Capítulo 2

Un huésped mordido / Octavio Paz

Recuerdo que era una tarde soleada de fines de otoño, y la capital del país que visitaba aún era conocida con la sigla DF, no como la llaman ahora, Ciudad de México, quizá para que nadie se confunda. Andaba yo por ahí, ansioso y atareado, pero dispuesto a mirar de cerca el universo de cinco genios de la cultura mexicana, cinco inmensos artistas del siglo XX que anhelaba entrevistar: Octavio Paz, Rufino Tamayo, José Luis Cuevas, Juan Rulfo y Emilio «Indio» Fernández; todos aceptaron, excepto Rulfo, que ya no daba entrevistas a nadie, cosa que era previsible. Rulfo había resuelto vivir como una leve sombra escurridiza, como los fantasmas vagabundos de Pedro Páramo, su maravillosa novela hecha de sueños marchitos y amores polvorientos.

Lo cierto es que conseguí llevar adelante mi proyecto gracias a una chica, Melissa, productora mexicana que desempeñaba su faena con la precisión, según diría Voltaire, de un mecanismo de relojería. Un paisano suyo, también periodista, me la había recomendado por teléfono. «No falla», dijo. «Tiene la mejor agenda de contactos en México y nunca le cancelan las citas». Así que la llamé y me presenté, poniéndola al corriente de mis intenciones. Le dije que estaría seis días en su país, pero que mi propósito era terminar el trabajo en tres, a fin de gozar del resto como días libres. No había internet por esa época, pero mi amigo tenía un libro mío y se lo prestó. «Esperaré en el hall del hotel Geneve», me dijo Melissa. «Y lo reconoceré por la foto de la solapa de su libro». El hotel, de estilo clásico europeo, quedaba en la zona rosa, barrio que entonces estaba de moda entre la bohemia chic, pues contaba con librerías, galerías de arte y cafés animados, como El perro andaluz, adonde cenaría a menudo.

Tan pronto asomé con mi maleta en el hotel, ella se acercó y soltó una expresión que era de plano un saludo y una alegre exhortación: «¡Órale!», dijo, y me entregó un dossier. «Aquí le doy la agenda con los horarios bien calculados». Entendí que no quería perder un minuto; yo tampoco, por cierto. En los años ochenta, desplazarse por las calles de México requería evitar atascos y cualquier otro imponderable que estorbara, ya fueran vías en reparación o manifestaciones públicas. Esa era otra virtud de Melissa: garantizar la puntualidad de las citas, debido a su cálculo y su don de anticipación. Su sistema de guiar a los choferes prefiguraba el Waze de los tiempos actuales.

—Suba y dese una ducha, maestro —dijo Melissa, comedida. Conviene decir que los mexicanos llaman maestro a todos los artistas y hombres de letras; los peruanos hacen lo mismo, claro, pero por lo común somos más democráticos, pues damos también ese trato distinguido al taxista o al carpintero, entre muchos otros—. Para hoy tiene usted dos entrevistas: con el poeta Paz y el pintor Cuevas. La primera será con el poeta —y echando un vistazo a su reloj pulsera, agregó—: Salimos en treinta minutos.

Acaté la orden con disciplina militar: me registré en recepción, tomé el ascensor y, mientras subía con el ascensorista y el botones que llevaba las maletas, comencé a revisar las páginas del dossier. Todo fue fluyendo con celeridad. Ducha, camisa limpia, café negro, acopio de otras páginas trabajadas en Lima. En estas, como de costumbre, tenía anotadas mis preguntas, pero por la tensión que me embargaba a causa del inminente encuentro con el maestro Octavio Paz, mi cerebro se aceleró y se me ocurrieron otras preguntas. Más tarde, ya sentado en el taxi que Melissa había contratado por horas, mi rostro absorto debía ser desconcertante. Con la mirada perdida, pensaba en «Piedra de sol», el soberbio poema de Paz. Varios tramos me los sabía de memoria… voy por tu talle como por un río, / voy por tu cuerpo como por un bosque, / como por un sendero en la montaña / que en un abismo brusco se termina, / voy por tus pensamientos afilados / y a la salida de tu blanca frente / mi sombra despeñada se destroza, / recojo mis fragmentos uno a uno / y prosigo sin cuerpo, busco a tientas... Y me decía que, a contramano del imperante verso libre, ese poema devolvía el ritmo a la lengua, tal vez porque buscaba… un rostro de relámpago y tormenta.

