Los protocolos de los sabios de Sion, un breve tratado que vio la luz inicialmente en los primeros años del siglo XX, es quizá una de las publicaciones más infames de todos los tiempos. «Hasta nuestros días», sostiene Michael Butter, reputado estudioso de las teorías de la conspiración, sigue siendo «el texto esencial sobre la conspiración mundial de los judíos» porque «ayudó a crear una atmósfera que acabó desembocando en el genocidio de los judíos europeos».1En su estudio clásico sobre los orígenes y la influencia del tratado, Norman Cohn defendía que este había supuesto una justificación explícita del exterminio nazi de los judíos, y así lo recoge en el propio título de su ensayo. Desde el punto de vista de Cohn, Los protocolos fue «la expresión y el vehículo supremo del mito de la conspiración mundial de los judíos». «Hitler se obsesionó con el documento, y este se convirtió en la ideología de sus partidarios más fanáticos, tanto en la propia Alemania como en el extranjero, lo que ayudó a preparar el camino para el exterminio casi total de los judíos europeos.»2De un modo similar, un estudio más reciente de Los protocolos, firmado por Alex Grobman, se titula Licencia para asesinar.3El destacado historiador del antisemitismo Robert Wistrich también ha encontrado una conexión causal directa entre Los protocolos y el Holocausto. La filósofa Hannah Arendt abundó asimismo en la importancia del tratado. En su influyente libro Los orígenes del totalitarismo, publicado en 1951, Arendt describió Los protocolos como el texto central del nazismo e incluso calificó a Hitler de «estudiante» o «pupilo» del tratado.4Esta perspectiva se remonta a los propios días de Hitler, cuando el menchevique alemán Alexander Stein, de origen báltico, describió Los protocolos como «la Biblia del nacionalsocialismo» en un libro titulado Adolf Hitler, pupilo de los «sabios de Sion».5Según el historiador judío alemán Walter Laqueur, Hitler comprendió el enorme potencial propagandístico de las ideas básicas de Los protocolos; hizo referencia al documento en Mein Kampf y «buena parte de lo que afirma en su magnum opus se basa en este libro».6Otro historiador ha afirmado que «Los protocolos se convirtió en una clave del pensamiento conspirativo de Hitler».7Klaus Fischer ha defendido y detallado la idea en su manual Nazi Germany: A New History. A su entender, Hitler
creía en la existencia de una conspiración mundial de los judíos, según se preveía en Los protocolos de los sabios de Sion. En su extenso repaso a las maquinaciones secretas de los judíos a lo largo de los siglos, Hitler puso de manifiesto que estaba firmemente convencido de la perspectiva histórica conspirativa según la cual los judíos son la auténtica fuerza causal de los acontecimientos [...]. Así pues, la mente paranoide de Hitler desenmascara todo suceso destructivo como el fruto de la conjura de un judío intrigante.8
En consecuencia, añade Fischer, Hitler creía que, al poner en marcha el exterminio de los judíos de Europa durante la guerra estaba emprendiendo una proeza de una relevancia histórica mundial. En esas fechas, según el psicólogo social Jovan Byford, Los protocolos ya se había convertido en «la piedra angular de la propaganda nazi».9Es tan habitual considerar Los protocolos como un documento de especial importancia que el conocido escritor Umberto Eco dedicó su novela final, El cementerio de Praga, a ficcionar su origen y composición. El penúltimo capítulo se titula «La solución final», eco del eufemismo «la solución final al problema de los judíos en Europa» con el que los nazis hacían referencia al Holocausto.10El historiador Wolfgang Wippermann, en un estudio sobre las teorías conspirativas publicado en 2007, describió Los protocolos como «la teoría de la conspiración mejor conocida, y hasta nuestros días, la más efectiva», al haber tenido una «influencia inmensa» en «lectores entusiastas» entre los que figuraba, entre muchos otros, el líder nazi Adolf Hitler.11Una experta en estudios literarios, Svetlana Boym, ha aseverado que Los protocolos «sirvió de inspiración y justificación a los pogromos de Rusia y Ucrania y la política nazi del exterminio».12A juicio de Stephen Bronner, Hitler «intentó hacer realidad las consecuencias prácticas del documento».13Se ha afirmado incluso que «en su guerra de exterminio contra los judíos, Hitler usó Los protocolos como un manual».14
Ante esta idea generalizada de que Los protocolos representó la expresión más influyente de la teoría según la cual los judíos habían emprendido una conspiración mundial con el fin de derribar la sociedad y sus instituciones —una teoría que desembocaría directamente en el Holocausto, en buena medida por la influencia que ejerció sobre Adolf Hitler—, no es de extrañar que historiadores y filólogos expertos en el análisis textual hayan dedicado una multitud de estudios al tratado. Además, en comparación con los tiempos de Cohn, ahora poseemos una documentación mucho más completa sobre los puntos de vista de Hitler, tanto de forma directa, por medio de ediciones de las obras hitlerianas, como indirecta, gracias a publicaciones nuevas como los diarios de Goebbels. Todo esto nos lleva a plantear la pregunta de si Hitler seguía de hecho Los protocolos. ¿Son en efecto la más peligrosa e influyente de todas las teorías de la conspiración? Para buscar una contestación tendremos que remontarnos al origen de Los protocolos y examinar su contenido real. ¿Quién redactó la obra, cómo lo hizo, y con qué fin? En muchos sentidos, las respuestas a estas preguntas resultan bastante sorprendentes.
