III

Halcyon

No tenía que ser así, pensó Halcyon mientras observaba a Evadne salir de la habitación en silencio. Debería haber regresado a casa con alegría y honor. No se suponía que fuera a volver como una fugitiva, entrando a hurtadillas por la ventana de la habitación de su hermana pequeña.

Aunque, una vez, también había sido el dormitorio de Halcyon. En otra vida.

Se tumbó en la cama de su niñez y hundió la cara en las mantas. Respiró la fragancia de antaño, una mezcla de sol, viento salado y el encanto verde del olivar, hasta que no pudo soportarlo más y se puso de pie.

La habitación era exactamente como la recordaba. El lado de Evadne estaba a rebosar de baratijas y pergaminos. El lado de Halcyon resultaba desnudo y minimalista, excepto por la pared contra la que se situaba su cama, que habían pintado para tapar el fresco de un basilisco. Hacía tiempo, aquella había sido la habitación del tío Ozias, pero al marcharse, años atrás, se la habían dado a las chicas. A Evadne la había asustado la antigua serpiente de la pared, y Gregor no había tenido más remedio que pintar sobre ella. Sin embargo, el basilisco nunca había molestado a Halcyon, y estudió las grietas en la pintura, donde todavía se podían ver algunos destellos de la bestia.

Las náuseas la invadieron y Halcyon alargó el brazo para apoyarse en la pared, sobre el basilisco medio oculto, mientras un sudor frío le goteaba por la espalda. Había necesitado recurrir a sus últimas fuerzas para actuar con normalidad, para ocultarle su cansancio a Evadne. Pero aquella era una habilidad que los hoplitas aprendían en su primer año de entrenamiento: cómo llegar hasta el límite, y luego presionarse aún más, cuando sentían como si no quedara nada dentro de ellos. Siempre había más, le había dicho el comandante cuando Halcyon, con doce años, se había derrumbado en el suelo, agotada por el esfuerzo excesivo. Se había puesto a su lado, su sombra le había proporcionado un ligero alivio del sol abrasador, y la había visto vomitar. Ella había creído que moriría, pero no se acurrucó en posición fetal, no cuando él la estaba mirando.

«Levántate», le había dicho en ese entonces. «Siempre hay más fuerza que aprovechar. Debes encontrar dónde se esconde la tuya y esgrimirla».

Y ella no había gimoteado no puedo, como los otros hoplitas de primer año. Aunque en ese momento de dolor se había preguntado por qué había elegido la legión hoplita. Podría haber sido aceptada sin ninguna dificultad entre los aurigas, los arqueros o las remeras de la flota. Pero no… Halcyon había querido ser una soldado de infantería. Era lo más duro, lo más exigente. En su mente, lo más glorioso.

Halcyon se enderezó, su mano dejó de apoyarse en la pared, sus náuseas disminuyeron. Desterró los pensamientos del comandante y de los últimos ocho días. Se acercó a la zona de Evadne, habitada por el color y la vida. Centró la atención en la tabla de cera que reposaba en el baúl de roble de su hermana pequeña.

La letra de Halcyon aún marcaba la cera. Sorprendida, la levantó y la estudió, con el corazón enternecido por el recuerdo.

Era la clave que ella y Evadne habían creado juntas, un lenguaje que tan solo ellas dos conocían. Un lenguaje inspirado en la naturaleza: árboles y flores, pájaros y libélulas, montañas y nubes de lluvia.

Había sido idea de Halcyon. El lenguaje secreto «Haleva» había surgido en un esfuerzo por animar a su hermana.

Evadne acababa de aprender a leer y escribir en discurso corriente y en lengua divina. Creía con fervor que heredaría magia, a pesar de ser descendiente de Kirkos. Y nadie había intentado extinguir esa inocente esperanza. Ni siquiera Halcyon, que había visto a Evadne tomar una pluma en su mano y aprender las letras y las palabras, expectante y a la espera de que la magia despertara en ellas.

La magia, pese a todos sus misterios, era directa en su elección. Si un niño la había heredado, la magia se daba a conocer durante la alfabetización. Nunca había existido ninguna duda sobre su manifestación. Halcyon no entendía del todo el fenómeno, pero había oído explicarlo de la siguiente manera: un mago hace magia con su mano dominante, ya sea la derecha o la izquierda. Y cuando escribían con esa mano, sus palabras se negaban a adherirse al papiro. Las palabras se desvanecían, o se deslizaban por el borde, o se convertían en otra cosa, como si tuvieran voluntad propia. Pero en realidad era la magia, que zumbaba en su escritura.

Cuando Evadne había aprendido a leer y a escribir, su familia se había dado cuenta de que era una corriente, como todos ellos. Y, sin embargo, Evadne se había negado a creerlo. Ni siquiera mientras la tinta de sus letras permanecía adherida el papiro, inmóvil y sin magia.

