PARTE I

TRAICIÓN EN DAR QUEBDANI

1

Así caí prisionero

El general Silvestre se ha suicidado, Annual ha caído, los moros cazan a los españoles como si fueran conejos y hurgan en las bocas de los muertos para llevarse las piezas de oro. Esto es lo segundo que me ha venido a la cabeza esta mañana, cuando he caído prisionero en la posición militar de Dar Quebdani, a setenta y cinco kilómetros al oeste de Melilla. Porque lo primero ha sido el alivio.

Alivio, sí; un extraño alivio. Respiras hondo y piensas que nos darán agua. Y también piensas «ya no tendré que empuñar más el máuser». Adiós a la boca seca y la cara tensa temiendo un balazo, al miedo a que te maten o, todavía peor, al miedo a matar.

Pero el alivio se disipa en un suspiro. Porque cuando te cogen prisionero te preguntas: «¿Qué va a ser de mí?». La vida de soldado en una posición del Rif será tediosa, pero al menos sabes a qué atenerte. Te instalas en la rutina, te haces a ella. Pero cuando caes en manos del enemigo, ignoras qué harán contigo, y esa incertidumbre no te deja vivir. Te engañas a ti mismo pensando que te canjearán, que a los moros solo les interesa el dinero, pero no puedes quitarte de la cabeza los relatos de supervivientes que han llegado a Dar Quebdani estos últimos tres días, desde que cayeron en manos de Abd el-Krim las posiciones de Igueriben y Annual. Y te acuerdas de las encías de los cadáveres.

Tengo veintiocho años, estoy soltero, y hace tres años que no veo a mis padres y a mis cinco hermanos, que me esperan en Córdoba. No tengo un aspecto muy marcial. Mido casi uno noventa, nariz prominente, peinado con la raya al medio, soy parsimonioso, levemente guasón, delgadito y presumido. Me gusta retratarme delante de mi tienda, posando junto a algún moro amigo. Yo, hecho un pincel, con mi bigote y mi guerrera impecable, el cuello alto con el número 59, el de mi regimiento (Melilla), y los galones de sargento que lucen vistosos en la bocamanga. Y el moro, zarrapastroso, con su chilaba ajada y sus babuchas enormes, las puntas de los pies bien separadas.

El sargento Basallo posa en la puerta de su tienda, en Kandussi, junto a un moro amigo suyo.

Iba para perito aparejador, porque se me dan bien el dibujo y la aritmética. Pero me reenganché en el Ejército, y he terminado de sargento de infantería en Marruecos, donde llevo tres años. Me hice a la rutina de la vida de campamento, al trapicheo con los indígenas, me he hecho amigo de algunos, de los leales a España. No me esperaba el Desastre de Annual. Yo, que me tomo la vida con filosofía, que me gustan la siesta, el fino de Moriles, la tertulia con los amigos, he participado en varias campañas, como la toma de Tafersit, el año pasado, a las órdenes del general Silvestre, y sé lo que es un combate. Pero uno nunca está preparado para el cautiverio. Y yo, Francisco Basallo Becerra, menos que nadie.

Todo esto es lo que he pensado esta mañana, 25 de julio de 1921, día de Santiago, patrón de España, cuando he caído prisionero. Alivio momentáneo, primero; angustia, después. Y no poca vergüenza…

Estamos en manos del caíd Kadur Namar, jefe de la cabila (o tribu) de los Beni Said, el cabecilla con el que hemos pactado la rendición. Le dijo al coronel Silverio Araujo, jefe del regimiento, que todo iría bien, que no se preocupara, que era amigo de España.

Pero cualquiera se fía… ¿Amigos de España? ¿Como los policías indígenas —reclutados entre los rifeños— que se cambiaron de bando en cuanto olieron nuestra debilidad tras la ocupación del Monte Abarrán, hace mes y medio? No le dimos importancia, pero la pérdida del Abarrán, con una altura de quinientos metros desde la que se divisaba Alhucemas, fue el preludio de lo que ha venido después. Aquella fue una falsa pica en Flandes, con la guarida de Abd el-Krim a la vista.

Mucho peor ha sido la escena vivida esta mañana, a las doce, en la posición de Dar Quebdani en la que yo me encontraba. Los fusiles rifeños vomitando plomo sobre españoles desarmados que agitaban pañuelos a modo de bandera blanca. Mis compañeros. A la puerta de la posición. Después del pacto con esos mismos rifeños. Los nuestros acababan de dejar en el parapeto armas y correajes cuando los moros se echaron a la cara las pesadas culatas de los Lebel. Los nuestros con las manos en alto, y los moros apretando el gatillo. Los nuestros, aterrorizados, huyendo en todas direcciones, y los moros tirando a la cabeza si estaban cerca; a las piernas si corrían.

¿Cómo fiarse si no respetan los pactos? Es lo que les pasó a los ciento veinte hombres de la Alcazaba Roja hace un par de días. Rodeados de rifeños, sin agua ni posibilidad de obtenerla, pidieron instrucciones a Dar Quebdani por heliógrafo, el mando les respondió que adoptaran «la más propia de su honor». Optaron por capitular y, una vez entregado el armamento…, de los ciento veinte hombres, solo llegaron cuarenta supervivientes a Dar Quebdani.

Cuanto más débiles somos nosotros, más crueles son ellos. Nos hemos enterado de que hoy mismo han matado a un capitán, Cándido Irazazábal, delante de su hijo de ocho años. El capitán ha pactado la rendición a cambio de dejar marchar a los soldados a Melilla, pero en cuanto los españoles han depuesto las armas, los moros los han liquidado a tiros.

Aun así, te aferras como a un clavo ardiendo al espejismo de que van a respetar tu vida. La retina está llena de pólvora y sangre; y el cerebro, del estampido seco de los disparos, pero te niegas a aceptarlo.

Todavía no entiendo cómo ha podido ocurrir. Cómo ha podido caer una posición como Dar Quebdani, arrollada por una turba aullante, que ha entrado como Pedro por su casa y ha acabado con novecientos hombres. ¿Es que no teníamos siete compañías de fusiles, una de ametralladoras y municiones para veinte cajas por fusil? ¿No teníamos dos cañones de acero Krupp de ocho centímetros, con doscientos disparos? Y sin embargo, la guarnición ha sido diezmada en un abrir y cerrar de ojos. Me pregunto quién tiene la culpa. En un acto casi reflejo, miro hacia nuestro jefe, el coronel Silverio Araujo, y a otros oficiales que van unos metros por delante en la columna de prisioneros, escoltados por rifeños armados.

Dar Quebdani es uno de los campamentos más grandes en la cadena de posiciones que se extienden entre Melilla y Annual. Está situado en territorio de los Beni Said, una de las tribus más belicosas del Rif, aunque «amiga de España». Claro que la amistad de las cabilas dura lo que dura el dinero con el que se pensiona a los caídes.

La posición está emplazada en una eminencia de cien metros de altura. Vista desde el aire, forma un rectángulo de cien metros delimitado por un parapeto de piedra seca, rodeado por una alambrada de tres piquetes. En su interior está la caseta de los oficiales, el parque de intendencia, la batería con los dos cañones Krupp, el recinto de las ametralladoras y la cantina. Fuera, se extienden las tiendas cónicas.

El agua queda a trasmano. A unos mil metros al sudoeste. Tan a trasmano que cuando las cosas comenzaron a ponerse feas fue preciso ocupar una caseta próxima, a fin de proteger del fuego enemigo a los convoyes que a diario iban a llenar las cubas a lo que nosotros llamamos el servicio de aguada.

Llevo tres días en Dar Quebdani, desde que llegué el viernes 22, procedente de Kandussi, con mi compañía, la cuarta del primer batallón. Y lo primero que noté fue la gran preocupación que reinaba por el agua… Eso y los rumores sobre Annual. Agua y Annual, Annual y agua. No se hablaba de otra cosa.

Aquel viernes, un capitán de la Policía Indígena, González Longoria, se presentó ante el coronel informando de que había caído Annual bajo un aluvión de dieciocho mil rifeños, y que las tropas españolas, unos cinco mil hombres, se replegaban en dirección a Dar Drius. Todo esto lo hablaban los jefes en la caseta de oficiales. Pero era difícil contener las malas noticias. Y el capitán Longoria no era el único que lo sabía. Un herrador de caballería nos vino con el cuento y eso desató los rumores entre la tropa. No tardó en saberse que el general Silvestre, máxima autoridad de la zona, había muerto. Se decía que no había sido el enemigo, sino él mismo, que se voló la tapa de los sesos.

Dar Quebdani fue entonces un hervidero de cuchicheos. Todos empezaron a opinar: que si era mejor seguir hacia la costa para embarcar a la guarnición con destino a Melilla; que si lo más prudente era replegarse a la posición de Dar Drius con tres baterías, suficientes municiones y agua a solo treinta metros… Todo menos quedarse en Dar Quebdani, porque nadie daba un duro por la lealtad de los Beni Said.

El general Silvestre.

Era preciso tomar decisiones y tomarlas sin pérdida de tiempo. Pero nuestro jefe, el coronel Silverio Araujo, cincuenta y cinco años, cejas blancas, barba blanca rematada por unos bigotes igualmente blancos, con las guías apuntando a las mejillas, era un militar de despacho, y se mostró irresoluto. Dejó transcurrir el viernes 22, a pesar de que era consciente de la gravedad de la situación.

Era imposible dormir sabiéndolo. Y sabiendo, además, que no se podía hacer la aguada porque los moros hostilizaban a los convoyes. Me enteré de que, por sorteo, se había designado a la sexta compañía del tercer batallón para proteger la caseta cercana al pozo de la aguada. La mandaba el capitán Enrique Amador. Un oficial echado para adelante, de mirada optimista y barba y bigotes enhiestos que subrayan su carácter firme. Le quedaban unas semanas para cumplir los cuarenta y un años: era un experimentado oficial que había tenido una destacada actuación en los combates del Barranco del Lobo, cerca de Melilla, en 1909, con el Batallón de Cazadores de Barcelona. Amador no era un militar de oficina, sino un tipo bregado.

Al día siguiente, sábado 23, el coronel consultó qué hacer al general Felipe Navarro, segundo jefe de la Comandancia de Melilla, que se encontraba en Dar Drius. Tras la muerte de Silvestre, Navarro era el responsable supremo. Pero en lugar de pedirle instrucciones por teléfono, Araujo envió a un comandante y a un capitán en coche rápido, lo cual no dejaba de ser sospechoso…, porque uno de los dos emisarios era el propio hijo del coronel, el capitán Eduardo Araujo. Lo comenté con otro sargento. No queríamos ser maliciosos, pero pensamos que sería el colmo que el capitancito no volviera y se librara de la quema.

No nos equivocamos. El capitancito no paró hasta llegar a Melilla y allí se quedó. El general Navarro, por su parte, envió un mensaje al coronel Araujo ordenándole que se replegase a Kandussi, cerca del río Kert. Pero el coronel de la barba y los bigotes blancos no le hizo caso. Tampoco atendió a la advertencia de Kadur Namar, con el que conferenció esa misma mañana. El caíd le reiteró que su tribu, Beni Said, seguía siendo amiga de España, pero que él ya no podía contener a las harcas (o grupos armados) de Abd el-Krim, ni impedir que sus propios cabileños se sublevasen contra los españoles, atraídos por el dinero y las armas. O se retiraba ya o Kadur Namar no se hacía responsable de lo que pudiera pasar.

La manecilla del reloj marcaba las doce del mediodía cuando los moros cortaban las líneas de teléfono y telégrafo. Nos quedamos aislados, sin cobertura, sin refuerzos, sin tiempo…

Fue entonces cuando el coronel Araujo se dejó tentar por la rendición. La oferta le llegó por un militar español: el capitán Narciso Sánchez Aparicio, jefe de la Alcazaba Roja. Se había rendido a los moros, que no respetaron el pacto, pasando por las armas a la mayoría de la guarnición y cogiéndolos prisioneros a él y a otros soldados. A través de un emisario, Sánchez Aparicio pidió a Araujo dinero, víveres y mantas para los capturados de la Alcazaba Roja. Y sobre todo le pidió que entregase Dar Quebdani, porque de lo contrario el enemigo acabaría con la vida de los cerca de doscientos prisioneros españoles que habían capturado en los últimos días. Le ofrecía, a cambio, la promesa de Kadur Namar de «escoltar la columna, con sus armas y municiones, garantizando que no la hostilizarían», hasta la desembocadura del río Kert, donde tres pesqueros los dejarían en Melilla sanos y salvos.

Mientras el coronel Araujo y los jefes deliberaban qué hacer, las crestas que cintureaban Dar Quebdani se llenaban de rifeños armados, y veíamos alzarse columnas de humo en el horizonte. Cortados el teléfono y el telégrafo, solo nos quedaba el heliógrafo para comunicarnos con los nuestros. Pero por más señales destellantes que los espejos enviaban, nadie respondía.

A primera hora de la tarde del sábado 23 me dieron la orden. Tenía que ir con doce hombres a la casa ocupada por el capitán Amador para llevar material de fortificación. Cargamos los mulos, nos colgamos los máuseres al hombro y nos pusimos en marcha, tragándonos el polvo.

Cuando llegamos a la caseta, descargamos el material y comenzamos a ayudar a los soldados de Amador en la fortificación. En misiones como aquella, las primeras veces siempre notas el aliento de un enemigo invisible en el cogote y miras furtivamente a las lomas, pero no hay nadie. Luego…, luego, simplemente, te acostumbras.

Pero ese día escuchamos el toque de corneta y, casi a la vez, el estampido de los fusiles. Nos pusimos a cubierto a la velocidad del rayo, nos echamos las armas a la cara y respondimos al fuego enemigo. Veíamos turbantes asomar por las lomas. Relampagueaban disparos aislados. Colegimos que no eran muchos los atacantes, pero como decía un teniente: «Es solo un tanteo». Primero envían una avanzadilla y después, según cómo se dé, una harca entera. Pasada una hora, reanudamos los trabajos de fortificación, dejando un retén de fusileros con la vista clavada en las lomas. El capitán Amador nos metía prisa.

Cuando llegó la orden desde Dar Quebdani de que mis doce hombres y yo debíamos regresar, ya eran las cinco de la tarde. En el camino nos cruzamos con el convoy de la aguada. Le deseamos suerte. Rezamos para que pudiera llenar las carricubas y regresar sin contratiempos. Ya en el campamento, dejamos máuseres y correajes y nos echamos dentro de las tiendas cónicas procurando poner la mente en blanco.

Al rato vimos regresar el convoy con las carricubas vacías. Los soldados nos contaron que el número de harqueños apostados en las lomas había aumentado y que los frieron a tiros. El convoy no pudo llegar al pozo. Los jefes nos avisaron de que iban a racionar el agua.

—Ya sabe, mi sargento, sangre o agua, hay que elegir —me dijo un soldado de mi compañía.

Cayó la noche. Fue entonces cuando nos llegó la noticia de que la guarnición de Kandussi había evacuado la posición. Corrillos fabricando rumores. Los rumores crecieron, envenenando el ambiente. La tropa ahogaba su inquietud con cigarrillos y chistes.

Domingo, 24 de julio. Toca diana a las seis y me levanto con la preocupación instalada en la cabeza. La ración de café con aguardiente es más escasa que de costumbre. Miro el sol, que no es más que una pinceladita naranja asomando en las crestas, sabiendo que en tres horas se alzará hasta convertir el aire en un horno.

El ánimo de la tropa empieza a flaquear. Desde el viernes no hemos hecho el servicio de aguada. Yo procuro no hablar de ello con los soldados de mi compañía, porque si se acaban las reservas de agua, se acaban las reservas de valor.

Me da un vuelco el corazón cuando me entero de que algunos soldados de otra compañía han asaltado unas cubas, derramando el preciado líquido y atropellando al vigilante. La cosa no fue a más, pero el pánico es contagioso, y yo no quito el ojo de mis hombres. Cualquiera vería que ya no se les da de beber a los 184 mulos y veinte caballos que tenemos, pésima señal, porque detrás del ganado va la tropa.

A las siete, el mando hace el sorteo para ver a qué unidad le va a tocar cubrir la aguada. Los jefes se esfuerzan por dar al sorteo un aire de normalidad, como si fuera un servicio rutinario más, pero hasta el gato de Castillo, el cantinero, sabe que posiblemente sea el último cartucho para conseguir un trago.

Nombran a la cuarta compañía del primer batallón. La mía. No la primera, no la tercera. No, la cuarta compañía, precisamente la cuarta. Ordenan formar y en unos minutos estamos un centenar de hombres en posición de firmes, con toda la impedimenta lista. Nuestro capitán, Antonio de la Rocha, manda descanso y nos dirige unas palabras. Nos pide un esfuerzo, porque sabe que estamos cansados, que los dos días anteriores han sido duros; pero que confía en nosotros, y esto y lo otro y lo de más allá. Y que ¡viva España!