El documento que suele conocerse con el nombre de Los protocolos de los sabios de Sion se titula, con mayor precisión, Informes de los «sabios de Sion» sobre los encuentros mantenidos en el Primer Congreso Sionista, celebrado en Basilea, en 1897; por «protocolos», esencialmente, debemos entender «actas». Tal congreso se celebró en realidad, pero el documento sugiere que además dio lugar a encuentros sumamente secretos, mantenidos entre bambalinas. En este período de su historia, el sionismo era un movimiento minúsculo, un recién nacido —apenas conocido siquiera entre los propios círculos judíos— que aspiraba a animar a los judíos a mudarse a Palestina, que por entonces era un feudo del imperio otomano. En la década de 1920 todavía no había adquirido relevancia entre la opinión pública en general. Era, pues, fácil que una mayoría de los lectores interpretara que el Primer Congreso Sionista era ni más ni menos que una asamblea colectiva de la comunidad judía mundial, aunque de hecho tal cosa no existía.15
Los «protocolos» documentan un total de veinticuatro sesiones, resumidas mediante una serie extensa de párrafos muy breves. Empiezan afirmando que en todas partes los adeptos del mal son más numerosos que los del bien y que el mundo está regido por la fuerza y el dinero. Como «nosotros» —léase: «los judíos»— controlamos el dinero mundial, por lo tanto, controlamos el mundo. La ley que vale es la ley del más fuerte y para gobernar a las masas ciegas debemos actuar sin restricciones morales. Optaremos, pues, por los métodos del terror y el engaño y, para hacernos con el poder, destruiremos los privilegios de la aristocracia e impondremos en su lugar el gobierno de nuestros banqueros e intelectuales. Como también dominamos la prensa, podremos socavar las creencias que garantizan la estabilidad social; no en vano ya hemos triunfado en la propagación de las perniciosas doctrinas de Marx, Darwin y Nietzsche. Nuestros periódicos y libros actúan de un modo similar: dividen a la sociedad sembrando la discordia y minando la confianza en el gobierno, al enrolar a las masas en movimientos subversivos como el anarquismo, el comunismo y el socialismo. Al mismo tiempo, al fomentar una despiadada guerra económica de todos contra todos en el mercado libre, logramos que los gentiles no centren su atención en los auténticos señores de la economía (esto es: nosotros). Ejerceremos nuestra influencia para destruir la industria creando nuestros propios monopolios, animando a gastar sin mesura y especular sin prudencia, y aumentando la inflación. Crearemos una carrera armamentística y provocaremos guerras destructivas. A la postre, los gentiles se habrán empobrecido tanto que no podrán oponerse a nuestro asalto.16
El sufragio universal otorgará el poder a las masas —siguen diciendo las supuestas actas— y los judíos controlamos a la masa. «Los gentiles son un rebaño de ovejas y nosotros, los judíos, somos los lobos.» Hemos socavado el orden moral con nuestra difusión de publicaciones inmorales. A la hora elegida nos alzaremos en una revolución universal y ejecutaremos a todo el que se interponga en nuestro camino. Cuando hayamos obtenido el poder, censuraremos la prensa y las editoriales con tal rigor que no se podrá criticar nada. El pueblo no será consciente de la realidad porque lo atontaremos con burdeles, deportes y ocio de masas. No permitiremos más religión que el judaísmo. Ejecutaremos a todos los masones que no sean judíos y difundiremos las logias judías por el mundo entero. Los jueces viejos dejarán su sitio a jueces jóvenes dispuestos a ceder ante el poder de los más fuertes. Las universidades dejarán de enseñar derecho, ciencias políticas y todas las disciplinas humanísticas. «Borraremos del recuerdo de la humanidad todos los hechos históricos que nos resulten incómodos y solo dejaremos aquellos que arrojen una luz especialmente poco favorable sobre los errores de los gobiernos no judíos.» La educación se centrará en los conocimientos prácticos. Obligaremos a los maestros a hacer proselitismo. Los profesionales del derecho dejarán de ser independientes y tendrán que servir a los intereses del Estado. El papa será sustituido por un nuevo rey judío. Los impuestos a la propiedad irán ascendiendo de forma progresiva. Especular resultará imposible. El desempleo y el alcoholismo desaparecerán a medida que disminuye la moderna producción masiva y se recupera la producción artesanal a pequeña escala.17
Los protocolos es un documento farragoso, caótico y mal estructurado, que difícilmente se puede considerar como un ejemplo destacable de retórica antisemita multitudinaria. Se expresa en un lenguaje abstracto, es sumamente repetitivo y está lleno de contradicciones; la más llamativa, quizá, la referencia constante a la masonería en los encabezamientos de las subsecciones, sin que luego el texto se ocupe en efecto de los masones. En algunos puntos se habla de una revolución mundial general; en otros, el documento da por sentado que la revolución se producirá tan solo dentro de un Estado. Entre las excentricidades del texto figura la afirmación de que los judíos colmarán de explosivos los túneles de construcción de los metros —el ferrocarril subterráneo fue una iniciativa típica de la época, en muchas de las principales ciudades del mundo— y los detonarán todos si creen estar en peligro.18La distopía que se supone que los judíos crearán una vez se hayan hecho con el poder supremo resulta en muchos casos extrañamente positiva: ¿quién podría tener algo en contra en un mundo con pleno empleo o del que se haya desterrado el alcoholismo?19
