa.

En julio, John Bean escribió a Mary: “Cuando nos casemos mi primer esfuerzo será devolverle la alegría que tenía cuando nos encontramos”30. John se alojaba en la calle Europa, cerca de la barraca donde Samuel Hale llevaba los asuntos de la estancia. Rodeada de los afectuosos parientes de John, entre celebraciones de cumpleaños, bodas y tés sociales, Mary no podía haber encontrado mejor familia que la cobijara. Aun así, no quería dejar de cumplir con su palabra, de modo que le comunicó a Sarmiento que podría reconsiderar su decisión apenas llegara el próximo contingente de maestras. “La señorita Gorman… Se muestra poco dispuesta a ir a San Juan… Sus amigos le han pintado una imagen abominable del interior del país… El extranjero es el eterno detractor de nuestro país; se mueren aquí, viejos y podridos con todo el dinero que han ganado con un mínimo esfuerzo”31.

En las vísperas de Semana Santa llegaron de Nueva York cuatro nuevas maestras destinadas a San Juan. Sarmiento fue a recibirlas al puerto en comisión oficial y dispuso que una de sus sobrinas las acompañara en el viaje, como para reafirmar su confianza en la pacificación del interior. Las cartas de Mary Mann elogiaban la alta calificación de las docentes, en especial de su predilecta, Anne Reina Zaba.

Los estudios de arte en Londres de la señorita Zaba la capacitaban con holgura para enseñar música y pintura en San Juan, el destino que le había asignado Sarmiento. La joven viajó acompañada por su padre, de sesenta y cinco años, un conde polaco exiliado que se proponía introducir un novedoso sistema de clasificación histórica. El conde Zaba había tenido una muy buena recepción en Boston, sobre todo en el círculo de la hermana de la señora Mann, Elizabeth Peabody. Las relaciones entre los Zaba y las tres maestras que los acompañaban en el viaje habían sido ríspidas durante el trayecto, pero poco después del desembarco estalló un escándalo. En Buenos Aires se reveló que los Zaba no eran padre e hija, que su relación tenía otro sesgo y que el conde no era conde sino un farsante. Las noticias causaron estupor. Alarmado por las repercusiones que el asunto podía despertar entre sus detractores, Sarmiento embarcó a la pareja rápidamente en una nave rumbo a Brasil, con una indemnización de mil pesos fuertes. Recién entonces las hermanas Dudley y Fanny Wood, las tres maestras que habían viajado con ellos, admitieron que en la travesía habían observado ciertas extravagancias en sus compañeros. En una carta a Sarmiento, la señora Mann le reveló que “las señoritas Dudley dicen que sabían desde muy pronto en el viaje que jamás [el señor Zaba] había tenido la intención de ir a San Juan, y quería que ellas fingieran estar enfermas para ganar tiempo, y posponer el día del viaje”32.

Las hermanas Isabelle y Anne Dudley tenían mucho en común con Mary Gorman. Como Mann le dijo a Sarmiento, “poseen modales agradables, buena salud y espíritu, y están llenas de empuje neoyorquino, de la clase que usted cree que conquista todas las cosas”33. El novio de Anne, la menor y más bonita, era Ralph Olmstead Keeler, “uno de nuestros escritores literarios populares, quien es ahora coeditor en el Atlantic Monthly34. Durante su visita a la casa de las chicas Dudley en Cambridge, la señora Mann se había asombrado por el lujo y la comodidad en los que vivían. Las muchachas le explicaron que la casa estaba hipotecada y que deseaban trabajar en la Argentina para ayudar a su madre a pagar la deuda.

