II

Evadne

¿Halcyon? —Evadne estiró el brazo con indecisión, las yemas de sus dedos encontraron una serie de escamas frías. Escamas como las de una serpiente. Un monstruo. Sorprendida, retiró las manos, y luego se dio cuenta de que tan solo se trataba de la armadura de Halcyon. Anhelaba ver el rostro de su hermana, pero la oscuridad la protegía—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cuándo has llegado? ¡Te esperábamos mañana por la noche!

—Evadne —repitió Halcyon, y el sonido fue pesado, reticente.

La emoción de Evadne disminuyó. Algo iba mal.

—Soy consciente de que he llegado un día antes —comenzó Halcyon—. Y siento haberte sorprendido esta noche, pero quería verte a ti primero.

—Déjame encender la lámpara —dijo Evadne mientras le daba la mano a Halcyon—. Ven, siéntate en la cama.

Tiempo atrás, aquella habitación había pertenecido a ambas. Y Evadne se dio cuenta de que Halcyon la recordaba a la perfección, ya que localizó la cama en la oscuridad sin esfuerzo alguno. Evadne buscó a tientas el candelabro y lo encendió con su piedra de ascuas. Estaba temblando cuando por fin se dio la vuelta para contemplar a su hermana.

Halcyon era preciosa.

Su piel estaba bronceada como resultado de sus días de entrenamiento bajo el sol, y su pelo, del negro de los cuervos, rozaba la parte superior de sus hombros y brillaba a causa de la lluvia. Su cara seguía siendo perfecta, ahora tenía los pómulos más pronunciados, pero sus ojos eran de la misma tonalidad que la miel y estaban enmarcados por largas pestañas, y sus cejas todavía eran puntiagudas y elegantes. Tenía los brazos llenos de músculos y salpicados de pequeñas cicatrices, pero no eran feas. Eran como el tío Nico había dicho: marcas de sus logros, un testimonio de su entrenamiento y su pericia con la espada, la lanza y el escudo. Era una hoplita en el ejército de la reina y, ahora, miembro de la Legión de Bronce.

Y por si las cicatrices en sus brazos no fueran suficiente, su vestimenta proclamaba con precisión quién era.

Su quitón estaba teñido de rojo brillante, el color del ejército, y lo llevaba ajustado a lo largo de los muslos, bajo los duros pliegues de la armadura. La coraza estaba hecha de escamas de bronce, con las dos hombreras atadas por delante. Las correas llevaban pintadas las serpientes entrelazadas que representaban a Nikomides, el dios de la guerra, símbolos para proteger a Halcyon en la batalla por delante y por la espalda. Las correas de sus sandalias se entrecruzaban a lo largo de sus pantorrillas y estaban anudadas justo debajo de las rodillas.

Halcyon era una desconocida para Evadne con esa armadura, con esa ropa. Una extraña.

Y Evadne se arrodilló ante ella, asombrada y orgullosa de en quién se había convertido Halcyon. Su hermana, la chica que era rápida y fuerte. La chica que había ascendido.

Halcyon sonrió y se inclinó hacia delante para enmarcar la cara de Evadne con las manos.

—Mírate, hermana —susurró—. Eres preciosa. ¡Y este pelo! Es como el de papá. —Tocó las rebeldes ondas marrones—. Cómo te he echado de menos, Eva. Te he echado de menos todos los días desde que me fui.

—Yo también te he echado de menos, Hal.

—¿Por qué te arrodillas? ¡Ven a sentarte a mi lado! —Halcyon tiró de ella hacia arriba, y Evadne se sentó a su lado en la cama.

Permanecieron en silencio un momento. Evadne no sabía qué decir, pese a que llevaba años acumulando preguntas.

Halcyon, por fin, acabó con el silencio.

—¡Dime qué aventuras has corrido mientras he estado fuera! Confío en que nuestros padres hayan estado bien. ¿Y Maia? ¿Lysander sigue siendo tan agradable como siempre?

Evadne se rio, pensando que no muchas cosas habían cambiado desde que Halcyon se había ido. Empezó a darle noticias de su familia, del olivar. Era su interés común, y Halcyon escuchó con atención y preguntó por los cultivos, la cosecha y el prensado. Preguntó sobre las estaciones, que habían continuado con su ciclo en su ausencia. Lluvia, tormentas, sequía, escasez y abundancia.

—Pero basta de hablar del olivar —dijo Evadne al final. Su atención se dirigió al formidable brillo de la armadura de Halcyon—. Quiero que me hables de la legión.

Halcyon se miró las manos. Evadne se dio cuenta de que había algo oscuro bajo las uñas de su hermana. Al principio había creído que era suciedad, pero era otra cosa. Parecía sangre reseca.

—La legión —dijo Halcyon, y sonó exhausta—. ¿Por dónde empiezo?

Empieza por el principio, quiso rogarle Evadne. Empieza por el día que llegaste a Abacus.

