Por accidente. Así suceden a veces las cosas...

Yo estaba a punto de volver a nacer.

Era horrible. ¿Qué era tan horrible? Eso...

Mi padre no estaba vivo.

Se habría sentido muy orgulloso de mí. O a lo mejor se estaba revolviendo en su tumba. Siempre me vio como a una pequeña pazguata que no llegaría muy lejos. Era porque me gustaba leer. Porque confiaba en la gente. Porque me gustaba componer canciones. Y bailar en una habitación yo sola. Y hacer música con un peine. Quería ser cómica.

«¿Qué clase de profesión es esa para una niña?», me preguntaba. Su mayor miedo era que me estampase de cara.

Y entonces, por accidente, un ordenador me había elegido para ser la jefa de uno de los estudios de cine más grandes del mundo. Me hice ejecutiva por accidente. A las mujeres les pasa eso mucho. Y a los hombres que están locos. Y a la gente confiada. Y eso jode un poco todo el sistema: que en la fiesta aparezca alguien que de entrada ni siquiera quería asistir. Así que ahí estaba yo, la pequeña soñadora, la pequeña Lulu de papá, entrando en un mundo de pérdidas y ganancias y de contratos cinematográficos grandes y pequeños.

Ya era alguien rentable.

—Nunca llegarás muy lejos —me decía mi padre.

—¿Por qué no?

—Porque no eres ambiciosa, Lulu. Porque vas a pecho descubierto. Eres demasiado sensible.

—Voy a pecho descubierto porque no tengo ambiciones —solía responderle.

Discutíamos a menudo. Nos queríamos por ser tan distintos.

—¿Por qué no puedes ser práctica? —me preguntaba muchas veces mi padre. ¿Me preguntaba? Se lamentaba más bien—. Eres una soñadora en un mundo en el que soñar no cuenta.

—¿Y qué es lo que cuenta? —le decía yo.

—Cuenta saber de dinero. Cuenta curtirse. ¿Por qué no puedes curtirte? Cuenta saber manejar un presupuesto. Cuenta saber algo de la vida real. Yo no tuve tu educación. Solo fui ocho años al colegio. Pero me enseñé a pensar. A curtirme. A saber de qué iba el mundo real. ¿No puedes abrir los ojos? Eres demasiado buena. Una cabeza loca.

Me acuerdo de mi padre intentando enseñarme a comprar un coche: revisar las ruedas, revisar el cromado, revisar las lunas, la suspensión, fugas, chasis, ¿funciona el claxon? ¿Funcionan los intermitentes? ¿Está bien firme el volante? ¿Están gastadas las alfombrillas?

—Pero, papá —le decía.

—No me interrumpas...

—Pero, papá, es que yo no quiero un coche. ¿Por qué tengo que saber todas esas cosas si nunca voy a comprarme un coche?

La cuestión era la siguiente: a mi padre le dolía que en realidad yo no quisiera nada de lo que él quería. Yo quería viajar, ser actriz, ser humorista. «Quien no quiere no tiene.» Pero a mí de niña no me interesaban los bastidores ni las transmisiones ni los parachoques, ni torcidos ni derechos. No quería tener nada de su mundo. Quise contárselo. Contarle que al fin había entrado en su mundo. Pero estaba muerto. Bajo la hierba. De todos modos, seguramente no lo hubiese entendido. Quizá me habría dicho lo que no debía hacer y se habría preocupado de lo que pasaría si fracasaba. Pero ¿cómo fracasar? No había manera de fracasar. Esa era la respuesta. Los documentos estaban archivados en el recuerdo. Todas las presiones de ser niña, de ser mujer, de estar sola, todo eso documentado ahí para el resto de mi vida. Sencillamente, me había topado con el éxito.

Quería, pese a todo, contarle mi secreto a alguna persona cercana. Pensé en mi exesposa. Era mi exesposa con quien de verdad quería ponerme en contacto y compartir la gran noticia, a quien quería contarle todo lo que estaba pasando.

Me pregunté dónde estaría Dumbo. Lo había visto por última vez cuando vino a mi apartamento a frotarme los pies, a enseñarme cómo podía «curarme» usando todos los métodos de la reflexología. Resultaba raro que a esas alturas, tres años después, nuestras vidas hubiesen cambiado tanto. Yo iba a mudarme a una vida nueva en California, una vida nueva por completo, con sus juicios de valor nuevos, su gente nueva, sus nuevos jardines de contactos de los que había que arrancar todo lo improductivo. Nunca antes me había sentido menos agotada, más capaz de cambiar mi vida y vivirla en todos sus absurdos laberintos y sus complejidades gratuitas. Y sin embargo, seguía guardando en las entrañas un viejo agotamiento, el miedo, rechazo incluso, a compartir esa parte asustada que había en mí. Dumbo, mi último amante, mi exesposa como yo lo llamaba, era la última persona con la que había compartido ese viejo yo. Creía haber superado mi obsesión con Dumbo: esa necesidad que había experimentado de verlo, una necesidad de buscarlo que era casi un reflejo automático. Había mitigado mi dolor. Me había arrancado a Dumbo como quien se quita un padrastro. Aquello parecía haberse acabado para siempre. Salvo en aquel momento de triunfo y, sí, de soledad extrema, cuando lo único que podría curarme de la fragilidad del miedo era eso: hablar con Dumbo. Había convertido a Dumbo en un bufón de cuento, había visto en perspectiva todas sus caídas de culo; lo había despojado de todos los atractivos que tenía para mí. Era casi como si estuviese muerto. Pero necesitaba contárselo. Contárselo a él lo significaba todo. Era casi como si la realidad, que parecía más bien una fantasía, no estuviese ocurriendo, como si no estuviese pasando nada hasta que se lo contase a Dumbo. En aquel momento me parecía que vivir no era nada, que contarlo lo era todo, que el hecho en sí no cobraría vida ni significado hasta que lo expresara con palabras. Tenía que ponerme en contacto con él.

Marqué su número. Como era de esperar había cambiado de teléfono. La voz del otro lado me remitió a un número distinto. El teléfono dio tono. De repente miré el reloj que tenía junto a la cama y vi que eran las diez de la noche. Me pregunté si habría salido. Una voz desconocida respondió al teléfono. Una voz agradable de mujer. Era su madre. Así que estaba viviendo con su madre... Dumbo adoraba a su madre y se la había llevado de una ciudad a otra como quien lleva encima una pata de conejo, como si no existiera la buena suerte sin ella. Durante el tiempo que vivimos juntos en Manhattan, la madre había estado trabajando en una fábrica en Canadá, pero venía a menudo a visitar a Dumbo. Recuerdo ir con él en el Cadillac que yo le había regalado a recogerla a la estación de autobuses. Era una mujer frágil con una voz encantadora. Se acordaba de mí. «Dumbo está en Ohio», me dijo orgullosa. Me aconsejó que lo llamase allí y me dio el nombre del Holiday Inn en el que se alojaba. Se lo agradecí. Me serví un whisky antes de volver a levantar el teléfono. Me pregunté qué sentido tenía... Andar llamando por todo el país para intentar dar con un antiguo amante, con mi exesposa. ¿Por qué le iba a importar a Dumbo lo que me hubiese ocurrido? Pero sí: le importaría. Marqué el número y me pusieron con su habitación. Apenas podía soportar la emoción que notaba en el estómago mientras sonaba el teléfono.

—¿Sí? —dijo.

—Dumbo.

Y no fui capaz de decirle nada más.

—Lulu. —Se rio. No parecía sorprendido de oírme—. ¿Cómo va eso?

Era una manera de saludar particularmente detestable, y entonces recordé cuánto la odiaba.

—Hola —le dije. Y lo repetí—: Hola.

Qué feliz me hacía poder decirle hola a Dumbo, con quien tantos años llevaba sin hablar. Le conté lo que estaba pasando y Dumbo me contó lo que le estaba pasando a él. Había montado una cadena de centros de reflexología por todo el país. Había abierto además una cadena de zapaterías que vendían «modificaciones» (término elegante para chanchullos, estoy segura) de los Earth Shoe, una marca nueva de zapatos que tenían el talón más bajo, las puntas de los pies más elevadas y la suela amortiguada.

—Las suelas son distintas —me dijo Dumbo—. Las suelas son el elemento de verdad importante y muchísima gente pasa por alto ese dato tan básico. Me he hecho experto en el zapato natural, el zapato que se funde con el pie entero, el zapato que se acomoda al pie y lo amortigua. Me estoy expandiendo a través del principio del zapato natural y el abecé básico de la reflexología.

—Vaya.

—Ojalá pudiera verte.

De repente me puse cachonda, y todos esos momentos cachondos que había estado apartando y bloqueando regresaron desde el fondo de mi imaginación. Luché contra ellos con todo mi empeño.

—Voy a dirigir el estudio más grande del mundo —le dije.

—¿Y qué tipo de beneficios tendrás? —respondió mi exesposa.

«Ya no soy una aspirante en busca de tu afecto», estuve a punto de responderle, pero ese comentario parecía no venir a cuento.

—Dumbo, en cierto modo me gustaría que estuvieras aquí.

—Pronto nos veremos.

—¿Cuándo?

—En cuanto termine de montar la oficina principal.

Esa era la realidad de la separación. Probablemente no volviésemos a vernos nunca. Y aún no le había contado nada. Fue así como colgué el teléfono sin tener a nadie con quien compartir mi noticia. No me apetecía hablar de talones y suelas. En vez de compartir mi noticia con mi exesposa, iba a meterme en la cama sola, a beberme un whisky con agua, sola, a escuchar un cuarteto de viento de Brahms, sola, a leer un artículo sobre la futura reforma del impuesto sobre las ganancias de capital, a leer un informe sobre paraguas fiscales elaborado por Fundscope, a tomar notas, apagar la luz, masturbarme un poco y despertarme por la mañana y hablar con mi secretaria. Sola, sola.

Mi secretaria tenía el curioso nombre de Itzi. Su nombre original era Mitzi, pero se lo había cambiado al entrar en el negocio del espectáculo. Era una persona de aspecto extraño, muy baja, con unos pechos extremadamente grandes. Parecía esculpida en poliestireno y siempre se quejaba de que, mientras todo el mundo intentaba tener los pechos grandes, su angustia era tratar de reducírselos constantemente. Problemas de mamífero de clase media. Itzi tenía andares de pato y siempre iba vestida de negro para disimular su cuerpo excéntrico, ay, Itzi, si dejaras de intentar ser lo que no eres, aunque yo nunca podría decirle eso. Querida Itzi, siento mucha compasión por ti, por Dumbo, por todas las personas que he conocido. Pero ahora es momento de poner en pausa todas esas sensaciones y aparcar entre las sábanas mis sentimientos y heridas para que duerman toda la noche. Con amor, Lulu. Escribí una nota para mí misma antes de cerrar. «No vuelvas a llamar a Dumbo.»