Nos miramos: no, no es un servicio rutinario más. La responsabilidad nos abruma: de nuestro comportamiento en la aguada depende que los casi novecientos hombres acantonados en Dar Quebdani puedan beber ese día. La preocupación que llevo instalada en la cabeza me invade las sienes y se anexiona las cejas.

Salimos a campo abierto. Se oyen las detonaciones de los disparos antes de tener a la vista la caseta junto a la aguada. Los hombres me miran mientras vamos marchando. Soy el sargento. Y no un sargento cualquiera: estoy al mando de una de las tres secciones, por estar ausente el oficial que debía mandarla. Las otras dos están a cargo del teniente Luis Arjona y del alférez Antonio Ruiz.

Antes de llegar a la altura de la caseta, la unidad se pone en orden abierto. El capitán De la Rocha ordena a las secciones de Arjona y Ruiz que se desplieguen en vanguardia, en la loma que domina la aguada, y que la mía quede atrás cubriendo a las dos primeras del fuego moro. Lo hacemos. Tenemos a unos metros la caseta y a la izquierda las peñas desde las que disparan los harqueños. Veo avanzar a las secciones de vanguardia hacia la loma. Uniformes caquis, gorras con cinta roja, culatas color pardo. Y el silbido de las balas.

Los máuseres se recalientan de tanto disparo. Vemos caer a un hombre de la primera sección. Van los camilleros agachados a recogerlo. Nunca sabes si es una baja mortal o solo un herido hasta que los camilleros no lo reconocen. Pero no hay tiempo para incertidumbres, tienes que seguir escudriñando al enemigo y darle al gatillo. Rebotan las balas rifeñas en las piedras donde estamos apostados, y tememos por la integridad de nuestras cabezas. Y uno se acuerda de los salacots que los españoles llevábamos en Marruecos hasta el año pasado, que parecíamos los ingleses de la guerra del Nilo. Ahora, en cambio, usamos gorras circulares sin visera, que no protegen de nada y que nos dan un aspecto ridículo, como de botones de gran hotel.

Una de esas balas rebota y me roza el correaje. Me llevo un susto de muerte, pero no pasa nada. Me deja un persistente dolor en el hombro.

Se corre la noticia de que le han dado al alférez Ruiz, jefe de la segunda sección. Me señalan el lugar donde ha caído, envío a dos soldados, Miguel Alboraya y Juan Sánchez, a que vayan a recogerlo provistos de una camilla. No llegan hasta Ruiz. Se desploman y dejan tirada la camilla. Sin tiempo para pensar, ordeno a otros dos que vayan hasta donde están el alférez y los dos soldaditos. Cuando llegan a la altura de Alboraya y Sánchez nos hacen una seña de que estos viven.

Los camilleros van hasta donde ha caído Ruiz y lo que nos traen ya no es al alférez, sino sus restos mortales. Impresiona. La muerte de un oficial es doblemente dura porque deja huérfanos a sus subordinados. Los camilleros se lo llevan a Dar Quebdani, y también a Alboraya y Sánchez, heridos leves en los pies. No está claro que la aguada haya quedado despejada, pero nosotros sostenemos el fuego por si el coronel Araujo decide enviar el convoy. Es lo que deseamos, para eso nos estamos batiendo el cobre bajo el horno que nos castiga desde arriba y las balas que nos castigan desde abajo, a ras de tierra.

Para facilitar las cosas, ordeno al sargento Enrique Ubazos que se traslade con media sección a unos montones de paja situados en el flanco izquierdo y responda a los tiradores rifeños. Salen Ubazos y sus quince hombres hasta situarse en los montones de paja. Rezo para que lleguen todos. Llegan. Toman posiciones y abren fuego.

Pero apenas llevan unos minutos disparando cuando el corneta toca retirada. ¿Retirada? ¿Ahora que hemos tomado posiciones? Los de Ubazos siguen disparando, pero el corneta sigue tocando. Más confusión. A los pocos minutos, me llega la orden del capitán De la Rocha confirmando la retirada. Son instrucciones directas de Dar Quebdani. «De orden del señor coronel, que se retire la compañía al campamento». Nadie lo entiende. Y menos que nadie el capitán, que se molesta bastante por la decisión, cuando solo habíamos tenido cuatro bajas.

Cuando regresamos al campamento, con la cara blanca de polvo y las piernas entumecidas, me entero de que el coronel Araujo estaba en tratos con Hamed Achechur Ahssub, un tipejo de Beni Said, para comprarle agua. Me lo confirmó un pajarito. Me dijo que un teniente de intendencia le había entregado al tal Hamed quinientas pesetas por adelantado, y le había prestado seis barriles y tres mulos para traer el agua.

O sea, que en lugar de desbloquear la posición del capitán Amador, lo que hace el coronel Araujo es tirar de billetera. Ya no es sangre por agua, sino dinero por agua. Me indigné, pero me callé. ¿Por qué me callé? Porque comentarlo en público podría indisponer a la tropa contra el mando y, tal como estaban las cosas, resultaría contraproducente. Lo hablé con un sargento que me inspiraba confianza, un granadino llamado Alfonso Ortiz, del Regimiento Mixto de Artillería de Melilla. No le había tratado mucho, pero me parecía discreto, y su consejo de guardar silencio, acertado.

Aun así, a nadie se le escapa el trasiego de notables de Beni Said yendo y viniendo a la caseta de mando, y la noticia de la compra de agua corrió como la pólvora por todo el campamento. Agua y quizá algo más…

El malestar entre sargentos y soldados crece a lo largo de esa tarde, al ver que no salía ningún destacamento para relevar a la unidad de Amador. No tiene ningún sentido que sigan defendiendo el pozo si ya se ha cerrado un trato con Hamed.

Esa noche se raciona aún más el líquido elemento. En las siguientes horas, los de mi compañía nos turnamos con otras unidades para vigilar el parapeto. Nos toca responder al tiroteo de los rifeños que hostilizan el campamento desde las lomas circundantes. El rojo de los fogonazos y el negro de la noche. En la madrugada se intensifica el fuego. Resulta inocultable que el cerco se estrecha sobre Dar Quebdani. Pero mi capitán nos transmite la orden de no contestar si no está claro el blanco.

Cuando ha amanecido esta mañana, lunes 25, nos hemos enterado de que el tal Hamed no había hecho la aguada porque —según dijo— se vio rodeado de moros que le disparaban, y tuvo que dejar los tres mulos y escapar. Esa es la versión que le ha dado al coronel Araujo. ¿Quién puede creérselo? Lo indignante es que ha tenido la caradura de pedir más mulos y dinero para hacer la aguada. No ha devuelto las quinientas pesetas. Yo he cambiado impresiones con el sargento Ortiz.

«Nos están tomando el pelo —me ha dicho—, huelen nuestro miedo y se quedan con el dinero con el que intentamos comprar la vida y el agua».

Pero aún no sabíamos lo peor. Días atrás, un oficial de nuestro regimiento había ofrecido a un moro un cheque de mil pesetas para salvar su vida. No era otro que Narciso Sánchez Aparicio, el jefe de la Alcazaba Roja, el mismo que pidió al coronel Araujo que rindiera Dar Quebdani con la promesa de Kadur Namar de que llegarían sanos y salvos a Melilla. Un capitán del Ejército español pagándole al rifeño que lo encañonaba para que no le hiciera pupa. El rumor ha circulado por los corrillos de Dar Quebdani durante las primeras horas de este fatídico lunes, mientras la turba enemiga comenzaba a acercarse a la posición.

«Si es así, son perfectamente capaces de vendernos a todos», se me ha ocurrido. Pero no podía ser cierto. Conozco a mis jefes y no me los imagino comportándose como Judas. No digamos nada del capitán Enrique Amador, tampoco me lo imagino comprando su vida con dinero. Pero no se puede luchar contra los rumores. El antecedente de las quinientas pesetas pagadas a Hamed me ha hecho pensar que lo del cheque del capitán podía no ser un infundio.

Esta misma mañana, pues, se han cumplido ya tres días sin hacer la aguada. Nos encogía el ánimo el fantasma de Igueriben, posición cercana a Annual, asediada a comienzos de la semana pasada. Sabemos que, después de cuatro días sin una gota, los hombres del comandante Julio Benítez llegaron a beber colonia, tinta y orines mezclados con azúcar.

Por eso he contenido la respiración al ver que el coronel Araujo se reunía en consejo de guerra con los jefes, después de que un moro al que llamamos Convoy —porque abastece de carne a la posición— le haya entregado cartas de parte de Kadur Namar. He contado los oficiales que entraban en la caseta de mando: veintinueve. Todos sabíamos que iban a responder a la oferta de capitulación de Kadur Namar. ¿Cuál sería la respuesta? ¿Rendición con condiciones y conducirnos hasta Melilla, como proponía el caíd? ¿Resistir máuser en ristre? Las dos alternativas son malas: la de resistir, porque, visto lo de Annual, no tenemos posibilidades de quedar con vida. Y la de capitular, igual o peor, porque no nos fiamos de los moros.

Pero fuera cual fuera la respuesta que les haya dado, será infinitamente mejor que la incertidumbre.

Y que la sed.

2

Billetera en vez de sable

No han tardado mucho. Sé que ha habido una votación en la que se han barajado no dos, sino tres opciones: rendirse, resistir hasta perecer y abrirse paso por la fuerza.

Y lo que veo es lo siguiente: sale Convoy de la caseta, cruza el parapeto y se dirige en chelja —la lengua rifeña— a los tiradores apostados en los barrancos. Estos se incorporan y levantan los Lebel. Se destaca una comitiva con bandera blanca, y el caíd Kadur Namar en persona entra en la caseta para conferenciar con el coronel Araujo. Está claro cuál ha sido el resultado. Lo confirman dos órdenes que nos dan a los pocos minutos. Que depositemos armas y correajes en el parapeto y que nos cambiemos de ropa y nos pongamos las mejores prendas.

Lo de dejar las armas te da un poco de vértigo al ver que un tropel de rifeños emerge de los barrancos y se acerca a la posición, con los fusiles colgados al hombro. Ellos «con» y tú «sin». Estremece.

Entonces, mi capitán, Antonio de la Rocha, me pide ayuda para distribuir las sobras (la parte del haber del soldado) entre los hombres de la compañía. Tocaba a un duro por cada dos, o sea, dos pesetas con cincuenta céntimos por barba. Cuando las estamos repartiendo, le pregunto:

—¿Ocurre algo?

—Doy ese dinero por si se evacúa el campamento —me contesta.

Terminado el reparto, vemos cómo el sargento de la batería inutiliza los cañones Krupp. Quita los estopines a las granadas de las baterías de montaña, los mete en un saco y los entierra en un sitio húmedo para inutilizarlos.

Nosotros nos quedamos sin saber qué hacer, vestidos de bonito, sin armas y sin órdenes, con el susto metido en el cuerpo.

Quince minutos después —serían las once y media—, el parapeto de la posición se ha llenado de moros armados con una actitud chulesca. Han saltado por la alambrada e intentan entrar dentro del recinto. Otros, con banderas blancas, les piden calma y los contienen. Entre la masa de turbantes y chilabas, se destacan algunos con pinta de notables, que entran en el recinto y se dirigen a la caseta del coronel Araujo. Trasiego de idas y venidas.

Vemos salir de la posición un mulo cargado con mantas y víveres. Conjeturamos que es para los doscientos prisioneros españoles que los rifeños tienen en su poder. Es otra señal de que el pacto de la capitulación está cerrado.

Algunos de los harqueños que se apretujan en el parapeto se dirigen a nosotros y nos cuentan con su español chapurreado que se han rendido las demás posiciones, y que Abd el-Krim nos llevará sanos y salvos hasta Melilla. Pero lejos de tranquilizarnos, estas palabras infunden inquietud.

Se oyen entonces gritos, carreras. Suenan disparos a nuestra espalda, en el interior de la posición. ¿Qué estará pasando? Voy al cuarto de mi compañía y encuentro a varios hombres alrededor de uno de artillería tendido en el suelo. El chico tiene un agujero en el pecho y la guerrera ensangrentada. Lleva muerto unos minutos. «Le han dado los moros en el parapeto trasero de la posición», me dicen. No lo entiendo. ¿No se había pactado el alto el fuego?

Cuando salgo, veo a soldados corriendo hacia la puerta principal. Me dicen que el enemigo se ha colado por el parque de intendencia, oculto entre tiendas y hornos. Veo pasar entre los barracones a moros corriendo y llevando un fusil en cada mano. Un soldado grita:

—¡Se están llevando las armas que hemos dejado en el parapeto!

Me dirijo a la puerta principal. Procuro no exteriorizar ante los chicos de mi compañía el pánico que culebrea por las venas. Algo imposible ante la escena que estoy presenciando: los rifeños han saltado el parapeto y están recogiendo los máuseres que la tropa ha dejado; acto seguido, sin mediar palabra, se lanzan sobre los soldados inermes. Estos ponen las manos en alto.

—¿Qué hacemos? —le pregunto al capitán De la Rocha.

—No lo sé, no tengo órdenes —responde.

Suena el estampido seco de los fusiles. La masa caqui de los españoles se agita como un flan. Gritos, carreras, nubes de pólvora. Vemos caer a algunos soldados, los que corren tropiezan con los caídos. Algunos atacantes persiguen a los españoles, les apuntan a la cabeza y…

Muchos soldaditos saltan el parapeto y escapan hacia el campo, corriendo alocadamente como pollos sin cabeza. Algunos oficiales intentan contenerlos, pero nadie les hace caso.

Todo eso lo contemplo desde la puerta principal, con la mente y el cuerpo rígidos de pánico, sin saber dónde meterme. Pero aún no he visto lo peor.

Un grupo numeroso de soldados salen de la posición e intentan escapar por el camino que baja hasta el poblado de Hach el-Merini, les cortan el paso los moros, y los españoles sacan los pañuelos y los agitan a modo de banderas blancas. Qué ingenuidad. A los pocos minutos, los pañuelos son rojos. Dan igual las súplicas o los lloros; da igual que los soldaditos se arrodillen escondiendo la cabeza entre las manos. Los rifeños no paran hasta meter el cañón del fusil en el hueco que dejan sus manos y volarles la cabeza.

Estoy hipnotizado por el horror. A partir de ese momento, los acontecimientos cogen velocidad y mi cabeza se queda rezagada. Cuando me quiero dar cuenta, un moro me encañona con su Lebel y me pide dinero. Se lo doy. Al hacerlo me tiemblan las manos, se me cae todo al suelo. De un tirón me arranca la medalla del cuello, me corta el escapulario, me empuja, e instintivamente me cubro la cabeza con las manos. Cierro los ojos.

—Tú marchar. —Es la voz de otro rifeño que me apunta con su arma.

Me levanto y salgo de la posición con una columna de prisioneros, mudos y aterrados.

Rifeños armados.

Nos mandan parar y esperamos a que se reúnan más prisioneros. Estamos en un grupo fuera del parapeto. Se oyen detonaciones que salen del interior de la posición. Suenan como cohetes de feria. La traca es interminable. Deben de estar fusilando en masa a los que han pillado dentro o a los pocos que no han entregado sus armas y han intentado defenderse. Transcurren los minutos y las descargas no terminan nunca. Lleva tiempo exterminar a tantos.

Veo salir de la posición al coronel Araujo, al comandante Sanz Gracia y a varios jefes más, y reunirse con Kadur Namar, que los está esperando a diez pasos de la alambrada. Al reparar en ellos, hay dos cosas que me extrañan. La primera es que llevan el uniforme impecable, como si la matanza no los hubiera salpicado. La segunda, que los esté esperando el caíd de Beni Said. Cuánta deferencia comparada con la saña empleada con la tropa. Decido no sacar conclusiones, porque sería como asomarse al precipicio.

A nosotros nos agregan al grupo de los jefes. Somos medio centenar. Distinguimos a una cierta distancia el caqui del uniforme y el rojo de la sangre de compañeros tendidos en la tierra. Algunos, caídos en grotescas posturas, están muertos. Otros, heridos, piden ayuda. Están ahí tirados, abandonados en medio de los arbustos con agujeros de bala en el vientre, en la cara, en las piernas. Algunos se arrastran. Pero nadie les hace caso. Muerto de pena, desvío la mirada.

Nos llevan escoltados hacia la cabila de Kadur Namar. Al rato me entero de que, de los ciento un hombres de mi compañía, solo hemos sobrevivido mi capitán, uno de los tenientes, cinco soldados y yo.

Nos distribuyen agua. Nos quita la sed, lo que no nos quita es el miedo y la vergüenza. De ciento uno, solo ocho. Me digo a mí mismo: «Es una suerte haberme librado». Quiero convencerme de que es mejor seguir viviendo. Pero tengo mis dudas. Me siento sucio e indigno.

Procuro pensar en otras cosas, mientras nuestros captores nos encañonan y nos conducen como reses hacia la cabila de Kadur Namar, en las estribaciones del Monte Mauro.

