CAPÍTULO I

Poco femenina

A veces es difícil forzar la memoria para ver en qué momento ocurrió cierto suceso. Sobre todo cuando ha sido algo que siempre has tenido presente, pero no sabes cuándo lo aprendiste. Según yo, toda la vida fui «demasiado grande», pero ¿cómo me di cuenta? ¿Sola? Tengo la sensación de que a mis pocos años de vida ya lo sabía. No fue necesario que nadie me lo dijera de manera literal, verbalizándolo: lo veía en la tele, en los «libros para niñas», en mis películas favoritas como La Cenicienta o La Bella Durmiente.

Al igual que muchas, me crie con las historias de las princesas de Disney, personajes que siempre aparecían sonrientes, graciosas, con largas cabelleras, vestidos bonitos y entallados, siempre tan frágiles como delicadas. Además de atractivas, tenían múltiples talentos: cocinaban rico, cantaban increíble, bailaban sin necesidad de esforzarse y sabían los secretos para que los hombres cayeran rendidos a sus pies. Al fin de cuentas eran admiradas por todos. Poseían una belleza despampanante, con sus pieles lisas, tersas y blancas. Pestañas largas, cinturas minúsculas y siempre, sin excepción, eran más bajas que sus príncipes. ¡Qué rabia!

Yo no vivía en un reino mágico ni nada parecido, sino en un país subdesarrollado como Chile, y lo más cercano a la idea de un príncipe eran mis compañeros del colegio, que de fuertes y románticos no tenían nada. Además, todos me llegaban al hombro. Debo decir que yo tampoco era muy delicada que digamos: vivía trepando árboles, odiaba ponerme zapatos, así que pasaba la mayor parte del día descalza por lo que se creía sería una salvaje. Me agarraba a limonazos con mis hermanos, me gustaba meterme al canal que quedaba cerca de mi casa y corría persiguiendo al potrillo del jardinero.

Me crie en el campo, a una hora de la capital, en Talagante, amaba jugar con las gallinas y sacar moras de las zarzas. Nunca lavé la fruta antes de comerla —algo que hoy no recomiendo por nada del mundo—. No me hacía peinados bonitos ni me moría por usar faldas rosadas como muchas de mis compañeras (no las juzgo, cada uno con sus preferencias, recordémoslo). Como dije, era alta. A mis compañeros de curso les sacaba, al menos, una cabeza. A los doce años ya superaba el metro setenta y eso no le pasa a cualquiera.

Todos los años, en el colegio, nos tomaban una foto oficial a cada clase para el anuario. Las chicas se ponían en la primera fila pero a mí siempre me mandaban atrás con los hombres, porque tapaba a mis compañeras. Sí, mala onda. Cuando terminaban los recreos, antes de entrar a la sala, nuestros profesores nos formaban en una fila por orden de altura… adivinen a quién dejaban siempre al final.

En Chile es tradición que los colegios organicen una semana de actividades para las Fiestas Patrias del 18 de septiembre. Venden comida típica, empanadas de pino, anticuchos y chaparritas, además preparan competencias de juegos autóctonos como el palo encebado, la rayuela y encumbrar volantines. Pero no todo es tan bacán como parece: junto con esto, llegan las presentaciones de baile. Los niñes de cursos más bajos presentaban hits como «El costillar es mío», «El gorro de lana», o bailes del norte y del sur. Los más grandes bailaban cueca y ritmos que se conmemoran en la fiesta de La Tirana. Todos vestidos con sus trajes correspondientes. ¿Todo bien? Eso parece hasta que toca el baile que contiene el traje típico que más inseguridad nos da a muchas y muchos.

Mi año más traumático fue, imposible olvidarlo, cuando a los doce me tocó bailar el tamure, un tipo de danza de la isla de Pascua y Tahití. La vestimenta era un biquini blanco en la parte de arriba —o dos medios cocos para tapar las pechugas: ni loca usaba eso, pensaba a esa edad— y una falda hecha con la tela de sacos de papas blancos deshilachados que intentaban emular a los originales que se confeccionaban con tiritas de plumas.

Se me ponen los pelos de punta de solo recordarlo.

Por otro lado, pucha que sufrían nuestras madres antes de cada acto escolar preparando los vestuarios porque, digámoslo, este es un país machista y, al menos en mis tiempos, los papás no participaban mucho en las actividades del colegio. Ese año fuimos tantas las alumnas acomplejadas con nuestros cuerpos que los apoderados le tuvieron que escribir a la profe para que evaluara la posibilidad de cambiar el biquini por una polera blanca de pabilo. Menos mal que la señora accedió y terminó con el sufrimiento.