A veces pienso que no soy capaz de perdonar a la gente. Pero siempre lo hago. Siempre hago... Sueño. Espuma. Earth Shoe. Coche. Mudanza. Cúpula. Garantía. Rendimiento. Ahondar en lo que eres. Era una costumbre. Decir cualquier palabra conocida hasta quedarme dormida.

Perdoné a Dumbo. Y perdoné a mi padre por querer siempre que yo fuese lo que no era, y me perdoné a mí misma por estar convirtiéndome en lo que siempre fui, un trenecito de la imaginación que se negaba a que lo sacaran de los raíles.

Sin duda, aquella era la época más emocionante de mi vida. Lo sabía. Estaba volviendo a nacer. Y mi exesposa, a tomar por saco. ¿Por qué esa necesidad mía de entrar en contacto con nadie? Podía entrar en contacto con mi yo interior y acariciarme el alma.

A la mañana siguiente, el mundo entero tuvo noticias de Lulu Cartwright. Nunca había soñado con despertarme y estar en la portada de todos los periódicos del mundo. Pero esa mañana ocurrió.

Mi asistenta, Emma, me había traído la prensa. Ahí estaba la noticia, en la prensa. En blanco y negro.

—¿Qué va a hacer con nosotros, señora? —quiso saber Emma.

Siempre cubriéndose las espaldas. Emma, la Gestapo de la limpieza, se preguntaba si iban a mandarla a California. La odiaba pero la aceptaba como una necesidad. Un grano en el culo. Emma. Que me leía el correo. Me escuchaba las conversaciones telefónicas. Me anotaba mal todos los mensajes, discretamente. Emma era una ampolla en mi vida. A veces deseaba que la ampolla explotase. O que desapareciera. Pero era una necesidad. Desempeñaba con alegría la tarea de cuidar de mi hijo, David. Lo quería mucho. Lo ayudaba con los deberes. Lo llevaba a clases de deporte. Practicaba boxeo con él. Le regalaba enciclopedias sobre deporte. Disfrutaba de él. Le mantenía la ropa limpia. Le buscaba el palo de hockey cuando David lo perdía. Se acordaba de darle las vitaminas. No lo avergonzaba pareciendo una niñera. Hablaba su idioma de preadolescente. Entendía sus problemas. Y era buena para él. Limpiaba bien. Se negaba a cocinar. Se negaba a ser amable conmigo. Era una auténtica ampolla. Y esa mujer estaba de verdad pensando en qué poder iba a tener en HOLLYWOOD. Una vez oí un chiste que entonces me recordó a Emma. Era un chiste sobre una estrella de cine en una comisaría. El actor, decía el chiste, está en comisaría haciendo cola cuando un desconocido se le acerca y le dice:

—¿Conoce usted a Piper Laurie?

—No.

—¿No conoce a Piper Laurie?

—No.

—¿Seguro que no conoce a Piper Laurie?

—Sí. Seguro, ¿por qué lo pregunta?

—Bueno, porque me he follado a su criada —le dijo el hombre a la estrella de cine.

Y en esos momentos Emma se estaba preguntando si iba a tener un montón de poder por ser mi criada. Después de todo, la mencionaron en The New York Times como asistenta cuando saltó la noticia. Emma tenía la esperanza de que se la follara una estrella de cine. Pues que espere sentada.

—¿Emma?

—Sí, señora.

—¿Quieres mudarte a California?

—Ay, sí, señora. Mi familia de Bélgica siempre decía que si me venía a Estados Unidos haría cosas en el cine. He salido muchas veces en televisión con mi sombrero de Pascua, el sombrero más grande del desfile de Pascua. David lleva tres años ya ayudándome a cortar las azucenas. Quiero ir a California. Es bueno para los pulmones, además. El clima, señora, es mejor que el de Nueva York. —Soltó una risita—. ¿Voy a conocer a Cary Grant?

—Es probable.

—¿Y a Rock Hudson? ¿Y a Frank Sinatra? ¿A Sammy Davis, Jr.?

—Vas a conocer a todo el mundo.

—No pienso cocinar. Ni servir tampoco. Haremos... Bueno, a ver... Para Cary Grant sí cocinaría.

—A lo mejor dejas a David por Cary Grant.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque quiero a David. ¿Tendremos una casa grande? No pienso subir escaleras.

—¿A qué te refieres?

—No voy a subir escaleras. Si su mansión de Hollywood tiene escaleras, yo no pienso ir.

—No va a ser una mansión.

—¿Y por qué no?

—Porque pretendo vivir en un hotel.

Me divertí mucho con la decepción de Emma.

 

 

Hola, soy yo, Lulu. Una historiadora liliputiense de mí misma. Un ordenador del destino me estuvo observando. Una comisión hizo una chapuza conmigo. Y ahora estoy atrapada en una máquina de vida que es más bien una máquina de bromas.

Se ha instaurado cierto agotamiento. Me refiero a que es una decisión complicada de tomar. Supongo que esto es el caldero lleno de oro que hay al final del arcoíris, pero conviene recordar que quizá el arcoíris esté hecho de aleaciones distintas a los rayos del sol. Aunque sea un cuento infantil, no estoy segura de que la princesa se despertase para convertirse en ejecutiva de un estudio. Se supone que ella lo que quiere es una historia de amor, no de poder. Eso es de un libro infantil que estoy escribiendo, El emperador Godaigo. Va de un emperador que vivió en Japón y al que exiliaron de su corte y obligaron a pensar en las cosas sencillas de la vida. Pero es raro. A mí me está pasando lo contrario. A lo mejor, o a lo mejor no, me exilian de mi vida entre las torres de agua, de mi despacho en el que escribo guiones de comedia, de mis amigos, mi profesor de tenis, mi contable que gestiona mis valores en cartera, mis amigos cineastas, incluso de mi limpiadora, mi carnicero, mi peluquera, mis médicos, de mi amante, mis actividades agitadoras, mis recuerdos infantiles en Riverside Drive, mi amada Asia House donde doy clases de arte japonés, de mis compromisos cívicos en Central Park (soy la encargada de Change Central Park, una comisión que monté para llevar allí la poesía y convertirlo en un aula), de los amigos de mi hijo que van a los partidos de los Knicks conmigo, de los tomates, naranjas y mangos del Venice Market, de las palomas, doctores, librerías y bancos, y del imperio de mi vida privada. Estoy a punto de decidir si de verdad quiero exiliarme a mí misma de todo esto a cambio de las riquezas puras y duras del imperio cinematográfico que se me ofrecen. Es divertido. Muy divertido. Entonces ¿por qué estoy llorando?

 

LULU CARTWRIGHT,
NUEVA DIRECTORA DE IMPORTANTE ESTUDIO

 

Una mañana me desperté y entré en la vida. Una vida nueva. Sonó el teléfono. La primera persona que me llamó fue Martin Loktar, mi amigo más cercano y gerente comercial. Martin tiene una aseguradora que da cobertura a la mayoría de las estrellas y superestrellas del negocio del espectáculo, así como a muchos otros clientes, en su mayoría gente con ingresos importantes. Conocí a Martin cuando me divorcié y tuve que asumir las riendas de mi seguro. Desde entonces, me ha ayudado en todos mis proyectos, y aunque soy titulada en derecho, él sabe más que yo de inversiones y de lo que debo hacer financieramente hablando. Es un ángel alto y de tez morena que vive en la pintoresca aldea de Manhasset con cuatro hijos y una esposa.

—¿Estás de broma? —me preguntó.

Oí su voz al teléfono.

—¿De broma con qué?

—Mary me ha pasado el Times esta mañana mientras desayunaba y casi me ahogo con los huevos y el hígado picado. Primera plana: Lulu Cartwright nombrada primera mujer directora de un gran estudio de Hollywood. He leído el artículo y le he dicho a Mary: «Madre mía, Mary, ahora ya no va a tener que preocuparse de que la dejen en números rojos. ¿No te dije que le saldría a cuenta producir Gajes del oficio como peli porno?». Acuérdate de cuando me dijiste: «Martin, soy artista de comedia. Soy directora de documentales. No sé nada sobre iluminar inserciones más allá del hecho de que nuestra sociedad patológica parece pornográfica», y yo te contesté: «Lulu, deja tus opiniones sociales a un lado. Eres capaz de hacer una película sobre la vida y la muerte, sobre relaciones sexuales y fantasías, y que sea un éxito. No te preocupes de ponerle nombre a todo». ¿Tenía razón? ¿Tenía razón o no, criatura? Venga ya. Reconócele el mérito a tu Martin. Piensa en cómo te vas a divertir en California. Dios mío, qué envidia te tengo.

—¿Divertirme? —le pregunté.

Estaba todavía medio dormida.

—Venga ya. Estás de broma. Podrías convertirte en un nuevo Sam Goldy, o en un Selznick pero en tía.

—Lo veo: los Hermanos Cartwright. Puedo hacer una nueva versión de Bonanza y que la protagonicen un par de monadas como Paul Newman, Steve McQueen o Warren Beatty. Puedo montar reuniones en mi despacho. Puedo poner patas arriba la Ciudad de los Chupópteros.

—Eso.

—Puedo convertir al león que ruge en un cordero. Puedo cargarme los Óscar y convertir el porno en el nuevo arte. Puedo recorrer la ciudad en una bici sin marchas para demostrar que el poder no corrompe. Puedo sustituir a las mujeres delgadas por mujeres con sobrepeso y así todo el mundo podrá volver a comer aquí. ¿Me estás oyendo, Martin?

—¡Una locura!

Seguí.

—Puedo tirar a la basura toda la porquería de Walt Disney y hacer pelis para niños, pero no sobre conejitos ni elefantes que sufren pérdidas angustiosas, sino sobre la vida real, y puedo conseguir que a las pelis infantiles les ponga música gente que sepa cuánto les gusta la música a los niños. Puedo llevar a los niños por el camino de la ciencia, los satélites y todas las cosas que les interesan de verdad. Puedo hacer películas que hablen sobre lo que de verdad ocurre en la mente de las mujeres, los criminales, los panaderos, los banqueros, ahí está la clave. Puedo cambiar el universo de fantasía de una generación. Puedo tirar a la basura el concepto de lo multimillonario y demostrar que es posible hacer películas con bajo presupuesto. Puedo... Dios mío, estoy agotada.

—¿Estás de broma?

—No, qué va.

—Entonces ¿por qué las dudas? La prensa lo da por cerrado.