El trayecto solo ha servido para aumentar la vergüenza. Junto a la columna de los prisioneros, escoltados por rifeños armados, se ha ido formando una turba de mujeres y chiquillos de Beni Said, curiosos primero, insolentes después. Los he visto con el rabillo del ojo acercarse hasta nosotros, ponerse a nuestra altura, y empezar a insultarnos en chelja. Al ver que no reaccionábamos ante sus provocaciones, niños tiñosos y con el pelo rapado nos empujaban, nos daban patadas, echaban a correr y volvían.

Uno le tiró de un manotazo la gorra a un soldado y a partir de ese momento se abrió la veda. Otros lo imitaron y nos arrancaban botones de la guerrera o nos tiraban tierra a la cara. Los guardianes les dejaban hacer, excepto cuando se formaba un tumulto y la columna de prisioneros se detenía. Entonces pegaban cuatro gritos y los dispersaban. Pero, a los pocos minutos, los críos volvían a la carga.

Les llamaban la atención las estrellas de los oficiales y los galones de los sargentos en la bocamanga. Especialmente estos, que al ser dorados destacan sobre el color caqui de la guerrera. Y en cuanto un mocoso se atrevió a arrancar los de uno, los demás nos echamos a temblar. Yo lo estaba temiendo hacía rato… Lo que hubiera dado por ser soldado raso y no llevar galones.

Un adolescente se puso a mi altura, me miró con altivez y empezó a imitar mis andares. Yo procuraba ignorarlo, pero él no dejaba de mirarme y de hacer burla de mis zancadas. El camino se me hacía eterno. Empezó a tocarme y a darme empujones. De pronto, me agarró el brazo, me arrancó los galones y se los lio a la cabeza, a modo de cinta, y se puso a insultarme. Yo seguía caminando, con la vista en el suelo. Me temblaba la mandíbula. Yo, un tío de casi uno noventa, a un tris de hacer pucheros.

A media tarde llegamos a la cabila de Kadur Namar mudos y aplanados. Nos hacinamos en varias casuchas al pie del Monte Mauro. La nuestra es una cuadra oscura, con suelo de paja. Olor pesado a oveja.

Miro hacia los jefes y oficiales, apretados en un rincón. El polvo del camino les ha blanqueado los uniformes, pero no tienen motas granates de sangre, como tenemos otros muchos. No observo desgarros en sus guerreras. Es como si pertenecieran a otra especie distinta de prisioneros. La especie de los que, en lugar de desenvainar el sable para ordenar fuego contra el enemigo, tiraron de billetera. Ese es el mayor motivo de vergüenza que llevamos encima. Lo que me niego a recordar de la caída de Dar Quebdani. Que teníamos orden de no disparar. Que unas harcas se han pasado por la piedra a un ejército de más de novecientos hombres, tras un pacto vergonzoso de nuestros superiores.

Pero ahí están ellos. Los tengo ahora delante, en esta inmunda cuadra de Beni Said, donde estamos hacinados después de un día aciago, tras la larga caminata desde Dar Quebdani. El coronel de la barba blanca y las guías de los bigotes apuntando a las mejillas, el capitán Sánchez Aparicio, que se salvó de la muerte con un cheque, y otros jefes y oficiales. Sin duda turbados, pero librados de la quema. No saben dónde mirar.

Se dice que, tras las votaciones que hicieron esta mañana en la caseta de mando de Dar Quebdani, se recaudó la cantidad de cinco mil pesetas para entregárselas a Kadur Namar. Sospechosa cifra, sospechosa redondez. Porque para comprar la vida de novecientos hombres resultan pocas; pero para treinta jefes y oficiales son bastantes.

Se ha abierto la puerta de la casucha y han entrado dos cabileños armados. Nos mandan salir a todos. Miramos al coronel Araujo. Si él se ha librado, los que estamos con él esperamos correr su misma suerte. Pero ¿y si no es así?

Nos sacan a empujones. Nos encañonan con sus Lebel. Ya es noche cerrada a los pies del Monte Mauro.

3

«Lo que sea de vosotros será de vuestro capitán»

Son fibrosos y renegridos. Se te echan encima y te palpan el cuerpo. Te pones rígido temiendo el filo curvo de la gumía, una daga que los moros manejan como una hoz y que siega cuellos como una hoz. Pero no hay tal. Solo quieren cachearnos.

Los harqueños de Kadur Namar nos quitan los objetos cortantes: navajas, plumas, llaves. Y los relojes de pulsera, que se ponen y exhiben con gesto presumido. Algunos llevan en la muñeca hasta tres y cuatro como trofeos de guerra. Les faltan dientes en su cetrina sonrisa, pero por Dios que no les falten relojes. Sin reloj, y en casuchas oscuras, perdemos la noción del tiempo. Sin reloj estamos más lejos de la civilización.

Nos devuelven a la cuadra. Al rato, llegan nuevos prisioneros que han sido capturados en distintos lugares. Nos apretujamos. Las noticias que nos dan son inquietantes. Las posiciones que hay entre Annual y Dar Drius han ido cayendo en cascada ante la harca de Beni Urriaguel —la tribu de Abd el-Krim— y sus aliados de Bocoya y Tensaman. En muchos casos, la Policía Indígena ha traicionado a los españoles, al cambiar de bando, como ha ocurrido en el fortín de Bu Hafora.

Del ejército de más de cinco mil hombres que el jueves 22 emprendieron la retirada de Annual, solo quedan unos dos mil. Muchos han perecido en el desfiladero del Monte Izumar, a manos de los rifeños que disparaban desde sus crestas. El fondo del barranco ha quedado sembrado de caballerías muertas, cajas de municiones, camiones cargados de heridos… que han sido degollados.

El ejército en retirada, conducido por el general Navarro, ha abandonado el campamento de Dar Drius, adonde había llegado procedente de Annual, y pretende dirigirse a Melilla, pero está por ver si lo conseguirá, con dieciocho mil rifeños armados y enardecidos por la caída de Annual.

La evacuación de Dar Drius nos produce una triste impresión. Es una de las posiciones mejor fortificadas del Protectorado. Y, a diferencia de Dar Quebdani, con el agua a mano. Tal vez hubiera sido mejor resistir allí que emprender un recorrido de setenta kilómetros hacia Melilla, con las cabilas en pie de guerra. Alfonso Ortiz y yo nos miramos sobrecogidos. En solo tres días han perecido miles de hombres y se ha perdido casi todo el territorio de la Comandancia de Melilla.

Pasan las horas y no logro dormir. La madrugada está muy avanzada, cuando vuelven a entrar los guardianes y se llevan al coronel Araujo. ¿Qué harán con él? Por fin aparece escoltado y nos informa de que, para conseguir nuestra libertad, Abd el-Krim exige dinero y el canje de algunos prisioneros moros que están en manos del Ejército español, según le ha dicho Kadur Namar. La noticia contradice lo acordado previamente por Araujo y el caíd, cuando este le prometió que nos conducirían sanos y salvos a Melilla, sin exigir ni un céntimo. Era demasiado bonito para ser verdad.

Nos quedamos chafados; pero, al menos, tenemos el dato de que nos quieren con vida.

—Les interesa canjearnos —asegura Alfonso Ortiz.

—¿Tú crees? ¿Después de lo que hemos visto hoy? Novecientos asesinados a sangre fría… —le digo.

Pero Ortiz insiste muy convencido:

—Abd el-Krim necesita armas y dinero, y los prisioneros son su gran baza.

—Puede ser, pero —añado— las harcas no son el ejército francés o el alemán de la guerra del 14. Países civilizados, ejércitos regulares.

Y le cuento, en voz baja, el último rumor que ha llegado a mis oídos: en la posición de Bu Hafora, los atacantes remataron a los heridos untándolos con aceite y quemándolos con velas.

Me gustaría equivocarme. Pero…

Transcurren las horas, transcurren los días… Encerrados y a oscuras no sabemos en qué fecha vivimos. Somos rumiantes asustados, pendientes de que una mano abra el aprisco y…

Pasan más horas, pasan más días.

Una madrugada, cuando el frío se desliza por los intersticios de la puerta, meten a nuevos prisioneros. Son eccehomos, con feas heridas y vendas sucias. Y no cabemos. La oscura estancia se convierte en un guirigay de caras repentinamente alumbradas por cerillas, quejidos lastimeros, protestas. Imposible dormir.

Reconocemos a uno de los heridos. Es el teniente Humberto Padura, de la sexta compañía del tercer batallón, la misma unidad que fue a proteger la aguada de Dar Quebdani bajo el mando del capitán Enrique Amador. Ignorábamos lo que había sido de ellos.

El teniente Padura, leridano de veintisiete años, tiene un primo hermano famoso: es el líder anarcosindicalista de Barcelona Salvador Seguí, conocido como el Noi del Sucre (el Chico del Azúcar). Pintor de profesión, Seguí fue secretario general de la CNT de Cataluña, y tuvo una destacada actuación en la huelga general revolucionaria de 1917.

Padura tiene una herida de bala en el brazo y otra, de un culatazo, en la cabeza. La lleva vendada y está mareado, del golpe y de los días que lleva perdido en un limbo de sangre. Ni él mismo sabe el tiempo que ha pasado desde los combates de la aguada de Dar Quebdani. Aun así, al rato nos va contando algo de la odisea. Lo hace despacio, en voz baja, musitando los horrores…

Comienza diciendo que el coronel Araujo envió a un emisario para que se rindieran. La caseta con el centenar de hombres estaba rodeada de unos mil tiradores, que los batían desde unas ruinas cercanas. ¿Qué pueden hacer cien contra mil? Los españoles llevaban tres días resistiendo, con una lata de sardinas por barba y otra de carne para dos. A pesar de todo, el capitán Amador contestó al emisario del coronel Araujo que sin tener una orden por escrito no evacuaría la posición. No se fiaba ni un pelo.

—El capitán Amador no se hacía ilusiones de escapar con vida de aquello —nos cuenta Padura—. Es más, se reunió conmigo y los otros dos tenientes, Felipe Casinello y Francisco Delgado, y nos comunicó que la situación era francamente apurada, pero que «cada hora que pasaran resistiendo era una hora más de gloria», así que los cuatro convinimos resistir hasta morir.

Más tarde, el mando les ordena, mediante señales de banderas, que entreguen todo al enemigo y que se retiren. Podrían evacuar la aguada e intentar llegar hasta la posición de Batel, por territorio enemigo, a la desesperada. El capitán Amador dispuso que se inutilizara el armamento y que formara la guarnición en el patio, con los doce heridos que tenían en primer término. Todos se prepararon para salir, excepto el propio Padura, que quedó con cuatro hombres apostados en la azotea de la casa. Lo que vio desde allí era inquietante. Las crestas y peñas, las chumberas y los arbustos, erizadas de fusiles.

A los pocos minutos, se presentaron emisarios moros diciendo que se había rendido Dar Quebdani y que hiciesen ellos lo mismo. Pero tanto Padura como Amador sabían la suerte que les esperaba si deponían las armas. Porque desde la aguada habían oído perfectamente los tiros de la matanza y los alaridos de desesperación de los heridos.

Amador tuvo las agallas de responder con plomo a la petición de los emisarios del enemigo. Les dijo que no se rendía y ordenó: «Apunten, fuego». Y de perdidos al río. Sonó una descarga, y eso bastó para que el contingente rifeño lanzase el asalto definitivo.

Los defensores lograron contener aquella acometida, dejando en las proximidades de la caseta varios cadáveres moros. Lo malo es que el teniente Francisco Delgado fue alcanzado en el vientre. Daba pena verlo, porque era muy guapo, cara de niño, con una mirada serena. Se puso pálido como la cera en cuestión de minutos. Lo acostaron en una camilla y lo velaron, sabiendo que no se podía hacer nada. El pobre hacía esfuerzos por sonreír.

Los soldados apostados en las aspilleras tenían orden de racionar los disparos porque cada vez quedaban menos municiones. Y las acometidas eran más furiosas. En una de ellas, los atacantes saltaron las alambradas y llegaron hasta la puerta, que intentaron forzar. Era un alud incontenible. Los españoles disparaban desde dentro, los rifeños desde fuera, dejando entre todos la portezuela como un colador. En ese momento, el capitán Amador ordenó que los soldados sacaran las bayonetas y las calaran en los fusiles. Todos sabían lo que eso significaba. Lucha cuerpo a cuerpo, con el máuser transformado en lanza, en pica, en huso.

En el cuerpo a cuerpo, el enemigo ya no es una forma más o menos lejana, sino un rostro, y su figura ya no es un blanco que colocas en el punto de mira, como en una escopeta de feria. Lo tienes encima, a unos centímetros de tu cara, tus ojos frente a los suyos, notas su aliento, oyes sus insultos. Y le hundes el cuchillo en el vientre… o te lo hunde él a ti. Eso si no te abren la cabeza de un culatazo. Hay que estar muy enloquecido o muy ebrio para emplearse en esa pelea a navajazos que es la carga con bayoneta… Por eso el soldado berrea hasta desgañitarse cuando la emprende.

Y eso fue lo que hicieron el capitán y sus soldados cuando se estrellaron contra una aullante muralla. Amador iba el primero, pistola en mano, le seguía el teniente Casinello, y los hombres bayoneta. Eran uno contra diez, y enseguida quedaron tendidos en el suelo. Incluido el capitán Enrique Amador, el curtido combatiente del Barranco del Lobo. Una hora más de gloria. Y medio centenar de hombres caídos.

Quedaba el teniente Padura, dentro de la caseta, con cuarenta soldados sanos, y bastantes heridos. Nos lo cuenta él mismo, en la casucha de los prisioneros de Kadur Namar, con la cabeza vendada, en una noche que parece no tener fin.

Algunos rifeños lograron irrumpir en la caseta disparando a quemarropa a los defensores que se apostaban en sacos dentro del patio. El teniente Delgado, postrado en un rincón, llamó a Padura; quería despedirse. Tenía la nariz afilada y los labios sin color; apenas podía hablar. Padura le dijo que no se preocupase. Y todo eso, en mitad del fragor de las balas. Padura tuvo que dividirse entre dirigir a los pocos que aún seguían empuñando el fusil y atender al pobre Delgado.

Por fin, optó por evacuar, por si alguien podía escapar del infierno y llegar, campo a través, hasta Batel… Se dispuso a salir con treinta hombres con la bayoneta calada. Intentó abrir brecha en el cerco; detrás iría el grupo de heridos escoltados por el sargento Muñoz y ocho soldados. Le encargó que incluyera al pobre teniente Delgado, y que estuviese pendiente de él.

Padura empuñó una carabina y salió el primero por la puerta. Le siguieron los treinta hombres bayoneta. Los recibieron a tiros, a gumiazos, a pedradas. El teniente luchó cuerpo a cuerpo; notó un picor en el brazo: tenía un balazo. Entonces fue derribado de un culatazo en la cabeza.

«¿Cómo pudo usted salir con vida?», le preguntamos unos y otros.

«Ni yo mismo lo sé», nos dijo.

Cuando estaba en el suelo, mareado por la conmoción, un rifeño se disponía a rematarlo. Pero otro moro se interpuso y lo recogió. ¿Por qué lo hizo? ¿Porque quería negociar un rescate? Imposible saberlo. El moro se lo llevó y el teniente no recordaba ya nada más. Lo cierto es que ahora se encuentra con nosotros, junto con otros españoles capturados.

El relato de Padura nos deja impresionados. Lo vemos a él, herido y librado por los pelos de la muerte, y al fondo del cuartucho vemos a nuestro jefe, el coronel Araujo, o al capitán Sánchez Aparicio, que salvó su vida con un cheque de mil pesetas, sin un rasguño. Son la cara y la cruz de Dar Quebdani. La cara del heroísmo y la cruz del deshonor.

Aunque no todo fue traición e ignominia en Dar Quebdani, me recuerda mi colega Alfonso Ortiz. Sería injusto no reconocerlo. Vimos a algunos oficiales que ni compraron su vida a cambio de unos billetes, ni dejaron tirados a sus hombres.

Recuerdo especialmente al capitán Mariano Viegtiz, jefe de la sexta compañía del primer batallón, con su pistola al frente de un pequeño grupo de soldados que no habían entregado sus fusiles y se encaraban con los rifeños. Lo llamativo es que en la famosa reunión de oficiales en la caseta del coronel Araujo, Viegtiz fue uno de los veintiún oficiales que votaron por pactar con el enemigo y, sin embargo, más tarde se mostró partidario de «consultar con la tropa y, si [estaba] dispuesta a batirse hasta morir, salir abriéndose camino». No era una respuesta muy propia de un oficial. A la tropa no se le consulta, se le da órdenes.