A los trece nos tocó bailar cueca y con eso vino: «Elijan una pareja del mismo porte». Obviamente me quedé sola… Además, en mi curso éramos veintitrés mujeres y solo siete hombre, por lo tanto, si podían elegir alguien que no les quedara en escalón más arriba, no me elegían a mí.

Con lo rápido que crecía, tenía que cambiar el uniforme constantemente, lo que implicaba tener que ir con mi mamá a comprar ropa y tener que probarme un montón de blusas, júmpers y buzos para hacer deporte. Las vendedoras no hacían el proceso muy ameno que digamos; constantemente le hacían comentarios a mi mamá sobre lo grande que era su hija. Las tallas de «niña» no me quedaban bien, eran demasiado cortas. Al final teníamos dos opciones: o comprábamos ropa de hombre (no es que me importe el género, pero los cuellos, el tiro del pantalón y el calce de la ropa son bien distintos) o teníamos que llevarnos dos tallas más de las que me correspondían para que diera el largo aunque me quedaran muy anchas. Para colmo mi mamá se quejaba de lo poco que estas prendas favorecían mi silueta.

Ahí empecé a entender que no calzaba con la definición de niña «femenina» y que, por más que me esforzara, tampoco me acercaría. De partida porque era demasiado grande. En serio, DEMASIADO GRANDE. Pies grandes, manos grandes, cabeza grande. Grandes podían ser los hombres, no las mujeres. Mi papá era alto, mi mamá de baja estatura. Así tenía que ser. La sociedad decía que eso era lo correcto. Yo me sentía enorme. Rara. Diferente. Anormal. Jamás sería lo que se esperaba de mí.

Mi papá siempre ha sido muy deportista y, cuando yo era niña, le gustaba vestirme con ropa outdoor: con esos pantalones anchos color caqui con muchos bolsillos y cierres. Con polerones GAP de dos colores, azul marino o rojo. A mi mamá le gustaban los vestidos floreados con cuellito blanco. Mi clóset era una mezcla de dos estilos que no dialogaban entre sí. Yo, por mi parte, quería faldas de jeans y ropa negra, pero mi mamá no me dejaba. «Las niñas bien no usan eso», me decía, y yo pensaba que las niñas bien tampoco usaban «ropa de hombre» como la que mi papá me compraba. En fin. Confusiones.

La primera vez que me puse a llorar adentro de un probador debo haber tenido no más de diez años. Me estaba probando una polera que mi papá me había pasado y, cuando le pedí otra talla a la vendedora, porque me quedaba chica, ella me aclaró que me estaba probando una polera masculina, casi de señor, como si hubiera estado cometiendo un error. Me dio tanta vergüenza que me fui sin comprar nada. Algo humillada.

Ser considerada masculina era una humillación permanente. Tampoco me cabía la ropa acorde a mi edad. Me avergonzaba tanto tanto por no ser como las princesas de pelo largo, dedos delgados, pies diminutos, a las que todo les quedaba bien, que era imposible sentirme cómoda, a gusto. Y esto para cualquier ser humano, inclusive más para una niña, puede llegar a ser peligroso.

Recuerdo que la gente, sin que nadie se los pidiera, solía comentar sobre lo mucho que comía. Les sorprendía que una «niñita» tuviera tanta hambre. Originalmente pensaba que era un cumplido; me molestaba que me dijeran que no podía hacer algo, siempre quería demostrar lo contrario, llegar más allá del límite. Una vez, en el cumpleaños de una compañeras, me comí varios sándwiches. Engullí con ganas, con efervescencia, y varias madres y compañeras me lo hicieron notar. Estoy segura de que esa es la primera razón por la cual comer en grandes cantidades se convirtió en un hábito que, ya de mayor, nunca cambié. Los adultos me preguntaban siempre: ¿y cómo no engorda esta niñita?, y yo les decía que toda la comida me estiraba los huesos y que por eso crecía tanto.

Con el tiempo, obviamente aparecieron los primeros sobrenombres, que por lo general venían de alumnos del colegio, de cursos superiores a quienes no conocía. En segundo lugar, de mis compañeros. Me decían jirafa, palitroque, palo de escoba… entre otros que no vale la pena ni mencionar. Como me molestaban, aunque era muy flaca, me dolía porque ser muy alta ya me hacía entrar en la categoría de «cuerpo grande». Me acomplejaba tanto mi altura que me empecé a encorvar, me paraba chueca, trataba de estar siempre sentada cuando hablaba con otras personas para que no se notara la diferencia. Quería ser mínima. «Normal».