—Por mis nervios. Porque voy a tener detrás a todos los representantes, que no se van ni con agua caliente. Podría organizar un Baile de Representantes en el Beverly Wilshire para que acudieran todos disfrazados de sus clientes favoritos y ni aun así lograría satisfacer su alma de madres. Se me van a pegar como lapas todos los distribuidores de proyectos del mundo. Igual que todos y cada uno de los vendelibros de Estados Unidos, que calculo que serán como el 23 % de la población. Un desastre de vida. Y todo por un puñado de dólares, un dinero que de todas maneras no seré capaz de gastar por los nervios.

—Siempre puedes volver a escribir comedias.

—No, gracias, Martin. Creo que me prepararé bien para el éxito y la época dorada. Por cierto, ¿te has enterado ya de que estoy haciendo el guion de un programa especial basado en el libro infantil que escribí hace diez años?

—¿Cuál?

La Convención del Sarampión. Va sobre unos niños que quieren pillar el sarampión para quedarse en casa y no ir al colegio. Se encuentran con una convención de sarampión en el hotel Commodore, organizada por otros niños, y ese sitio se convierte en su escuela. No sé quién lo va a protagonizar, pero están pensando en (agárrate) Carol Burnett, para hacer de madre del niño mayor.

—A Carol le llevo yo el seguro y créeme, sería perfecta. Pero ¿por qué están hablando de especiales contigo? Tú vas a crear tus propios especiales. Joder, puedes hacer o escribir lo que quieras, cabrona con suerte, y yo seguiré aquí vendiendo seguros.

—Martin, te quiero. Te llamo en otro momento.

—Mejor pásate por mi despacho.

 

 

Bart estaba en California cuando la noticia saltó en la prensa. Según él, Hollywood en general, con sus embaucadores, sus máquinas de hacer dinero, sus fraudes, sus máquinas de hacer mucho dinero y sus directivos, era una cosa ridícula. Bartel era una persona extraña en mi vida. Alguien por quien sentía aprecio más que cariño desde hacía tanto tiempo que me costaba distinguir dónde acababa el aprecio y empezaba el cariño. Bartel hacía pan. Estaba metido en el negocio del pan de centeno y había creado el primer comercio de comida rápida con el pan como protagonista; abrió primero un local en San Diego y luego el negocio se extendió bajo el nombre de Barts Enterprises, con oficinas en Nueva York y restaurantes de comida rápida basada en el pan por todo el país. Servía veinticinco tipos de bocadillos preparados con una gran variedad de panes negros y de centeno. Por un dólar te servían el bocadillo acompañado de postre, café y cerveza, y podías sentarte en el restaurante y quedarte todo el tiempo que quisieras; todos eran sitios estéticamente bonitos y cómodos. Bart tenía panaderías en Australia, California y Japón y había implantado su cadena de comida en Francia, Inglaterra, Japón, Indonesia y por toda América del Sur. Bartel, Bart, B. J. (la J era de Jansen; la familia de Bart tenía sus orígenes en Dinamarca y Noruega) había nacido en un rancho grande de Dakota del Norte. No era millonario, llevaba seis años viudo y tenía planeado seguir soltero el resto de su vida. Había adorado a su esposa y adoraba a sus hijos y nietos, y a sus buenos amigos, pero Bart era un solitario y tenía pocas amistades. Con sesenta y dos años, su aspecto era mejor que el de la mayoría de los hombres de cincuenta. Lucía un cuerpo en plena forma física, quitando la barriguita, un cuerpo que había esculpido años atrás siendo boxeador. El pelo blanco le resaltaba una cara dura y arrugada, tenía los ojos un poco rasgados y la cualidad que más destacaba en él era su energía, la energía de un vaquero, la energía de un solitario, esa cualidad de vida que tiene tirón propio.

Nunca recurrí a Bart en busca de consejo y él nunca me pidió a mí ninguno. El motivo por el que lo apreciaba era por haber sido el primer hombre en tratarme como a una igual. Bart era una persona dura y recia, como yo. Nadie le había quebrado nunca el espíritu, ni tampoco nadie lo había hecho con el mío, aunque muchos embaucadores y chupópteros lo intentaron, pero esa época ya había pasado. Mi época Dumbo (así la llamaba yo) había pasado y Bart lo sabía. Estuve mucho tiempo intentando proteger a Bart de la idea de que lo necesitaba; él lo sabía pero nunca se aprovechó de esa necesidad, esa extraña necesidad de que te quieran, de ser feliz con un amigo. Mi personalidad tendía a ser excesivamente sensible, a veces nada práctica, y también creativa, alocada y espontánea. Bart era justo lo contrario. Permanecía en una calma casi absoluta día y noche. Nunca levantaba ni bajaba la voz, con ese deje lento de Dakota del Norte que tenía. Era tranquilo y pausado, y eso me gustaba. Habíamos hecho el pacto de no vivir nunca juntos, de no casarnos nunca, y eso era lo que más me gustaba. Yo estaba intentando labrarme una vida que mereciese la pena vivirse, para mí y para mi hijo, y Bart nunca se interpuso en ese plan. Y yo intentaba mantenerme fuera de su corazón, tarea fácil: Bart no tenía corazón en lo que concernía a mujeres. O eras su amiga o no lo eras, y punto. Así de fácil. Así de relajado. Amigos. Amigos amantes. Compañeros. Tú me acompañas, yo te acompaño. Madre mía, después de tantos años de «relaciones» y «matrimonio» y «búsqueda de la felicidad»... Bart siempre decía que «la felicidad da mucha faena» y los dos nos reíamos. Cuando volvió de California aquella mañana, me llamó. Como casi siempre, me puse como loca al oír su voz lenta y calma.

—¿Lulu? Soy Bart.

—Conozco tu voz.

—Esta mañana en el avión he venido leyendo sobre ti.

—Estoy un poco abrumada.

—Lulu, te veo cargándote la industria entera, dándoles consejos empresariales sobre cómo llevar el estudio. Bueno, siempre te ha gustado dirigir, y ahí tienes todo un universo que dirigir. Te invito a comer algo y lo hablamos.

Se estaba riendo por lo bajo. A la gente acostumbrada a estar al mando le hace gracia cuando otra gente asume el mando. Bart era extraordinario. Me deseaba lo mejor. Y confiaba plenamente en que yo era capaz de todo. Y tenía razón, claro.

 

 

Quería a Bart. Y todavía lo quiero. Siempre querré a Bart. Porque es la persona más comedida que conozco y conoceré. Él me permitió pasar por fin de víctima a persona. Puede parecer increíble, pero durante años sufrí una humillación tras otra mientras iba de trepa en trepa diciéndoles quiéreme, quiéreme, soy buena, follo genial, tengo talento, soy divertida, quiéreme, quiéreme... Y al final encontré a este bicho raro, a este vaquero arrugado, a este amante equilibrado: Bart. Nos sentamos a una mesa del fondo en un restaurante pequeño del estiloso West Side. En varias ocasiones he dado fiestas allí y casi siempre bajan la música cuando llego. Odio la música de ambiente.

Bart no me preguntó si iba a aceptar el trabajo.

—Yo no soy la Lulu Cartwright que el estudio cree que está contratando —le dije a Bart—. Seguramente piensan que van a contratar a una mujer simbólica, titulada en derecho y productora de una película que consiguió recaudar veintitrés millones de dólares en taquilla combinando porno, kárate y valores artísticos, mezclando identidad sexual y fantasía de mujeres. Yo no soy la loca convertida en escritora de comedia y reconvertida en ejecutiva que podría pensarse que soy, sino una persona al término de su juventud. Estoy tratando de decidir si el poder es una cosa demencial, si es una broma o si es algo que de verdad me interesa.

—Eso no es para ti, Lulu —me respondió Bart.

—No estoy tan segura.

—Mira, esta historia no tiene nada que ver conmigo. Tú tomas tus propias decisiones. Pero eres demasiado creativa para este trabajo. No eres una ejecutiva. Vas a llegar allí con todos los trapicheos que se traen entre manos y te vas a perder.

Se encendió un cigarrillo.

—Seré un nuevo tipo de ejecutiva. De las que lo pone todo patas arriba. Me imagino la cantidad de cosas que podría hacer... Podría meter en nómina a algunas de las personas más creativas del mundo. Podría llevar la poesía al cine. Podría hacer películas sobre la imaginación, sobre los pensamientos, sobre el mundo que está repleto de fantasía.

—A mí eso me suena a un montón de chorradas. ¿Qué te hace pensar que te van a contratar para hacer películas artísticas? ¿Crees que el mensaje les importa? Les importa el dinero. No eres más que un monillo que han comprado para obtener publicidad. Eres como ese muñeco, Charlie McCarthy, apoyado en la rodilla de Edgar Bergen. ¿Y qué? ¿De verdad quieres ser un mono de feria? Cíñete a lo que mejor sabes hacer. Has ganado un millón de dólares con tu película, tú sola. Ganas dinero escribiendo comedia. Y te gusta. Te sale más a cuenta trabajar con comediantes como Lily Tomlin, Joan Rivers y Milton Berle que intentar ser una ejecutiva de un puñetero estudio. Que vas a ser la primera mujer presidenta de un estudio. ¿Y qué? Será otro trabajo simbólico más. Tratarás con un grupo de tíos mucho más inteligentes y duros que tú.

—Siempre podría sacarle partido a otro millón —le dije.

No tenía sentido hablar con Bart en otros términos. Era un tipo duro y entendía de dinero. No tenía sentido decirle que yo quería llevar novelas de Colette al cine, que quería producir El gran Meaulnes de Alain Fournier, que quería hacer un tipo de películas infantiles distinto, que yo veía las pelis porno como el nuevo gran arte, que quería conseguir satélites y vender películas por satélites en todo el mundo. No tenía sentido decirle que iba a reventar los sindicatos y a usar a mujeres como camarógrafas, técnicas de sonido, directoras, que las películas que yo iba a hacer reflejarían la vida de la gente que las viese. De pronto me sorprendí diciéndole a Bart:

—Me gusta ganar dinero. Estoy muy cansada de este papel de noble criada negra que se supone que tenemos que representar. Si pudieras ganar un par de dólares más de una manera tan sencilla como esta lo harías.

—¿Yo? —Se echó a reír y le dio otro sorbo al whisky. Me vio reírme a mí también—. Yo solo entiendo de dos cosas: de mujeres y de pan de centeno. He sido vaquero toda la vida. Y he vendido sobre plano. Pero me gusta ceñirme a lo que conozco. Y creo que tú deberías hacer lo mismo.

—¿A qué te refieres?