Ignoro si después Viegtiz se rebajó a consultar a la tropa si prefería rendirse o luchar. Lo cierto es que lo vi, con mis propios ojos, al frente de sus hombres, que empuñaron sus máuseres y plantaron cara a los asaltantes. Estos eran más y los redujeron en un santiamén, incluido Viegtiz, que murió de un balazo. Tenía treinta y nueve años.

Sus hombres aguantaron el tipo porque era uno de los suyos, porque les dijo claramente: «Perded cuidado, que lo que sea de vosotros será de vuestro capitán». Lo oí perfectamente. Estaba a unos metros de mí.

Además de Viegtiz hubo otros oficiales que se portaron. Eran el capitán Luis Cuadrado Jaraba, el teniente Salvador Relea y el alférez Ramón Montealegre. Todos ellos se habían mostrado partidarios de pactar la rendición o una salida honrosa. Pero, a la hora de la verdad, se dejaron la piel enfrentándose al enemigo. Luis Cuadrado tenía treinta y cuatro años y acababa de comprometerse en matrimonio. Era hijo de un oficial de infantería y había empezado como soldado raso a los dieciséis años. Del centenar de hombres de su compañía solo se salvaron diez.

Los gallos de la cabila anuncian el amanecer próximo. Nos decimos unos a otros que debemos descansar un rato, porque ignoramos lo que nos traerá el nuevo día. ¿Será el último?

Noto las rodillas de otro clavadas en mi espalda. Cierro los ojos, pero sigo excitado y despierto. Tengo el estómago vacío sin otra cosa que el chusco que nos dan, y las piernas y los brazos, atravesados por las agujetas. No logro abandonarme. Me vienen imágenes. La gesta que nos ha relatado el teniente Padura, el sacrificio del capitán Amador, el final de Viegtiz, y su frase, «lo que sea de vosotros será de vuestro capitán».

Me emociona recordarlo. Pero el miedo devora estas impresiones y las sustituye por otras más persistentes. Dos escenas se incrustan en la cabeza y no logro quitármelas de encima. Los pañuelos teñidos de rojo de los caídos en Dar Quebdani y los heridos de Bu Hafora, untados con aceite y achicharrados con velas. La primera la vi con mis propios ojos; la segunda solo puedo imaginarla.

No sé cuál es peor.

PARTE II

EL SARGENTO TEBIB*

4

«Esto es todo lo que queda del general Silvestre»

«No quiero morir». No lo dicen con palabras, sino con la mirada, el pánico pintado en los ojos. Los heridos se vuelven niños desamparados y llaman a sus madres, entre vendas churretosas de sangre, recostados bajo sombrajos al aire libre. Las úlceras despiden un olor tremendo. Estoy al lado del teniente médico Fernando Serrano, del II Batallón de Melilla 59, que también cayó prisionero en Dar Quebdani. Yo miro y él cura. Los moros nos han trasladado a Bu Ermana, al norte de aquella posición, cerca de la costa.

Han transcurrido unos días desde que describí en mi diario la caída de Dar Quebdani, el 25 de julio, y aquellas primeras noches de cautiverio, cargadas de imágenes terribles.

Pero de momento sobrevivo. Los cabileños de Beni Said no nos tratan mal del todo. Han traído garbanzos y otras provisiones de las posiciones rendidas, y con ellos confeccionamos ranchos. Pero la moral de los prisioneros es tan baja como su disciplina. La una va unida a la otra.

La diana a golpe de corneta del batallón ha sido sustituida por un indígena aporreando la puerta y la punta de un fusil apremiándonos a salir. Son ellos, nuestros captores, quienes marcan el ritmo. Nos sentimos huérfanos de jefes. Sin saber a qué atenernos, sin disponer de instrucciones precisas para tomar decisiones. Las echamos de menos, igual que echamos de menos formar ante un mando de nuestro Ejército. Pero en el cautiverio no hay ni formación ni disciplina. Bu Ermana no es un cuartel, sino una cárcel.

A pesar de todo, hay algunas cosas buenas. Al principio me impresionó el espectáculo de los heridos, pero ayudar al médico Serrano hace que me sienta útil. Aunque él sea teniente y yo de la tropa, Serrano me trata de forma llana y directa. Es un valenciano cuatro años más joven que yo. Él nació en 1896 y yo en 1892. Proviene de una familia muy sencilla, hizo Medicina con una beca. Y solo lleva un año en Marruecos, tras aprobar las oposiciones a sanidad militar.

Concienzudo y competente, se entrega a su labor de cura, ayudado por algunos improvisados enfermeros, entre los que me cuento. Eso sí, con pocos medios. Al ser capturados en Dar Quebdani, apenas hubo tiempo de conseguir material de la enfermería, y Serrano hace lo que puede.

Es muy duro ver a chavales de veinte años sujetarse el vientre por el que se les escapa la vida, sin poder aliviarlos; o tener que recurrir a navajas para la amputación de dedos. Heridas de metralla, de bala o de gumía, huesos astillados, conmociones cerebrales… Y el fantasma de la infección cerniéndose sobre enfermos y enfermeros. Los primeros días se me revolvía el estómago; pero luego pudo más la compasión que el rechazo y ahora paso varias horas ayudando al teniente médico. Lavo heridas, pongo vendajes, limpio heces, ayudo a incorporarse a los pacientes.

Otra de las cosas buenas es la amistad con el sargento Alfonso Ortiz, del Regimiento Mixto de Artillería. He intimado con él y nuestras conversaciones interminables hacen más llevadero el trago. Ortiz es un granadino amable y servicial, casado y padre de una niña pequeña. Leonor se llama. Habla de ella con devoción. Es un experto en toda clase de piezas de artillería. Pero, además de calibrar cañones, sabe calibrar a la gente. A mí, por ejemplo, me caló desde el principio. Es alguien en el que se puede confiar por su carácter optimista, que transmite serenidad. Compartimos pitillos y chuscos de pan, arreglamos el problema de Marruecos en interminables conversaciones, y nos contamos lo que a nadie más le contaríamos. Le hizo gracia el juego de palabras que hago con el nombre de mi unidad: Regimiento Melinueve Cincuentaylilla, en vez de Melilla 59. Una gansada de las mías. Hasta el punto de que cuando nos vemos, la usamos a modo de contraseña.

—¿Melinueve? —pregunta uno.

—Cincuentaylilla —contesta el otro.

Y nos morimos de risa.

Ya hemos intercambiado nuestras direcciones en Granada y Córdoba, para ir a visitarnos cuando acabe esto.

Le he contado ya mi vida. Familia humilde, seis hermanos, nacidos en la estación de ferrocarril de Córdoba, donde trabaja mi padre, jornalero, que se llama Francisco como yo. Tiene sesenta y ocho años y es muy alto, larga nariz, parsimonioso y saleroso. Yo he salido a él en la altura, la napia y la parsimonia; en el salero, no tanto. Le gusta componer rimas y hace chistes de todo. Se toma la vida con humor, a pesar de haberlas pasado canutas para sacar adelante a seis hijos. Mi madre, Elena, es bajita, sonriente y menuda, natural de Coria del Río (Sevilla). Aparece en muchas de las poesías de mi padre. A ella le escribo todas las noches diciéndole que no pase cuidado, que estoy bien, esperando que los moros negocien con España para libertarnos. Yo no me lo acabo de creer, pero con mi madre disimulo. Una carta cada noche, pero ella no me ha leído aún. Hasta que no esté seguro de que el correo llega a España sin ser interceptado por los moros, no le envío ninguna. Las voy guardando todas.

Le conté a Ortiz que me hubiera gustado ser delineante o perito aparejador, pero entré a hacer el servicio militar a los veinte y aquí sigo, con veintiocho. Comencé en 1913 en el Regimiento de Infantería Soria 9, en Sevilla. En 1916, a los veinticuatro, ascendí a sargento y fui destinado a la plana mayor. A Marruecos llegué en 1918, y me incorporé al Regimiento Melilla 59. Estuve en distintas operaciones de la región del río Kert. En junio de 1920 participé en la ocupación de Tafersit, cuando el general Silvestre lanzó su avance hacia Alhucemas y creía que se podía merendar a Abd el-Krim en un pispás. Y me pilló el Desastre de Annual cuando estaba de guarnición en Kandussi.

A la derecha, el sargento Basallo en Tafersit, un año antes del Desastre de Annual.

—Oye, Paco, ¿nunca antes habías sido practicante o enfermero? —me pregunta Alfonso Ortiz uno de esos días.

—Nunca. Siempre he estado en infantería. A mí lo que me gustaba era el dibujo. Yo quería ser perito aparejador…, nada que ver con sanidad.

—Pues estás todo el día con el teniente médico Serrano.

—Le he cogido afición. Me gusta ayudarlo.

—¿Te ofreciste?

—No exactamente. Mira, Alfonso, no lo comentes…, pero la primera vez que me acerqué era porque llevaba días con dolor en el hombro. Cuando protegía la aguada de Dar Quebdani una bala perdida me rozó el correaje y me dejó resentido. Pero cuando vi el panorama que tenía Serrano, no me atreví a contarle lo mío. Entonces me preguntó qué quería y…

—Le dijiste que querías ayudarlo como sanitario.

Solo un acontecimiento ha roto la monotonía de estos días. El 4 de agosto se presentó Abd el-Krim rodeado de una guardia de jinetes armados. Nos lo habían anunciado, y eso generó expectativas sobre el rescate. ¿Le detallaría al coronel Araujo o a Kadur Namar qué pedía concretamente a cambio? No te quieres hacer ilusiones, pero yo ya me veía en Córdoba, en nuestra casa de la calle Alfonso XII, con mis padres y hermanos, a los que hace tres años que no veo. Nos pasamos la noche anterior haciendo cábalas. Pero la visita del cabecilla rifeño fue breve como una exhalación y nos quedamos como estábamos. O peor.

Irrumpen los jinetes acribillando la mañana con sus descargas de fusilería. Saludan al caudillo de Beni Urriaguel con cabriolas. Se trata de caballos árabes, de cabeza pequeña y nerviosa, de remos estilizados, que los moros manejan como si fueran extensiones de su cuerpo. Van ricamente enjaezados, con sillas rojas, de borrenes altos, forrados de paño verde y blanco, y bridas de cuero. Los jinetes llevan larguísimas espingardas, que parecen picas que escupen fuego, y polvoreras decoradas con motivos vegetales.

Contrasta el gallardo escuadrón con la figura de Abd el-Krim, jinete en una mula y con sombrilla encarnada. Con ese tamaño y su trotecillo recuerda sobre todo a un obispo entrando en sede episcopal, echando bendiciones a diestro y siniestro. Pasa casi desapercibido entre la fantasía hípica y las descargas. Lo vemos a cierta distancia, ni muy grande ni muy pequeño, de aspecto nada imponente, y se me ocurre que podría pasar por un vendedor de sandías en un zoco. Desmonta la mula y entra en casa de Kadur Namar, seguido de otros notables. Y no lo vemos más en toda la jornada.

El caudillo rifeño Abd el-Krim.

Al día siguiente nos reúne el coronel Araujo y nos comunica que vamos a ser trasladados a Beni Urriaguel, y que, según Abd el-Krim, vamos a ser bien tratados. Del rescate no se sabe nada. Nos quedamos bastante hundidos. Beni Urriaguel es el corazón del Rif, en la región de Alhucemas, donde está la guarida de Abd el-Krim.

Así que hubo que levantar el campamento: una columna de trescientos prisioneros, incluidos heridos y personal civil, disponiéndose a marchar en dirección a la cabila del caudillo rifeño, pasando por Annual, caminando bajo el yunque de agosto.

Antes de partir conocí a Laureano, el niño de ocho años que vio cómo la hueste de Abd el-Krim mataba a su padre en la posición de Terbibin. Se formó un corrillo alrededor del chaval. Laureano es seriecito, formal, con el pelo cortado al uno, y aún está convaleciente de una herida en el tórax. Nariz chata, ojos oscuros. Lo veías responder educadamente a nuestras preguntas, y nada permitía pensar que hubiera vivido lo que vivió. Había venido todo ilusionado a pasar unos días de vacaciones con su padre, el capitán Cándido Irazazábal, natural de Vitoria, y presenció cómo los rifeños lo despachaban para el otro barrio, una vez pactada la rendición de Terbibin.

—Vine de vacaciones porque entonces no había guerra y no había peligro —nos explicó—. Pero vinieron los moros a atacarnos y ya no pude salir. Me puse al lado de mi padre. Mi padre, como era el jefe de la posición y tenía que defenderla, no quería que estuviera con él; pero no estaba el asistente y yo no quería estar más que con mi padre.

Cuando evacuaron juntos la posición, los rifeños dispararon al capitán en una pierna, y padre e hijo cayeron al suelo; luego, el capitán se levantó y recogió al chaval, pero una segunda bala le acertó en el pecho y se desplomó encima del pequeño. El niño resultó herido y fue hecho prisionero.

Laureano va a ser conducido, junto con otros prisioneros civiles, a Sidi Dris, en la costa, y embarcado en el vapor Lauria con destino a Melilla. En el grupo también va Balbina Sanz, la cantinera de Dar Quebdani, que perdió a su marido; la acompañan sus dos hijas. Se ha encargado del rescate Dris ben Said, un jurisconsulto moro amigo de España, que tiene la confianza del alto comisario y de Abd el-Krim a la vez.

Les deseamos suerte a todos. Y sobre todo a ese chiquillo seriecito y formal. Podrá regresar con su madre, volverá al colegio, se hará mayor…, pero crecerá con dos cicatrices. Una en el tórax, otra en el alma.

No tardamos en divisar los restos del naufragio después de una extenuante marcha camino de Annual. Estaban esparcidos por las laderas gris ceniza de Izumar. El naufragio de un ejército hundido en el desfiladero.

Lo anunció el graznido de los cuervos. El siguiente indicio fueron los postes de telégrafo caídos y los cables sueltos… y, enseguida, un hedor insoportable. El olor a muerto se adueñó de la tarde y se instaló en nuestras caras. Aún no teníamos los restos del Desastre a la vista, pero ya adivinábamos su presencia. Más hedor, más graznidos y de pronto el aleteo negro y pegajoso de los cuervos. Cuando llegamos al repecho de la posición intermedia, abandonada en la retirada, nos asomamos al desfiladero y entonces…

No había donde posar los ojos sin que el sabor agrio de la muerte los hiriese. Al fondo del barranco, momias oscuras. Momias de carros, autos ligeros, ruedas, artolas, maletas, ametralladoras… calcinadas, rotas, podridas al sol. Y junto a ellas, otras momias con forma humana, que conservaban una estructura elemental: cuatro extremidades como cuatro palos alargados, y el resto, despojos. Y sobre cada momia, tertulias de cuervos, todos bien juntos, agitando sus alas negruzcas, compitiendo por meter el largo y nervioso pico.

Eso, en el fondo. Y en las laderas peladas, más restos de carros y armas descuajeringados, correajes, gorros y más formas humanas esparcidas entre peñas y arbustos. Levantabas la mirada hacia la altura, al azul suave de la tarde, buscando un poco de paz visual, pero en el camino, los ojos tropezaban con una alpargata enganchada en un arbusto. La alpargata muda de algún soldadito, de veinte o veintiún años, quizá analfabeto, que habría venido de una aldea de Extremadura o de Andalucía, que no habría podido pagar para librarse de África, al que habrían metido en un barco desde Málaga y le habrían calzado una guerrera de paño caqui, con el número del regimiento prendido en el cuello alto.

Sin comerlo ni beberlo, ese soldadito, que posiblemente no había salido del pueblo en su vida, dejó atrás el arado y las ovejas, la siega y la vendimia, y se encontró en uno de los blocaos desperdigados por el Rif, con un fusil máuser de 1893, chopo de cuatro kilos, posiblemente descalibrado, rodeado de enemigos de certera puntería. Y todo lo que quedaba del soldadito era una alpargata suelta, enganchada a un matorral reseco de Izumar.

La columna de prisioneros, escoltada por rifeños armados, comenzó a descender en dirección a Annual. Íbamos por el camino que serpenteaba la ladera rígidos como autómatas, algunos al borde de la arcada.

Miré a Alfonso Ortiz, que iba unos pasos por detrás. En su pupila se reflejaba el horror. Apartó la vista.

Los guardianes canturreaban indiferentes. Era una crueldad por su parte hacernos pasar por el escenario de la carnicería. ¿No existía otro camino para llegar hasta Beni Urriaguel? ¿Por qué se empeñaban en restregarnos en la cara la humillante derrota del ejército de Silvestre, el deprimente espectáculo de nuestros compañeros calcinados, mutilados, torturados?

No habíamos visto lo peor. Conforme el camino descendía hacia el final del desfiladero, atisbamos grupos de moros con el fusil en bandolera examinando el río de objetos diseminados por la pista polvorienta. ¿Qué buscaban? ¿Relojes, espejos, estilográficas? Llevaban tapada media cara. Cuando estuvimos más cerca comprendí el porqué. Registraban las cabezas de las momias, hurgando en ellas con un machete. Me acordé de las piezas de oro… y me estremecí.