Digo esto porque no me fijé en Melissa; ignoré por completo su aspecto, aunque tenía una vaga idea: era delgada y de pelo largo, y además vestía una blusa blanca y una falda ceñida. Tal fue mi única percepción. No advertí detalles, porque mi atención la consagraba a las nuevas preguntas que escribía con toda prisa. Paz, lo sabía bien, era el gran poeta de México; es decir, era omnipresente en la vida cultural de su país, lo que significaba ser amado y odiado por igual. Pero el odio, de hecho, suele ser más dominante y más estrepitoso que las expansiones del amor; hordas de jóvenes poetas e intelectuales de izquierda se ensañaban en endilgarle calumnias y feroces injurias.

—Ahí está el Ángel… —dijo Melissa. Escuché su voz como si viniera de una radio lejana—… y a sus pies, en esta esquina del Paseo de la Reforma, habita el poeta —mi reacción fue dejar de mirar los papeles y contemplar por unos segundos lo que ella había mencionado, aquel bello y esbelto monumento.

En la puerta del edificio aguardaba el camarógrafo, un técnico delegado por Televisa a Canal 4 de Lima, para quien yo trabajaba. Nos saludamos y pronto entramos los tres en la cueva del poeta, amplio y elegante espacio en el que destacaba su venerada biblioteca. (Años después, un incendio devoró muchos de aquellos libros selectos).

Paz, hombre de gesto altivo, tenía los ademanes de un papa, pero se esforzaba en mostrarse amable y sencillo. Vivía en un departamento con las cortinas corridas. Esa mañana de domingo, en todo caso, la enorme sala en la que nos sentamos estaba en penumbra; la tenue luz de una lámpara de pie componía una atmósfera que difuminaba el decorado: los muebles, los cuadros, los libros, los adornos. Paz, curtido en mil entrevistas, detestaba salir avejentado. Sus primeras palabras se las dirigió al camarógrafo: «Por favor, usted enfóqueme siempre de frente, nunca de perfil», y enseguida acotó: «De perfil se me ve la papada… Discúlpeme, soy vanidoso».

(Evoqué uno de sus autorretratos líricos: El tiempo, que se come las caras y los nombres El tiempo es una máscara sin cara, y en el acto lo confronté con el Paz que entonces veía, un hombre de sesenta y cinco años, cargado de hombros y con cejas pobladas y bolsas en los ojos —bolsas semejantes a las del viejo Goethe—, pero con mirada juvenil).

Aquella penumbra artificial no duró mucho. Pronto, la luz de los reflectores nos enfrentó y convirtió en tinieblas el entorno, y, a decir verdad, ahora no tengo idea de cómo se desarrolló la entrevista; mis recuerdos son imprecisos, descontada una certeza: todo lo que él respondía me sonaba absolutamente brillante. Paz compaginaba en su discurso el temple del poeta y la lucidez del ensayista, apuntalando sus argumentos con ironías, rebeldías y notas eruditas, e incluso, en sus declaraciones polémicas, resultaba igualmente fino y brillante. «Es un tipo brillante hasta cuando defiende sus errores», decían entonces en los corrillos literarios. Más tarde, alguien describiría aquel amor-odio que le deparaban con una copla del viejo cancionero popular: Ni contigo ni sin ti / tienen mis males remedio / contigo, porque me matas / y sin ti, porque me muero.

Lo que sí recuerdo con nitidez fue lo que dijo al reencontrarnos en la penumbra, concluida la entrevista. Estaba agradeciéndole por haberme recibido y, de pronto, oímos el timbre. Su asistenta, una señora de andar pausado y con el cabello recogido en rodete, acudió a la puerta. Paz, muy atento, la observó hasta que salió de cuadro.

Y unos segundos después, cuando la asistente volvía a sus quehaceres en total silencio, el poeta le preguntó:

—¿Quién era?

—Nadie, señor —contestó ella, sin detenerse.