—A ver, cielo. Nunca te digo lo que debes hacer, pero es que creo que estás haciendo demasiado. Acabas de escribir otra película cómica, cómo era, esa de unas mujeres mafiosas que se hacen con el control de unos satélites y trafican con gente para matarla: el crimen perfecto. Estás escribiendo otra peli porno para el bicentenario de la Independencia. ¿Cómo la ibas a llamar? Mil setecientos setenta y penes. La Bantam te ha pedido que escribas un manual cómico sobre sexo titulado Me gustaría pasar la mañana contigo o algo así. Además, estás pendiente de tu cartera de valores, jugueteas con bienes inmuebles, organizas un seminario sobre producción cinematográfica en la Post Business School, estás hasta el culo con el proyecto de dar clases a niños en el parque, estás luchando con la Comisión de Parques por ese proyecto, estás criando a tu hijo, no paras de trabajar. ¿De verdad quieres añadir a tus quebraderos de cabeza la dirección de un estudio? ¿Te das cuenta de que tendrás que abandonar todo lo demás? Y no hablo de mí. Sabes que no necesito a nadie y que no te necesito a ti. Pero es que no puedo verte perder el tiempo haciendo algo que no es tan importante para ti. Eres escritora de comedia. Escribe.

El almuerzo terminó de sopetón. B. J. recibió una llamada urgente y tuvo que regresar a su despacho. Yo volví andando a mi apartamento. No recuerdo ni una sola vez en la que Bart me hubiese dicho: «No hagas esto porque te quiero para mí». Nunca lo había dicho. Y por eso me veía con él.

Llamé a Elizabeth Ludman, mi abogada, llamé a Emma para saber qué estaba haciendo David y llamé a otro par de personas más, y luego dejé el teléfono descolgado. Decidí ir a ver al doctor Lutzman.

 

 

El doctor Lutzman, también conocido como Lutz, dejó a sus otros pacientes en cuanto supo que yo estaba en su consulta. «La fama», pensé. A Lutz le gustaban los pacientes famosos. Le gustaba alardear de haberle curado el asma a Philip Roth y la urticaria a Liz Renay. Hablaba mucho sobre la revolución de las mujeres y sobre cómo eso afectaba a la salud de muchos de sus pacientes. «Para bien —decía—. Voy a escribir un artículo al respecto.»

Vivía encima del negocio, por así decirlo, en un edificio de piedra rojiza de la calle Setenta y tres Este. Su mujer trabajaba en campañas políticas y Lutz estaba orgulloso de ella. Era el único médico que yo conocía capaz de hacerme sentir mejor tan solo hablando. Era inteligente. Y supongo que confiaba en él todo lo que podía confiar en un médico. Me senté en su despacho y me fijé en que parecía más joven cuando sonreía.

—¿Estás buscando que te salga una úlcera? —me preguntó, en clara referencia al artículo del Times.

Sé que sonaba raro, pero ya estaba empezando a llamarlo EL ARTÍCULO DEL TIMES. De repente, en veinticuatro horas, me había cambiado la vida. La institutriz de mi hijo quería ir a Hollywood a follarse a Warren Beatty y hacerse famosa en Europa. Mi mejor amiga, Helen, lo veía como un horrible compromiso fáustico para mi alma. Mi madre estaba orgullosa. Mi padre estaba muerto, así que no podía tener ninguna opinión, pero como empresario hecho a sí mismo en el modesto Lower East Side que había sido, habría estado encantado. Eso era mejor que casarse con un millonario, porque significaba ser millonaria. Significaba poder. Ahí estaba la hija de Cartwright, Lulu, enmendando su vida de mierda. Mi perro también estaba muerto, mi querido Chas, así que no tendría que pasar por la mudanza. Pero lo habría detestado. Odiaba las ciudades nuevas. A mi hijo aún no le había consultado. Mi psicoanalista estaría regodeándose en algún sitio. Sus sesiones habían convertido a una de las mayores masoquistas del mundo en una famosa ejecutiva de cine. Una vez le dije: «Sabré que estoy curada, doctor Bears, cuando gane un millón de dólares».

Eso ya no era una broma. Iba en serio. Mis compañeras del colegio me odiarían. El ascensorista ya me había pedido un autógrafo. Mi tía Julia iba a venir de Boston en el puente aéreo para asegurarse de que tuviese el fondo de armario adecuado. Iba a traerse nueve pares de medias enteras con la esperanza de que dejara por fin de llevar pantalones y empezara a ponerme vestidos. Mi antiguo decorador de interiores estaba en el séptimo cielo. Pensaba en estanterías y en habitaciones de telas escocesas y de cachemira en los guetos de Beverly Hills. Mis exnovios del mundo del espectáculo estarían todos cortándose las venas, o los cipotes, por no haberse quedado conmigo. Mis exmaridos estarían intentando adivinar mi salario. Mi antiguo ortodoncista estaría diciendo que todo eso había pasado porque yo tenía los dientes derechos. Mi médico de la vejiga, el doctor Grimes, estaría preguntándose si andaba meándome en los pantalones, un hábito nervioso que conservaba desde la infancia. Mi farmacéutico probablemente estuviese sumando en su cabeza cuánto Librium iba a comprarle antes de marcharme a California. Ese hombre había leído El valle de las muñecas. Ay, la fama. Ay, el valiente mundo nuevo. Con esa cantidad de idiotas que lo habitan. Estaba luchando... por ganar tiempo. Era complicado decidirse. Era complicado decidir si valía la pena el acto político de aceptar ese trabajo y usar ese poder para incluir a mujeres en el terreno de juego. Obviamente, nadie en su sano juicio querría ir a California a trabajar con esa panda de imbéciles. Me daba risa pensar en todo ese espectáculo de bandera nacional, protagonizado por Lulu Cartwright, en la intimidad más propia de una heladería. El doctor Lutzman parecía estar leyéndome la mente.

—Estás bien hermosa, Lulu, has ganado un montón de peso. Supongo que te has puesto nerviosa con todo el tema. Por lo demás, diría que estás bien de salud. Toma algunas pastillas dietéticas y quítate diez kilos antes de meterte en esto. Aparte, yo de ti dormiría de sobra antes de entrar en faena. ¿Cómo va tu vida amorosa?

—Mejor que la suya —le respondí.

Era la única estrategia válida con Lutz.

—¿Sigues usando el diafragma o has vuelto a la píldora?

—Me limito a hacer mamadas.

—Hablo en serio...

—Tengo un diafragma distinto en todas las ciudades famosas del mundo. Además de mis sábanas de satén. Así, cuando viajo...

—No necesito seguir escuchando tus chistes malos —me dijo Lutz, riéndose.

Todo aquello coincidía más o menos con la época en la que había dejado a mi cuerpo ir a menos. Era como si toda la infelicidad de mi vida se hubiese mantenido a raya con disciplina mental. El miedo que los médicos habían infundido en mí a creer que podía triunfar, si así lo quería. Estaba convencida de que podía hacer lo que quisiera con mi vida. Y después de todo, mi vida no era tan mala. Todos los viejos sueños, la gente loca, los malos recuerdos y la familia azotada por la culpa —azotada a caballito, arre—, todo a mis espaldas. El único indicio de tristeza era la carne fofa que me sobresalía de la ropa, los kilos desesperados. Eso siempre fue un problema. El problema de engordar. El problema de esperar. Yo siempre estaba esperando. Como mucha gente. ¿A qué? ¿A qué estaba esperando, por Dios bendito? ¿Cargaba con el peso grueso de esperar a qué? ¿A un roce? ¿A una sensación? Podría presentar un caso sólido en contra de la lorza frente al sentimiento. Supongo que lo que estaba esperando era esto. Este extraño suceso holly­woodiense. Esta coronación de la cabeza confiada. Qué puñetas, Dios mío, si era un accidente. La corona estaba cayendo en la cabeza equivocada. Que así sea.

 

 

(Basado en las actas de la reunión de la junta.)

La reunión se celebró en las oficinas del estudio. Los doce hombres de la junta directiva llegaron puntuales para discutir la grave situación. Hall, Croft & Guinzberg, la empresa de consultoría ejecutiva, había emitido su consejo por valor de setenta y cinco mil dólares. Era el momento de que el estudio diese un paso más y contratase a una tipa para dirigirlo. El caso de los despidos de International Telephone & Telegraph Corp., que acababa de ocupar las portadas de The New York Times, esa tontería de las minorías, el sexismo y el racismo, había dejado de ser una tontería. Tenían que pagar compensaciones a las mujeres de la empresa y, más que eso, la publicidad negativa no era buena para ninguna corporación. El hecho de que el estudio hubiera sido una organización totalmente blanca le había afectado para mal cinco años atrás. El temor que había recorrido la columna vertebral de todos los accionistas empezaba ya a seguir su curso natural por el futuro del estudio. Harry Sedwick, el brillante joven destinado a cuidar del estudio con la misma atención que de una amante, expuso su informe final: había que buscar a una mujer. Una mujer simbólica que dirigiese esa organización, por lo demás exclusivamente masculina.

Sedwick había remarcado que la Coalición contra la Arrogancia Mediática, una organización de mil mujeres con sede en Nueva York, ya había hecho piquetes en empresas orientadas principalmente a mujeres, pero que se negaban a respaldar los costes de producción de los programas televisivos creados por dicha organización. Una tal Miriam Bogert, directora de actividades de Celebremos a las Mujeres, había presentado propuestas a setenta y cinco grandes empresas que, según le había contado Bogert a The New York Times y The Washington Post, se negaban a abordar los problemas de las mujeres. Bogert había presentado un programa de televisión llamado Celebremos a las Mujeres en el canal WPIX, siguiendo el formato de la producción hecha por el canal WBZ en Boston en enero de 1974, y la producción del canal WJZ en Baltimore en 1975, creada por Ray Bonwo y coproducida por Stephanie Meagher. Sedwick advirtió entonces a su estudio de que ellos eran el principal objetivo en Hollywood de los incluidos en la lista de la coalición. Ese grupo de mujeres había escrito cartas de protesta que manifestaban el malestar de las mujeres por estar las últimas en la lista de programas patrocinados por las empresas seleccionadas. La circular recibida por los jefes del estudio venía directamente de Sedwick. Se trataba de una recopilación de empresas, corporaciones, sindicatos y fundaciones que habían rechazado la exigencia de financiar a la coalición de mujeres. Dichas empresas iban a sufrir un boicot continuado; entre ellas estaban Morgan Guaranty, Avon, Woolworth’s, Getty Oil, Bristol-Myers, etcétera. Algunos de los lemas utilizados por la coalición eran lo bastante efectistas para atraer la atención de los medios y estaban apareciendo ya en las noticias de la CBS y la NBC.