También llama la atención que el documento carece de muchas de las ideas centrales de la ideología antisemita. El antisemitismo religioso solía insistir en acusaciones tales como que los judíos habían matado a Cristo, profanaban la Hostia eucarística, envenenaban pozos y asesinaban ritualmente a niños cristianos; pero en Los protocolos todo ello brilla por su ausencia.20En la obra tampoco cabe hallar imágenes del antisemitismo racista; en ningún pasaje los «sabios de Sion» hablan de sus características raciales (según las hubiera imaginado el autor), desprecian las marcas que supuestamente identificarían a otras razas o exhiben el deseo de subvertir el orden social por medio de la hibridación racial (una gran obsesión de Hitler). Según ha escrito Stephen Bronner, «el documento carecía de los fundamentos pseudocientíficos y de biología primitiva que tanto admiraban fanáticos más modernos como Adolf Hitler».21Que Los protocolos se redactó a caballo entre los siglos XIX y XX se comprueba ante todo por la obsesión con otros factores: la enseñanza universitaria, la irresponsabilidad de la prensa y las manipulaciones del mundo financiero.22Además, las referencias a la carrera armamentística, a la recuperación de la producción nacional, la llegada de una emancipación masiva y de la democracia política, o la amenaza del anarquismo, también apuntan a unas fechas de origen unos quince años anteriores al estallido de la primera guerra mundial. En consecuencia, no hallaremos alusiones al comunismo ni el bolchevismo, movimientos que, tras las revoluciones europeas de 1917-1918, la fantasía antisemita identificó como elementos centrales de la supuesta conspiración mundial de los judíos. Así pues, el documento, con su extraña amalgama de ideas a menudo extravagantes y sus múltiples omisiones, no representaba ni el antisemitismo tradicional ni el moderno; fue una obra muy sui géneris.
De Los protocolos cabe extraer, aunque no sin dificultad en algunos casos, unos pocos principios generales, entre ellos las ideas de que (1) ha existido y existe un grupo organizado de «sabios» judíos que conspiran, en una escala global, con el fin de socavar sistemáticamente las bases de la sociedad y levantar en su lugar una dictadura judía; (2) esto se logra por medio de la proliferación de ideologías divisivas, a saber: el liberalismo, el republicanismo, el socialismo y el anarquismo; (3) estos judíos organizados controlan la prensa y la economía y están utilizando su poder para empobrecer la sociedad y debilitar sus valores esenciales; (4) bajo la superficie de la forma en que percibimos tanto la vida cotidiana como las instituciones políticas y las estructuras económicas se oculta un poder maligno; (5) lo que creemos que es progresista y democrático, ya sea la ampliación del sufragio activo o la difusión de las instituciones liberales, es en realidad una táctica más de la conspiración mundial de los judíos para hacerse con el poder sobre el mundo no judío; (6) las guerras no se producen por conflictos de objetivos y creencias entre países distintos, sino, una vez más, por las maquinaciones de los «sabios de Sion»; y (7), de forma implícita, la idea de que antagonismos aparentemente muy arraigados —como el que enfrentaba a socialistas y capitalistas— también son obra de una conspiración judía que busca minar la sociedad no judía creando divisiones internas que la corroan.23Ahora bien, se trata de principios que ni eran exclusivos de Los protocolos ni se originaron con esta obra; ya existían en los primeros años del siglo XX y lo que Los protocolos ofrecía era, supuestamente, confirmar su exactitud desde el seno de la propia conspiración.
Es evidente que el texto se fraguó en el molde clásico de las teorías de la conspiración. Al lector que lo acepta, promete revelarle verdades que están ocultas a la inmensa mayoría, incluidos científicos, expertos, gobiernos y políticos; dispara la autoestima de los creyentes compartiendo con ellos un conocimiento secreto que no poseen ni el mundo del «conocimiento oficial» ni los millones de personas que viven engañadas por este; y proporciona una clave para entender procesos y sucesos de apariencia compleja e incluso incomprensible, desde las guerras y revoluciones a los hundimientos bursátiles y las crisis económicas, al englobarlos a todos en una única y colosal explicación paranoide: todo se puede reducir a las actividades de un conjunto singular y muy bien organizado de individuos malignos.24En cambio, resulta erróneo afirmar que el documento «marca la línea de división entre el antijudaísmo de la Edad Media y Moderna y el antisemitismo contemporáneo», en el cual «el foco ahora no se centra en los judíos como enemigos religiosos de los cristianos; se los ve ante todo a través de la lente de la teoría racial, como una raza particular, de personas con atributos específicos».25Antes al contrario, aunque no cabe duda de que después de la primera guerra mundial los antisemitas utilizaron Los protocolos como una «demostración» de las características raciales de los judíos, en sí mismo el documento no exhibe ninguna influencia de la teoría racial. Esto quizá demuestre, si acaso, que a menudo no se leyó la obra con cuidado, sino que tan solo se la citó en apoyo de creencias que de hecho por sí misma no representaba.