Entonces, Paz, abriendo los ojos, me miró:

—¿Ha escuchado usted? —exclamó en voz baja—. «¡Nadie!...». Tocaron a la puerta, ¿no es cierto? Y, como usted ha podido ver, yo indagué y, sin más, me respondieron «nadie», que no era nadie… ¿Nadie? Alguien ha tenido que ser… Un mensajero, un conserje, un vecino… Bueno, sobre este tema se nos olvidó hablar… Se trata de la pasión mexicana por negar, tapar o disimular al otro, con el propósito de hacerlo fantasmal; aquí lo llamamos «ninguneo», término coloquial para designar una praxis colectiva que menciono en El laberinto de la soledad: el ninguneo es otra forma del menosprecio, por la cual «alguien» procede sin culpa en contra de «cualquiera» que obstruya su camino, a quien trasforma en «ninguno».

Pero ahí no acabó el rollo. Tras darme cátedra sobre el ninguneo, siguió con otra expresión del habla popular, entendida como motor de la dinámica social.

—La mordida —dijo—. Una enfermedad que aviva entusiasmos, sobre todo, cuando urge agilizar algún trámite. En México todo es lento: el tránsito, la burocracia, el Estado que da largas al ciudadano… Hoy la mordida resulta un sistema normal de incentivos, llámese soborno, coima, comisión, tajadita, porcentaje o, como por ahí oí decir, «el dorado aceite que permite a muchos deslizarse como la Pavlova».

Nos despedimos de Paz a la media hora, y decidí almorzar en mi habitación, mientras alistaba la entrevista de la tarde. Melissa llegó a recogerme del hotel dos horas después. Las preguntas que formularía al pintor Cuevas estaban definidas, pero, otra vez, en el taxi seguí con la manía de hacer ajustes. (No me extiendo sobre este personaje porque ya lo hice en 1987, en un gatuno libro de crónicas y entrevistas).

Cuando terminamos la jornada, eran las diez de la noche. Melissa me condujo al hotel —antes dejaría al camarógrafo—, y, en el trayecto, al fin relajados, conversamos y reímos, comentando sobre lo que había salido bien o divertido en las entrevistas, y lo que podríamos mejorar en las próximas. También ella, siempre minuciosa, me recordó sus horarios previos para la grabación del día siguiente. Despertar a las siete clavadas, desayunar a las siete y treinta, partir a las ocho, recoger al camarógrafo, llegar a destino (por si acaso) a las diez y media, media hora antes de la hora acordada.

Como hacía una noche fría, el último tramo de coordinaciones lo ventilamos en el hall del hotel, muertos de cansancio. Pero, de pronto, se me antojó pedirle otro favor: «Si no es mucha molestia, quisiera que revises en tu casa mis datos sobre los próximos entrevistados, no vaya a ser que meta la pata». Esa información la tenía en mi habitación. Y, entonces, quizá por ahorrar tiempo, le dije que subiera conmigo para dársela; solo sería un minuto. Ella asintió, y yo pulsé el botón del ascensor.

Las puertas se abrieron y apareció el ascensorista, un hombre gordito y de uniforme atildado, que nos saludó con una venia.

—¿Quién es el huésped? —preguntó gentilmente.

—Soy yo —dije.

Se hizo un silencio. Luego, el gordito nos escrutó unos segundos, ladeó la cabeza y sonrió con enorme simpatía.

—Por diez dólares dejo que la señorita se quede en su habitación.

Ese fue el momento, tan postergado, en que miré con detenimiento a Melissa. La miré, a decir verdad, como si la tuviera delante por primera vez. Tenía un rostro dulce, luminoso. Y, de inmediato, como quien hace una broma, consulté:

—¿Te parece cara la tarifa o la ves razonable?

Melissa ahora también sonreía a mares.

—Bueno —me dijo—, si yo fuera tú, la pagaría.

Eso hice. Saqué la billetera y pagué la mordida.

Y, una vez que estuvimos dentro de la habitación, recordé un famoso bolero: Dos almas en el mundo / había unido Dios… Dos almas en el mundo / eso éramos tú y yo. El gordito uniformado, cómplice de romances, debía de ser un emisario celeste.