El estudio aparecía en esa lista. Los lemas en su contra decían sencillamente DÉMOSLES DONDE MÁS LES DUELE: EN LA TAQUILLA. No todos eran tan de marisabidillas, pero aun así el tema ese de las mujeres se estaba convirtiendo en una broma de mal gusto. A la distribución del estudio no le venía bien. A la imagen del estudio no le venía bien. A los productos del estudio no les venía bien, especialmente a los cines de centros comerciales en los que hasta entonces esos productos tenían buenos resultados. A Sedwick le habían pedido que cumpliese una misión concreta. Se trataba de la siguiente: averiguar cómo contrarrestar la mala publicidad. Y su respuesta había llegado rápido: había que buscar un hueco en la dirección del estudio. Un hueco en lo más alto de la dirección. Y había que cubrir ese hueco con una mujer. Sedwick, después de hacer unas investigaciones, y de ver unos gráficos en rotafolios, decidió que no había tiempo que perder analizando el mercado en temas de dirección. Su mercado objetivo eran las mujeres: el mercado nuevo más grande y el de crecimiento más rápido. El presidente, sí, el hombre que presidía el estudio de cine más grande del mundo, tenía que irse. Por supuesto, él era el responsable directo de la distribución y de la imagen, así como de los productos. Y a él tenían que sustituirlo por una ELLA. Una ella que supiera enfocarse en el mercado de las mujeres. Una ella que supiera enfocarse en la distribución de las mujeres. Una ella, y no un él, pacificaría a la marginalidad radical que ya no era marginal. Una ella que, en otras palabras, garantizase que los productos para las mujeres oliesen a impecable no solo en el departamento de la raza, sino también en el departamento del sexo. Las mujeres, después de todo, eran las mayores compradoras de los productos del estudio. No solo querían entretenerse, sino también que dejaran de insultarlas. Había llegado el día. Había que encontrar a una ella. La imagen lo era todo. El producto lo era todo.

El rey había muerto. Era esencial buscar una nueva dirección.

La reunión se celebró a las nueve en punto. Los doce hombres fueron llamados al orden por el presidente. Sedwick explicó la situación. Había conseguido una lista de mujeres, seleccionadas por ordenador en las oficinas de la consultoría ejecutiva.

Fue un día triste. La reunión se asemejó más a un funeral. Sedwick leyó los nombres de las mujeres. Eran todas «posibles» candidatas para el puesto, pero había que debatirlo.

Lita Schwartz, abogada de un estudio, fue la primera mujer mencionada. La sugerencia quedó descartada.

—Es una tocapelotas. Olvídalo.

El siguiente nombre fue el de Lady Bird Johnson. Alguien se rio. Nadie dijo nada. Entonces Schwitzer, que llevaba años en el estudio, habló:

—La imagen equivocada.

¿Streisand?

—¿Estás de coña?

¿Mengers?

—Pasando.

Betty Friedan.

—Demasiado vieja.

Shirley Chisholm.

—Demasiado espíritu.

¿Mary Wells?

—Demasiado avasalladora.

Los doce hombres del estudio estaban incómodos. Los doce hombres de la dirección estaban tristes. Boicots. Centros interartísticos de mujeres. Fechas objetivo. Toda esa retahíla nueva sobre las tías. Era... increíble.

Más nombres. Bella Abzug. Eleanor Perry. Gloria Steinem. La señora de Danny Kaye. La doctora Joyce Brothers. Había otras mujeres notables que también eran candidatas. Todas echadas por tierra. Al final de la lista salía una de la que ninguno había oído hablar: Lulu Cartwright. Abogada. Escritora de comedia. Soltera pero divorciada. Productora de cine. Joven aún. La nueva ejecutiva. El nuevo Hollywood de la Costa Este. Autora de un libro sobre producción cinematográfica. Productora de Mata, mata, el bombazo inesperado del año, con veintitrés millones de recaudación. Antigua escritora de textos para Steve Allen. Amiga de los Kennedy (nadie sabía qué clase de amistad, el ordenador no había respondido a eso). Bien parecida. Sin vinculación a ninguna corporación. No era una persona corporativa. Pero sí era una persona fémina. Las credenciales se leyeron en voz alta como una lista funeraria de éxitos. Treinta y nueve años, titulada por la escuela progresista La Bellson, titulada por el Bennington College, titulada por la Sorbonne École de Droit. Un máster en producción cinematográfica por la Universidad de Nueva York. Escritora de comedia durante diez años. Productora de cine reciente del primer bombazo femenino de kung-fu. Intelectual. El padre, un rico hombre de negocios de Nueva York, ya fallecido. Divorciada. Un hijo de diez años. Ni bebedora ni fumadora. Voz suave. Nada tocapelotas. Nada malo. NADA MALO, decía el ordenador.

—Podremos manipularla —dijo una voz.

—Podremos utilizarla.

—Podremos aguantarla —dijo otra voz.

La reunión concluyó con pena. Habían elegido a una tipa.

 

 

—¿Helen?

—La puerta está abierta.

Abrí la puerta de la casa de Helen. West Side, estudio grande. Helen, poeta de poemas extraños, profecías, antigua compañera de la universidad. Delgada. Informal. Descuidada. Inteligente. Entrando cómodamente en el final de la treintena, todavía una rara alocada y una neurótica. Helen me miró por encima de las gafas.

—He leído el periódico.

—¿Te lo puedes creer?

Pasamos a la cocina. Cacerolas. Sartenes. Libros. Periódicos.

—Me lo puedo creer.

—El estudio tiene problemas. ¿A quién van a llamar? ¿Al banco Allen & Company? Esto es cinéma vérité. Y yo soy la vérité. Así, en vez de un montón de manos que saben lo que hacen, habrá solo una mano que sabe lo que hace.

—¿Y cómo suena una mano sola aplaudiendo? —me preguntó Helen.

Nos sentamos en la cocina. Helen se acercó al fregadero y preparó unas copas. Tomamos Strega solo con hielo.

—¿Cómo ha sido? —siguió diciéndome.

—Helen, es el mayor misterio de todos los tiempos. Ahora mismo no soy capaz de atar todos los cabos. Entiendo que hubo una comisión para buscar ejecutivos que sacó mi nombre de una de las grandes empresas cazatalentos. Le habrán seguido la pista a la peli que produje y se habrán comprado un ejemplar de Producción, financiación y distribución de películas con bajo presupuesto, mi divertidísimo libro sobre producción.

—¿El libro que escribiste mientras estudiabas derecho? ¿Cómo llegaste a escribir aquello?

—Fue en la época que pasé viviendo en Nueva York con marido número uno. No paraba de pensar que en realidad nadie tenía un libro práctico sobre cine, así que cualquier persona que tuviera una idea para una peli podría ponerse a ello. Empecé a estudiar bien todas las cosas que cualquiera que no supiera nada de cine querría entender. Escribí sobre cómo optar a los derechos, cómo investigar el depósito legal de las obras, el procedimiento de autorización respecto a los títulos, la relación entre precio de opción y precio de adquisición, las variedades de medios de distribución. Madre mía, investigué sobre los representantes, la financiación de producciones... Me iba dejando notas mientras dormía, notas sobre las instalaciones de los estudios, los contratos. Era todo como un juego. Al final, con la publicación del libro añadí algunas bromas, así que se vendió muy bien. Supongo que mi libro, el hecho de que me haya casado dos veces, que tenga un hijo, escriba para televisión y nadie en realidad haya llegado a odiarme nunca han ayudado. Y por supuesto, que querían una especie de giro de guion. Algo radical pero no demasiado. No un Pantera Negra. Ni un musulmán. Una mujer. La primera mujer presidenta. Jaja. Esa soy yo.

Me tomé otro Strega y luego pasé al whisky.

Helen me miró.

—¿De verdad vas a hacer esto, Lulu?

—Sí.

—¿Te imaginas cómo va a cambiarte la vida?

—Sí. Voy a volverme tarumba. Por un millón de dólares. Voy a ser una de las distribuidoras de proyectos mejor pagadas del mundo. Voy a tratar con representantes, con otras distribuidoras de proyectos, con novatos creativos, novatos de la producción, vendedores, productores, ejecutivos del cine. No voy a volver a tener un día de tranquilidad en la vida.

—Sí, lo tendrás. Cuando te pongan de patitas en la calle. Y eso es lo que todo el mundo quiere. La tragedia griega no surgió precisamente de la nada, cariño. Todo el mundo estará esperando tu caída. Todos los actores y las actrices de tres al cuarto del mundo tendrán tu teléfono y se tumbarán a esperarte. Todos los columnistas de cotilleos, los contables, embaucadores, actrices del Stanis­lavsky, todas las del movimiento de mujeres, las de los centros interartísticos de mujeres, todos los parientes y viejos polvos que hayas tenido, todas las que fueron al colegio contigo, todos irán detrás de ti. No te quedará tiempo para el ajedrez. Ni para los amigos. Ni para Lulu. Te limitarás a hacer estrictamente esa basura de trabajo de dirección. Almorzarás con alguien en tu despacho que te dirá: «Lulu, ¿todavía escribes comedia?», y tú responderás que no, que ahora te dedicas a dirigir. Estarás hasta el culo de contratos, propiedades, garantías, indemnizaciones, responsabilidades, calendarios de producción, costes generales, honorarios de abogados, toda una lista de los horrores. Necesitarás un psicoanalista para tu psicoanalista.

Miré a Helen.

—Qué ideas más antiguas —le dije—. Las ideas nuevas consisten en echárselo todo encima. Llevo años quejándome de no ser capaz de asumir algo que fuese un desafío para mí. Esto no solo será un desafío, sino que me pondrá de buen humor. Será divertido crear problemas en la Ciudad de los Chupópteros.

—¿Sí? —Helen me miró—. ¿Quieres un consejo de amiga? Bueno, voy a dártelo de todas maneras: no lo aceptes, Lulu.

—¿Por qué?

—No es que Fausto le cogiera mucho gusto a la vida después de venderle su alma al diablo.

—Esto no es el diablo, Helen. Míralo por este lado: Hollywood es el responsable de los sueños enfermizos con los que crecimos. ¿Quién nos enseñó lo que pensamos que es la vida? Las películas. ¿Dónde nos íbamos para esquivar a nuestros padres y saber más sobre nuestras absurdeces? ¿Sobre nuestras calenturas? ¿No fue Hollywood quien nos enseñó a afeitarnos los sobacos, a dejar que la felicidad llegue solo hasta un punto, a seguir intentando conseguir a ese hombre aunque resulte ser Frankenstein Junior? ¿No sacamos nuestras aventuras, nuestra poesía, nuestra sensación de fracaso, de estar siempre fuera de todo, de vacío, nuestro sentido del cuerpo humano, de las imágenes carnales, de la fama, de alargar la mano y tocar el mundo, no lo sacamos todo de esos poemillas enfermizos que según nos hacían creer eran las películas? ¿No nos enseñaron cómo ser guapas? ¿No estuvimos controladas durante nuestra infancia por las películas? Pues yo voy a hacer películas buenas.