Un grupo de compañeras, las «populares» de la clase, me preguntaron una vez por qué yo no usaba cosas lindas, que si lo hacía podía juntarme con ellas. Que las «bacanes» te ofrecieran ser parte de su grupito era algo muy importante en la pirámide social del entramado escolar: me emocioné y estuve dispuesta a lo que fuera para agradarles. Para cumplir con este objetivo empecé a elegir ropa que en realidad no me gustaba: prendas más apretadas, con lentejuelas, rosadas. Me dijeron que se notaba mucho que no usaba sostén porque mis pechos se veían puntiagudos y que debía solucionarlo. ¡Ese mismo día le dije a mi mamá que necesitaba uno con urgencia!

Acá un paréntesis:

¿Cómo era la vida antes de tener pechos?

De partida no me gusta la palabra «pechos». Toda la vida mi mamá habló de «pechugas». Hay personas a las que no les gusta ese concepto y hablan derechamente de «tetas». Una vez dije tetas en un live de Instagram y alguien me dijo que tuviera más respeto, que por qué tenía que hablar de esa forma tan despectiva de los senos. SENOS PO, eso sí que es siútico. Yo hasta le dije boobies mucho tiempo. Siútica y picá a gringa yo, mal. En la vida real hablo de tetas, pero para fines finos y elegantes, sabiendo que quizás este libro lo esté leyendo mi abuela, hablaré de pechos. Podría decirles callaguaguas… Pero mejor no, ya, suficiente: pechos.

Sigamos.

«Ya, niñas, va a llegar una edad en la que el cuerpo empieza a desarrollarse y se van a convertir en mujeres». Eso debe haber sido lo más profundo que me dijeron los profesores del colegio sobre la pubertad y los cambios que el cuerpo sufre en esta etapa. La verdad, fue bien poca información y, además, llegó tarde: en mi caso ya me habían salido mis «porotos» hace rato. ¿Cuáles porotos? Bueno, cierto día me toqué los pezones y partí corriendo donde mi mamá a decirle que me había salido un bulto raro. Yo muy pudorosa no se lo mostré. Ni loca. Le dije, con absoluta solemnidad, «mamá, creo que tengo cáncer». Ella se empezó a reír y me dijo con ternura «ay, ¡te están saliendo tus pechuguitas!». Casi vomité con esa frase.

Los «porotitos» rápidamente —mucho más rápido de lo que una logra procesar— se transformaron en pechos. Cuando no los tenía, soñaba con usar sostén como una prima a la que le habían salido tetas antes que a mí. Pero me tocó y pasó todo lo contrario, no quería que nadie supiera y evité usar sostén todo el tiempo que pude. Hasta que esas compañeras me hicieron el comentario y llegué al día siguiente con uno puesto, tratando de evidenciarlo lo más posible frente a ellas. Y resultó. Lo más raro es que me dijeron «ay, qué alivio. No sabíamos si juntarnos contigo porque pensábamos que no usabas sostén». Aún no comprendo qué tanta relevancia tenía este tema como para definir si éramos o no amigas. Ese fue el momento en el que entendí que, si una quería ser popular antiguamente, la apariencia era de lo más importante.

Mi familia, el colegio o algún tutor responsable de esta sociedad JAMÁS me contó de la existencia de las estrías. Y yo, que era una chica de campo, nunca había visto una. Las primeras me salieron en el escote y en los muslos, casi al mismo tiempo. Estaba horrorizada, pensaba que eran heridas o rasguños. Averigüé con mi mamá —que apenas tenía— y partí a comprarme mi primera crema antiestrías cuyo envase, además, tenía la delicadeza de declarar que era un producto para embarazadas. Yo claramente no estaba embarazada. Entonces, ¿por qué asociaban las estrías con un solo tipo de mujer? Decidí, entonces, nuevamente empezar a ocultar aquellas partes de mi cuerpo que me avergonzaban.

Para más remate, por esa misma época, se me pegaron piojos. Para quitármelos de la cabeza, mi mamá me ayudaba a pasarme el famoso peine metálico —prácticamente una herramienta de tortura— mientras yo estaba sentada en la tina. Pero luego de la aparición de los famosos porotos y estrías, ya no quería que ella me viera mis marcas y usaba una toalla para taparme, aunque eso implicaba meterla al agua conmigo y empaparla mientras mi madre peleaba contra los invasores con vinagre, alcohol y todos los tipos de champús rancios de la vida (igual prefería eso a que me aplicara Tanax, como algunas mamás de la época hacían con sus hijas).