Fanny Wood, de treinta y cinco años, se acercaba a los modelos de amigas mayores que solían atraer a Mary Gorman, como la directora Hastings y Jeanne Carr. Era una mujer agradable, de pelo oscuro y ojos claros, culta y con un sentido de misión evangelizadora. Poco antes de la Guerra Civil, se había postulado para trabajar en una escuela de esclavos libertos, y viajó a Virginia para fundar el primer establecimiento de ese tipo en Warrenton. Logró reclutar a más de doscientos estudiantes, a quienes les enseñaba en tres turnos que iban desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche. Más tarde, daba clases de costura a antiguas esclavas. Su trabajo estaba lleno de peligros, no tanto por los riesgos de los horarios nocturnos como por los atentados de los grupos esclavistas. Desde el comienzo sufrió amenazas y ataques aislados, hasta que una tarde un grupo de alborotadores arrojó piedras a través de las ventanas del salón de clase. Una de ellas le dejó una larga cicatriz en la sien, con la que llegó a Buenos Aires. Antes de viajar rompió con su prometido, luego de dos años de noviazgo, por razones que se desconocen. También renunció a su magnífico puesto en la escuela Rice de Boston, donde maestras y alumnas hicieron una suscripción para comprarle un anillo de oro. La señora Mann, en una carta a Sarmiento, contó que “En el Comité de Escuelas de Boston estaban tan reacios a separarse de ella que me dijo que la hicieron llorar durante tres días… Estaban a punto de colocarla en la Escuela Normal de Boston. En conjunto con otros amigos le regalaron una elegante cadena de reloj de oro con adornos, y la dotaron de libros interesantes, y la Escuela le ha dado un soberbio anillo, de manera que parte con un pequeño halo de gloria que la hace muy feliz”35. Fanny viajó a Buenos Aires con el anillo en el dedo.

Serena Frances Wood, Fanny, es probable que antes de trabajar en la escuela para esclavos libertos de Warrenton, Virginia.

 

Apenas arribadas, las tres muchachas recibieron la visita de Juana Manso y Mary Gorman, ambas “complotadas para no abrir la boca respecto a San Juan”36, de acuerdo a un pedido desesperado de Sarmiento. Congeniaron de inmediato y Juana Manso se ofreció a dar lecciones de castellano a las tres recién llegadas. “Las niñas”37, como las llamaba Manso, iban a verla todos los días para sus lecciones, de modo que la confianza entre ellas fue creciendo rápidamente.

Entretanto, las jóvenes se apresuraron a tomar parte en la vida social y religiosa de sus compatriotas. Las chicas Dudley fueron alojadas con el pastor de la iglesia metodista, y Fanny Wood con la familia del cónsul estadounidense, los Clapp, que la atendieron cordialmente. El domingo de Pascua, “luciendo sus lindos sombreritos nuevos”38, se presentaron en la iglesia metodista local. Después de los servicios religiosos fueron presentadas a la comunidad angloparlante como las maestras destinadas a San Juan. Los estadounidenses se horrorizaron.

Después de escuchar escalofriantes relatos de montoneras, robos y degüellos, las hermanas Dudley y Fanny Wood visitaron al presidente en la Casa de Gobierno. Entusiasmado por la formación pedagógica de Fanny, Sarmiento la había designado directora de la escuela secundaria; las hermanas Dudley se encargarían de la escuela normal. Pero antes de que él pudiera hablar, las jóvenes le comunicaron su decisión: no irían a San Juan. Sarmiento disimuló su enfado y confió en que su amiga Juana Manso podría persuadirlas de cambiar de opinión.

Sin embargo, otra vez las circunstancias parecían volverse en contra del proyecto. El 11 de abril, apenas unos días después de la llegada de las maestras, fue asesinado “en su estancia, entre los brazos de sus hijas”39 el general Urquiza, gobernador de Entre Ríos. La noticia debe de haber tardado unos días en llegar a Buenos Aires, pero cuando los extranjeros se enteraron, y pudo haber sido ese Domingo de Pascua o poco después, se escandalizaron aún más ante la posibilidad de que las jóvenes viajaran a San Juan. El propio presidente suspendió la partida al enterarse del crimen.

“El asesinato del General Urquiza ha desatado una guerra civil; además, hay montoneros en San Juan… Nuestro querido interior está despoblado y casi en estado barbárico”40, escribió Juana Manso a la señora Mann.