—Para ya —dijo Helen—. Eso no ha pasado nunca. Por cada Ciudadano Kane hay un millón de La luz guía, El filo de la navaja y Te quiero, Lucy. Por cada secuencia divina de claqué de Fred Astaire hay un millón de pelis tristes enseñando basura.

—Pero no son más que mentiras. No hay ni una sola película sincera sobre la imaginación de los niños. Ahora mismo las películas son solo propaganda para el sistema. No hay imaginación.

—Pues porque no existe. A veces en Italia sí se ve. Algún Fellini hace Ocho y medio. Alguna Lina Wertmuller hace La seducción de Mimi. A veces ves una película que sale de Asia, como El arpa birmana...

—Pero las películas son precisamente eso: una sucesión de productos que avasallan. Y son todas feísimas. Hay una fórmula: la riqueza es bonita, la pobreza es fea. Y luego están las tendencias, madre de Dios, las tendencias de películas sobre monos y aborígenes, todo un grupo de películas sobre lo romántico de la inocencia o sobre cómo es volver a vivir aislados como los Tasadays, y están las películas sobre el paso de la infancia a la madurez, todas las películas que muestran a mujeres que despiertan y deciden que también quieren orgasmos y dejar de lavar platos. Luego están las pelis de la mafia, las de desastres, las bélicas, las negras...

—Te metes en los mercados y todo es un mercado...

—Porno. Dame porno o muerte.

—Y toda la gente del mundo del espectáculo, ese universo raro, artificial y rococó, está tratando de echarse encima de ti y debajo de ti y hacer que parezca algo sofisticado. Hollywood es el bosque en el que el homicidio siempre resulta apropiado. Todas esas piscinas con forma de riñón flotante. Todos esos sabiondos con pinta de gurús. Vale, vete a vivir entre esos creídos impotentes y créete que es para mejor.

Helen se recostó. Había concluido su discurso. Pero no me convenció. Yo quería la diversión de estar ahí fuera con esa gente haciendo MERCADOTECNIA, fabulando sus enfermizas fantasías para hacerse ricos y tener coches grandes y diamantes del tamaño de un páncreas, ese lugar todopoderoso que fabricaba fantasías. Sentía curiosidad.

Y se lo dije a Helen. Ella me escuchó.

—¿Podré ir a visitarte? —me preguntó, riéndose.

—Sí. Vamos a por unas pizzas.

—Qué pizza ni pizza. Voy a hacerte algo de cenar. ¿Ahora que eres una celebridad no quieres una buena comida casera?

—¿Qué tienes?

—He hecho col rellena.

Nos reacomodamos bebiendo. Estuvimos toda la noche hablando. Hasta el amanecer. El sol por las ventanas. Helen riéndose. Fumando. Los viejos tiempos.

—¿En qué piensas? —me preguntó Helen antes de irme.

—Pienso en cuánto voy a echarte de menos. Pienso en cuánto significábamos la una para la otra en la universidad. Pienso en cómo cantabas «en el fondo del mar, nena» y en cómo te casaste con un profesor universitario triste y guapo y tuviste cuatro hijos y llegaste fresca e idealista al mundo que tanto duele. Pienso en que una vez usé una güija en la universidad y fingí ser vidente. ¡Era Madame Blavatsky! Recién salida de Yeats. Pienso en cómo hablábamos.

Luz del sol. Nueva York, primera hora de la mañana. Dolor. Amistad.

—Adiós, Lulu —me dijo Helen.

Me dio un beso de despedida. Me abrazó. Y me mandó fuera, a la mañana. Calles vacías. Ni un taxi. A casa andando.

RETO. RETO. RETO.

Lo que me estaba ocurriendo era un sueño. A la mañana siguiente, me desperté y lo supe. En algún rincón oscuro de mi mente, supe que me había convertido en productora de películas solo para posibilitar que se conociesen mis palabras.

Fui caminando hasta el despacho de mi abogada. Tenía la oficina en el World Trade Center.

—Por favor, dígale a la señora Ludman que Lulu Cartwright está aquí —pedí en recepción.

Elizabeth Ludman tiene mi edad. Las dos estudiamos derecho al mismo tiempo. Ella fue a la Universidad de Columbia y yo asistí a la École de Droit de París, donde recibí clases de derecho mientras me casaba con mi primer marido, Abraham. Luego terminé mi titulación en derecho en Columbia, cuando regresé a Estados Unidos. Fue en Columbia donde conocí a Elizabeth. Me hice escritora de comedias. Ella se hizo escritora de alegatos, agravios, dictámenes, otro tipo de comedia. Aunque llevaba años sin verla, le pedí que me representara en mi segundo divorcio. Somos amigas desde entonces. Cuando entré en su despacho, se estaba comiendo un bocadillo de ensalada de huevo.

—¿Quieres uno? —me preguntó—. Le digo a mi secretaria que te pida uno.

—No, he vuelto a la dieta. En la clínica Kennedy.

—¿De qué va?

—Te ponen inyecciones. Son de meado de monja. Tiene un nombre italiano elegante, por el médico que lo inventó. Luego te dan una bolsita con cuatrocientas cincuenta calorías por día, todo bien empaquetado. Es la comida lo que de verdad te hace perder peso. Es un grano en el culo. Si te la saltas solo un poquito, comiéndote un chicle o algo, estás acabada.

—No tengo tiempo para eso —me dijo Elizabeth.

Levantó el teléfono. Habló con su secretaria por el auricular.

—Nada de llamadas.

Se relajó en su silla.

—He leído la prensa —me comentó—. Es impresionante.

—¿Impresionante? Es increíble.

—Pero ¿cómo ha pasado?

—Antes que nada, déjame decirte que todo esto tiene un toque onírico.

—¿En qué sentido?

—Primero recibo una llamada de teléfono. Están pensando en mí para dirigir el estudio. Luego me llevan en el jet de la empresa a California. Después me reúno con unos hombres que parecían carceleros. Son los guardas de la fortuna del estudio. Me siento en una sala de juntas diminuta que es como una cárcel. Pero es una oficina. Tengo el agua delante. A ellos, de frente, sonriendo. Me hacen preguntas.

—¿Qué tipo de preguntas?

—Elizabeth, querían saberlo todo de mi vida. Mi vida política. Mi historia personal. Mi vida económica. Mi vida profesional como escritora de comedia. Mi experiencia produciendo películas independientes. Qué haría si me quedase a cargo del estudio.

—¿Qué les dijiste?

Seguía comiéndose el bocadillo de huevo.

—No les conté nada del movimiento de mujeres, claro. Eso se lo ahorré. Supuse que sus egos eran demasiado frágiles. Todos se las dan de jefazos. Al fin y al cabo, creen que me están contratando como mujer simbólica. No les interesa que saque los pies del tiesto. Solo me quieren por mi cerebro. Les conté que había participado en la campaña de las artes y las letras por Robert Kennedy y que le había escrito posicionamientos sobre algunos temas al congresista Ottinger cuando se presentó al Senado. Con eso no los impresioné. Les dije que había estado casada dos veces. Con eso sí que los impresioné. Básicamente, recelan de cualquiera que sea demasiado feliz o infeliz. Les di mis credenciales en derecho. Y luego les hablé de mercadotecnia. Gráficos en rotafolios. Creatividad.

—¿Qué idea se llevaron?

—Que yo era una buena muchacha a la que podían manejar.

—¿Y qué más?

Se echó a reír.

—Están todos interesados en la energía. En la energía cósmica. La energía corporal. Están todos muertos por dentro, así que necesitan la energía de otra gente. Por eso todo el mundo ahí juega al tenis. Tienen que moverse. Tienen que moverse todo el rato. Aunque estén tristes y muertos, tienen que moverse. Todos tienen que ser productores famosos. Ejecutivos famosos. Y ninguna persona que sea famosa se queda quieta. Pensaron que podrían aguantarme. Y les gustó que yo jugase al tenis. Además, tengo aspecto femenino. Eso es lo que quieren.

—¿Qué vas a hacer con la cartera de valores del estudio?

—La gestionarás tú conmigo.

Elizabeth me miró. Estaba esperando que le dijera aquello. Y no podía fingir lo contrario.

—Necesitaré una copia de todos los valores en cartera. Luego podremos sentarnos y decidir qué conservar y qué vender. El dinero es un tema muy raro por ahí fuera. En realidad, no es dinero, sino «comunicación». Meten quince millones en el desarrollo de un nuevo sistema de películas en cinta para proyectarlas en aparatos domésticos de televisión porque creen que esa es la comunicación del futuro. Se supone que yo soy una experta en «entretenimiento doméstico» y me dicen que cuanto más dinero le echan, más comunican. Creen que quince millones es un tipo de comunicación y veinte es otro. Cuanto más dinero, más comunicación. Cuatro millones en una película es una comunicación de cuatro millones. Es todo ridículo.

—Hola, pequeño mundo del rotafolios —dije.

Elizabeth continuó.

—¿Qué vas a hacer con los paraguas fiscales? Sabrás que se ha convertido en una cosa muy arriesgada y que con las nuevas normativas roza lo ilegal.

—Voy a eliminar los paraguas fiscales. Es una forma de evadir impuestos y antes o después los estudios se verán metidos en muchos problemas. También voy a deshacerme de los abogados. Sabes que los odio. Por eso escribo comedia.

Elizabeth se echó hacia atrás con la silla. Empezó a fumar.

—Entonces vas a aceptarlo... Vale. Redactaré el contrato. ¿Cuáles son los términos? No me has contado nada.

—Me ofrecen un salario de doscientos mil dólares al año durante cinco años, con participación accionarial. Les he dicho que suban a trescientos mil y se olviden de las acciones. Y me llevo una parte de todas las pelis que produzca. De los gastos también, claro.

Muchísimo dinero. Salí del despacho de mi abogada y me fui a casa.

 

 

Aquello estaba por encima de lo que yo había soñado. Esos empresarios que trabajaban en la parte de producción me habían elegido para ser su distribuidora de proyectos número uno. Pensé en los pocos años que había pasado en la agencia Rawlins trabajando con ideas de producción, escribiendo guiones. Mis días de letargo como escritora de comedia, los años en la escuela de derecho, los años de estar presa en dos matrimonios, los años de echarlo todo por tierra y ser una perdedora emocional, todos los años de ser pobre y sentirme atemorizada por mí misma y por los demás no significaban una mierda para esa gente. Los años de pérdida de la pequeña Lulu. En ningún momento me veían como Lulu Cartwright. Para ellos era alguien que podía representar una buena imagen del nuevo Hollywood. Y recortar costes de producción. Llevar «ideas nuevas» al departamento discográfico. Cambiar el entretenimiento familiar. Crear películas de «entretenimiento doméstico» vendibles para un público nuevo y hambriento de una piel más sofisticada. LA JEFA DEL ESTUDIO. Eso decía en la prensa. En cuanto entré en mi casa sonó el teléfono. Era el amigo más antiguo de mi padre, Hughie Farber. Ay, papá, ojalá estuvieras aquí.