Pasamos a unos metros de los saqueadores, procurando mirar para otro lado. Un prisionero muy joven inclinó medio cuerpo y vomitó. Le siguieron varios más. Los guardianes, con las narices tapadas, les hacían gestos para que siguieran andando. Aceleramos el paso, queríamos dejar atrás la pesadilla cuanto antes. El resto del camino lo hice llorando silenciosamente.

Esa noche, llegamos a un grupo de casas, donde nos agruparon a todos. Sentarse en el duro suelo fue un alivio. Teníamos los pies cocidos y la cabeza a punto de estallar del calor sufrido y el hedor respirado. Nos dieron agua y nos distribuyeron un poco de pan y manteca. Estaba agotado, pero una imagen me impedía conciliar el sueño: una alpargata suelta enganchada a un matorral.

Amanecimos con los dos apergaminados: el uniforme y el ánimo. Legañas, relente de la mañana, hambre. Y no hubo desayuno. Lo que hubo fue una nueva marcha de seis kilómetros en dirección a la hoya donde se encontraba Annual.

Nuevos prisioneros fueron agregados a la columna, y nos contaron cosas vergonzosas de la retirada. En uno de los descansos que hicimos, las escuché de labios de un testigo, que iba en la columna que salió de Annual:

—Vi a oficiales quitándose las estrellas de seis puntas de la bocamanga para que los moros no los torturasen si los cogían… —musitaba—. Vi a tenientes salir corriendo, abandonando posiciones… Vi a oficiales peleándose por agarrar un caballo o un mulo y huir a escape.

Recordé lo ocurrido en Dar Quebdani y la historia del capitán que ofreció un talón de mil pesetas al moro para salvar la vida. También en la retirada de Annual, algunos jefes habían dado un pésimo ejemplo a los soldados. Esa actitud, contraria al honor, provocó en parte la loca desbandada de infantes y caballerías, la muerte de cientos de soldados, y el abandono de los heridos al caerse al fondo del barranco con los carros y las artolas que los transportaban.

Oyendo a unos y a otros, en frases cazadas al vuelo, era fácil deducir que los responsables de aquella catástrofe no habían sido solo los guerreros de Abd el-Krim, sino también el pánico. Prueba de ello es que no eran tantos los moros que disparaban, ni los que perseguían a los españoles. Y a pesar de todo, hubo guarniciones enteras que, al ver acercarse la avalancha de los que huían, prendieron fuego a la posición, quitaron los cierres de los cañones y se echaron a correr. La gente de los poblados mostraba una actitud tranquila y, de hecho, se extrañó al ver huir en loca carrera a la columna de los españoles. Solo se oían algunos disparos sueltos, pero eso no parecía justificar la desbandada.

Al llegar al desfiladero de Izumar, era tal la cantidad de tropas y ganado, caballerías muertas y carros volcados, que no se podía dar un paso. Y todo ello ofrecía un blanco perfecto para los tiradores apostados en las alturas. Si añadimos que los policías indígenas se cambiaron de bando y se ensañaron con los españoles, tenemos completado el devastador cuadro.

Era todavía media mañana cuando llegamos a la vista del antiguo campamento de Annual. En el camino encontramos grupos de prisioneros españoles transportando algunos de los cañones capturados por los moros. Los artilleros se habían convertido en esclavos. Al pasar nos miraron, mudos y con los ojos enrojecidos. Nuestros guardianes no nos permitieron dirigirles la palabra y nos conminaron a acelerar el paso.

Recorrimos los seis kilómetros que había entre Izumar y Annual, y en las cercanías de este se corrió la voz de que entre los cadáveres de la zona estaba el del general Silvestre. «¿Dónde?», pregunté. Lo que no podía imaginar es que, poco después, un rifeño que me había oído me llamase aparte y me dijese, en su español mal hablado, que me lo iba a mostrar.

Entre restos de neumáticos, quijadas de caballo, casquillos de balas, trastos abandonados, el rifeño me señala un cadáver. ¿Es él? Yo lo conocía por haberlo visto presidiendo desfiles en Melilla, como máxima autoridad de la Comandancia General, y en visitas que hizo a Kandussi y Dar Quebdani. Pero de aquel bizarro general de imponentes mostachos, botas de media caña y pelliza azul marino, con vistosos alamares, no queda gran cosa.

Es una forma humana de la que cuelgan cuatro harapos, tiesa y encogida, aunque su propietario en vida pudo ser alto. La cara no es cara, sino una costra de moscas. Las espantas y queda al descubierto una momia con el labio y el mostacho cortados…

Si realmente era el general Silvestre, aquella piltrafa apergaminada se había librado de la muerte cinco veces en la guerra de Cuba, donde fue de teniente con veinticinco años, y de donde salió con la hoja de servicios escrita en el cuerpo: treinta y cinco cicatrices. Este es el recuento: en Arango recibió cinco impactos de bala, y los mambises lo amarraron a un árbol y lo acuchillaron once veces; en el combate de Sabana de Maíz, una bala le rozó la frente; en el combate del Postrero la Caridad, le dieron dos tiros, y cuando volvió a desenvainar el sable al frente de su escuadrón, se llevó otros tres balazos y trece heridas de machete. Quedó incapacitado del brazo izquierdo, pero él continuó su brillante carrera como si tal cosa. Y Marruecos le depararía años después un segundo acto de gloria en Larache y Ceuta, que incluía el ascenso a general con cuarenta y dos años y la derrota del famoso bandido El-Raisuni. Supo lo que era sufrir sinsabores. Salió indemne de unas fiebres palúdicas, quedó viudo y con dos hijos a los treinta y seis años, pero jamás perdió el entusiasmo, ni las calamidades lo arredraron.

Consumado jinete, se diría que Silvestre vino al mundo con espuelas y fusta. Nadie, mambí, yebalí o rifeño, logró frenar su galopada a través de batallas en dos continentes. Y si le mataban el corcel, conseguía otro y volvía a picar espuelas. Como en Pinar del Río (Cuba), donde, después de perder tres caballos, consiguió un cuarto y volvió a la carga.

Ahora yace inmóvil y cubierto de moscas. Tanta prisa por llegar a Alhucemas y asestar el golpe final a la guarida de Abd el-Krim en Axdir… para esto. Tantas ganas de suplir el desastre de Cuba con la gloria de Marruecos, para acabar así, labrándose otro desastre todavía más deshonroso.

Yo lo admiraba. Muchos admirábamos sus maneras de militar echao palante, su compadreo con el rey Alfonso XIII, la gallardía de su porte, sus tacos y sus órdagos. Al soldadito le infunde confianza la seguridad y la bravura de su general, aunque esa misma bravura ponga de los nervios a los militares de oficina y cantina. Por eso es más brutal el desencanto cuando uno comprueba que fue una temeridad pretender ganar la guerra en un pispás; alargar la línea de posiciones sin asegurarse la lealtad de las cabilas; y desoír a militares expertos y competentes como el teniente coronel Fidel Dávila, su jefe de operaciones, o al coronel Gabriel de Morales, responsable de la Policía Indígena, que conocía el Rif como la palma de la mano. Este le desaconsejó que tomara el Monte Abarrán, atalaya de Alhucemas…, que a las pocas horas se perdió y fue el preludio del Desastre.

La apostura de Silvestre se derrumbó la mañana del 22 de julio, cuando ordenó la retirada de Annual, con el campamento cercado por un mar de turbantes, y se produjo la gran desbandada. Algunos dicen que quedó seriamente perturbado, a la puerta de su tienda, sin querer subir al automóvil en el que lo esperaba su ordenanza para salir de aquel infierno. Y añaden que se saltó la tapa de los sesos. ¿Lo hizo? Imposible saberlo. Pero aunque no se metiera el cañón de la pistola en la boca, Annual fue el suicidio de mi general.

Esta cosa renegrida pudriéndose al sol del Rif es todo lo que queda del general de división Manuel Fernández Silvestre, de cuarenta y nueve años, héroe de Cuba y Marruecos, comandante general de Melilla, gentilhombre de cámara del rey…, si es que es Manuel Fernández Silvestre. Que no tengo forma de reconocerlo, que me empujan los moros para que continúe la marcha hacia Annual. Y solo me da tiempo a poner una piedra grande al lado del cadáver, por si pudiera examinarlo otro día.

Si es que hay otro día.

5

La retirada del general Navarro

«Y a partir de ahora no debéis hacer el saludo llevando la mano a la gorra, sino llevando la mano derecha al pecho». Con este humillante aviso terminó el moro Civera las instrucciones que dio a toda la tropa formada en el antiguo campamento de Annual, la mañana siguiente de nuestra llegada.

Nos quedamos consternados. Por el aviso, por el moro y por el escenario. El aviso significaba que ya no podíamos cuadrarnos ante un superior, ni decir «a la orden de usted, mi capitán». A partir de entonces, solo podíamos saludar como hacen los mahometanos. La mano derecha al pecho.

Los moros les habían quitado autoridad a los jefes y nosotros habíamos dejado de ser soldados. Seguíamos mirando instintivamente a nuestros superiores, pero ya no mandaban. Solo opinaban. ¿Dónde se ha visto a un jefe opinando en lugar de dar órdenes?

En cuanto a Civera, el cabecilla moro que nos leyó la cartilla, era todo un personaje. Su verdadero nombre era Mesaud ben Amar, y pertenecía a la cabila de Bocoya, al oeste de Alhucemas, que se ha dedicado toda su vida al contrabando y la piratería. Aunque su tribu es pobre, Civera es rico. Lo llamábamos el Hombre de las Dos Caras, porque se vendía por igual a españoles y rifeños. Había hecho una fortuna con el contrabando de armas, y hasta disponía de una red clandestina de proveedores por el norte de África y en varios puntos de Europa.

Durante un tiempo fue de los considerados moros amigos de España. Una amistad que le costaba a la Oficina de Asuntos Indígenas de Melilla doscientas pesetas mensuales. Civera era uno de los cabecillas pensionados por el Protectorado para asegurarse su lealtad. Meses antes, se había ofrecido al general Silvestre para lanzar un desembarco en su zona y asestar el golpe a Beni Urriaguel, la tribu de Abd el-Krim, a la que la cabila de Bocoya tenía jurado odio eterno por una matanza perpetrada veinte años atrás.

Pero las cosas se torcieron cuando, el pasado mes de abril, las baterías del Peñón de Alhucemas, islote español distante ochocientos metros de la costa marroquí, dispararon contra el poblado de Axdir, justo el día del zoco. Cogió desprevenidos a los que iban a comprar y vender, y sembró el mercado de muertos y heridos. Estos eran campesinos de diversas cabilas, Bocoya incluida. Desde entonces, Civera puso entre paréntesis el odio ancestral que tenía a la tribu de Abd el-Krim y lo concentró en España.

En el Ejército, nos han mandado cubrirnos para formar miles de veces. Y miles de veces nos hemos puesto firmes ante un superior, pero nunca lo había ordenado un moro. Que el pirata Civera lo haya hecho y nos haya conminado, bajo penas severas, a obedecer a los guardianes resulta mortificante.

También ha sido mortificante por el escenario. Estábamos formados por filas los trescientos catorce prisioneros sobre la misma tierra en la que hace veinte días escasos fueron liquidados los nuestros, en el antiguo campamento de Annual. Aún se veían esparcidos por las suaves colinas casquillos de máuser, restos de carros y ruedas, y no muy lejos, en la pista de Izumar, formas humanas.

Estábamos en la parte norte de la hoya de Annual, con la loma de Igueriben a nuestra espalda, al sur; Izumar al este; el Monte Abarrán, al oeste; y frente a nosotros, el Mediterráneo, una rayita azul intenso, dibujada sobre la arcilla roja de las colinas.

Y aquí seguimos a finales de agosto, cuando vuelvo a trasladar al papel mis recuerdos e impresiones.

Vivimos un poco a la buena de Dios, alojados los sargentos en una tienda doble cañonera, con el suelo de paja, que es la cama general. Grupos de soldados se han instalado en rudimentarios barracones hechos con ramajes.

Durante la mañana, los guardianes nos emplean en el acarreo de piezas de artillería procedentes de distintas posiciones abandonadas. Hemos reunido ocho piezas, que hemos alineado con sus carros correspondientes. Por la tarde, sesteamos, entre el tedio y la miseria.

De comida no andamos mal, porque tiramos de conservas en lata tanto del antiguo campamento de Annual como de la posición de Dar Drius. Rancias, pero comida. El problema es que la despensa no es eterna y no tenemos ninguna confianza en que los rifeños nos alimenten cuando aquella se acabe. Como tampoco es eterno el dinero que nos queda y con el que compramos algunas cosas a los moros. Le hemos escrito al coronel Civantos, jefe del Peñón de Alhucemas, para que nos envíe por mar víveres y medicinas. Sabemos que los rifeños se quedarán parte de ellas, pero menos es nada.

Tenemos cerca de noventa hombres de baja, entre heridos y enfermos, en condiciones penosas, por falta de medicamentos y material sanitario. El teniente médico Serrano se desvive por ellos, y yo hago lo que puedo echándole una mano.

Ya hemos tenido que lamentar una muerte, la del cabo José Frejeiro, de mi regimiento, el Melilla 59, y tememos que no será la última, debido al peligro de las infecciones. Asistimos al entierro todos los prisioneros. Cada paletada sobre sus restos es una paletada sobre nuestra frágil esperanza.

Alfonso Ortiz hace lo indecible por animarme. Con él tengo confianza para mostrarme débil; con los soldaditos me pongo la máscara y me hago el valiente. Pero es un ejercicio agotador.

La llegada, el 25 de agosto, de los prisioneros capturados tras la caída de Monte Arruit ha sido una dura prueba para todos nosotros. La llegada y lo que ha sucedido. A las once rasgan el aire unos chasquidos de fusilería. Vemos llegar a lo lejos, en medio de una polvareda roja, a jinetes moros conduciendo a una treintena de prisioneros, montados en caballos y mulos. Cuando llegan al campamento, los moros meten más escándalo con sus descargas. Nos fijamos en los españoles…, parecen espectros.

«Son los supervivientes de Monte Arruit», se corre la voz. Nos acercamos con curiosidad. Algunos parecen jefes y oficiales. Enseguida reconocemos a uno que conserva el porte distinguido: bien derecho, con barba crecida y mirada altiva. Es el general Felipe Navarro, segundo jefe de la Comandancia de Melilla y, por lo tanto, responsable máximo tras la muerte de Silvestre. Lo acompañan otros jefes, como el comandante Villar, de la Policía Indígena; el capitán de Ingenieros Jesús Aguirre; o el capitán de Estado Mayor Sigifredo Sainz. Vienen también varios tenientes y algunos soldados.

Van silenciosos, en medio del estruendo impertinente de sus guardianes. Cada tiro al aire debe clavarse en su memoria cuajada de horror. Llevan grabada en el semblante la retirada, una odisea que empezó aquí mismo, en Annual, y que terminó en el fuerte de Monte Arruit, a solo cuarenta kilómetros de Melilla. Tenían la salvación casi al alcance de la mano, pero no pudieron romper el cerco, y capitularon después de doce días de cañonazos, sed y gangrenas. Los rifeños no respetaron el pacto y se llevaron por delante a los españoles una vez desarmados. De los tres mil defensores, solo sobrevivieron sesenta. La mitad de ellos los tenemos ahora aquí.

El general Navarro en Madrid después de su largo cautiverio en las manos de los moros. La imagen lo muestra con su hija el 22 de febrero de 1923, una vez liberado.

Los veo custodiados por los moros y se me encoge el corazón. Me fijo en el general Navarro, e instintivamente me sale de dentro formar a los trescientos prisioneros ante él y darle novedades. Sucede todo muy rápido. Busco con la mirada al sargento Guillermo Martínez Arenzana, del Regimiento San Fernando. De todos nosotros, es el sargento de más antigüedad y, reglamentariamente, el encargado de hacer formar a la tropa. Martínez Arenzana me hace un gesto afirmativo y, sin un momento de vacilación, ordena «¡aaaaaa formar!». Ortiz y yo lo secundamos, reunimos rápidamente a los soldados, al grito de «¡que llega el general Navarro!», se cubren por filas, y en un par de minutos, lo que era un rebaño disperso se transforma en un disciplinado batallón.

Forman perfectamente alineados, junto al camino por donde van a pasar Navarro y la comitiva. A muchos les falta la gorra, llevan barba de varios días y les asoman los dedos por las raídas alpargatas, pero el sargento Martínez Arenzana manda «¡fiiiiirm… es!» y la tropa responde como un solo hombre. Luego se vuelve hacia el camino y cuando el general llega a su altura se cuadra y lo saluda llevándose a la gorra la mano con la palma extendida hacia dentro. Uno de los escoltas rifeños se dirige con su caballo a Arenzana y se le queda mirando en silencio, como pidiéndole explicaciones. Pero este aguanta el tipo e, ignorándolo, mira al general.