Lo que dio vigencia a Los protocolos fue antes que nada la pretensión de estar ofreciendo pruebas auténticas de la conspiración mundial de los judíos, que en teoría procedían del núcleo organizativo de la propia comunidad judía internacional. Pero Los protocolos carecía de cualquier autenticidad. Se han dedicado muchos años y mucha energía al rastreo de sus orígenes. Hoy tenemos la certeza de que la idea de una conspiración subversiva que aspira a derrocar el orden político y social se inició tras la Revolución francesa de 1789. A los ocho años de la Revolución, y cinco del Terror, un jesuita francés, el abate Barruel, en una vasta obra en cinco volúmenes sobre el jacobinismo, atribuyó tanto el estallido de la revolución como la ejecución de Luis XIV a las maquinaciones de pensadores y sociedades secretas de la Ilustración, en particular los philosophes, los illuminati bávaros y los masones, con la influencia de la tradición anterior de los templarios.26Ciertamente los illuminati y los masones, por mucho que ambicionaran transformar la sociedad, poseían una capacidad de influencia muy inferior a la que Barruel les atribuía; y en cuanto a los templarios, ni siquiera habían renacido tras la destrucción total que sufrieron en la Edad Media. Barruel andaba en busca de culpables para el hecho de que a finales del siglo XVIII numerosos regímenes ilustrados hubieran expulsado de sus países a la orden jesuita, así como para el programa secularizador de la Revolución, la confiscación de las tierras de la Iglesia y la destrucción de templos cristianos. Su obra fue paralela a un tratado similar del matemático escocés John Robison, titulado Pruebas de una conspiración contra todas las religiones y los gobiernos de Europa, desarrollada en las reuniones secretas de masones, illuminati y sociedades de lectura (1797).27
Ninguno de estos dos autores mencionaba a los judíos, pero el 20 de agosto de 1806 Barruel recibió una carta de un oficial del ejército piamontés, cierto Giovanni Battista Simonini, que aseveraba que en realidad los judíos estaban detrás de toda la conjura y que, aprovechando que la Revolución les había otorgado la igualdad de derechos civiles en Francia y que Napoleón hacía lo mismo en todos los países que conquistaba, planeaban hacerse con el poder mundial. En 1806 Napoleón convocó una asamblea de rabinos y eruditos judíos en Francia con el fin de asegurarse de que tenía a su lado a esta comunidad. Con ello dio cierta credibilidad a la teoría de la conspiración porque, al denominar «Gran Sanedrín» a esta asamblea —con el nombre que en el mundo antiguo se daba al tribunal supremo de los judíos—, el emperador sembró en algunos de sus opositores archiconservadores la idea de que un pseudogobierno judío había existido en secreto a lo largo de los siglos y ejercía en el presente una influencia maligna sobre los asuntos humanos. A Barruel, no obstante, estos argumentos solo le persuadieron en parte; hasta su muerte, acaecida en 1820, siguió convencido de que el estallido de la Revolución había sido culpa antes que nada de los masones. Quizá los judíos hubieran ejercido cierta influencia sobre estos; pero la clave para entender la Revolución, a juicio de Barruel, era que los masones gestionaban un complejo sistema de logias, con una estructura secreta y paralela de interconexiones de la que, a su modo de ver, los judíos carecían. De hecho, Barruel decidió no publicar siquiera la carta de Simonini, ni nada que tuviera que ver con ello, porque temía que pudiera provocar pogromos contra los judíos. El texto permaneció inédito hasta 1878; cuando vio la luz gozó de vida propia y a principios del siglo XX se reimprimió en una variedad de tratados antisemitas.28
A lo largo del siglo XIX diversos autores reaccionarios expresaron prejuicios antisemitas para rechazar la propuesta —propagada por la Revolución, implantada por Napoleón y defendida por reformadores liberales de todo el continente europeo— de que la minoría religiosa de los judíos debía disfrutar de una plena igualdad de derechos civiles. Para los paladines de la restauración del orden prerrevolucionario, Europa y todos sus Estados constituyentes no debían arraigarse sino en los principios de una cristiandad vigilante y renovada; de lo contrario no se podría evitar la guerra y la disolución de la sociedad. A partir de aquí era esperable que pasaran de plantear primero que la emancipación de los judíos (que, en la mayor parte de Europa, eran la única comunidad no cristiana con algún peso) podía socavar la hegemonía de tales principios, a declarar luego que los judíos habían emprendido una campaña deliberada con este fin.