—¿Lulu?

—¿Hughie? Seguro que tienes el periódico en la mano.

—Mira, Lulu, qué pena más grande que tu padre no esté vivo para ver esto. ¿Te imaginas? Nunca pensó que fueras buena en los negocios, Lulu. Siempre creyó que estabas un poco chiflada. Te quería, no me entiendas mal. Pero, Dios mío, la jefa de Holly­wood... Lulu Cartwright. Menuda pena que tu padre no pueda estar aquí.

—Gracias, Hughie. Te iré contando.

Sonó el teléfono. Otro teléfono.

—Hughie, me llaman por el otro teléfono.

—Sí, sí. Te espero.

Cogí el otro teléfono. Era mi madre. Estaba llorando.

—Mi niña.

No era capaz de decir otra cosa al auricular.

—Mamá —le dije al teléfono blanco—, un momento, ahora mismo estoy contigo. Tengo a Hughie, el amigo de papá (¿te acuerdas de él?), en el otro teléfono.

—Hughie, oye, no puedo hablar contigo ahora, pero te agradezco tu felicitación.

Hughie se negaba a colgar.

—Oye, Lulu, tengo que pedirte una cosa. Cuando llegues a California, si tienes un hueco, ¿podrías llegarte a ver a mi primo político, Ronald Berkson? Lleva años allí trabajando con la gente de comercial de la tele, en Universal. Se parece a Clark Gable. La cuestión es que le dan un sueldo pelado. Solo ciento treinta y cinco dólares por semana en neto. ¿Quién va a mantener a una familia con eso? ¿Con tres hijos, quién puede vivir con eso? Por tu padre, por los viejos tiempos, Lulu, quiero que le hagas una entrevista a Ronald. Podría hacer grandes cosas en tu empresa.

—Vale. ¿Puedes volver a llamarme esta noche?

—Sí. ¿Te acuerdas de cuando tu padre, tú y yo íbamos a las carreras? ¿Te acuerdas en el Belmont Stakes? Yo te subía en mi regazo y tú mirabas por los prismáticos. ¿Alguna vez pensaste que te harías tan famosa?

No tenía respuesta. Le mandé un beso.

—Le echaré un cable a Ronald —le dije.

Colgué. El teléfono sonó de nuevo. Era la señora Linel, profesora de mi hijo en el colegio.

—Disculpe, no puedo hablar ahora mismo —le dije a la señora Linel—. La volveré a llamar.

—No pasa nada, querida. Solo quería felicitarla.

Colgó.

—¿Mamá?

—Sigo aquí —me dijo orgullosa.

—No te había contado nada porque mientras me tenían de candidata pensé que era mejor no darte esperanzas, mamá. Sí. Estoy muy contenta. Eso creo.

Mi madre me dedicó unas pocas palabras de ánimo. Era casi como si me fuese a casar otra vez.

—Sabrás llevar el estudio de maravilla —me dijo, sustituyendo matrimonio por estudio—. He creído en ti todos estos años. Sabía que te encontrarías a ti misma. Cuántas noches he rezado por ti... Pedía por ti para que te encontrases a ti misma. ¿Cómo van a ser las cosas por allí? ¿Podré ir a visitarte?

—Mamá, que no me voy a Siberia, claro que sí. En cuanto me instale.

—¿Te harás con una pandilla apañada? —me preguntó mi madre.

—¿Estás de broma, mamá? Esa gente son todos timadores.

—No digas eso. Tu abuelo era del negocio del espectáculo. Y sabes que tiene que haber gente muy interesante, seguro. Quiero que te vistas bien, que vas a estar bajo el foco público. ¿Tendrás coche con chófer? ¿Cómo va a ser tu alojamiento?

Mi madre usaba siempre grandes palabras para palabras pequeñas. Alojamiento.

—¿Mamá?

—Dime.

—¿Por qué no coges un avión en Boston y te vienes? Podríamos pasar el día juntas.

—Estoy trabajando todavía —dijo dudosa.

—Pero, mamá, tengo ganas de verte. Te quiero. Te echo de menos. Vente y ayúdame a arreglarlo todo. Vale. Sé que no te gusta el puente aéreo, pero puedes venir en autobús. Nos vemos luego, ¿vale, mami?

—Si de verdad quieres que vaya...

—Sí. Adiós.

El teléfono sonó una vez más. Era mi profesora de francés y amiga de más tiempo, Marianne. Una surrealista.

—Ay, querida. Esto es místico. Es un milagro. Es divertidísimo, sin duda ninguna. Una mujer de negocios de éxito. Nunca he oído nada tan absurdo. Piensa en todos los hombres con los que podrás hacer el amor. Dios mío, con ese puesto vas a poder hacerlo con casi cualquiera.

Marianne pensaba siempre en términos de genitales.

—Todo esto es una pesadilla —dije al teléfono—. ¿Te puedes creer que el teléfono no ha parado de sonar? Y no han dado ni las diez de la mañana.

—¿Vas a hacer cambios?

—¿En qué?

—En el estudio.

—Pues claro que sí. Voy a hacer pelis infantiles para adultos y pelis X para niños.

Merde —me dijo—. Pero mierda en sentido de buena suerte.

Nos estábamos riendo. Aunque yo era consciente de que tenía mucho que hacer esa mañana.

—Pásate por aquí y desayuna conmigo —le dije.

—Genial. ¿A qué hora? Tengo clase.

—No sé, amiga. Cuando quieras.

Oí el otro teléfono sonar. Era increíble. Parecía que había despertado las fantasías de toda la gente a la que conocía.

—Adiós.

Au revoir.

Cogí el teléfono. Era otro abogado, Donald Fine, que había trabajado conmigo en mi última película.

—¿Lulu?

—¿Fine?

—En la industria hay un par de cuestiones y procedimientos básicos, triquiñuelas, que quiero comentar contigo. Suelen ser cosas confusas.

—Adelante.

Normalmente, Fine me hablaba como a una enana desorientada, pero dado que esa mañana me sentía justo así lo dejé seguir hablando, agradecida de que no se hubiera puesto histérico.

—Me refiero a temas de financiación y distribución. Lulu, tienes una oportunidad de cambiar la manera en la que se hacen las cosas por ahí. No es que no sepas nada de adquisiciones o de contratos de financiación y distribución, y joder, eres tan brillante que no tengo que hablar contigo de dólares, céntimos y porcentajes. Solo quiero que nos sentemos tranquilamente a comer y a comentar los detalles. Pero vas a tener que hacer un montón de cambios ahí. Sé que no es lo que esa gente espera. Pero te lo digo en serio, Lulu: deberíamos sentarnos y hablar sobre un modo completamente nuevo de gestionar adelantos de fondos y garantías. Además, Lulu, tengo un montón de cosas en mente que podrían servir para gestionar derechos de producción y distribución. Y también con fines distributivos a más corto plazo.

—Te lo agradezco. Es algo que ni me he planteado por ahora.

A través del largo cable del teléfono que llevaba desde sus secretos a los míos, que llevaba de mi dormitorio a su despacho en el edificio Brickman, a su mesa con las fotos de su familia, a mi cama y mis libros, mis flores y mis notas sobre contratos de exhibición, a su mesa, desde mi cama, a su mesa, se echó a reír.

—¿No has firmado el contrato?

—No. Me lo estoy pensando todavía...

—En la prensa dice que...

—Lo sé. Y estoy bastante segura de que voy a aceptarlo. Ellos creen que ya lo he hecho. Y se supone que voy a ir a California. Han puesto a mi disposición el avión de la empresa y se supone que mañana vuelo a Los Ángeles. Pero te llamaré antes. Gracias.

Colgué el teléfono. Seguidamente, dejé descolgados los dos teléfonos y entré en la habitación de mi hijo.

Estaba despierto. Vistiéndose para ir al campamento de día. El cuarto parecía un Kung-Fu Palace: había fotos de Bruce Lee por todas partes. Mi hijo. Lo quería más que a mí misma. Era difícil de creer para la gente, salvo para quienes tenían hijos propios. Pero ahí estaba esa persona, esa personita, delante de mí, que me quería y a quien yo quería. Acababa de terminar de cambiarle el agua a su pececito.

—¿Mamá?

—Dime, cariño.

—¿Te vas a ir?

—¿A qué te refieres?

—Te he oído hablando por teléfono. Y, mamá, pareces asustada. ¿Te vas a ir?

En la habitación entraba luz del sol. Habitación de plantas y palos de hockey, de libros diminutos y libros grandes. Habitación de mí sentada al filo de la cama durante otitis y resfriados. Habitación de ser amigos. Habitación de azotainas. Habitación de mi hijo. Sentí ganas de decirle: «Te quiero».

Cuando David me miraba, a veces me sentía como en el fondo del mar. Las olas me golpeaban. Tragaba agua, y salía a la superficie y flotaba y hablaba con él. David era mi único hijo. Después de que su padre y yo nos divorciásemos, nos aferramos el uno al otro y aún seguíamos atados con esa clase de amor que brota cuando algo ha salido mal en la familia y solo quedan los supervivientes.

—No voy a ir a ninguna parte sin ti.

—¿Y adónde vas a ir? —preguntó David.

—Voy a aceptar un trabajo en California. Voy a aceptar un trabajo en un estudio de cine. Así que en vez de hacer películas de forma independiente aquí o tratar de seguir escribiendo programas de comedia, voy a estar montando películas en California —le dije a mi hijo.

—¿Y yo también voy?

—Claro. Tú, Emma y yo vamos a mudarnos a Los Ángeles.

—¿Conoces a alguien allí?

—A alguna gente. Y conoceré a más.

David volvió a la pecera y empezó a echar algunas migas de pan; lo vi contar cinco migas con mucho cuidado.

—Yo no conozco a nadie allí, mamá —me dijo—. Y tendré que empezar en un colegio nuevo, donde nadie me conocerá y seguramente no le caeré bien a nadie.

Fui a decirle algo, un disparate raro, como «todo el mundo está sin nadie», pero me callé.

—Y además, mamá —siguió—, cuando vayamos a California, ¿cómo sabes que te va a gustar estar allí? ¿No vas a echar de menos a tus amigos?