No se oye una mosca entre los más de doscientos, firmes y con la mirada al frente, como si estuviéramos en un cuartel de Melilla o de la Península. Arenzana, entonces, se dispone a dar novedades al general, y dice bien alto:

—¡A la orden de vuecencia, mi general!

Es la primera vez que se oye en el cautiverio una voz tan clara, varonil y desenvuelta. Como si no estuviéramos rodeados de rifeños armados. Como si la zona no estuviera plagada de cadáveres de españoles. Como si nunca hubiera existido el Desastre. Pero dura solo unos segundos, porque el moro a caballo que tiene delante aúlla:

—¡No mandar! ¡General no mandar!

Arenzana se calla, pero sigue en posición de firmes. El moro dispara un tiro al aire y el sargento se estremece, la tropa se estremece, y también se estremece la disciplina. Algunos soldaditos se mueven, otros nos miran dubitativos a Arenzana y a mí… El moro insiste:

—Decir a soldados que marchar. Aquí no mandar general.

Y azuza al caballo, que se levanta de manos ante Arenzana. Este retrocede. Y el moro rubrica la orden con otro tiro al aire.

La formación comienza a temblar y vacilar. Cuando Arenzana se vuelve a la tropa para ordenar «rompan filas», llega tarde, porque la gente ya se dispersaba. Les había quedado claro. En Annual, «no mandar general». Ni se cuadra uno ante un superior, ni se saluda militarmente, sino como hacen los musulmanes, llevando la mano derecha al pecho.

Los jinetes reanudan la algarabía de fusiles y pasan de largo, tirando de Navarro y de los prisioneros de Monte Arruit, ignorando nuestra existencia. Y los hombres vuelven a perderse en el hastío, desperdigados por el antiguo campamento.

A la hora del rancho, me he fijado en uno de ellos que permanecía cabizbajo. Estábamos sentados frente a frente. Le he sonreído. Me ha mirado y se le han humedecido los ojos. No he dicho nada, pero era fácil imaginar lo que estaba pensando. Ahora no es nadie, pero durante unos minutos ha vuelto a ser un soldado.

Fue todo tan rápido que nos quedamos sin conocer cómo había sido la odisea de ida y vuelta del ejército de Navarro, desde Annual a Monte Arruit, perseguido por los rifeños, y de Monte Arruit a Annual, una vez capturado por los moros. Tampoco pudimos conocer los detalles de los doce días de asedio del fuerte.

Esa misma mañana, el sargento Arenzana y yo fuimos a presentar nuestros respetos al general y los jefes de Monte Arruit a la tienda donde los instalaron, antes de continuar camino de Alhucemas. Les llevamos comida, que devoraron con avidez, pues estaban desfallecidos, los informamos de nuestra situación, y apenas hubo tiempo para más, porque los moros querían continuar el viaje.

Me impresionó el aire sereno del general Felipe Navarro, con sus ojos claros y un punto tristes, su barba y sus bigotes con las guías hacia arriba, y el pelo más bien oscuro, a pesar de sus cincuenta y nueve años. Llevaba las calamidades con entereza y se comportaba con sus hombres como lo que era, un caballero.

Era hijo de un general que fue también senador y fiscal del Consejo Supremo de Guerra y Marina, y nieto materno de otro general que fue asesinado por soldados amotinados en la Primera Guerra Carlista.

Navarro llevaba en el Ejército desde adolescente. Cadete de caballería con quince años, conocía bien Melilla porque combatió en la llamada Guerra de Margallo, cuando, en 1893, seis mil harqueños armados con rifles Remington bajaron de las montañas y pusieron en un serio apuro a los cuatrocientos soldados que guardaban la periferia de la ciudad. Capitán con treinta y un años, se presentó voluntario y obtuvo la Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco de primera clase.

Después, luchó en la guerra de Cuba, donde ganó la Cruz de María Cristina al valor; y en Filipinas, donde fue distinguido por otras dos cruces del Mérito Militar y la Medalla de Sufrimientos por la Patria al resultar herido en la acción de Talisay. Y volvería a Melilla en 1909, durante la campaña del Barranco del Lobo. Amigo del general Silvestre desde las guerras de Cuba y Filipinas, Navarro lo acompañó como segundo jefe en la Comandancia de Ceuta, y desde hacía un año, como segundo jefe en la Comandancia de Melilla, donde lo sorprendió el Desastre. Lo que no podía imaginar era que, al morir Silvestre, acabaría siendo el responsable máximo de un ejército en retirada, y que sería capturado tras la masacre de Monte Arruit.

Los sargentos conseguimos proveer de dos huevos cocidos al general y a cada uno de sus acompañantes, e incluso de uvas y tabaco que habíamos comprado a los cabileños, y que los españoles agradecieron en el alma. Y luego los vimos partir.

Quien sí nos pudo contar la retirada hacia Monte Arruit fue el teniente coronel Eduardo Pérez Ortiz, del Regimiento de Infantería San Fernando, que llegó días después a Annual tras salvarse de milagro. Capturado por los rifeños, lo conducían a Axdir (Alhucemas), donde estaban cautivos Navarro y los demás jefes.

Enjuto, no muy alto, Pérez Ortiz, burgalés de cincuenta y cinco años, era militar casi desde chaval. Ingresó como trompeta a los diecinueve, combatió en Cuba y Puerto Rico; y estaba en África desde 1912, donde participó en la campaña del Kert, por la que obtuvo la Cruz del Mérito Militar de segunda clase, con distintivo rojo. Empezó de soldado raso y fue ascendiendo hasta teniente coronel. Era el jefe del I Batallón del Regimiento San Fernando, con base en Dar Drius, campamento que había ayudado a reconstruir.

El hombre estaba en los huesos, porque llevaba encima un mes de penalidades; pero a pesar de su aspecto —grandes ojeras y descuidada barba—, se adivinaba el temple enérgico y luchador que el horror de Monte Arruit no había doblegado. Se le saltaban las lágrimas cuando le preparamos dos huevos fritos y un gran tazón de café. Los devoró en un santiamén. Por primera vez desde que comenzó el desastre, se encontraba como en casa.

Cuando terminó, nos liamos unos cigarrillos, y Pérez Ortiz procedió a contarnos su odisea.

«Aquella cuesta…», comienza diciendo con un suspiro, y señala la pista que va hacia Izumar. En aquella desbandada, tras el abandono de Annual, vio escenas terribles cuando se produjo el gran atasco de tropas, caballerías y carros en el desfiladero. «Alguien, en su cobardía, pasó como una centella, más veloz que los demás, y atropelló con su mulo cargado de municiones a un grupo de heridos rezagados, despidiendo unas artolas barranco abajo. Heridos y cabalgaduras murieron».

Unos fugitivos arrojaron a los heridos de las caballerías y salieron pitando. Otros cortaron los atalajes de los mulos que arrastraban los cañones, dejando las piezas abandonadas. No solo se trataba de una cobardía, sino de un suicidio, porque aquello proporcionaba artillería gratis al enemigo.

Pérez Ortiz se vio obligado a sacar su revólver para hacerse obedecer ante los actos de cobardía que presenció. Aquello era un sálvese quien pueda, en el que los soldados se insubordinaban y los oficiales huían como conejos.

Pasado Izumar, la columna de Pérez Ortiz bajó a la llanura de Ben Tieb, y después de dejar esta posición, se concentró con otras fuerzas que iban en retirada en el campamento de Dar Drius. Allí se encontró con el general Navarro, que tenía que tomar la decisión de resistir o de seguir retirándose en dirección a Melilla. «Era un hervidero de tropas, en confusa algarabía de soldados y ganado —nos cuenta Pérez Ortiz—. Venían de distintas posiciones que habían caído como fichas de dominó; y muchos carecían de disciplina, gobernados únicamente por el pánico».

Drius era el mejor campamento del Rif, con artillería, municiones y el agua al alcance de la mano. Pérez Ortiz lo sabía de sobra, porque, semanas atrás, había dirigido las obras de la posición. «Se podía resistir allí meses enteros», nos cuenta. Sin embargo, Navarro tomó la decisión de evacuar y conducir a su ejército hacia Melilla. Y llegó a desautorizar al teniente coronel delante de sus hombres. Era el mediodía del 23 de julio, Pérez Ortiz había arengado a sus soldados diciéndoles: «No se abandonará Drius», y en ese instante Navarro le dijo seco y cortante que «las circunstancias exigen el abandono».

La retirada empezó de forma ordenada. Salió el ejército de Navarro, compuesto por dos mil seiscientos hombres (y noventa y un caballos y ciento noventa mulos) en cuatro bloques: primero, una compañía del Regimiento Ceriñola; seguidos del convoy de heridos (unos doscientos cincuenta); después la artillería; y finalmente, en retaguardia, las fuerzas del Regimiento San Fernando, que mandaba Pérez Ortiz.

Se dirigieron hacia la posición de Batel, donde tuvieron problemas para abastecerse de agua porque la bomba estaba estropeada. Hubo caballos que murieron de sed, y algunos soldados entraron en el depósito de víveres y agujerearon botes de tomate y pimientos para refrescarse las fauces con la salsilla.

No podían comunicar con Monte Arruit porque el teléfono estaba cortado. El ejército de Navarro permaneció cuatro días en Batel, sometido al tiroteo incesante del enemigo y a los problemas con el agua. El 27 de julio, abandonaron la posición y se dirigieron a Tistutin, que dista solo catorce kilómetros de Monte Arruit.

En Tistutin se reagruparon las fuerzas, pero solo aguantaron dos días, ya que el agua del aljibe se agotaba. El general ordenó seguir hasta Monte Arruit. Comoquiera que los Lebel moros tenían enfiladas las salidas de la posición, se decidió proceder a la evacuación a las dos de la madrugada, a oscuras y en silencio. Empresa complicada por tratarse de más de dos mil hombres, heridos, ganado, cañones…

«Así que preparé las pupilas para ver en la oscuridad», nos cuenta Pérez Ortiz. La idea era abandonar sigilosamente la posición, dejar atrás el poblado y, una vez en la carretera, formar un rectángulo de unos cincuenta metros de frente. A Pérez Ortiz le tocaba esta vez la peligrosa misión de marchar en vanguardia con dos compañías y una sección de ametralladoras. Inmediatamente detrás, iba un pequeño escuadrón de la Policía Indígena —o lo que quedaba de ella, porque gran parte había desertado—; luego, el Estado Mayor, con tres piezas de batería ligera —Schneider 7 y 7,5—; el convoy de heridos en sus camillas, conducidos por soldados de caballería; y, finalmente, el tren regimental de San Fernando, con suministros y municiones. Cerraban la columna, en retaguardia, dos compañías de ingenieros.

«Mi misión —nos cuenta Pérez Ortiz— era ir por delante al frente de una guerrilla y en cuanto distinguiéramos algún punto enemigo tratar de reducirlo, con el menor ruido posible, y esperar después al resto de la columna».

No hizo falta. La guerrilla salió ordenada y sigilosamente, avanzó medio centenar de metros, se tendió a tierra, esperó unos minutos a que todo estuviera despejado, y continuó avanzando en dirección a la carretera. Ni un moro. Solo se oía la respiración contenida de los soldados.

Dejaron a un lado chabolas y montones de paja almacenada. Todo desierto. Ni un perro ladraba. De pronto, vieron blanquear «una faja estrecha de terreno: la carretera». A su lado hicieron un alto. Esperaron allí al resto de la columna. Se oyó el rumor de los pasos, los relinchos y el ligero trepidar de la batería. Hasta entonces, todo había ido como la seda.

El ejército de Navarro inició entonces la marcha, en absoluto silencio. Tenía por delante catorce kilómetros y la oscuridad. Lomas, riscos, matorrales y el peligro constante de una emboscada. Pérez Ortiz no le quitaba ojo a los de la Policía Indígena, tan rifeños como Abd el-Krim, tan buenos tiradores como los harqueños que diezmaron Igueriben y Annual, tan poco fiables como los moros que no cumplieron su palabra tras la capitulación de Dar Quebdani. Solo los diferencia una cosa: el emblema de la Policía Indígena con la estrella y, debajo, la media luna. ¿Los traicionarán? No quedaba otra que fiarse de ellos.

La guerrilla aguzó la vista, mientras seguía avanzando en vanguardia, porque todo se antojaba bultos amenazantes. «Mis cansadas pupilas debieron correr peligro de rasgarse», recuerda Pérez Ortiz. El olfato suplió al sentido de la vista. Un hedor creciente les anunciaba lo que unos metros más adelante descubrieron en la cuneta: masas informes, sin duda, de cadáveres de los fugitivos españoles de los primeros días del Desastre.

Pero el sentido con el que mejor se calibra el peligro es el oído. Al rato, alzándose por encima del rodar de las piezas de artillería o de los cascos de los caballos, sonaron descargas lejanas que venían de atrás, de la retaguardia de la columna, oyéndose a intervalos. El enemigo, invisible, seguía los pasos del ejército en retirada.

El cielo negro empezó a desteñirse a oriente. La guerrilla apresuró el paso. Pero los tiros se multiplicaron.

«Ordené hacer un alto, porque vi que la columna se había detenido, para hacer el relevo de los camilleros», rememora Pérez Ortiz.

Entonces, el capitán Hernando le dijo en voz baja que se fijara en los tipos de la Policía Indígena, parados a unos veinte pasos por detrás de ellos. Formaban un grupo compacto, todos muy juntos, subidos en sus caballos. Fumaban. Nada de particular, si no fuera porque lo hacían todos a la vez y elevaban simultáneamente mecheros y cigarros a la altura de la boca y hacían brillar el fuego en la penumbra. ¿Estaban haciendo señales? Imposible saberlo. Y Pérez Ortiz reanudó la marcha con la mosca detrás de la oreja. Comenzaba a clarear.

Conforme se aproximaban a Monte Arruit, aparecieron chabolas y casetas, y apostados tras las tapias y chumberas, los tiradores moros. El rectángulo que formaba la columna de Navarro empezó a deformarse. Por un lado, el fuego rifeño castigaba a la retaguardia; por otro, comenzaron a llover disparos contra el flanco derecho, que tuvo que detenerse y destacar a grupos de soldados para responder con sus máuseres; y la guerrilla de vanguardia, que dirigía Pérez Ortiz, tuvo que defenderse del paqueo de los francotiradores de las tapias y chumberas.

La columna sufrió las primeras bajas. Los camilleros iban y venían atendiendo a los heridos. La columna apresuró el paso, pero por más que quería correr Pérez Ortiz, avanzaba a trompicones, con frecuentes paradas, para responder al fuego enemigo y reagruparse.

Ya se distinguía, a lo lejos, el fuerte de Monte Arruit, en lo alto de una larga y pronunciada cuesta. Surgieron más moros, que parecían brotar de las piedras. Ya había salido el sol cuando Pérez Ortiz vio llegar, a lo lejos, por la izquierda, a un grupo de jinetes con sus chilabas flotando al viento, seguidos de una nube de polvo. Ordenó a sus compañías prepararse para repeler el ataque. Los soldados se echaron el máuser a la cara. Pero justo en ese crítico instante sucedió lo que Pérez Ortiz venía temiendo desde que evacuaron Tistutin.

El teniente coronel oyó cascos a su espalda. Caballos al galope. Se volvió y vio que los jinetes de la Policía Indígena abandonaban la formación y se dirigían, por la izquierda, a reunirse con la caballería mora. Iban a engrosar sus filas. De común acuerdo, Pérez Ortiz y el capitán Hernando ordenaron entonces: «¡Fuego a la Policía!». Los soldados disparaban, pero los desertores estaban lejos.

«Eran los últimos moros adictos que nos quedaban», nos cuenta.

Siguieron avanzando. Estaban a unos dos kilómetros de Monte Arruit, con su interminable subida flanqueada por casas y tiendas de campaña; a la derecha, el riachuelo; a la izquierda, la estación de tren; y en el centro, en lo alto de la loma, la entrada del fuerte, con su característico arco de fantasía. El sol de julio comenzaba a picar. La columna del general Navarro había perdido sus aristas geométricas y era ahora una masa informe de hombres, carros y caballos, batida por el plomo enemigo.

Desde las casuchas del poblado, apostados en tejados y aspilleras, los rifeños tenían a tiro a los españoles. Pasar por delante, camino de la cuesta de Monte Arruit, era como atravesar una muralla hecha de balas. Parecía imposible cruzarla sin que te tocara la lotería.

Se produjo la desbandada. El caos vivido en Annual se repitió en la recta final de Monte Arruit. Soldados y acémilas pasaron por delante de la vanguardia y corrieron de forma tumultuosa hacia adelante. Estaban obsesionados por llegar al fuerte, y desoyeron las voces de los mandos. Algunos se pararon en seco, tiraron el máuser y se encogieron, llevándose las manos al vientre. Luego se desplomaron. Los tiros rifeños eran endiabladamente eficaces. Con cada descarga, caía un español. Y los disparos llegaban tanto por el flanco derecho como por el izquierdo.