Además, las cosas en mi casa comenzaron a cambiar. Me prohibieron dormir solo con polera y calzones porque ya no me tapaban lo suficiente y era «inapropiado» que anduviera así, sobre todo cuando venían visitas. Yo pensaba que la razón de esta nueva regla estaba ligada a algo relacionado con mala educación o modales, nunca lo asocié a algo sexual, como entendí mucho después.

No hablarle a las niñas y niños sobre sus cuerpos, no ponerle nombre a las cosas y a los procesos, solo los incentiva a avergonzarse de lo que no conocen. Tanto así que, después de leer ciertas señales, ni siquiera se atreven a preguntar o buscan respuestas en fuentes no confiables, como amigos o internet. Esta segunda opción es particularmente compleja, porque apenas uno escribe «cuerpos» en Google, las opciones son dos: porno o cáncer. O ambos.

Si queremos estar bien con nosotros mismos, el primer paso es conocernos. Necesitamos espacios de conversación seguros entre adolescentes y adultos, sin prejuicios ni tabúes. El tacto y la comprensión son la clave para una educación sexual sana. La falta de educación sexual nos pone muchas veces en una posición mucho más propensa a sufrir algún tipo de abuso sin que logremos identificarlo o verbalizarlo.

La miss Vero, mi profe jefe de octavo básico, organizó una clase a la que solo podíamos asistir las mujeres. Allí, nos pidió que le preguntáramos lo que quisiéramos sobre sexualidad. Me pareció una idea excelente, porque ya nos costaba bastante hablarlo entre nosotras, más aún si teníamos que hacerlo frente a los hombres. A esa edad, el tema de la regla era considerado algo supervergonzoso y tabú, eso sin tener en cuenta de que no a todas les había llegado. Como ninguna se atrevía a hablar primero, nos propuso escribir nuestras inquietudes en un papelito, de forma anónima, y ella las leería en voz alta. Pero entendíamos tan poco que ni siquiera sabíamos bien qué preguntar. La única pregunta interesante que salió fue «cómo se siente tocar un pene», a lo que la profesora nos dijo que nos tocáramos la parte interior de las mejillas para sentir la textura de la piel. «Así se siente», nos dijo, ante lo que todas gritamos: «EEEEW». Hasta el día de hoy la adoro por atreverse a contestar y entender que nosotras, como adolescentes, éramos seres pensantes que merecían respeto y respuestas como cualquier persona.

Pero ahora me pregunto: ¿por qué separaron a los hombres y a las mujeres para hablar de sexualidad y del cuerpo? ¿Acaso no es importante que ellos aprendan de ciclos menstruales y de las preocupaciones que teníamos nosotras? ¿Acaso no es importante que nosotras viéramos que ellos también tenían inseguridades, que la masturbación —tanto masculina como femenina— es algo normal y que el porno no es el mejor lugar para aprender de sexualidad? Y, sobre todo, ¿por qué creían que solo una clase sería suficiente?

Nunca nos hablaron de consentimiento, del abuso, de la violación ni de los sentimientos involucrados en el sexo. ¡Para qué hablar del placer! Nos dijeron: espermio + óvulo = guaguas. Creo que mencionaron el condón un par de veces, pero no enseñaron a ponerlo, acto que también deberíamos aprender para asegurarnos de que su uso sea correcto y que no solo dependa del hombre. Para el colegio católico al que asistía solo existía el siguiente esquema:

Sexo = guaguas.

Sexo = sida.

«Sexo seguro» = después del matrimonio.

FIN.

Volviendo a mi relación con el grupo de las populares, tuve que seguir dejando cosas de lado para encajar. A mí me gustaba el básquetbol, por ejemplo, pero ellas decían que era un deporte de hombres. Solo tres mujeres quisimos jugarlo en las clases de Educación Física de aquel año, las otras chicas elegían gimnasia artística o vóleibol. Para agradarles e integrarme me cambié a este último, deporte en el que era pésima.

Por otro lado, para parecer más interesante y que me aceptaran rápido les dije que había salido con un chico hermoso en el verano, incluso les mostré pruebas cuando me lo pidieron. El problema es que el de las fotos era Jesse McCartney, ese cantante gringo adolescente que era medio famosillo a inicios de los dos mil. Ellas se impresionaron mucho y me pedían que les contara todo pero, obviamente, con el tiempo empezaron a dudar de mis historias.

