Capítulo 1

Se abrió la puerta y escuché los zapatazos de la agente del FBI en el felpudo. Empezaba a nevar y en la librería entró con ella una bocanada de aire recia y arrolladora. La puerta se cerró a su espalda. Debía de estar justo al lado cuando telefoneó, porque no habrían pasado ni cinco minutos desde que accedí a verla.

No había nadie más en la tienda. No sé muy bien por qué abrí aquel día. Habían anunciado una tormenta que iba a dejar más de medio metro de nieve y que duraría desde primera hora de la mañana hasta la próxima tarde. Los colegios públicos de Boston ya habían informado de que iban a cerrar antes y cancelaron todas las clases del siguiente día. Llamé a mis empleados para que se quedaran en casa, a Emily le tocaba el turno de mañana y mediodía, y a Brandon el de la tarde. Después, me conecté con la cuenta de Twitter de Los Viejos Demonios para avisar con un tuit de que estaríamos cerrados mientras durase la tormenta, pero algo me frenó. Quizá fuera la perspectiva de pasar el día solo en el apartamento. Además, no vivía ni a ochocientos metros de la tienda.

Así que decidí acudir; al menos, pasaría un rato con Nero, organizaría algún estante e incluso podría sacar algo de tiempo para preparar un par de pedidos electrónicos.

Un cielo de color granito amenazaba nieve cuando abrí las puertas de Bury Street en Beacon Hill. Los Viejos Demonios no está en una zona muy transitada, pero somos una librería especializada (libros de suspense, nuevos y de segunda mano) y casi todos nuestros clientes vienen directamente a buscarnos o hacen pedidos a través de la web. Un jueves cualquiera de febrero como aquel, no sería extraño que apenas diez clientes cruzaran la puerta, a menos, claro está, que hubiera algo en el programa. Aun así, siempre había trabajo por hacer. Además estaba Nero, el gato de la librería, y no le gustaba nada pasar el día sin compañía. Tampoco recordaba si le había dejado comida extra el día anterior. De hecho, lo más probable es que no fuera así porque vino a mi encuentro a la carrera en cuanto asomé por la puerta. Era un gato pelirrojo de edad incierta y perfecto para la librería por su buena disposición (su afán, en realidad) para aguantar las muestras de cariño de desconocidos. Encendí las luces, le di de comer a Nero y me preparé un café. A las once, entró Margaret Lumm, una clienta habitual.

—¿Qué hacéis abiertos? —preguntó.

—¿Y qué haces tú por la calle?

Levantó dos bolsas de un supermercado de lujo de Charles Street.

—Provisiones —dijo, con su tono sofisticado.

Estuvimos charlando sobre la última novela de Louise Penny. Le permití hablar más a ella. Yo fingí haberla leído. Desde hace un tiempo, aparento que he leído muchos libros. Por supuesto, leo las críticas de las principales revistas del sector y sigo unos cuantos blogs. Uno de ellos se llama «Spoilers de sofá y manta» y en las reseñas de novedades explica también cómo terminan. Ya no tengo el estómago para las novelas de suspense que se publican (solo a veces repaso alguno de los libros que me gustaban de niño) y no sé qué sería de mí sin los blogs literarios. Quizá podría sincerarme y reconocer con franqueza que he perdido el interés por el género y que últimamente lo que más leo es historia y algo de poesía antes de dormir, pero prefiero mentir. Las pocas personas a quienes he confesado la verdad siempre han querido saber por qué he abandonado la novela policiaca y no es nada de lo que pueda hablar.

Margaret Lumm se marchó con un ejemplar de segunda mano de Un adiós para siempre de Ruth Rendell1 que estaba segura al noventa por ciento de no haber leído. Después, comí el almuerzo que había preparado en casa (un bocadillo de ensalada de pollo) y, cuando me disponía a dar por terminado el día, sonó el teléfono.

—Librería Los Viejos Demonios —respondí.

—¿Podría hablar con Malcolm Kershaw? —dijo una voz de mujer.

—Sí, soy yo.

—Ah, estupendo. Soy la agente especial Gwen Mulvey del FBI. Me gustaría robarle algo de tiempo para hacerle unas preguntas.

—Por supuesto —dije.

—¿Le vendría bien ahora?

—Claro —respondí, dando por sentado que quería hablar por teléfono, pero lo que hizo fue decir que enseguida estaba conmigo y colgar. Seguí un rato sin soltar el teléfono, imaginando qué aspecto tendría una agente del FBI llamada Gwen. Por teléfono, la voz sonaba ronca, así que dibujé a una mujer a punto de jubilarse, imponente y seria, con una gabardina de color beis.

A los pocos minutos, Mulvey asomó por la puerta y era muy distinta a la de mi fantasía. Como mucho, pasaría de los treinta y vestía unos tejanos metidos por las botas de color verde oscuro, un abrigo mullido y un gorro blanco de lana con pompón. Pisó con fuerza el felpudo de la puerta, se quitó el gorro y vino hacia el mostrador. Me tendió la mano cuando salí para recibirla. El apretón fue firme, aunque tenía las manos algo sudadas.