El teniente coronel Pérez Ortiz se vio impotente para detener la marea caqui que, sin freno, se desbordaba en los últimos cuatrocientos metros, en atropellada carrera. Se quedó afónico de gritar. Buscó a un corneta, lo encontró jadeante junto al camino y le mandó tocar «alto y media vuelta», pero ¿quién le hacía caso?

La columna de Navarro iba entrando en la posición bajo la tormenta de plomo, pero se dejaba en el camino cientos de bajas, y los Schneider, las tres piezas de artillería ligera, que cayeron en manos de los moros. El general había ordenado que se colocaran en batería a unos cien metros de la entrada del fuerte para defender el flanco izquierdo. Pero, antes de que pudieran abrir fuego, se produjo la desbandada, y las piezas quedaron abandonadas. Pérdida fatal, porque la posición de Monte Arruit carecía de artillería.

Junto a escenas de pánico y actos de cobardía, hubo gestos de heroísmo. Por ejemplo, el del capitán de ingenieros Félix Arenas, que cubrió la retirada conteniendo al numeroso enemigo desde la retaguardia.

Arenas, de veintinueve años, ya se había distinguido unos días antes en Tistutin al quemar un almiar de paja. Otro capitán de ingenieros, Jesús Aguirre, y un grupo de tiradores lo cubrieron mientras él llevaba ocho bidones de petróleo hasta el almiar y, con toda su sangre fría, le prendió fuego hasta comprobar que ardía.

En la entrada de Monte Arruit, Arenas volvió a hacer gala de sus nervios de acero. Aguirre y él iban de los últimos, empujando a los rezagados y conteniendo, carabina en ristre, a los rifeños. Llegado un momento, se vieron rodeados, y Aguirre, herido, consiguió entrar en el fuerte. Arenas se vio entonces solo defendiendo la batería que había quedado abandonada.

A pesar de que tenía una mano vendada por las quemaduras sufridas al prender fuego al almiar, se echó la carabina a la cara y fusiló materialmente a los moros que lo rodeaban. Admirados por su arrojo, los moros detuvieron un momento el acoso. Solo un momento. Hasta que uno de ellos le acertó de un tiro en la cabeza.

Dos de los oficiales de su grupo, que lo vieron, entraron heridos en Arruit, y casi sin respirar, se dirigieron a Navarro diciendo: «Mi general, la Laureada para el capitán Arenas».

El relato de Pérez Ortiz nos deja sobrecogidos. Todos los sargentos de Annual tenemos amigos o conocidos en las unidades que se habían retirado hacia Monte Arruit. Ignoramos la suerte de muchos de ellos.

Queremos saber más y le preguntamos qué pasó en los siguientes doce días, cuando tres mil hombres quedaron sitiados por el moro a solo cuarenta kilómetros de Melilla, sin apenas víveres ni municiones, y con las tres piezas de artillería en manos del enemigo.

6

La caída de Monte Arruit

«Tres mil hombres rotos y desesperados. Encerrados en un fuerte con una extensión de diez mil metros cuadrados y un perímetro de quinientos metros. Y rodeados por un mar de chilabas. Eso era Monte Arruit. Tres mil hombres heridos, algunos de bala o metralla; todos de sed».

Así comienza Pérez Ortiz su relato de la resistencia y caída de Monte Arruit. Los sargentos le escuchamos con toda atención.

De los tres mil sitiados, novecientos llegaron con el Ejército de Navarro, el resto pertenecía a la guarnición o procedía de otras posiciones que habían caído. Hombres de todas las unidades alojados en un recinto que constaba de tres grandes barracones, que a su vez formaban dos calles; un depósito de intendencia; otro de la Policía Indígena; y la caseta del jefe de la posición. La puerta principal estaba rematada por el famoso arco de fantasía y dos torres laterales con almenas. Bonita fachada que los obuses de los sitiadores convertirían en desmochado panteón. Los enfermos y los heridos se hacinaban en uno de los barracones, la mayoría en el suelo, porque no había camillas para todos. Tampoco había medicamentos ni material de curación, solo instrumentos quirúrgicos. Sin cloroformo.

En medio de la explanada, entre la caseta del jefe de la posición y las dependencias de la Policía Indígena, se amontonaban los cadáveres. Y era preciso enterrarlos a escape para evitar infecciones. Pero el suelo era pedregoso, de granito degenerado, y solo se disponía de dos picos y una pala. De modo que los hombres se iban turnando para enterrar a los muertos, bajo la dirección del capitán Aguirre, de ingenieros. Cavar, depositar el cadáver y echar tierra. Horas cavando, bajo el sol de julio, depositando muertos y echando tierra encima. Y cuando los zapadores no podían más, eran relevados.

Los soldados solo pensaban en beber y tumbarse a la sombra, después de la extenuante carrera por llegar al fuerte. La tropa se agolpaba junto a envases y carricubas. No quedaba más agua que la que contenían, porque el pozo que había en el poblado, detrás de las antiguas cantinas, no podía aprovecharse. Un soldado sediento se tiró y pereció dentro. Y los demás pozos fueron inutilizados por el enemigo. De suerte que era preciso salir fuera a hacer la aguada, a riesgo de caer bajo las balas de los sitiadores.

—No llevábamos tres horas en el fuerte cuando tronó un cañón y un proyectil cruzó en vuelo rasante de extremo a extremo del campamento —nos cuenta Pérez Ortiz—. Lo había disparado uno de los tres Schneider de 7 y 7,5 centímetros que habían caído fatalmente en manos del enemigo.

»Al principio nos despreocupamos —añade—, porque las espoletas estaban en punto muerto, los moros no sabían graduar bien el tiro y cada disparo no era más que una bala grande que no estallaba. Pero, al rato, algunas granadas tropezaron contra los muros, se rompieron y esparcieron su carga mortífera en mil direcciones. Un grupo de soldados y oficiales propusieron salir en guerrilla a campo abierto para rescatar las piezas y evitar que nos frieran a cañonazos. Estaban a seiscientos metros escasos, de forma que si se les cubría desde el parapeto podrían conseguirlo. Autoricé que se formara la pequeña columna, pero se enteró el general Navarro y dio contraorden alegando que las piezas estaban más lejos, a unos dos kilómetros, lo cual reducía considerablemente las posibilidades de éxito del golpe de mano.

»El resto de aquel primer día las piezas siguieron castigando la posición. Contamos el número de proyectiles, 114, y ayudados por los de artillería echamos cuentas. Solo disponían de unas 288 granadas, de modo que les quedaban 174. O sea, que llegaría un momento en que se les acabaría la munición.

Pero pasaron los días y el fuego artillero continuó, royendo las paredes de los barracones y sembrando la explanada de tripas de caballerías y extremidades humanas. Estas las enterraban en el recinto, aquellas había que sacarlas fuera para evitar infecciones, pero cada salida suponía nuevas bajas. Los defensores dedujeron que los moros sabían dónde buscar municiones y las hallaron en abundancia.

Había algo aún más desmoralizador. Días después nos enteramos de que quienes manejaban las piezas y lograban efectuar disparos más certeros no eran moros, precisamente, sino compañeros nuestros. Uno de ellos era José Expósito, artillero de la primera batería de montaña, capturado por la harca, al que obligaron a hacer fuego con otros artilleros, como un cabo del Regimiento Melilla, que hacía de apuntador.

A este último le pagaban seis duros diarios, y como se esmeraba en lograr disparos certeros, un jefe de las cabilas le puso los galones de sargento. Imaginaos, ascendido a sargento por un jefecillo moro por la hazaña de disparar contra sus hermanos.

Ante las piezas capturadas por los moros, nosotros solo teníamos nuestros fusiles. Era como defenderse de mamuts con tirachinas. El enemigo fue perfeccionando la graduación de las espoletas y el emplazamiento de los Schneider. Pusieron en el punto de mira la explanada, los barracones, la puerta principal, y también la aguada del exterior, para que cada vez que un convoy se arriesgara a hacer el servicio recibiera una buena.

Entre los heridos que hubo que lamentar al día siguiente se contaba el teniente coronel Fernando Primo de Rivera, que fue alcanzado por un proyectil cuando estaba en el parapeto y quedó con el brazo izquierdo colgando, unido solamente por un pequeño trozo de carne. Había que amputar inmediatamente.

Primo de Rivera era uno de los héroes indiscutibles tras el Desastre de Annual, que puso el contrapunto de honor a la vergüenza de la desbandada. Segundo jefe del Regimiento de Caballería Alcántara, había protegido, al mando de varios escuadrones, la retirada de las tropas entre la posición de Chaif y Dar Drius, el pasado 23 de julio. Cubrieron los flancos y la retaguardia de esas tropas, dispersando y haciendo huir a los moros. Sin esa actuación, el número de bajas españolas hubiera sido mayor.

La tarde de aquel mismo día, los jinetes de Alcántara tuvieron una segunda actuación heroica al proteger la retirada de la columna de Navarro desde Dar Drius a Batel, singularmente en el lecho seco del río Igan, donde los rifeños esperaban a los españoles atrincherados en los accidentes del terreno.

El Igan (afluente del Kert), un feo corte en medio de una fea y desolada llanura, un barranco de escasa altura, seco y pedregoso, constituía una trinchera natural. Y una trampa para los españoles. Ese día quedaron atascados allí varios vehículos y ambulancias de la columna de Navarro, circunstancia que aprovecharon contingentes moros para hacer tiro al blanco. Ante el riesgo de una escabechina, el general Navarro ordenó a Primo de Rivera que la caballería cargara por el flanco izquierdo, a fin de que el Ejército pudiera vadear el río.

—¡Soldados! —arengó Primo a sus jinetes, pistola en mano—. Ha llegado la hora del sacrificio por la patria, que cada cual cumpla con su deber. Si no lo hacéis, vuestras madres, vuestras novias, todas las mujeres españolas dirán que somos unos cobardes. Vamos a demostrar que no lo somos.

Se dirigía a unos escuadrones agotados por las cargas que habían hecho esa mañana. Sabía que era suicida cabalgar delante de los cortados del barranco, erizados de fusiles. Esa patria por la que se iban a sacrificar tenía nombres y apellidos, los de sus compañeros de armas, que iban en retirada. El teniente coronel desenvainó el sable, ordenó al corneta toque de carga, y los jinetes de Alcántara picaron espuelas.

El regimiento efectuó cuatro cargas. En la última, los caballos no podían más, y los jinetes lucharon de pie, llevando las monturas sujetas de las bridas. El propio Primo perdió la montura en la tercera carga. En el cuerpo a cuerpo, se confundían españoles con rifeños, chilabas y guerreras, y ante la imposibilidad de usar sus carabinas por falta de espacio, los jinetes de Alcántara recurrieron al sable. El regimiento dejó prácticamente de existir. Pero la columna de Navarro pudo pasar el río.

Primo de Rivera y sus hombres merecían la Laureada por su gesta. Lo que recibió en recompensa fue la amputación del brazo en Monte Arruit. Tuvieron que hacerlo a toda prisa, por el riesgo de gangrena, sin anestesia ni cloroformo. El propio Primo animó a los médicos —el capitán Teófilo Rebollar y el teniente Felipe Peña— para que cortaran sin el menor reparo.

—Aguantaré. Que me den un trapo para morder.

Se lo dieron. Le hicieron oler colonia y procedieron a amputar.

Sin una queja, el teniente coronel se sometió a la tortura. Tan solo pidió a los médicos que terminasen pronto. Al acabar, quedó inconsciente.

—Fui a verle un par de veces e incluso gastamos alguna broma —nos cuenta Pérez Ortiz—. Pero a los dos días se fue. La gangrena lo mató.

Le faltaba una semana para cumplir cuarenta y dos.

Lo llevaron al patio de intendencia, cavaron una fosa de sesenta centímetros y lo enterraron. Estaban presentes muchos oficiales y soldados del Alcántara, pero también de otros regimientos, y hasta los heridos menos graves, que querían despedirse del héroe. Todos en silencio mientras resonaban los picos. Antes de echar las paletadas de tierra, algunos se la llevaban a los labios.

La muerte de Primo de Rivera fue un mazazo. Era un héroe querido y admirado. Y tremendamente popular entre la tropa por dos razones: porque sabía exigir con cariño y porque era crítico con la intervención militar de España en Marruecos. En eso coincidía con su hermano, Miguel, capitán general de Madrid. Crítico, sí, pero se dejó la vida cumpliendo con su deber en Monte Arruit.

Pérez Ortiz prosigue su relato:

—Había que seguir aguantando, a pesar de la sed, el calor, los cañonazos. Al principio nos sostenía la esperanza de ser rescatados por una columna de socorro desde Melilla. Monte Arruit está a solo cuarenta kilómetros. Sabíamos que habían llegado a la ciudad unidades de la Legión, por mar, desde Ceuta, y se decía que pronto habría unos cincuenta mil soldados. Pero pasaban los días y el alto comisario del Protectorado, el general de división Dámaso Berenguer, no se atrevía a tomar la decisión de socorrer Monte Arruit, tal vez para evitar un segundo Annual.

»Todo eran rumores a los que nos aferrábamos con fe ciega. Como cuando nos enteramos, por las señales del heliógrafo de la Restinga, junto a la Mar Chica, de que estaban desembarcando tropas allí. Enseguida sacamos conclusiones: si había tropas de refresco en La Restinga, a solo veinticinco kilómetros de nosotros, era factible que una columna los recorriera, sorprendiendo a nuestros sitiadores por la espalda.

»Esta noticia fue nuestro alimento durante un día. Ya nos parecía ver a los regulares, a la Legión, la artillería ligera, la caballería… cubriendo fácilmente aquella distancia, abriendo una brecha en el cerco de Monte Arruit. La euforia era contagiosa. Los soldados tiraban sus gorros al aire. “España es grande y no nos olvida”, decían algunos. Pobres.

»Esa noche nos enteramos de la cruda realidad. Habían desembarcado tropas en La Restinga, en efecto, pero no para socorrernos, sino para guarnecer mejor la posición con tres compañías y una batería. La prioridad del alto comisario no era salvar Monte Arruit, sino proteger los alrededores de Melilla.

El peligro de que la plaza cayera era real. Envalentonados por Annual, atraídos por la posibilidad del botín, los moros podían caer sobre Melilla y ponerla en un serio apuro. Además, descontando las unidades de choque, como el tercio o los regulares, las fuerzas llegadas a la ciudad desde la Península estaban recién movilizadas y carecían de experiencia y medios. Eso explicaba que el alto comisario Berenguer no quisiera exponerse a un nuevo desastre.

Monte Arruit era un islote en medio de un mar de rifeños. Y los españoles, náufragos abandonados. Los aeroplanos que desde Melilla sobrevolaban la posición eran como señales de vida del mundo civilizado, señales fugaces que descargaban galletas, pan, sacos con cartuchos…, y luego regresaban a su base. El solo hecho de contemplar los plateados aparatos Bristol y De Havilland haciendo pasadas a escasa altura, distinguir a los pilotos y sentir sobre las cabezas el catarro de su motor era como un débil bálsamo. Pérez Ortiz nos contó que habían efectuado treinta y ocho vuelos durante los doce días del asedio.

Y se hizo más isla todavía, y más separada de la salvación, cuando las guarniciones inmediatas de Nador y Zeluán se rindieron en los primeros días de agosto, cortando toda línea de comunicación y suministros. Cada vez tenían más muertos y menos municiones; más sangre y menos agua.

El suplicio empujaba a los soldados a cometer locuras. A uno no se le ocurrió nada mejor que saltar al interior de una cuba. Dentro, con el barro hasta los tobillos, puesto en cuclillas, sorbió con deleite el negruzco limo. Otros soldados comenzaron a golpearlo para que dejara beber a los demás. Pero él, ajeno por completo a todo, seguía chupando con avidez. Los demás empujaron la cuba hasta que terminó rodando y derramando el hediondo líquido por el suelo.

¿Asco? Cuando te tortura la sed borras el asco de tu mente. Solo piensas en saciarla, todo lo que tienes en la cabeza es una lengua seca que reclama satisfacción inmediata. Vendes a tu madre por seguir los dictados de tu lengua.

—Algunos llegaron a desertar, creyendo las promesas de los sitiadores de que les darían agua. Los oficiales les gritábamos desde el parapeto para que volvieran, pero ellos ni caso. Se acercaron a la aguada y entonces cayeron en la trampa. Los pude ver desde el parapeto. Estaban los desgraciados a un kilómetro de distancia cuando por su izquierda vi galopar grupos de jinetes esgrimiendo sus espingardas, apuntándoles con ellas y volándoles la cabeza. Los que se libraban se dispersaban por la llanura corriendo como liebres temblonas, pero los jinetes terminaron dándoles caza, uno a uno, hasta acabar con todos.