«Estoy segura de que la magia aparecerá mañana en mi caligrafía», le decía Evadne a Halcyon todas las noches cuando se metían en la cama. «Me pregunto cómo es Destry. ¿Crees que mamá y papá me enviarán a la escuela de inmediato?».

Destry era la escuela a la que asistían los magos. Cualquier niño que exhibiera magia en su escritura debía ser enviado a Destry, en la ciudad real de Mithra, para ser adecuadamente instruido en magia hasta que alcanzara la mayoría de edad. Era un requisito estipulado por la ley.

Y Halcyon se había acostado en su cama, escuchando a Evadne hablar de las maravillas de la magia y de Destry, como si estuviera destinada a asistir a aquella escuela.

«Tienes que ayudarla a entenderlo, Halcyon», acabó por pedirle su madre. «Evadne no tiene magia, y debes ayudarla a soportar esta decepción».

Aquel había sido el momento en el que había nacido el lenguaje cifrado, Haleva. Halcyon había ayudado a Evadne a crear su propio lenguaje mágico y había aliviado el resquemor en el corazón corriente de su hermana. También había proporcionado horas y horas de gran diversión cuando ambas se enviaban mensajes, con lo que atraían la furia de Lysander y la fascinación de Maia.

La puerta crujió.

Halcyon dirigió su atención al umbral, tensa, pero era Evadne, que regresaba con un zurrón lleno de comida y una petaca escondida bajo el brazo.

—Solo soy yo —le aseguró Evadne, y ella se relajó—. Veo que has encontrado el viejo código de Haleva.

Halcyon miró hacia la tabla de cera.

—¿Nunca la has borrado, ni siquiera después de todos estos años?

—¿Cómo podría borrar la única magia que he conocido? —sonrió Evadne y empezó a caminar. Fue entonces cuando Halcyon se dio cuenta de la cojera en el andar de su hermana.

—Evadne —susurró, mirando hacia donde el pie derecho de Evadne se asomaba por debajo del dobladillo—. ¿Todavía te molesta el tobillo?

Evadne se quedó inmóvil un segundo. Casi parecía sentirse avergonzada por ello.

—Ah. No, normalmente no. Solo en las estaciones frías.

Echó a andar de nuevo, intentando ocultar su cojera, y eso molestó a Halcyon, pero su hermana entregó la comida y la cerveza, y Halcyon presintió que no quería hablar de ello.

Se sentaron una al lado de la otra en la cama de Evadne, con la tabla de cera descansando entre ellas, y Halcyon comenzó a rebuscar en el zurrón. Había sobrevivido a base de bayas, nueces y garbanzos robados durante la última semana, y de vez en cuando había caído un pez o una liebre si tenía tiempo para cazar, lo cual no sucedía a menudo, puesto que el comandante la perseguía. Se le hizo la boca agua cuando sacó un pastel de miel. Uno de sus favoritos. Comió despacio, saboreándolo mientras escuchaba el golpeteo de la lluvia contra los postigos, sabiendo que debía racionar la comida. Pero después sacó un par de higos y los devoró sin pensárselo dos veces.

Evadne estaba callada. Trazó algunos símbolos de Haleva en la tabla y luego preguntó:

—¿Por qué has llegado antes, Hal? ¿Por qué has trepado por mi ventana?

Halcyon se tragó el último de los higos y anudó el zurrón. Era el momento, lo sabía. Bebió unos cuantos sorbos de cerveza de la petaca, recordando el discurso que había practicado.

—Estoy en un apuro, Eva.

Evadne aguardó la explicación con paciencia. Cuando no llegó, dijo:

—Sí, ya me había percatado de eso. ¿Qué clase de problemas?

Halcyon dejó escapar un suspiro.

—No puedo explicarte los detalles. No importa cuánto quiera hacerlo.

—¿No confías en mí?

Las palabras fueron cortantes, pero Halcyon las bloqueó con rapidez.

—Te confiaría mi vida, Evadne. Por eso he elegido tu ventana para entrar.

Evadne miró hacia otro lado, angustiada. Halcyon suspiró y buscó su mano.

—No te lo cuento porque quiero protegerte.

—¿Y de qué me estás protegiendo?

—Mírame, Eva.

Le llevó un momento, pero Evadne dirigió sus ojos hacia los de Halcyon.

—Él llegará mañana —susurró, y sintió la correspondiente tensión en el agarre de Evadne.

—¿Él? ¿De quién hablas?

—El comandante de mi legión. Lord Straton. —Halcyon vaciló un momento—. Hace ocho días, cometí un crimen. No tenía intención de que ocurriera, pero pasó, y soy culpable de ello.

¿Qué…?