—¿Agente Mulvey? —le pregunté.

—Sí, hola. —Los copos de nieve se derretían en el abrigo verde y lo llenaban de puntos más oscuros. Sacudió la cabeza, tenía mojadas las puntas del cabello. Era rubia—. Me sorprende que siga abierto.

—Lo cierto es que estaba a punto de cerrar.

—Vaya. —Llevaba un bolso de cuero colgado del hombro, sacó la correa por la cabeza y se bajó la cremallera del abrigo—. Pero ¿tiene algo de tiempo?

—Sí. Además, siento curiosidad. ¿Quiere que hablemos en el despacho?

Se giró hacia la puerta de entrada. Los tendones del cuello se le marcaron en la piel blanca.

—¿Podrá oír si entra alguien?

—No creo que vaya a pasar, pero sí, lo oiré. Acompáñeme por aquí.

Más que un despacho, aquello era un recoveco en la trastienda. Le ofrecí una silla a Mulvey y yo me senté al otro lado del escritorio, en un sillón reclinable de cuero que perdía el relleno por las costuras. Me coloqué para poder verla entre dos pilas de libros.

—Disculpe —le dije—, olvidé preguntar si quería tomar algo. Queda un poco de café.

—No, no se preocupe —dijo, mientras terminaba de quitarse el abrigo y dejaba en el suelo el bolso tipo cartera a su lado. Bajo el abrigo, llevaba un suéter de color negro y cuello redondo. Allí que podía verla bien, me di cuenta de que no solo tenía pálida la piel. Toda ella era blanquecina: el pelo, los labios y los párpados eran casi traslúcidos; incluso las gafas, con una fina montura metálica, parecían fundirse con la cara. Costaba saber cuál era su aspecto en realidad, como si un artista le hubiera pasado el pulgar por las facciones para desdibujarlas—. Antes de comenzar, me gustaría pedirle que no comente esta conversación con nadie. Algunas cosas serán de dominio público, pero otras, no.

—Ahora sí que siento curiosidad. —Se me aceleró el pulso—. Por supuesto, no hablaré con nadie.

—Estupendo, gracias —dijo y se acomodó en la silla. Bajó los hombros y puso la cabeza a la altura de la mía—. ¿Ha oído hablar de Robin Callahan?

Robin Callahan era una presentadora de noticias de la ciudad que año y medio antes apareció muerta por disparos en su casa de Concord, a unos cuarenta kilómetros al noroeste de Boston. Desde que sucedió, llenó los titulares de los noticieros locales y, aunque se sospechaba de su exmarido, no había detenidos.

—¿De su asesinato? —le respondí—. Por supuesto.

—¿Y de Jay Bradshaw?

Sacudí la cabeza tras darle una vuelta.

—Creo que no.

—Vivía en Denis, una ciudad del cabo. Este agosto lo descubrieron en su garaje. Lo mataron de una paliza.

—No —dije.

—¿Seguro?

—Seguro.

—¿Y qué hay de Ethan Byrd?

—Me suena el nombre.

—Estudiaba en la Universidad de Massachusetts-Lowell. Desapareció hace más de un año.

—Oh, claro. —Recordaba el caso, aunque no los detalles.

—Lo encontraron enterrado en un parque público de Ashland, su ciudad natal. Fue unas tres semanas después de su desaparición.

—Ah, es cierto. Fue una noticia impactante. ¿Están conectados los tres asesinatos?

Se echó hacia delante en la silla de madera y extendió una mano hacia el bolso, pero la retiró de repente, como si cambiara de idea.

—Al principio, no nos lo pareció. Lo único que tenían en común era que seguían abiertos… Pero entonces, a alguien le llamaron la atención los nombres. —Hizo una pausa, como para darme la oportunidad de decir algo. Como no lo hice, continuó ella—: Robin Callahan, Jay Bradshaw y Ethan Byrd.

Lo pensé un momento.

—Tengo la sensación de estar suspendiendo una prueba —dije.

—Tómese su tiempo. Aunque, si lo prefiere, puedo decírselo yo.

—¿Tiene algo que ver con pájaros?

Asintió.

—Eso es. Dos tenían nombre de pájaro, Robin es «petirrojo» y Jay, «arrendajo». Y el otro se apellidaba Byrd… Sé que parece echarle demasiada imaginación, pero… No puedo entrar en detalles, solo le diré que, después de cada asesinato, la comisaría más cercana al crimen recibió lo que podría ser un mensaje del asesino.

—Entonces, ¿están relacionados?

—Eso parece, en efecto. Aunque también podría haber otra coincidencia entre los tres. ¿Estos asesinatos le recuerdan algo? Se lo pregunto porque es usted experto en novela negra.