»Otros se sublevaron contra los oficiales. Iba a detener a varios soldados que escapaban del parapeto en dirección al campo moro cuando noté que un grupo me seguía. Me volví. Eran unos veintitantos, llevaban un buen rato en corrillo, mirando ceñudamente, murmurando. Se quedaron parados en medio de la explanada. Se les veía súbitamente envalentonados por ser una veintena y estar juntos. Les planté cara y ellos desviaron la mirada. Pero cuando menos lo esperaba, se alzó de entre ellos una voz: “¡A matar a los oficiales!”. Me quedé de piedra. Pero reaccioné con reflejos, saqué mi revólver y di un paso hacia el grupo. Enmudecieron.

»Noté que les imponía. Su aire desafiante dejó paso a la vacilación. No parecía gente decidida a todo. Se pegaron medrosamente al ángulo que una carricuba formaba contra el muro. Exigí imperiosamente que se señalase al que había dado la voz. Silencio. Lo repetí esgrimiendo el revólver. Uno de los soldados me designó tímidamente con el dedo a otro compañero que tenía delante. “Salga usted inmediatamente”, le conminé con voz enérgica. Me miró con la boca temblando, se acercó como un parvulito al que iban a castigar, se arrojó súbitamente sobre mí y me abrazó. Se echó a llorar, me besó…

»Pensé en el código de justicia militar, pero le vi llorar desconsoladamente, y me dije: “No sabe lo que hace”. Se lo entregué a la guardia para que lo arrestase y estuviese vigilado con otros soldados que habían intentado fugarse. A la media hora, les di a todos libertad para no aumentarles la angustia…

El relato de Pérez Ortiz nos estremece. Parece imposible que haya pasado por todo eso y nos lo esté contando ahora, en Annual. A su lado, nuestra suerte parece casi benigna.

Ha presenciado en Monte Arruit escenas que parecen irreales de puro salvajes. Como cuando vio a grupos de soldados cebándose como buitres con las caballerías despanzurradas. Los obuses se llevaban por delante corrillos de caballos, y acto seguido los soldados los descuartizaban y descarnaban con sus machetes, hasta dejar los despojos del animal sobre un charco de sangre y basura.

Luego, arrastraban los enormes trozos de carne, tan pesados que tenían que hacerlo entre dos, como si tiraran de un muerto, desarmaban los huesarrones y asaban lo que quedaba del animal. Y todo eso en la explanada, a unos metros escasos de un soldado tendido en el suelo, herido en la cabeza, sacudido por convulsiones, que al rato murió. Estaba el desdichado junto a un montón de treinta cadáveres, el suelo perdido de charcos, como los que se forman después de un chaparrón, pero de color granate.

Los enterradores no daban abasto para sepultar a tanto cadáver, ni los monosabios para sacar del recinto los despojos de los caballos que llenaban de miasmas el fuerte. Las infecciones constituían la quinta columna del enemigo que iba diezmando silenciosamente a los nuestros, a razón de veinticinco muertos diarios; un ejército invisible a nuestros ojos, que usaba la enfermería como campo de batalla.

Ese ejército microscópico no tenía que esforzarse demasiado: los destrozos de la metralla y la falta de higiene se lo ponían en bandeja. La enfermería era una trampa mortal para quienes llegaban en camilla pensando ingenuamente que la guerra había terminado para ellos. Expuesto a los obuses rifeños, el barracón apareció más de una vez con los tabiques caídos, el botiquín destrozado y polvo por doquier.

—Una de esas veces —dice Pérez Ortiz— fui a buscar al general Navarro, que había sido herido leve en el muslo, y encontré la sala de operaciones abandonada y el botiquín en completo desorden. El suelo era un pantano de gasas y algodones ensangrentados, que pegajosamente se adherían a la suela de mis botas.

»Un soldado me informó de que el general había salido justo antes de que explotara la granada. “¿Qué granada?”, le pregunté. “La que ha estallado en el botiquín y ha matado a tres sanitarios”. Me acordé de la suela de las botas. “Estaba usted pisando tripas”, añadió el soldado.

Los sargentos de Annual le preguntamos a Pérez Ortiz si temió la muerte.

—Te acostumbras —responde—. Terminas conviviendo con la muerte y te fabricas una costra… Aunque otros la desean. Hay dos cosas difícilmente soportables. Una es la visión de los agonizantes, chavales con los que has hablado minutos antes, con destrozos que apenas logran ocultar vendas sucias puestas apresuradamente. La visión y, lo que es peor, el sonido. Jadeos de asfixia o alaridos de dolor. Quisieras salir corriendo para no oírlos.

»La otra es la cadencia furiosa de obuses que zarandean los barracones como en un seísmo. Decenas de impactos. Cuando los sientes, tiembla el suelo como si fuera un flan, y el corazón parece trepar hasta la boca. Pero cuando callan las piezas, te quedas en vilo, esperando que vuelvan a tronar. Esa incertidumbre —¿cuándo volverán, dónde caerán los obuses?— te impide bajar la guardia y vives con el susto prendido al cuerpo. Muchos prefieren morir antes que vivir esperando que una granada te parta en dos, o acabar en la enfermería con el vientre abierto.

»Un pobre soldado me pidió que lo matara. Se me acercó, con lágrimas en los ojos, y me mostró el brazo. Desde el hombro hasta la mano, estaba la extremidad partida en tres o cuatro sitios; con los huesos tronchados en astillitas y la carne colgando, aquella cosa no parecía un brazo, sino despojo de cubo de carnicería.

»Le dije que aquello tenía cura. No se lo creía e insistía. Le dije que fuera a la sala de operaciones, que luego pasaría a inválidos. Noté que esa palabra lo desmoralizaba. Colgar a un campesino de veinte años la etiqueta de inválido es condenarlo de por vida. Me quedé sin saber qué decir… Un sanitario me sacó de la embarazosa situación al llevárselo hacia la enfermería, donde el chico entró por su propio pie. “No te apures —añadí cuando ya se iba—, que no te faltará de comer”. Se lo dije con toda mi buena intención, pero ignoro si eso lo hundió más todavía.

»Otros, en fin, miran a la muerte de frente. En eso, el militar de carrera coincide con el capellán. Ambos se las han tenido tiesas con el más allá y saben lo que no está escrito de miedos y agonías.

»Precisamente, el capellán del Regimiento Alcántara, José María Campoy Irigoyen, vino uno de los últimos días del asedio a pedirme permiso para dar la absolución general a oficiales y soldados. Era un sacerdote de veintisiete años, ordenado hacía cuatro, un mocetón alto, natural de Jaca, al que yo conocía bien porque anteriormente había servido en mi regimiento, el de San Fernando. Había estado con los jinetes de Alcántara en las cargas de Igueriben, Dar Drius y el río Igan, codo con codo con los muchachos, palpando el horror, viendo morir a muchos, atendiendo espiritualmente a los que lo necesitaban. Y ahora iba a correr la misma suerte que sus compañeros en Monte Arruit, donde había escuchado en confesión a Primo de Rivera.

»—Mi teniente coronel, las cosas están mal y pueden ponerse peor —me dijo—. No cesa de morir gente y cualquiera puede dejar este mundo sin estar preparado.

»Yo lo veía venir.

»—¿Y usted sugiere…? —comencé a preguntarle.

»—Una absolución general. Verá, confesar a cada uno es cosa imposible, pero, como aconseja nuestra Santa Madre Iglesia, basta que los penitentes se arrepientan sinceramente de sus pecados, y que tengan la intención de confesarlos individualmente en caso de sobrevivir, para que puedan recibir la absolución.

»No pude negarme. Estábamos seis o siete oficiales en la caseta y todos rezamos el padrenuestro y recibimos la absolución. El páter me pidió permiso para hacer lo propio con los soldados, y le dije:

»—De acuerdo, pero no me asuste a los chicos… —añadí como para quitar hierro al asunto y, con una sonrisa, dije que la situación no era tan dramática; pero ni yo mismo me lo creía. Él también sonrió y tampoco se lo creía.

»—No digo lo contrario —concedió—, pero no está de más prevenirse.

Le preguntamos a Pérez Ortiz qué fue de aquel capellán. Si consiguió sobrevivir.

—Cayó muerto a balazos junto con otros muchos al salir de Monte Arruit, el 9 de agosto, cuando los moros nos traicionaron, tras haber pactado la capitulación —nos dice el teniente coronel.

Capitulación. La palabra mágica. Todos pensaron en ella como el último recurso. Llevaban ya bastante martirio encima. Y sin agua ni comida era imposible continuar.

También lo pensó la máxima autoridad del Protectorado. El 3 de agosto, sexto día del asedio, el alto comisario, general Dámaso Berenguer, telegrafió al general Navarro dándole permiso para tomar las resoluciones que estimase «oportunas, recomendándole retener rehenes u otras garantías análogas que alejen toda posibilidad de traición». Tres días después sería aún más explícito. Una junta de generales reunida en Melilla tomó la decisión de no socorrer Monte Arruit, porque era peor el remedio que la enfermedad, y de que Navarro debía pactar la capitulación.

El alto comisario autorizó al general a negociar a través de dos mediadores, el caíd Ben Chelal, jefe de la tribu de Beni Bu Ifrur, y Mohamed Ben Asmani, a quien apodaban el Gato. Este último era un viejo confidente del Ejército español, pintoresco personaje al que habían cortado las orejas en la guerra de Melilla de 1893.

Se negoció in extremis, cuando los sitiados llevaban tres días sin poder hacer la aguada. La ración del 7 de agosto era un jarrillo de agua para cada ocho hombres y un chusco para cada tres. Casi no podían soportar los cuatro kilos del máuser, ni tenerse en pie. Se negoció cuando ya apenas se disponía de municiones y aquella era una guarnición de espectros con medio millar de heridos, que habían tenido que enterrar a más de cuatrocientos compañeros.

Hubo alto el fuego y se envió al comandante Jesús Villar, de la Policía Indígena, con bandera blanca para que entablara negociaciones con Ben Chelal. «La mañana del 9 de agosto —nos cuenta Pérez Ortiz— nos dieron la noticia de que saldríamos de Monte Arruit y podríamos llegar hasta Melilla sanos y salvos». Se acordó que los sitiados entregaran armas y municiones, pero conservando los oficiales sus pistolas y gemelos. Un notario moro, el faquir Ben Alí, haría el recuento. Y se facilitaría transporte para los heridos, quedando los más graves en la posición, con la debida asistencia médica.

El corneta tocó llamada, se formaron las unidades en la explanada y comenzaron a entregar las armas. Luego, unos soldados fueron a por los heridos, todo un ejército de camillas con hombres vendados, lastimeros y lastimosos, que pedían agua sin parar, sin que nadie pudiera remediar su sed. Era la una de la tarde y caía el sol a plomo.

La tropa dejaba sus armas ante el notario moro, un faquir vestido de blanco, y abandonaba el fuerte por la puerta principal y por portillos que se abrieron en el parapeto. «Yo miraba los montones de correajes, máuseres, bayonetas, pistolas, y me parecía —recuerda Pérez Ortiz— que con aquellos empolvados fusiles dejábamos el honor de España».

El general Navarro, acompañado por varios jefes y el intérprete Antonio Alcaide, salieron de la posición escoltados por los moros y se quedaron contemplando la evacuación. Un moro les dijo que se adelantaran unos metros y se pusieran a la sombra de una casa, que el sol pegaba fuerte. Aquello de que los separaran del resto y los hicieran alejarse los dejó escamados. Veía Navarro al ejército rendido, con la procesión de camillas, que parecía Lourdes, indefensa y renqueante, saliendo por el arco de fantasía de Arruit y le parecía que era carne de cañón.

Lo que más le inquietaba eran las miradas de inteligencia entre los notables moros. Porque había grupos cada vez más nutridos que se acercaban a la posición o a la cuesta de la salida. Y se miraban unos a otros. Mientras tanto, la larga hilera de los españoles se movía lenta, exasperantemente lenta. O eso le parecía a Navarro.

De pronto, se oyó un fuerte vocerío procedente del poblado, y masas de harqueños entraron en la posición. Sin ocultar cierto nerviosismo, los cabecillas conminaron al general y a sus hombres: «Andar, andar». La educación dio paso a los modales bruscos. Les dijeron que no mirasen atrás. «¿Por qué?», preguntó Navarro, pero no le dieron explicaciones. Solo «andar, andar».

Se oyeron disparos. Navarro y los oficiales miraron hacia la posición y vieron confluir en ella rifeños armados corriendo o a caballo. Acudían como un enjambre, vociferando. Unos iban directos al interior del recinto de Monte Arruit, donde aún estaban entregando sus armas los últimos soldados; otros se abalanzaban, Lebel en ristre, contra la hilera de heridos que descendían por la cuesta. Los primeros se hicieron con los fusiles que habían depuesto los españoles, y acto seguido les volaron la cabeza sin que les diese tiempo a reaccionar. Los otros grupos perseguían a quienes bajaban la cuesta. Encañonaban a soldados, heridos, camilleros, que se cubrían la cabeza o se acurrucaban en el suelo pidiendo clemencia. Y les disparaban a quemarropa.

Ben Chelal condujo a Navarro y a sus oficiales a un lugar más seguro, el almacén de la antigua estación, y discutió acaloradamente con dos cabecillas armados que pedían su cabeza. Al rato, consiguió convencerlos y logró que el general conservase la vida. Tuvieron que esperar a que la jauría se entretuviera con el botín de la posición y el saqueo de los cadáveres, antes de salir del almacén y ser conducidos a la casa de Ben Chelal, camino de Zeluán.

Cuando los prisioneros salieron —Navarro en mangas de camisa y sin el fajín rojo de general—, contemplaron un espectáculo dantesco. La cuesta de Monte Arruit aparecía sembrada de cuerpos yacentes que grupos de indígenas registraban. Y del interior del fuerte llegó el estampido seco de tiros aislados. Cada disparo era un sobresalto. Estaban rematando a los heridos.

—Todo esto pude verlo desde una loma montado en la grupa de un caballo —nos relata el teniente coronel—. Un jinete moro me había recogido en mitad de la refriega y me llevaba a su cabila. Nos detuvimos un momento a ver el resultado de la masacre y luego continuamos galopando hacia su tribu.

—¿No quiso matarle a usted? —le pregunto a Pérez Ortiz.

—No. Al principio solo quería dinero. «Flus, flus», me decía. Le di lo que llevaba en el monedero, seis o siete duros. Se conoce que pretendía llevarme como rehén para canjearme. Pero fueran sus intenciones las que fueran, lo cierto es que aquel moro me salvó la vida.

—¿Cómo logró sacarlo de la matanza?

—Fue un milagro, un auténtico milagro. Ni yo mismo sé cómo sigo con vida.

—Cuéntenos, por favor.

—Estaba dentro de la posición observando la salida de los heridos en las camillas cuando se produjo el griterío de los rifeños y los primeros disparos. Cuando me quise dar cuenta, tenía a un rifeño encima tratando de sacar mi revólver de la funda. Forcejeé con él. Una turba incontrolada de indígenas nos arrolló a su paso, nos tiraron al suelo, nos pisotearon. El estuche de mis prismáticos tentó la codicia de otro moro, que tiró de mis correajes casi hasta ahogarme. Me dejó aturdido, mientras a mi alrededor veía a otros rifeños asesinando a españoles a tiro limpio. Me incorporé. ¿Sería el próximo al que volaran los sesos? Fue entonces cuando apareció el jinete, se fijó en mis dos estrellas de ocho puntas en la bocamanga, y se dirigió hacia mí hablando en árabe. Lo hizo agitando su carabina. No le entendía. Pero me señalaba mis estrellas de teniente coronel. Y me pidió dinero. «Flus, flus». En ese momento arreciaron las descargas de fusilería. Temí una bala perdida. Quizá el jinete moro también, porque me dijo: «Sobe, sobe». Con dificultad, conseguí encaramarme a la grupa de su corcel. Entonces el moro me advirtió por señas que me agarrase bien a su espalda, y puso su caballo al galope para cruzar la zona de fuego…

Después de una peripecia de varios días en la que condujeron a Pérez Ortiz de aduar en aduar, fue entregado a la hueste de Abd el-Krim. Y ahora estaba aquí, delante de nosotros. Toda una odisea difícil de creer si no fuera porque nos la acababa de contar el protagonista en persona.

No tuvimos tiempo de más, porque en ese momento lo llamaron, diciéndole que tenían que continuar el viaje camino de Axdir. Eran las dos de la tarde. El tiempo se nos había pasado volando.

El teniente coronel se despidió. Nos dimos abrazos. Ni él ni nosotros lográbamos ocultar la emoción. Nos agradeció los huevos fritos y el café, el poder hablar con españoles por primera vez en varios días, el cariño con el que nos desvivimos con él. Y nosotros le agradecimos su estremecedor relato.

Quedamos en contarle, a cambio, nuestra peripecia desde que fuimos capturados. Sonrió y dijo:

—Encantado… Si nos volvemos a ver.