A pesar de esto, mis esfuerzos dieron resultados: ¡por fin me incluyeron en su grupo! Pero la decepción fue grande cuando me di cuenta de que estar con ellas no me hacía ni un poquito feliz. Tenía que estar muy pendiente de la ropa y el pelo. No podía hablar de la música que me gustaba, ni de libros, ni del maravilloso internet que empezaba a conocer, porque a ellas eso no les interesaba. Me sentía incómoda, fuera de lugar. Decidí distanciarme y volver a mis fieles amigas de siempre, las que me querían tal como era y que me recibieron sin pedir nada a cambio.

Mis amigas, ¡no he hablado de mis amigas! Éramos fanáticas de Harry Potter y estábamos convencidas de que cuando cumpliéramos once años nos llegaría una lechuza con una carta invitándonos a matricularnos en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, y podríamos escaparnos de la monotonía del colegio muggle, rural y sin magia al que asistíamos. Con amigas así, nada era tan malo.

Nos portábamos pésimo, pero lo pasábamos mejor que todos mis compañeros. Éramos desordenadas, corríamos por los jardines del colegio, hacíamos guerra de hojas secas en otoño, nos escondíamos en la capilla para que la inspectora no nos encontrara, bajábamos a investigar la caldera de agua caliente que estaba en las bodegas, trepábamos árboles para sacar nísperos y un largo etcétera. Juntas ideábamos planes para mandarle cartas a José Domingo, un niño de un curso mayor que nos gustaba a todas las de mi clase, pero solo nosotras nos atrevimos a entregarle una misiva, a nombre de todas y acompañada de un chocolate Nikolo. Incluso le pedimos una foto que sacamos con mi primera cámara desechable a rollo.

Cuando entras en esa etapa donde te empieza a gustar alguien de verdad, tu máximo objetivo es lograr que sea recíproco. Como no tenía hermanas ni primas grandes a las que pudiera recurrir para pedirles consejos —no iba a preguntarle a mis papás, obvio— acudí a la única fuente a mi alcance: las canciones de amor, los primeros videoclips, una que otra serie de monitos animados y las revistas para adolescentes que alguna compañera podía conseguir.

Gran parte de lo que aprendimos, supongo, fue a través de las revistas. Siempre había alguna que, con suerte, lograba convencer a sus papás de que le compraran la Seventeen, la Miss 17 o Tú. Incluso, más de alguna logró colarles una Cosmopolitan en el carro del supermercado. Esas, en especial, eran de alto calibre, pues contenían test del tipo «cómo eres en la cama», «cómo tener éxito en el 69», y categorías con consejos para «el sexo más sexi y caliente». La tesis de todos estos artículos consistía en que las mujeres teníamos que enamorar, conquistar y satisfacer a los chicos.

Dejando de lado la Cosmo, como le decíamos, las revistas venían llenas de artículos sobre cómo verse mejor, qué temas hablaba una «chica interesante», qué ropa no usar si tenías cuerpo con forma de pera, manzana o triángulo invertido. Qué maquillaje comprar o qué accesorios combinar con nuestra ropa. Qué flequillo disimula mejor tu cara redonda. También venían con muchas fotos de famosos y famosas perfectos y sonrientes, sin poros, arrugas, ni frizz en el pelo. Te enseñaban quién se vestía mal y quién lo hacía bien. Establecían un canon. Además bromeaban sobre la terrible subida de peso de tal y vanagloriaban la hermosa bajada de peso de otra. Y sobre todo: DIETAS, DIETAS Y MÁS DIETAS.

Con las revistas y los comerciales de la tele, entendí que tenía que taparme las espinillas, que las mujeres no tenían vellos en el cuerpo y el significado de la odiada «piel de naranja». Mi interés por los juguetes y dulces en los viajes al supermercado con mi mamá cambiaron súbitamente y fueron reemplazados por bases, artículos para el cabello, cremas antiarrugas, anticuerpos, antitodo. Mi cabeza estaba reseteada.

A los doce me empecé a depilar con cera las piernas, las axilas y el bigote, después de que alguna mujer de mi familia me mirara las piernas y con una mueca de desapruebo dijera: «Uf. Ya deberías empezar, ¿no te parece?». Mi mamá me llevó al centro de Talagante, donde ella se depilaba. Yo estaba muerta de vergüenza porque, como era un pueblo pequeño, muchas chicas de mi colegio iban ahí, y cada vez que alguien entraba me moría de miedo ante la posibilidad de que fuera una compañera.