No fue de extrañar, en consecuencia, que tales teorías emergieran otra vez con la nueva oleada de revoluciones que se extendió por el continente europeo en 1848-1849 y que unos pocos comentaristas ultraconservadores, sobre todo en Alemania, atribuyeron de nuevo a maquinaciones masónicas (aunque como en el caso de Simonini, sin pruebas convincentes). A fin de cuentas, una de las principales decisiones que tomaron en su corta vida prácticamente todos los gobiernos revolucionarios surgidos en 1848-1849 fue emancipar a los judíos. Veinte años después de que estallara la revolución vio la luz una novela titulada Biarritz y firmada por un supuesto «sir John Retcliffe», pseudónimo que en realidad correspondía al escritor alemán Hermann Goedsche. Goedsche, autor de varias novelas románticas de éxito en la línea de sir Walter Scott, también había colaborado con la policía política prusiana: trabajaba en el servicio postal y falsificaba cartas para incriminar a demócratas alemanes, hasta que en 1849 lo descubrieron, lo llevaron a juicio y tuvo que abandonar esta actividad. A partir de entonces trabajó como periodista para un periódico ultraconservador, el Kreuzzeitung.
Unas cuarenta páginas de Biarritz describen una escena situada en el cementerio de Praga donde, una vez por siglo, representantes de las doce tribus de Israel se reúnen con un representante de la diáspora para tramar el sometimiento del mundo. Entre los medios elegidos figuran (por mencionar algunos) llevar a la aristocracia a la bancarrota, provocar revoluciones, apoderarse de las bolsas, abolir las leyes contra la especulación, dominar la prensa, empujar a los países a guerrear unos contra otros, fomentar la industria y empobrecer a los obreros, difundir el librepensamiento, debilitar a la Iglesia cristiana y emancipar a los judíos (que por entonces, en muchos lugares de Europa, aún carecían de la plenitud de los derechos civiles). Goedsche distorsionó e interpretó negativamente casi todo el programa del liberalismo alemán de mediados de siglo, con el fin de presentarlo como la expresión de una conjura judía dirigida a destruir el Estado y la sociedad.29
La escena del cementerio, inspirada en lo esencial en otra escena de la novela Joseph Balsamo de Alejandro Dumas (padre), en la que el conspirador Alessandro Cagliostro y sus cómplices traman desacreditar a la reina María Antonieta mediante el «asunto del collar de diamantes», era de hecho un invento típico de la novela gótica. Entre otras cosas describe cómo los trece representantes, vestidos con túnicas blancas, se acercan a una tumba uno por uno y se arrodillan ante ella; cuando el último de los trece planta la rodilla en tierra, una llama azul ilumina de golpe la escena y una voz de ultratumba dice: «Os saludo, jefes de las doce tribus de Israel», ante lo cual todos entonan como respuesta: «Os saludamos, hijo del réprobo». La verborrea gótica de esta índole no se detiene aquí. Resulta difícil imaginar que nadie se tomara estas páginas en serio, y menos que las pudiera considerar como una descripción fidedigna de hechos reales.
Pero la escena adquirió vida propia con independencia del resto de la novela. Esta rara transformación empezó en Rusia, donde se publicó como opúsculo en 1872, con la observación previa de que, aunque era un texto de ficción, se basaba en un hecho constatado (un rasgo característico de muchas teorías de la conspiración, que a menudo borran la distinción entre hechos y ficciones al defender que a la postre no importa si los detalles de un relato son falsos, a condición de que expresen la verdad fundamental subyacente). En años posteriores fueron apareciendo nuevas ediciones rusas y, en 1881, el texto regresó a Francia: ahora los distintos parlamentos se habían fundido en un discurso único, supuestamente pronunciado en el cementerio por un gran rabino; se citaba como fuente al diplomático inglés «sir John Readclif». El discurso del rabino, como se dio en llamar a este opúsculo, fue reimpreso por los antisemitas en varias lenguas, incluido de nuevo el ruso. En Alemania lo llevó a la imprenta un propagandista antisemita radical, Theodor Fritsch, al incorporarlo a su Manual de la cuestión judía. Quedó integrado como elemento típico de la imaginación paranoide de los antisemitas de toda Europa.30