Mientras la colonia estadounidense calificaba de “locura”41 la empresa, Manso intentaría cumplir con el recado de Sarmiento. Ella misma pensaba que el interior era “el desierto, la barbarie”42, y en una carta confesó a la señora Mann que ella no iría ni enviaría a sus hijas: “¿Y por qué no se mueve el señor Sarmiento, después de haber sido el mayor atleta de la cuestión, desde la capital al interior? ¿Por qué ha dicho delante de mí que sólo irá con una guardia pretoriana de seis mil soldados de línea?”43. Pero aun cuando no estuviera de acuerdo, Juana Manso era una funcionaria y protegida de Sarmiento y tuvo que ceder. Unos días después, las muchachas recibieron un aviso del gobierno que las instaba a prepararse para la partida. Contestaron que estarían listas en una semana, cuando terminaran de alistar su ropa de viaje. La respuesta fue desconcertante: “La orden del presidente”44 era que debían partir un día después.

Muy enojada por “ese despotismo”45, Fanny escribió a Sarmiento pidiéndole explicaciones. Él las citó en la Casa de Gobierno para decirles “lo que un caballero no debe decirle jamás a una señora”46. Según relató Juana Manso a la señora Mann les habló, o gritó, “despropósitos, ciego de cólera, mitad en inglés y mitad en castellano”47.

Cuando se enteraron los gringos, como llamaba Juana Manso a los angloparlantes, hicieron una suscripción para pagar a las muchachas el pasaje de vuelta a Boston en el barco que las había traído. Pero no todos las defendían: el British Standard las denunció como “tontas y exageradas”48. Entretanto, Manso logró que las contratara el gobierno de Buenos Aires, y que además les pagara los mismos sueldos que les habían prometido para San Juan.

En julio, el Buenos Aires Standard anunció que “las señoritas Wood, Dudley y Gorman han abierto en las avenidas Callao y Cangallo una escuela para infantes”49. En realidad se trataba de dos escuelas: la Primaria Nº 1, dirigida por Fanny Wood, que luego se llamó French y Beruti50 y se mudó al barrio de Retiro, y la Escuela Nº 2, que dirigieron Mary Gorman y las hermanas Dudley. Seis semanas después del comienzo, Juana Manso visitó esta escuela: “Parecíame un sueño que aquellos niños que yo había visto ingresar a la escuela como pedazos de madera, hoy se moviesen a compás, cantasen en inglés, entendiesen lo que se les decía en ese idioma como en el suyo propio”51. Unos meses después, los progresos continuaban. Manso se había asombrado con los instrumentos que usaban las maestras, y de la técnica de la calistenia, que combinaba música, marchas y figuras geométricas. “¡Qué notable diferencia, Dios Santo, entre estas escuelas y esas penitenciarías repulsivas que se han considerado hasta hoy escuelas!”52.

Luego de las vacaciones de verano de 1871, las cuatro maestras estaban preparadas para reabrir las dos escuelas e iniciar un curso de especialización para maestras jardineras, otro nuevo desafío educativo. Pero la naturaleza, o la política, vino a cambiar todos los planes.

 

 

En febrero de 1871 la fiebre amarilla, o vómito negro, se cernió sobre Buenos Aires. Rápidamente se estableció la cuarentena, cerraron los bancos, las escuelas, los tribunales y las aduanas*. Buenos Aires se había convertido en una ciudad mortífera. El clima cálido y húmedo, tórrido en ese febrero, expandió la epidemia. La recolección de agua de lluvia utilizada para tomar, poblada de larvas de mosquitos, propagó la peste. También la extracción de pozos cavados en el fondo de las casas, próximos a pozos ciegos y aguas servidas, y sobre todo el agua que provenía de los aguateros, recolectada en el mismo río donde los carreros lavaban los caballos; no había sistema de cloacas ni desagües para la lluvia.