Una vez justo llegó una compañera mucho más grande que yo de un taller de teatro al que íbamos, y me puse tan nerviosa que la depiladora me retó y me dijo: «Deja de tener tanta vergüenza, si ella incluso se depila los brazos y la cara». Yo no tenía idea de que esas partes del cuerpo se podían depilar, pero espero que si lo hacía fuera por sentirse cómoda y no por ceder ante la presión de otros.

A esa misma edad me compré mi primera crema anticelulitis. Era una que había visto en las revistas, en aquellas publicidades para ser perfecta. Yo ni siquiera tenía celulitis, pero a esas alturas eran tantos los cambios que preferí prevenir antes que lamentar. También comencé a usar base para taparme los granitos clásicos de la edad.

En esta época me marcó especialmente un verano que pasé con mi familia y unos vecinos. La Nacha, de trece años, era la hija mayor de los vecinos y andaba con su prima de quince que decía que había encontrado la mejor dieta para el verano, que consistía en solo tomar Coca-Cola y comer frutillas, nada más. Por supuesto, no nos resultó. ¿A alguien le habrá funcionado semejante ridiculez? ¿También ustedes han probado dietas absurdas? Pues ya no lo hagan, cualquier plan de nutrición debe ser supervisado por un especialista.

Hablando de esos años, entre el 2000 y el 2005… qué manera de bailar axé.

Entre revistas «para niñas» y comerciales que hablaban de sustancias milagrosas como la jalea real y de celulitis, además veía Mekano, un programa televisivo donde grupos de jóvenes bailaban coreografías que había que aprenderse sagradamente para poder imitarlas en los recreos del colegio y no quedarte fuera de «onda». Todos los integrantes del programa se vestían —hace años cambié de opinión, por favor no me juzguen— de una forma muy cool. En realidad, usaban repoca ropa: unas minifaldas bien mini, mucho glitter y ombligos al aire. Bandanas multiusos que servían de cintillo, de polera o de cinturón. Rizos oxigenados que parecían fideos Maruchan —ese look clásico de Justin Timberlake en su época NSYNC—. Todo aparentaba ser muy hot. Nada parecido a la vida real.

Este programa también incentivaba mucho el uso de los pantalones a la cadera. ¿Cómo sobrevivimos tanto tiempo usándolos? Por favor que no se pongan de moda nunca más, gracias. Es que, aunque Christina Aguilera, Britney y las Spice Girls se veían diosas bailando cómodamente sin que se les viera o sobrara nada, supongo que era porque no se agachaban lo suficiente para mostrar la verdad de tan horrible prenda. Todas queríamos ser como ellas pero ninguna de nosotras se les parecía.

Volviendo a mi intimidad, mi grupo de amigas se rompió cuando la Isi, mi partner de corazón, se fue a vivir al sur. Me costó mucho acostumbrarme a las clases sin ella. Todas las demás lloramos mucho su partida. Lo único que me subía un poco el ánimo era el taller de teatro, al que llevaba un par de años yendo. Pero no era suficiente.

La soledad y la inseguridad se intensificaron un poco más.

Por esa misma época decidí que no era buena en Matemáticas. Digo decidí porque conscientemente dejé de prestar atención en clases. Tenía excelentes notas en casi todas las demás asignaturas, menos en ese ramo. La verdad es que odiaba a la profesora de turno. Empecé a rebelarme contra la autoridad con más frecuencia. Todo me parecía injusto. Me sentía mal conmigo, con mi cuerpo gigante, con mi pelo sin peinados bonitos y sin faldas rosadas que se adecuaran a lo que se esperaba como mujer de mí.

La necesidad de encajar en algo que prometía la felicidad absoluta, ser cool y femenina, me hizo volver a distanciarme de mis reales amigas. A diferencia de la Fran y la Pepa, que pasaron a ser las más bacanes del curso, yo no tenía hermanos mayores que me presentaran amigos. Gracias a eso ellas podían juntarse con niños más grandes e ir a fiestas. Así que volví a apuntarme al grupo de chicas populares, que se vestían combinadas y que me recordaban a una versión más rural e inofensiva de las Chicas pesadas. Juro que me esforcé, trataba de hacerme más de un peinado en la semana, de aplicarme gloss, de buscarme un sobrenombre lindo, ellas eran «la Flaca», «la Negra» y «la Nacha». Yo Antonia a secas. O «Toña», que no me gustaba, pero nada venía a mi mente, no sabía qué tenía yo de especial. Me gustaba leer libros, ver MTV y grabar cedés de música con mezclas extrañas que incluían desde Usher, Beyoncé, las t.A.T.u., Linkin Park y System of a Down. De más está decir que esta relación tampoco funcionó mucho. Pertenecer al grupo de las populares no era lo mío.