Así pues, mucho antes de que Fritsch redactara su enciclopedia, la idea de una conspiración mundial de los judíos inspirada por Satanás y difundida por las instituciones de la masonería ya se había convertido en un arma típica del arsenal del antisemitismo francés, entre otros. En las décadas de 1870 y 1880, después de que Prusia derrotara a Francia y Napoleón III perdiera el poder, la nueva Tercera República lanzó un ataque resuelto contra los privilegios de la Iglesia católica romana, que seguía siendo mayoritariamente partidaria de la monarquía. Entre los adeptos más firmes del nuevo orden político liberal había masones, laicos y republicanos (pero solo excepcionalmente judíos), y los escritores clericales y archiconservadores lanzaron una serie de publicaciones para condenar la República por ser el fruto de una conspiración judeo-masónica, al igual que, en su febril imaginación, lo había sido la revolución de 1789. Algunos empezaron a afirmar incluso que los judíos contaban con un gobierno mundial secreto que no solo manipulaba a los republicanos franceses, sino que regía sobre gobiernos y políticos del mundo entero gracias al dominio de las finanzas internacionales y los órganos de prensa. Estas afirmaciones hallaron eco en el mundo político real durante la década de 1890, en el marco de la atmósfera fervientemente católica y ferozmente antisemita del caso Dreyfus, cuando se condenó erróneamente al judío Alfred Dreyfus, oficial del ejército francés, como supuesto espía de los alemanes.31
Las ideas que culminaron en Los protocolos hallaron la síntesis final en Rusia, sin embargo. Los cerca de cinco millones de judíos de este país estaban sometidos a numerosas restricciones legales, incluida la obligación de vivir en una región concreta, situada en el sector occidental de los dominios del zar y conocida con el nombre de Zona de Residencia. Como algunos judíos, enojados con las restricciones, se unieron al creciente movimiento revolucionario, los partidarios de la autocracia zarista y la Iglesia ortodoxa desataron una oleada cada vez más intensa de antisemitismo violento y extremo. Los protocolos llegó al dominio público en esta atmósfera de incremento de la tensión política. Salió de imprenta por vez primera, aún sin la sección final, en otoño de 1903, en un periódico editado por Pável Aleksándrovich Krusheván, un destacado antisemita que poco antes había organizado un pogromo en su provincia natal de Besarabia, en concreto en Kishiniov, que había costado la vida a cuarenta y cinco judíos y destruido más de un millar de hogares y tiendas judías.32En 1905 Serguéi Nilus publicó una versión revisada. Este antisemita de carácter más religioso que racial, obsesionado con visiones de un Apocalipsis próximo, era un exfuncionario que poseía algunas tierras y culpaba a los judíos del fracaso del Estado ruso. Nilus consiguió una distribución más amplia del documento, mejoró la redacción y añadió materiales que vinculaban falsamente las «actas» con el Congreso Sionista de Basilea. En pasajes extensos, el texto incorporó rasgos de El discurso del rabino, dotándolos de una nueva forma y contexto.33
Pero estos pasajes no supusieron el grueso del texto. Al presentarlo ante su público, Krusheván indicó que el documento era en parte una traducción del francés; y en efecto hubo secciones que derivaban en gran medida de un tratado publicado en 1864 por el escritor Maurice Joly. Este distaba de ser una obra antisemita. En realidad, era un ataque dirigido desde la izquierda contra el régimen manipulador y dictatorial del emperador Napoleón III, y expresado en la forma de un diálogo imaginario entre Montesquieu (que habla a favor del liberalismo) y Maquiavelo (que expone muchas de las justificaciones cínicas de la dictadura que podemos leer en Los protocolos y que Joly atribuye al emperador). No extrañará, pues, que los argumentos de este último sean los reproducidos especialmente en el tratado antisemita, convertidos en justificaciones de los métodos y objetivos políticos de la supuesta conspiración mundial de los judíos.34Probablemente la redacción final de Los protocolos se realizó en 1902 en la zona sur de Rusia; el lenguaje de las primeras ediciones muestra una influencia clara del ucraniano. El compilador anónimo formó el texto definitivo combinando partes de El discurso del rabino y de la sátira de Joly (que unos antisemitas franceses le habían pasado a un conocido en la década de 1890, y luego se tradujo al ruso) con la invención de las supuestas decisiones del Congreso Sionista de Basilea.35Los orígenes híbridos del tratado también se ponen de manifiesto en la obsesión por las finanzas, en particular por el patrón oro. En este campo el texto ofrecía una versión distorsionada de varias de las medidas que el ministro de Economía Serguéi Yúlievich Witte estaba intentando introducir para modernizar la economía rusa, y que contaban con la oposición directa de los elementos conservadores de las élites del país.