La ciudad estaba semidesierta. El presidente Sarmiento huyó a Mercedes, a bordo de un tren especial. Las cuatro maestras se refugiaron en la estancia Tatay de Carmen de Areco, a salvo de la fiebre bajo el clima seco de las pampas. “¿Estás bien esta noche, mi amor?”53 escribió John a Mary desde Buenos Aires, el 20 de febrero. Después de una jornada laboral, en medio de una ciudad acechada por la peste, el joven conservaba su buen ánimo: “Vas a estar contenta de saber que nosotros estamos todos bien”. Su primo Edward, siguió John, estaba pensando en ir a un baile de Carnaval esa noche. Es posible que los dos primos hayan ido juntos a alguna de las festividades, porque en la carta no parecía preocupado: “Nosotros no escuchamos nada sobre la fiebre ahora”. Sin embargo, dos semanas después ambos estaban enfermos, posiblemente infectados por la picadura de mosquitos durante el Carnaval.

Las autoridades de Buenos Aires habían intentado ocultar la noticia para no arruinar el Carnaval, pero la peste se propagó salvajemente por toda la ciudad, incluso en las zonas más aristocráticas. El diario La República tituló “Terror” la edición del 22 de febrero. Después de las fiestas, las muertes diarias pasaron de cuarenta a cien. “El domingo 26, dedicado al ‘entierro’ del Carnaval, los que positivamente resultaron enterrados fueron veinte y tantos calenturientos”54, bromeó con poco tacto el escritor franco-argentino Paul Groussac, que años después se encontraría con las maestras estadounidenses en Tucumán.

El gobierno intentó controlar el pánico. Había sido Sarmiento, precisamente, uno de los involuntarios causantes de la fiebre al autorizar, a fines de 1870, la entrada de dos barcos provenientes de Paraguay y Brasil al puerto, que estaba en cuarentena a causa de la peste. Pero los señalados como agentes fundamentales de la transmisión fueron los inmigrantes italianos, reunidos en los populares conventillos. De modo que los conventillos fueron desalojados, considerados foco de infección por el hacinamiento de sus cuartos, y las ropas, muebles y objetos que se encontraban allí, incinerados. Además, se abrieron dos lazaretos, se habilitó un hogar para los huérfanos, abandonados en las calles, pero nada parecía parar la peste. Los cadáveres eran transportados en carros para ser arrojados a las zanjas. Si bien el número oficial de muertos fue de trece mil, se calcula que sumando a los sin consignar se pudo llegar casi al doble. Buenos Aires estaba maldita, y eso mostró el cuadro de Juan Manuel Blanes Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires: una joven fallecida en el suelo de un conventillo y un bebé que sigue alimentándose de su pecho.

Al finalizar marzo, Buenos Aires contaba con ocho muertos cada cien habitantes. Mientras miles de residentes extranjeros se apiñaban en las embajadas y consulados para pedir la repatriación, una medida del gobierno puso fin al desembarco de nuevos inmigrantes.

Apenas fue alertada de la enfermedad de John, Mary volvió a Buenos Aires para instalarse en casa de los Bean, donde se dedicó a atender a los siete miembros de la familia y los cuatro empleados, todos enfermos. El particular enclave de la quinta favorecía la transmisión de la fiebre: las nubes de mosquitos ascendían rápidamente desde las aguas poco profundas del Río de la Plata hasta lo alto de las barrancas de los Bean. Un amigo de John, el canadiense John Sewell, se presentó en la casa para ayudar en los cuidados a la familia. Fanny Wood, a su vez, viajó a la ciudad para auxiliar al cónsul. Los Clapp, que tan amablemente la habían recibido apenas llegó, también se habían contagiado.

No era posible contar con médicos, que trabajaban sin descanso en los hospitales abarrotados. Los tratamientos domésticos que se les aplicaban a los enfermos solían ser baños de mostaza, purgantes y, en los casos desesperados, opio para atenuar los síntomas de vómito y hemorragia. Atendido por Mary hasta el final, con los escasos recursos que debía ofrecer una casa llena de enfermos, John Bean murió. La pena de Mary debe de haber sido enorme. Todas las circunstancias de su enamoramiento en el barco, las dificultades de Buenos Aires, las cartas y luego los padecimientos de la enfermedad y la muerte estaban envueltos de un halo romántico inevitable. Por añadidura, John había sido su único prometido, al menos el único que encontré mencionado entre los documentos de Mary Gorman.