Estaba permanentemente triste.

No sabía bien qué me pasaba.

Cuando me pusieron internet en la casa y tuve acceso a un mundo nuevo, lleno de videoclips, con salas de chats para conocer gente y el famoso Fotolog, algo cambió. Descubrí YouTube, encontré gente nueva. ¡Y por fin podía leer las letras de mis canciones favoritas! Leyéndolas, ¡PAF!, entendí de golpe que no era la única que se sentía así, fuera de lugar, triste, ahogada, angustiada. La música me ayudó a definir qué era lo que sentía. Tenía largas conversaciones unilaterales donde Chester Bennington o Amy Lee me narraban lo que les acontecía, pero yo no podía responderles y, aunque por fin sentía que alguien me entendía, no me quitaba el sentimiento de soledad que me invadía. Me sentía como un frasquito que se estaba llenando de cosas negativas, a punto de quebrarse.

Aprendí que mucha de la música que escuchaba, el estilo de ropa y maquillaje que usaba y mis sentimientos de tristeza podían ser encasillados en un estilo particular. Sin saberlo, me di cuenta de que era emo, la abreviatura que nace del emotional hardcore. Un rock melancólico que viene de la mano de pantalones apretados y mucho delineador negro, que se usaban independientemente de si eras hombre o mujer. Me encantaban los hombres con delineador, pero cuando mi mamá me veía mirando fotos de niños emo en el computador decía «ay, ¡te gustan todos los que parecen mujeres!». Ojo, ya les hablaré de eso más adelante. A pesar de haber encontrado mi estilo, seguía sintiéndome muy sola.

El concepto de salud mental no se tocaba. Ni en el colegio, en los medios de comunicación, ni menos en mi casa. Me refugiaba entre la música y mis revistas. Una de ellas venía con un test que me llamó especialmente la atención, se titulaba algo así como «cómo saber si tienes depresión». Después de contestar las treinta preguntas, mi puntaje me diagnosticó bastante bien: cumplía con los síntomas. Recuerdo haber ido con la revista abierta en esa página a la pieza de mi mamá y decirle «mamá, creo que tengo depresión». Ella, tal como cuando le dije que creía que tenía cáncer, se lo tomó como una broma. Me preguntó de dónde había sacado esa idea, pensó que estaba exagerando pero, después de un tiempo, me llevó donde una psicóloga con la que estuve viéndome por casi un año. Eso era algo bueno, ¿no? El problema —alerta de spoiler— es que la «profesional» era realmente mala. Ya les contaré por qué.

En los viajes al sur, a visitar a la Isi a Puerto Varas, donde se había ido a vivir, conocí a sus amigos y compañeros. Eran mis semanas favoritas del año. Puerto Varas era algo así como mi lugar feliz. Como Malibú para Miley Cyrus. El verano del 2006, luego de viajar con mi familia al sur, me quedé una quincena donde la Isi. Ahí conocí a quien se convertiría en mi mejor amigo. Un chico alto, delgado, de pelo liso y con una chasquilla que le tapaba un ojo. Usaba siempre pantalones negros ajustados y una polera amarilla. Era medio dark como yo; bueno, en realidad, bastante más dark, porque escuchaba black metal mientras yo prefería sonidos menos rudos. Se llamaba Matías, como mi papá y mi hermano. Le decían Sepu, por su apellido Sepúlveda.

Aunque lo vi solo una vez en persona, en Puerto Varas, nos hicimos amigos por Fotolog y nos agregamos a MSN, una red para chatear (ok, boomer: explico esto porque puede haber lectoras jovencísimas que nacieron con Instagram). Apenas empezamos a hablar, enganchamos. Teníamos mucho en común. Ambos nos sentíamos raros, fuera de lugar y lidiábamos con la depre.

Él peleaba mucho con su familia, igual que yo con la mía. Sentíamos que no nos escuchaban y que nos controlaban en todo lo que hacíamos. Tampoco teníamos amigos cercanos con los que pudiéramos hablar de nuestros dilemas existenciales y, debo aceptarlo, tampoco éramos buenos pidiendo ayuda. A los dos también nos pasaba que los papás de algunos compañeros nos consideraban mala influencia por vestirnos de negro, usar cinturones con tachas y escuchar bandas gritonas.