En su forma final, por lo tanto, Los protocolos fue una mezcla apresurada de fuentes francesas y rusas, y su carácter confuso y caótico da fe de la celeridad e incompetencia con que se redactó.36Cohn planteó la hipótesis de que el texto ya existía en su forma plena en francés hacia 1897 o 1898, pero las pruebas no lo avalan; al contrario, no cabe duda de que el montaje final se hizo en Rusia. Por desgracia, en cambio, todavía no se sabe con certeza quién compuso la versión última: aunque es probable que Pável Krusheván tuviera un papel propio en la composición, no hay datos fiables que permitan ir más allá de la sospecha. Por el momento, la identidad del compilador sigue siendo un misterio.37
El antisemitismo ruso halló una primera expresión práctica en las Centurias Negras. Tras la fallida revolución de 1905, estas bandas violentas de carácter contrarrevolucionario recorrieron el país asesinando a judíos, a los que culpaban del levantamiento. La violencia antisemita emergió de nuevo a la estela de la revolución de 1917, en particular con el movimiento contrarrevolucionario de los «blancos», que se dirigía contra los bolcheviques, quienes habían tomado el poder en 1917, encarcelaron al zar Nicolás II y lo habían ejecutado junto con su familia. En otoño de 1918, mientras la guerra civil se extendía por el país, dos oficiales «blancos», Piotr Nikoláievich Schabelski-Bork y Fiódor Víktorovich Vínberg, huyeron hacia el oeste en un tren proporcionado por los alemanes, que, de acuerdo con el Armisticio del 11 de noviembre, estaban evacuando los territorios que habían ocupado hasta entonces durante la guerra. Cuando llegaron a Alemania, este país también vivía una revolución, tras la abdicación forzosa del káiser; los dos hombres no perdieron tiempo en divulgar la idea de que ambas revoluciones, la rusa y la alemana —y no solo eso, sino también la propia guerra mundial—, habían sido obra de los «sabios de Sion». Trajeron consigo una copia de Los protocolos y, en la tercera edición de su anuario Luch Svieta («Rayo de luz») imprimieron el texto completo de la versión de Nilus, de 1911.38
También le entregaron una copia a cierto Ludwig Müller von Hausen, fundador de una oscura organización de ultraderecha creada en Alemania poco antes de la guerra, denominada Asociación contra la Arrogancia de los Judíos. Con el patrocinio de un grupo de mecenas aristócratas, entre los que probablemente había miembros de la derrocada familia real alemana, Los protocolos se tradujo al alemán y Müller von Hausen publicó la obra en enero de 1920. En la violenta atmósfera posrevolucionaria de la época, cuando el antiguo poder imperial, al igual que muchos de sus partidarios y beneficiarios de la clase media, estaba furioso contra la revolución alemana —y el sistema democrático en el que esta desembocó, la República de Weimar—, el tratado gozó de un éxito inmediato entre los círculos de la extrema derecha. Antes de que concluyera el año la obra se había reimpreso cinco veces; en unos pocos meses había vendido más de 120.000 ejemplares. En 1933 acumulaba treinta y tres ediciones, muchas de ellas ampliadas con apéndices e ilustraciones creadas para la ocasión.39«Con la publicación en alemán de Los protocolos de los sabios de Sion —ha concluido el biógrafo más reciente de Hitler, Volker Ullrich— la teoría de la conspiración se había convertido en un elemento clave de la propaganda étnico-chovinista alemana.»40Para los antisemitas de extrema derecha, la derrota de Alemania en 1918, la caída del régimen del káiser y el advenimiento de la democracia en la República de Weimar eran tres pruebas claras de la veracidad de Los protocolos. Los judíos habían triunfado y, por lo tanto, ya no tenían necesidad de mantener el documento en secreto, como supuestamente habían hecho hasta entonces.41
Entre los primeros en leer esta traducción figuraba el general Erich Ludendorff, quien había sido de hecho el líder de las fuerzas armadas alemanas durante la última fase de la primera guerra mundial, y había coliderado diversas tentativas violentas (aunque fallidas) de derribar a la República de Weimar; entre ellas, el putsch de Kapp, de 1920, cuando un golpe de Estado de militares de ultraderecha se apoderó por breve tiempo de Berlín, y el putsch de la cervecería, el golpe que los nazis intentaron dar en Múnich en 1923. Cuando le llegó a las manos un ejemplar ya había escrito sus reflexiones sobre la política y la dirección bélica, pero aún tuvo tiempo de añadir una nota al pie para recomendar la lectura de Los protocolos y afirmar que a la luz de sus revelaciones sería necesario reescribir por completo la historia moderna y en especial la contemporánea. Ludendorff también advertía de que Los protocolos era un documento que «ha sido atacado a menudo por sus opositores, que lo califican de históricamente inexacto». Pero esto ya no importaba gran cosa. Él ya había expresado su punto de vista y Los protocolos no tuvo mayor influencia en su perspectiva.42