John Bean no pudo recibir un funeral como los que acostumbraban hacer los estadounidenses, porque todos sus familiares estaban enfermos o agonizando, y nadie más podía querer asomarse a una casa infectada por la fiebre. Durante los cinco meses de la epidemia, en las iglesias no se realizaron funerales ni servicios religiosos. Pudo haberlo enterrado John Sewell, su amigo canadiense, pero no hay certezas. También murió Edward, el primo de John Bean, y cinco personas más de la casa, entre la familia y los empleados. Solo cuatro habitantes de la quinta sobrevivieron.

Al tomar contacto con sus amigas de la ciudad, Mary se encontró con que habían enfermado Anne, la menor las hermanas Dudley, y también su querida Fanny Wood, mientras asistía a la familia del cónsul. Afortunadamente, el ataque de fiebre amarilla que sufrió Anne fue leve y logró recobrarse, atendida por su hermana. En ese período de enfermedad recibió las visitas de Coolidge Roberts, un joven estadounidense negociante en cueros y en madera que contribuyó, “cavando fosas y sepultando a amigos y extraños”55, a sanear la ciudad de la peste.

Una vez sepultado John Bean, Mary fue a cuidar de Fanny Wood en la casa del cónsul. La atmósfera que la rodeaba, con la casa llena de enfermos, no debe de haber sido muy diferente a la desolación de la casa de los Bean. Pero no estuvo mucho tiempo allí. Cuatro días después de haber enfermado, Fanny murió en sus brazos.

Entre los objetos personales de Fanny Wood que el cónsul mandó a la familia en Estados Unidos estaba el anillo de oro que le habían obsequiado en la escuela Rice y una carta de amor de Sylvanus Barrows, el prometido rechazado. En los archivos de Middleboro, de donde eran oriundos Fanny y su prometido, figura un capitán Sylvanus Barrows muerto en acción de guerra en 1873, dos años después que ella.

La muerte de Fanny Wood, tras la de John Bean, debió de haber sido demoledora. Rodeada de devastación, Mary también se contagió la fiebre, después de haber vivido alrededor de un mes entre enfermos. Como era de esperar, una vez que Anne se recobró las chicas Dudley se apresuraron a tomar un barco rumbo a su hogar en Boston. Viajaron en el buque Sarmiento, en una travesía bastante accidentada. A los pocos días de viaje, un mástil cayó sobre la cabeza de Anne Dudley y le produjo una herida importante, aunque sin consecuencias. No mucho después de su partida, el joven Coolidge Roberts, que tanto había contribuido en el saneamiento de Buenos Aires, viajó a Boston a visitarla. El antiguo novio de Anne Dudley, el periodista del Atlantic Monthly, había muerto poco antes. Anne y Coolidge se casaron en la iglesia de Old Trinity de Boston en 1874 y se instalaron en Cambridge. Isabelle Dudley permaneció soltera, como tantas mujeres después de la Guerra de Secesión, y se estableció en Boston, muy cerca de su hermana.

En Buenos Aires, lentamente, Mary Gorman se fue recobrando de la fiebre. También tenía compañía, y no solo la de los afectuosos compatriotas sobrevivientes. John Sewell, el amigo canadiense de John Bean, siguió visitándola aun después de que la fiebre amarilla se retirara de la ciudad y de que ella estuviera completamente repuesta.