Se oyó un golpe en la puerta y el momento se rompió. Halcyon se puso de pie sin hacer ruido, con todo el cuerpo rígido, y su mano se movió hacia la empuñadura de su kopis, una pequeña guadaña que llevaba enfundada en un costado.

Evadne se quedó mirando a su hermana, sorprendida por su reacción defensiva. Era como si Halcyon esperara que un enemigo acechara al otro lado de la puerta, y no su padre, que preguntó con suavidad:

—¿Crisálida? Crisálida, ¿sigues despierta?

Un instante de silencio. Halcyon miraba la puerta, con los ojos abiertos como platos, y Evadne miraba a Halcyon, con el corazón lleno de alarma. A su hermana le pasaba algo.

Otro golpe.

—¿Eva?

Halcyon se giró y Evadne vio toda su desesperación.

—Por favor, Eva. Por favor, no le digas que estoy aquí.

Pero ¿por qué?, casi exigió Evadne, hasta que vio que la preocupación surcaba la frente de su hermana, y temió que Halcyon huyera, que saliera por la ventana igual que había entrado.

Evadne se puso de pie e hizo un gesto para que Halcyon se apoyara contra la misma pared de la puerta; si su padre se asomaba a la habitación, no podría verla.

Halcyon obedeció, y Evadne abrió la puerta para encontrar a su padre esperando con una sonrisa somnolienta.

—Ah, bien. Creía que te había despertado.

—No, padre. ¿Necesitas algo? —Evadne se mantuvo inamovible en el umbral, como una barrera, para evitar que viera a Halcyon.

—Estaba pensando en mañana por la noche. En el regreso de Halcyon —dijo Gregor mientras bostezaba.

—¿De veras?

—¿Qué deberíamos cantarle? Tu madre ha sugerido la canción de la Noche Eterna, porque era la favorita de Halcyon. Pero ¿quizás deberíamos cantar algo diferente? ¿Deberíamos cantar una canción de guerra? Ella preferirá eso ahora, ¿no crees?

Evadne tragó saliva. Por el rabillo del ojo podía ver a Halcyon escondida contra la pared, la luz del fuego reflejada en su armadura, la lluvia todavía goteando por su pelo, su pecho subiendo y bajando mientras se esforzaba por no emitir ningún ruido al respirar.

La vacilación de Evadne hizo que Gregor se preocupara.

—Vas a cantar conmigo, ¿verdad, Eva?

Se ruborizó por la culpa.

—Por supuesto, padre. Estoy entusiasmada por cantar contigo mañana por la noche, y creo que a Halcyon le gustará la canción de la Noche Eterna.

La sonrisa de Gregor volvió, y miró por encima del hombro de Evadne, donde la cama de Halcyon descansaba contra la pared, esperándola con mantas recién lavadas y dobladas. En su rostro estaba escrita la alegría: su primogénita pronto estaría en casa, y Halcyon llenaría el vacío que había atormentado a la villa y el olivar desde que se había ido.

—¿Algo más, padre?

Gregor besó a Evadne en la frente y dijo:

—Cierra los postigos, Crisálida. Estás dejando entrar la tormenta.

Evadne se rio, un sonido tenue y nervioso. Pero su padre no se dio cuenta y desapareció por el pasillo.

Cerró la puerta y miró a Halcyon, con un montón de preguntas. Su hermana se dejó caer hasta el suelo despacio, con la cara cenicienta. Ya no era la feroz hoplita, la chica imbatible. Halcyon parecía asustada, y eso hizo que la propia Evadne se asustara.

—¿Halcyon? ¿Qué ha pasado?

Su hermana cerró los ojos, como si la pregunta fuera un puñetazo.

—¿Hal? —Evadne la agarró del hombro, con suavidad pero con insistencia. Halcyon la miró, aturdida—. Tienes que decirme qué ha pasado —susurró.

—Eva… ¿Crees que puedes conseguirme algo de comer y de beber? Ni me acuerdo de la última vez que comí.

A Evadne la sorprendió aquella confesión, pero luego se dio cuenta de que las únicas posesiones que Halcyon llevaba eran la kopis envainada y una cantimplora que colgaba de su hombro.

—Sí. Pero primero, vamos a quitarte esta armadura. Puedes echarte en tu cama y descansar, y yo te traeré algo de la despensa. —Evadne la ayudó a levantarse y guio a Halcyon hasta su cama. Se sentó, pero no hizo ningún esfuerzo por desnudarse.

Sin saber qué más hacer, Evadne se apresuró a cerrar las contraventanas antes de que sus golpes hicieran regresar a Gregor. Cuando volvió a mirar a Halcyon, vio que su hermana por fin se había acostado.

Evadne salió de la habitación, moviéndose tan en silencio como pudo a través de la villa, hasta la despensa. Pero tenía el corazón en un puño, el pulso le latía en los oídos como un coro…

¿De qué estás huyendo, hermana?

¿Qué has hecho?