—No voy a contarte nada del crimen, Eva. Y no es porque desconfíe de ti, sino porque él no debe saber que me has ayudado. Cuando llegue lord Straton, te dirá lo que he hecho y por qué me está cazando, y debes actuar sorprendida, como lo estarán nuestros padres. Si no, sabrá que me has ayudado. ¿Lo entiendes?

Evadne se quedó en silencio, pero Halcyon podía oír su respiración acelerada.

—¿Llevas huyendo de él ocho días?

Halcyon asintió. Era una hazaña asombrosa que hubiera aventajado a lord Straton solo con su cantimplora y su kopis. De nuevo, se lo imaginó acampando en algún lugar cercano, frunciendo el ceño ante la tormenta, preguntándose: ¿A dónde huirá?

Al amanecer, lo sabría. Se daría cuenta de lo cerca que estaba de Isaura e iría hasta allí.

—¿Y si te quedas aquí, Hal? ¿Para hablar con tu comandante cuando venga mañana? Si el crimen fue un accidente, como has dicho, seguro que tu comandante lo entenderá.

—No. No lo hará, Eva. Si me atrapa… —No pudo terminar. En parte porque la imagen la aterrorizaba, y en parte porque no tenía ni idea de lo que haría Straton.

A Evadne se le quedó la cara blanca, como si estuviera conmocionada.

—No te mataría, ¿verdad?

Halcyon, por mucho que quisiera, no podía mentir.

—No lo sé, Eva. Por eso no debe atraparme.

Evadne se puso de pie y caminó en círculos. Pero al final se detuvo ante Halcyon, su voz ronca mientras susurraba:

—Puedo esconderte, Halcyon. ¿Recuerdas las cuevas marinas de la costa? ¿Donde Lysander se resbaló y se rompió el brazo? Puedo llevarte allí ahora mismo.

Halcyon respondió con suavidad:

—Es una oferta generosa, Eva. Pero no debes esconderme. Lord Straton sabrá si lo haces, y no será amable al sonsacarte la verdad. Debo huir, y no puedes saber a dónde voy.

Esperaba que Evadne se opusiera. Pero su hermana la sorprendió de nuevo.

—¿Qué más necesitas? ¿Comida? ¿Ropa diferente? Podemos disfrazarte.

Halcyon estuvo a punto de aceptar la oferta, su mano se dirigió al ancla de su coraza, ansiosa por despojarse de ella.

—Pero mi armadura… ¿Dónde podrías esconderla, Eva?

Evadne se mordió el labio y echó un vistazo a su habitación. No había ningún lugar donde ocultarla. Halcyon no podía dejar ningún rastro.

—Debería quedármela —dijo mientras se ponía pie—. Y me has traído comida más que de sobra, hermana. Gracias.

Evadne no parecía convencida. La comida duraría un día, a lo sumo. Halcyon lo intuía por el peso del saco. Pero no podía arriesgarse a que Evadne robara más de la despensa. Su madre podría darse cuenta.

Evadne se acercó a la ventana para abrir los postigos. El viento y la lluvia entraron y enredaron su largo cabello.

Halcyon la siguió, sus sandalias dejaron huellas sucias en el suelo mojado.

—¿Volveré a verte? —susurró Evadne, temerosa, mientras estaban hombro con hombro, de cara a la noche.

—Sí. Cuando sea seguro para mí volver a casa, lo haré. Lo juro.

Evadne no apartó la vista de la tormenta, incapaz de decir adiós.

Halcyon se arrastró hasta el alféizar de la ventana. Pero echó la vista atrás y le susurró a Evadne:

—No tengas miedo, hermanita.

Evadne respiró hondo, pero si tenía la intención de volver a hablar, Halcyon nunca lo sabría.

Saltó de la cornisa y se aferró a la parra que crecía en la pared de la villa. Bajó, balanceándose y resbalándose contra las piedras mojadas, pero pronto encontró el suelo y se puso de pie en medio del aguacero, intentando orientarse.

Los relámpagos se bifurcaron en el cielo, e iluminaron las montañas que se elevaban en la frontera norte de Isaura.

Halcyon emprendió el camino hacia ellas, un trueno sacudió el suelo. Podía oír el gemido del olivar, el movimiento de las ramas y el crujido de las hojas en la tormenta, y cuando sintió que Evadne ya no podía verla, cayó de rodillas en el barro y sollozó.

Se había estado conteniendo durante días, desde que había tenido lugar el accidente. Lo había reprimido, como si la emoción se fuera a desvanecer. Llorar ahora le proporcionó algo de consuelo, pero no el suficiente para aliviar el dolor que sentía en el corazón.

No mires atrás, se dijo Halcyon, con lluvia y lágrimas en la cara. Sabía que vería los postigos de Evadne aún abiertos, a su hermana enmarcada en la luz dorada del fuego. Sabía que volvería arrastrándose hacia ella.

Entonces Halcyon se levantó, fijó la mirada en la oscura cresta de las montañas del norte y corrió.