 

 

Cuando la fiebre empezaba a dar los primeros signos de remisión, Buenos Aires pareció emerger con cautela. Con la llegada de los primeros fríos del otoño, el mosquito transmisor no sobrevivió y a fines de junio el peligro había terminado. Los Bean se habían vuelto a Estados Unidos y el cónsul Clapp estaba a punto de hacerlo. Había pedido un aumento de salario al Departamento de Estado, en virtud del incremento del costo de vida después de la catástrofe: “Antes del colapso de la fiebre amarilla yo ocupaba departamentos en una casa cerca del río”56, escribió, “pero ese vecindario es insalubre ahora. Acabo de instalarme en una pequeña vivienda… Es la casa decente más barata que pude encontrar en la parte saludable de la ciudad”.

La ausencia de cartas revela que Mary aún estaba dolorida por la muerte de su prometido, o no encontraba fuerzas para escribir a los padres de John Bean. O estaba demasiado ocupada con las mudanzas continuas, ya que una vez que dejó la casa del cónsul Clapp no tuvo domicilio fijo. Huésped crónica, se mudaba cada pocos meses de diferentes pensiones para señoritas, en pos de decidir su destino. Los Bean le escribían, “heridos por no saber de tu propia enfermedad y de toda la familia”57. Mary debe de haberles contestado, porque la respuesta fue una cálida invitación a vivir con ellos en Estados Unidos en calidad de hija: “Ven con nosotros… querida Mary… pronto y sé un consuelo, una fuerza y un bálsamo para nuestros lastimados corazones”58. Sin embargo, la posibilidad del retorno no se presentaba auspiciosa. La severidad de su padre, la muerte de su madre y de su hermano, la presencia de su madrastra y de nuevos hermanos no debían de alentar su viaje. Por lo demás, la responsabilidad de ayudar al sostén de la familia, ahora numerosa, y la perspectiva de nuevos trabajos extenuantes y mal pagos no podía entusiasmarla.

Con la muerte de su prometido, se había convertido en una especie de viuda blanca; la cercanía de la treintena y la posibilidad de una soltería pobre en Estados Unidos deben de haberla inclinado en favor de permanecer en Sudamérica. ¿Y no la estaba cortejando un compatriota, empleado de la estancia Tatay, que le mandaba ramos de violetas y productos del campo por correo? Ella le envió, en una caja diminuta, una vacuna contra la viruela. “Sé que comparando este invierno con el pasado, el cambio debe ser triste y casi abrumador pero… no hay nubes sin rayos de sol”59, le escribió Townson Hawkrigg en julio de 1871.

Sin ramos de violetas ni cartas, pero con los días compartidos con Mary durante la fiebre y su apostura rubia y atlética, el amigo canadiense de John Bean no desapareció del horizonte en esos meses difíciles. Huérfano, criado por sus tíos en Canadá, John Henry Sewell había llegado a Buenos Aires en 1861, a los diecinueve años, en busca de fortuna. Después de trabajar como empleado en una oficina, se fue a conquistar la prometedora pampa húmeda de la provincia de Buenos Aires, donde más adelante llegó a trabajar a las órdenes de Samuel Hale, el dueño de la estancia Tatay. Allí se vinculó con Haze Spring, John Bean y la acogedora colonia de inmigrantes.

Una vez que volvió el verano, y con él los peligros de la fiebre en la ciudad, Mary se refugió en Tatay. En la estancia, John Sewell era recibido como amigo de la casa y vecino, ya que por entonces trabajaba en un campo cercano. Sin empleo, sin perspectivas pero con su salud intacta, Mary parece haberse animado con las visitas. “El señor Sewell dice que usted tiene un sombrero nuevo que agita la imaginación”60, escribió Hawkrigg. Si Hawkrigg actuaba como mensajero del canadiense o por su propio interés, no pude precisarlo, pero en el verano de 1873 John Sewell hizo una propuesta de matrimonio y fue aceptada.

En los primeros días de marzo Mary hizo un corto viaje con el tío y la prima de John, Andrew Spring y su hija Mary. Pasaron primero por Rosario, y en Córdoba se alojaron en la casa del astrónomo Benjamin Gould, con su culta esposa y sus cuatro hijos pequeños. Gould comentó en una carta a su madre: “[Andrew Spring] tenía a su hija con él y a otra jovencita, una maestra [Mary Gorman]… Fue placentero ver a esas dos jóvenes mujeres provenientes de nuestro hogar con las ideas y maneras americanas, vestidas con buen gusto e inteligencia”61.