Me quedé un momento mirando el techo y luego respondí:

—Es como si salieran de una novela de asesinos en serie o de Agatha Christie.

Se enderezó en la silla.

—¿Alguna novela de Agatha Christie en particular?

—Me ha venido a la cabeza Un puñado de centeno. ¿Salían pájaros?

—No lo sé. Yo no pensaba en esa.

—También podrían tener un aire a El misterio de la guía de ferrocarriles.

La agente Mulvey sonrió, como si acabara de llevarse un premio.

—Exacto. Esa era mi apuesta.

—En la novela, lo único que conecta a las víctimas son los nombres.

—Justo. Y no solo pienso en ella por eso, sino también por los mensajes que llegaron a comisaría. En el libro, Poirot recibe cartas que el asesino firma con las letras «A. B. C.».

—¿Lo ha leído?

—Diría que a los catorce años. A esa edad, devoré casi todos los libros de Agatha Christie, así que no faltaría este.

—Es uno de los mejores —dije, tras un silencio. Tenía perfectamente grabada la trama. Hay una serie de asesinatos y lo que los conecta son los nombres de las víctimas. Primero, asesinan a alguien con las iniciales «A. A.» en una ciudad que comienza por la letra A. Luego, muere alguien con las iniciales «B. B.» en la ciudad B. Ya se harán una idea. Al final, se descubre que el asesino solamente quería matar a una de las víctimas, pero hizo pasar todos los crímenes por obra de un asesino en serie.

—¿Usted cree? —dijo la agente.

—Sí. Uno de sus mejores argumentos, sin duda.

—La volveré a leer, pero hasta entonces he refrescado memoria con la Wikipedia. En el libro, había un cuarto asesinato.

—Eso diría, sí —respondí—. El nombre de la última víctima comenzaba por la D. Resultó que el asesino solo quería matar a una persona y simuló la obra de un loco. Los demás asesinatos eran más bien una tapadera.

—Así lo resumía la Wikipedia. En el libro, la persona con las iniciales «C. C.» era el auténtico objetivo del asesino desde el primer momento.

—Ajá. —Empezaba a preguntarme qué hacía allí. ¿Sería porque mi librería estaba especializada en novela negra? ¿Solo querría un ejemplar? Pero, si era eso, ¿por qué preguntó por mí al teléfono? Si simplemente quería hablar con alguien que trabajara en una librería de suspense, podría haber venido a la tienda y preguntar al primero que encontrara.

—¿Puede contarme algo más del libro? —preguntó y, tras una pausa—: Usted es el experto.

—¿Yo? No crea… De todas formas, dígame, ¿qué le gustaría saber?

—Ni idea. Lo que sea. Esperaba que usted lo supiera.

—Bueno… Aparte de que un tipo bastante extraño viene a la tienda todos los días para comprar un ejemplar de El misterio de la guía de ferrocarriles, no se me ocurre nada. —Arqueó las cejas un instante hasta que comprendió que bromeaba (o intentándolo al menos) y, entonces, sonrió—. ¿Cree que los asesinatos tienen algo que ver con el libro?

, lo creo —respondió—. Es demasiado rocambolesco como para no ser cierto.

—Entonces, ¿cree que están imitando el libro para asesinar sin consecuencias? ¿Que alguien, por ejemplo, quería matar a Robin Callahan y asesinó a todos los demás para hacerse pasar por un asesino en serie obsesionado por los pájaros?

—Podría ser.

La agente Mulvey se deslizó un dedo por la nariz hasta terminar junto al ojo izquierdo. También las manos eran pequeñas y pálidas, con las uñas sin pintar. Volvió a guardar silencio. Aquella era una conversación peculiar, jalonada de pausas. Imagino que quería que yo llenara esos silencios. Decidí no decir nada y, al rato, continuó hablando:

—Debe de preguntarse por qué he venido a hablar con usted.

—Así es.

—De acuerdo, pero antes quiero preguntarle por otro caso reciente.

—Adelante.

—Seguramente no habrá oído nada de él. Se trata de un hombre llamado Bill Manso. Lo encontraron muerto cerca de las vías del tren en Norwalk, Connecticut, esta primavera. Cogía el mismo tren casi a diario y, aunque en un principio dio la impresión de que había saltado, en realidad lo mataron en otro lugar y lo colocaron después junto a las vías.

—No. —Sacudí la cabeza—. No sabía nada.

—¿Le recuerda algo?

—¿El qué debería recordarme algo?

—La forma en que murió.

—No —dije, aunque no era del todo cierto. Algo me rondaba en la memoria, pero no sabía el qué—. Eso creo.

Volvió a quedarse en silencio.

—¿Le importa decirme por qué me está haciendo estas preguntas?

Abrió el bolso de cuero y sacó una hoja de papel.

—¿Se acuerda de una lista que escribió para el blog de la librería en 2004? Se titulaba «Ocho asesinatos perfectos».