Nos acompañábamos en el chat y hablábamos casi todos los días por teléfono. Nuestras conversaciones duraban horas. Nos turnábamos para llamarnos porque las cuentas de teléfono a larga distancia en esa época eran carísimas. Me encerraba en el baño para poder tener estas charlas eternas porque compartía pieza con mi hermana y ella me acusaba con mis papás de no dejarla dormir. Pero yo era feliz, por fin tenía lo que tanto había buscado, un amigo que, a pesar de no poder verlo por la distancia, siempre estaba ahí para mí, que me escuchaba, me entendía y nunca me juzgaba. Como solo nos habíamos visto una vez en persona, esperábamos con muchas ansias el verano, donde por fin podríamos reencontrarnos. Hacíamos planes de salir a caminar a la estación de trenes abandonada que había en el cerro de la ciudad, para irnos de fiesta. Nos entusiasmábamos imaginando tardes juntos en la playa mirando el lago. Él decía que ese día nos teníamos que tomar una cerveza. Aunque yo no bebía, le prometí que lo haría solo para celebrar.

Lamentablemente nada de eso sucedió.

Sepu se suicidó el 15 de octubre del 2006. No alcanzó a cumplir los dieciséis años. Yo tenía trece.

No me dejaron ir al funeral. Me dijeron que era demasiado lejos. Entré en crisis, no podía hablar con ningún amigo de lo que había pasado. Ninguno de mis compañeros lo conocía. Pocos lo supieron. Entré en una espiral de pensamientos infinitos, suicidas incluso. Sentí angustia, culpa, impotencia, frustración, pena y, sobre todo, dolor. Todo junto como un golpe en el estómago. Mis papás me ofrecieron faltar a clases, trataron de apoyarme lo mejor que podían con las herramientas que tenían, pero era una situación para la que ni ellos ni yo estábamos preparados. Quizás pocos en la sociedad de ese tiempo lo estaban.

Al día siguiente fui al colegio como si nada, pero a las horas me empezó a doler la guata y pedí ir a la enfermería. La tía Sol, enfermera del colegio, me dijo que no tenía nada pero me dejó sentarme un rato y me dio una agüita de hierbas. Aunque no le conté nada, ella empezó a hablar de que la pena a veces hacía que a uno le doliera el cuerpo. No lloré hasta que llegué a mi casa. Sentía que me ahogaba, que me iba a morir. Estaba tan desesperada que incluso recé un rosario porque mi mamá me había dicho que me haría sentir mejor, a pesar de que yo llevaba años declarándome atea. Cuando no daba más, aunque suene extraño, abría mis queridos libros de Harry Potter y me ponía a leer hasta que caía dormida.

Créanme que no es fácil para mí hablar de lo que viene a continuación, por varias razones. La principal es porque toda la vida me he avergonzado de esto, pero hoy entiendo que es más común de lo que se piensa. Para poder mejorar la salud mental, primero debemos hablar de ella, entenderla, saber que deberíamos todos hacernos cargo de nuestra cabeza. Y muchas personas no dicen cuándo están mal. Yo lo estaba y a pesar de estar en un entorno que trataba de apoyarme, pensé que nadie me escucharía o que se enojarían conmigo, pero hoy les pido por favor que si alguna o alguno de ustedes está pasando por algo similar, busquen ayuda. No es su culpa, es complicado, pero se puede salir adelante.

Dos semanas después de lo de Sepu, estaba en el baño y se me cayó un vaso de vidrio. Mientras recogía los pedazos tuve el impulso de probar su filo en mi mano y ver si realmente cortaba. Lo probé una vez, luego otra y otra hasta que quedé con la mano llena de pequeñas líneas brillantes de sangre. Así fue como me corté por primera vez. No tenía idea qué significaba, no sabía que más gente lo hacía, no se me ocurría que tenía que ver con sentirme mal y todo lo que estaba viviendo en ese momento, solo fue solo un impulso que se transformó en un hábito. Una pésima forma de escapar, de suplir un dolor por otro.

Empezó una especie de adicción extrañísima y secreta que, al igual que todas las adicciones, duran para toda la vida. Aunque dejé de hacerlo hace un par de años, en general es un pensamiento recurrente con el que tengo que lidiar todos los días hasta hoy. ¿Se acuerdan que dije que en esa época estaba yendo a una psicóloga? Bueno, ella me dio de alta esa misma semana. Obvio que no le conté lo del vidrio, pero aun así ¿quién da de alta a una adolescente depresiva dos semanas después de que su mejor amigo se suicida?

Necesitaba ayuda.

La pedía a gritos.