Mary Gorman parada junto a una tranquera, probablemente de la estancia Curumalán, que administró su esposo.

Es muy posible que durante el viaje sus amigos le hayan recomendado que apresurara el matrimonio con John Sewell, porque el casamiento se efectuó a fines de marzo en St. John, la catedral anglicana de Buenos Aires. El padrino de Mary fue el cónsul Clapp, que poco después de la ceremonia se volvió a su patria. Su pedido de aumento debe haber sido denegado.

Al poco tiempo John Sewell empezó a dirigir Curumalán, una estancia situada entre Buenos Aires y Bahía Blanca, “tan extensa como medio Rhode Island”62, fruto de un fraudulento empréstito del banco Baring Brothers al Estado argentino. Años después los Sewell compraron su propia estancia y, de acuerdo con el diario de otra maestra, Sarah Eccleston, “vivieron aquí veintidós años e hicieron fortuna”63. Maestra migrante, enfermera vocacional, madre y próspera estanciera, Mary Gorman murió en Buenos Aires en 1924, de modo que el total de años que vivió en la Argentina no fueron los veintidós años que dijo Eccleston sino cincuenta y cinco, toda una vida en lengua hispana si se consideran los años de Albuquerque.

 

NOTAS

1 Luiggi, Alice Houston, Sesenta y cinco valientes, Buenos Aires, Editorial Ágora, 1959, p. 61.

2 Samuel Gorman (SG), “Carta de S. Gorman. New Mexico, Laguna, 10 de noviembre, 1852”, Home Mission Record 4, 6 (febrero 1853): 20, cit. en Peard, Julyan G., An American Teacher in Argentina. Mary Gorman’s Nineteenth-Century Odissey from New Mexico to the Pampas, Maryland, Bucknell University Press, 2016, p. 30.

3 SG a Mary Gorman (MG), Laguna, 2 de marzo, 1858, cit. en Peard, ob. cit., p.80.

4 Catherine Gorman (CG) a MG, Santa Fe, 22 de enero, 1860, cit. en Peard, ob. cit., p. 80.

5 Vashti Case a MG, West Hoosie, octubre, 1861, cit. en Peard, ob. cit., p. 83.

6 CG a MG, Laguna, 11 de mayo, 1858, cit. en Peard, ob. cit., p. 80.

7 Mary Clark a MG, Cazenovia, 7 de marzo, 1860, cit. en Peard, ob. cit., p. 85.

8 Peard, ob. cit., p. 82.

9 SG a MG, Santa Fe, 5 de julio, 1859, cit. en Peard, ob. cit., p. 82.

10 CG a MG, Santa Fe, 22 de julio, 1860, cit. en Peard, ob. cit., p. 82.

11 Mary Hastings a MG, Troy Seminary, 31 de marzo, 1863, cit. en Peard, ob. cit., p. 85.

12 James Gorman a MG, Camp 3.rd Ind. Cav., 29 de abril, 1864, cit. en Peard, ob. cit., p. 102.

13 Jeanne C. Carr a John Muir, Oakland, 28 de mayo, 1870, cit. en Peard, ob. cit., pp. 113-114.

14 Kate Doggett a Jeanne C. Carr, julio, 1866, cit. en Peard, ob. cit., p. 121.

15 SG a MG, Canton, Stark Co., Ohio, 21 de octubre, 1868, cit. en Peard, ob. cit., p. 121.

16 Luiggi, ob. cit., p. 78.

17 Crespo, Julio, Las maestras de Sarmiento, Buenos Aires, Grupo Abierto Comunicaciones, 2007, p. 68.

18 Ibidem, p. 39.

19 Luiggi, ob. cit., p. 78.

20 Carta de Benjamin Gould a su madre, Córdoba, 27 de septiembre, 1870, Massachusetts Historical Society, Alice Bache Gould Papers.