—Los echaré de menos, sí, pero siempre puedo verlos cuando venga a Nueva York. Son solo unas horas de avión.

El lecho del mar. Recordé a todos los hombres de mi vida desde mi marido, cuando se quedaban en mi casa y David decía: «¿Quién es ese, mami? ¿Quién es?», queriendo formar parte de mi vida, buscando cercanía con todo el mundo. David, que me conquistaba a diario con sus deberes, sus lápices de colores y sus dibujos a los que les salían palabras como si fueran tiras cómicas. David, que huyó conmigo en unas vacaciones que pasé en Florida porque no podía soportar estar sola en la muerta ciudad de Nueva York y odiaba los árboles de Navidad, y los villancicos, las compras navideñas, la falsa actividad y la falta de familia. David, que era mi sombra, que tiraba de mí en la oscuridad, que me hablaba como un amigo. Con David me sentía en un océano más profundo que la parte misteriosa y oscura del mar, los dos nadando. Lo quería.

—Mami, yo no voy a ir.

—¿Por qué no?

—Porque voy a estar solo.

—¿Quién dice eso?

—Yo. No voy a conocer a nadie. Tú estarás trabajando. Y yo me quedaré solo con Emma después del colegio. Soy demasiado mayor para tener niñera, mamá. Me dijiste que cuando tuviera diez años ya no iba a necesitar niñera y todavía la tenemos.

—No es una niñera.

—Es una niñera.

—No lo es. Es una asistenta, David.

—¿Cuál es la diferencia? Sigue siendo una niñera.

David empezó a meter algunos libros en una mochila.

—Odio California —añadió.

—¿Sí? Pues yo también. Pero tenemos que ir. Porque me estoy ganando la vida, y esa vida me lleva allí. Y es una oportunidad para cambiar las cosas.

—¿Qué cosas? —quiso saber David.

—Muchas cosas. Se acabó Mickey Mouse.

—¿Qué otras cosas?

—Se acabó Mickey Mouse y van a empezar las películas buenas de verdad que podrás ver tú. Para que puedas sentarte en salas de cine a oscuras como hacía yo de niña y comer helado y palomitas y pasarlo bien de verdad. Mamá va a hacer películas sobre hospitales horribles y manicomios malos.

No imaginaba a nadie en el mundo que entendiera todo eso aparte de David.

—¿Por qué quieres hacer eso, mamá?

—No lo sé, David, porque quiero. A veces te entran muchas ganas de hacer algo, ¿no?

—Sí.

Me miró de una forma extraña, como hacen los niños pequeños.

—Dame un abrazo.

—No quiero.

—Vamos a vivir en un sitio maravilloso.

—¿Qué clase de sitio?

—No lo sé. Un hotel, a lo mejor.

—¿Te gusta vivir en hoteles? —me preguntó.

—¿A ti no te gustaría?

—No. Odio los hoteles. A veces me quedo en un hotel con papá.

—Bueno, eso es distinto. Son las islas Galápagos. Yo hablo de un hotel de Hollywood.

—¿Cuál?

Al menos ya estaba aceptando la mudanza.

—¿El Beverly Wilshire? —dije en tono sumiso.

David no entendía las diferencias. Estábamos todos nadando. El fondo del mar. El fondo del mar.

—Bueno, mamá, iré. ¿Cuándo te vas?

—Mañana. Y más adelante os vendréis todos conmigo. Tú y Emma y yo. La abuela vendrá y se quedará aquí contigo mientras estoy fuera.

—Todo el mundo se va fuera a pasar el verano —me dijo David, cambiando de tema.

Entonces, de repente, me miró.

—¿Cómo es que papá no ha querido verme este verano?

—Ya te he dicho que sí quería verte, pero está trasladando la oficina de las islas Galápagos a Manila y a veces una mudanza lleva mucho tiempo. Va a venir a visitarte en otoño.

—¿Me gustará Manila?

Le di un abrazo repentino. Lo apreté mucho contra mí.

—Pues claro que te va a gustar Manila. Vas a ir a visitar a papá el verano que viene. Y tú y yo estaremos juntos viviendo en California. Y allí iremos a nadar. Y nos lo pasaremos bien. Ya lo verás, David. Nos lo vamos a pasar bien de verdad. Iremos a nadar al mar, como dos peces, y nos lo pasaremos bien. En el mar azul.

—Adiós, mamá, tengo que irme. El autobús del cole me estará esperando.

Acompañé a David al ascensor. Le di un abrazo. Él me lo devolvió. Lo abracé otra vez.

Cuando se hubo marchado me vi de nuevo al borde del océano. Me costó una barbaridad no echarme a llorar.

 

 

—Sasha, a lo mejor me voy a California —dije, debajo de un espejo y un pez disecado.

Sasha trabajaba en un estudio de producción de cine. Era una amiga cercana, una amiga querida, alta como la diosa de un templo, con unos ojos verdes y profundos en los que se podía nadar. Siempre me hacía sentirme feliz, como una niña pequeña. Me encantaba ver a Sasha. Nos reíamos por lo bajini. Mirábamos las cosas como por un catalejo. Me recordaba a otros tiempos pasados, al internado, cuando una tenía mejores amigas, amigas que siempre te hacían sentir bien cuando las veías. Amigas a las que podías contarles secretos. Amigas en cuyas camas podías incluso meterte de noche y repasar libros y cartas de casa con una linterna. Amigas con las que cogerte de la mano. Sasha estaba casada en segundas nupcias con un verbo imperativo, un hombre tan dinámico y encantador que a veces costaba verla a ella. Ese hombre era uno de los grandes futuristas que había trabajado con Kennedy en el programa espacial y luego se había hecho asesor y conferenciante.

—Sasha, si te cuento una cosa, ¿no se la dirás a nadie?

—Claro que no.

—Todo esto es una pesadilla. Es más que un sueño que se hace realidad: es un sueño que nunca tuve y que se hace realidad.

—No seas tonta.

Pedimos nuestro pescado.

—Siempre has sido ambiciosa. Era de esperar que acabaras teniendo éxito —siguió.

—¿A esto lo llamas éxito?

—Bueno, antes o después iban a dejar que una mujer dirigiese un estudio, y no iban a elegir a una representante como Sue Mengers, ni a gente directa de agencias, porque esas personas tienen demasiados enemigos. Tú eres una disidente. Alguien que siempre ha tenido éxito, que siempre ha tenido talento, pero a quien nadie conoce. ¿Qué vas a hacer cuando llegues?

—En serio te lo digo, Sasha: lo primero que voy a hacer es que el estudio renuncie a la Academia de los Óscar. No es solo que los premios sean pura falsedad, sino que les dan pocas estatuillas doradas a películas que sencillamente reflejan el racismo, el sexismo y la explotación. Y a eso lo llaman entretenimiento. El concepto mismo de entretenimiento tiene que cambiar. No es entretenido ver una película en la que una mujer se convierte en una borracha porque no puede conseguir un trabajo. Ni tampoco ver a dos reinonas aún en el armario que escapan de su ciudad porque no pueden salir de ese armario. En fin, que las pelis que han estado sacando apestan.

—Pero recaudan dinero —me interrumpió Sasha.

—A lo mejor recaudan dinero, pero tan rentables no saldrían cuando la empresa ha entrado en bancarrota, Sasha. Para empezar, me gustaría eliminar toda la basura de los Óscar y de todos los demás premios. En segundo lugar, me interesan los documentales. En este país hay muchísimas cosas que pueden combinarse en forma de ficción cinematográfica. No hablo de películas como Z, sino de filmes como Nashville, por ejemplo, en los que de verdad te enseñan algo sobre este país. Ocurren muchísimos sucesos de renacimientos que nadie ha documentado de verdad bien. Me gustaría mostrar la corrupción, mediante la comedia, si es necesario. Me gustaría abrir en canal los sindicatos.

—¿Y qué pasa con las agencias de representantes? —preguntó Sasha, descuidando su pescado.

—Quisiera coger a la mayoría de los representantes y mandarles una carta para decirles que nadie en el estudio necesita de sus servicios.

»En fin, Sasha, que no pienso ser la criada no remunerada del estudio. Leal. Honrada. La que carga con todo sin quejarse. Si creen que han contratado a una noble sirvienta negra, mejor que le den otra vuelta. No pienso ser otra gordita más que juega a las cartas con los muchachos de Los Ángeles. Me he convencido de que necesito hacer un poco de investigación. Quizá incluso contrate a alguna gente para crear una pequeña unidad investigadora, discreta. Y después de eso, cuando haya analizado las formas corruptas que tienen de funcionar, recomendaré a los estudios algunas soluciones. Después de todo, ¿acaso no seguimos creyendo en cuentos de hadas?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sasha, echándose sobre su ensalada de col y mirándome como una diosa de las manzanas y del clima cálido.

—Lo que quiero decir es que no existe Cenicienta. Que la calabaza dorada de Warner Brothers se la tragó MGM hace mucho tiempo. Universal llenó de sangre el vestido de noche. El reloj marcó mal la hora en Paramount. Columbia se llevó el zapatito dorado y lo rompió hasta que solo quedaron trozos de cristal repartidos en los ojos de todo el mundo. Luego Universal roció al cochero con gas. La Fox se comió a la hermanastra y a la madrastra. Cenicienta está muerta. ¿Me has preguntado qué voy a hacer? —Paré de comer—. Pues pienso escribirle una nota a David O. Selznick. Incluso aunque esté muerto, voy a escribirle una nota. «Querido David: Vete a tomar por culo. Hemos estado años sentados aguantando que se nos escupiera encima, se nos peyesen en la cara y se nos cagasen en lo alto. Vamos a hacer unos pequeños cambios. Y luego lo empezaremos todo de nuevo.»

Sasha tenía que irse. Negó con la cabeza.

—No sé. Vas a ser muy poco popular —me dijo.

Le di un beso de despedida. Dividimos la cuenta y salimos del restaurante. Sasha regresó a su despacho. Una de mis amigas preferidas. Sasha, la dorada.

Era divertido. Estaba de pie delante del Lincoln Center, donde todos los años celebraban un festival de cine pero raras veces proyectaban películas estadounidenses. Eso es otra cosa de la que pienso deshacerme: de los tontos de traje y corbata que seleccionan las películas para los festivales. Va a ser todo una historia completamente distinta.

Iba a dar lo mejor de mí para hacer tipos de películas diferentes. Para que se mostrasen en otros tipos de festivales. ¡Claro que sí!

Me sentía poderosa. Y bien. Yujuuu. Era el símbolo inquebrantable.

Y por primera vez me pareció tener voz en esa patología llamada cine. Yo, Lulu Cartwright, iba a arreglar lo de la muerte del alma.