21 MG a Sarmiento (S), Río de Janeiro, 5 de noviembre, 1869, Museo Histórico Sarmiento, carpeta 44, n.° 4452, 4453, cit. en Peard, ob. cit., p. 151.

22 Alice Houston Luiggi Papers, David M. Rubenstein Rare Book & Manuscript Library, Duke University Libraries, cit. en Peard, ob. cit., p. 143.

23 Luiggi, ob. cit., p. 79.

24 Ibidem, p. 80.

25 MG a S, Buenos Aires, 10 de noviembre, 1869, Museo Histórico Sarmiento, Carpeta 44: 4454, cit. en Peard, ob. cit., p. 149.

26 S a Mary Mann (MM), Buenos Aires, 12 de noviembre, p. 134, Cartas de Sarmiento a la señora María Mann, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1936.

27 Luiggi, ob. cit., p.81.

28 Ibidem, p. 83.

29 Ibidem, p. 81.

30 Ibidem, pp. 81-82.

31 S a MM, Buenos Aires, 12 de noviembre, 1869, BAAL, 4 (1936), pp. 124-125, cit. en Peard, ob. cit., p. 152.

32 MM a S, Cambridge, 6 de agosto, 1870, cit. en Velleman, ob. cit., p. 314.

33 MM a S, Cambridge, ¿18? de abril, ¿1869?, Velleman, Barry L., “Mi estimado señor”. Cartas de Mary Mann a Sarmiento (1865-1881), Buenos Aires, Ediciones Fundación Victoria Ocampo, 2005, p. 287.

34 MM a S, Cambridge, 3 de julio, 1870, cit. en Velleman, ob. cit., p. 314.

35 MM a DFS, Cambridge, 18 de enero, 1870, cit. en Velleman, ob. cit., p. 306.

36 Luiggi, ob. cit., p. 85.

37 Ídem.

38 Ibidem, p. 84.

39 Ibidem, p.85.

40 Juana Manso a MM, 5 de noviembre, 1870, cit. en Peard, ob. cit., p. 159.

41 Luiggi, ob. cit., p.85.

42 Ídem.

43 Ibidem, p. 86.

44 Ibidem, p. 85.

45 Ídem.

46 Ídem.

47 Ídem.

48 The Standard, 22 de junio, 1870, cit. en Peard, ob. cit., p. 162.

49 Luiggi, ob. cit., p. 81.

50 Manuscrito inédito de la Biblioteca del Consejo Nacional de Educación, Buenos Aires, cit. en Luiggi, ob. cit., p. 87.

51 Manso, Juana, Los Anales de la Educación Común, cit. en Luiggi, ob. cit., p. 88.

52 Ídem.

* La fiebre llegó desde Corrientes, proveniente de Asunción, a consecuencia de la guerra de la Triple Alianza entre la Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay (Crespo, ob. cit., p. 93).

53 John Bean a MG, Buenos Aires, 20 de febrero, 1871, cit. en Peard, ob. cit., p. 175.

54 Groussac, Paul, Los que pasaban, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1939, p. 49, cit. en Crespo, ob. cit., p. 97.

55 Luiggi, ob. cit., p. 89.

56 Dexter Clapp a William Hunter, Buenos Aires, 26 de agosto, 1871, cit. en Peard, ob. cit., p. 178.

57 L. B. Bean a MG, Buenos Aires, 18 de junio, 1871, cit. en Peard, ob. cit., p. 187.

58 Ibidem, p. 188.

59 Townson Hawkrigg (TH) a MG, Estancia del Tatay, 17 de agosto, 1871, cit. en Peard, ob. cit., p. 189.

60 TH a MG, Estancia del Tatay, 19 de julio, 1871, cit. en Peard, ob. cit., p. 190.

61 Benjamin Gould a su madre, Córdoba, 7 de marzo, 1873, Massachusetts Historical Society, Alice Bache Gould Papers, cit. en Peard, ob. cit., p. 192.

62 Luiggi, ob. cit., p. 82.

63 Ídem.