En cambio, el documento ejerció una influencia clara sobre un grupo secreto de la derecha, formado por jóvenes extremistas y conspiradores en los primeros años de la República de Weimar: la Organización Cónsul. Entre otras cosas, este grupo fue el responsable del asesinato de Walther Rathenau, un político, intelectual y hombre de negocios acaudalado que había desempeñado un papel central en la gestión de la economía durante la guerra. En 1922 Rathenau fue nombrado ministro de Exteriores de Alemania. Se apresuró a suscribir un tratado con la Unión Soviética, en el que Alemania y Rusia, parias los dos del orden internacional, renunciaban a las exigencias mutuas en los ámbitos territorial y económico. Este primer paso tuvo su importancia a la hora de que Alemania regresara a la arena diplomática. Pero la extrema derecha consideraba que alcanzar cualquier clase de acuerdo con los bolcheviques era una traición; no digamos ya renunciar a la reclamación de territorios soviéticos. Para la Organización Cónsul en particular, esto fue fruto de la conspiración judía internacional que se describía en Los protocolos. Rathenau era judío y en 1909 había cometido la imprudencia de quejarse, en un artículo de prensa, de que «trescientos hombres que se conocen todos entre sí rigen los destinos económicos del Continente y buscan a sus sucesores entre sus propios adeptos». En realidad pretendía abogar por que las élites económicas de Alemania, Francia y otros países europeos se ampliaran para dar cabida a más personas, y en su artículo no hace referencia alguna a los judíos; pero para los jóvenes fanáticos de la Organización Cónsul, espoleados por Ludendorff, tal afirmación solo podía significar una cosa: que Rathenau —como sostuvo Ernst Techow, uno de los integrantes de la organización— «era uno de los trescientos sabios de Sion cuyo propósito y objetivo era someter al mundo entero a la influencia de los judíos, como ya había demostrado el ejemplo de la Rusia bolchevique». Consumado el asesinato, cuando los jueces interrogaron a Techow, este afirmó que había tomado la idea «de los trescientos sabios» de un «panfleto», Los protocolos; en su resumen, el juez pidió que los tribunales y los medios de comunicación prestaran atención a «ese libelo vulgar, Los protocolos de los sabios de Sion, [que] siembra el deseo de matar en las mentes confusas e inmaduras».43
El impacto de Los protocolos sobre estos jóvenes asesinos no se produjo en un vacío ideológico. El pensamiento de la ultraderecha alemana ya se había impregnado de una embriagadora mezcla de ideas, derivadas por un lado del monárquico francés Arthur de Gobineau, que a mediados del siglo XIX había inventado el concepto de la «raza aria» como «raza dominante»; del darwinismo social, con su concepto de la historia como una lucha interracial por la «supervivencia del más fuerte»; y también de la interpretación del socialismo como producto de un complot judío que aspiraba a destruir la civilización europea. Tales ideas se propagaron en una serie de publicaciones, en particular Los fundamentos del siglo XIX (1899) del yerno del compositor antisemita Richard Wagner, el aún más antisemita Houston Stewart Chamberlain. Obras similares, como el Manual de la cuestión judía de Theodor Fritsch (1907) o La ley del nomadismo y el actual dominio de los judíos (1866), también defendieron que los judíos eran la fuerza oculta que provocaba muchos acontecimientos y tendencias que estos autores tenían por malignas.44Bastante antes de la primera guerra mundial los periódicos, revistas y tratados de ultraderecha ya divulgaban la idea de que los judíos ejercían una influencia oculta sobre todo cuanto ellos odiaban en la vida moderna, desde el feminismo y el socialismo a la música atonal y el arte abstracto.45Tras la derrota de Alemania en la guerra, y con la febril atmósfera de revolución y contrarrevolución que le siguió, el antisemitismo se convirtió en elemento central de la ideología de la extrema derecha.
En particular en la Baviera posrevolucionaria, la multitud de diminutos grupos políticos contrarrevolucionarios de la región explotó contra los judíos, afirmando que no solo fomentaban la subversión revolucionaria, sino que especulaban con la guerra. Esta propaganda, por descontado, exageraba groseramente la parte que los judíos interpretaban tanto en los partidos socialista y comunista como en el mundo de la banca y las altas finanzas. Ante la objeción evidente a tales afirmaciones —el hecho de que capitalistas y comunistas dedicaban la mayor parte de su tiempo y energía a luchar los unos contra los otros— se ofrecía la respuesta paranoide de que esto solo demostraba que los judíos movían los hilos ocultos de aquellos títeres y estaban creando enfrentamientos sociales desde las bambalinas. A la hora de forjarse las creencias antisemitas que fueron esenciales en su concepción del mundo, Hitler bebió sobre todo de estas fuentes, antes que directamente de Los protocolos.46
Hitler mencionó Los protocolos por primera vez en las notas que preparó para un mitin celebrado el 12 de agosto de 1921. Según una noticia referida al discurso que pronunció en Rosenheim (sur de Baviera) el 19 de agosto de 1921, «Hitler muestra, con el libro de Los sabios de Sion, redactado en el Congreso Sionista de Basilea en 1897, que los semitas siempre han tenido y siempre tendrán como objetivo imponer su dominio por cualquier medio a su alcance».47Ahora bien, en la biblioteca privada de Hitler, que acabó albergando más de 16.000 volúmenes, no había ningún ejemplar de Los protocolos. En realidad, que hubiera figurado allí tampoco habría sido una prueba de que lo había leído, puesto que casi todos los volúmenes de esa colección, sin lugar a dudas, no se llegaron a abrir nunca. Así pues, como otras muchas personas, Hitler tuvo un conocimiento indirecto de Los protocolos. Si dejamos a un lado la probabilidad de que se informara de su contenido, o al menos de su relevancia, en las conversaciones con sus amigos (en especial con Dietrich Eckart, su mentor durante la juventud), una vez acabada la primera guerra mundial el vehículo parece haber sido una serie de artículos de prensa redactados por encargo del magnate del motor estadounidense Henry Ford, que los recogió en 1920 —con su firma— en una colección titulada The International Jew: The World’s Foremost Problem. El libro se publicó en alemán en 192248 y Hitler tenía un ejemplar en su biblioteca. Buena parte de la compilación, a partir del capítulo 10, se dedica a explicar Los protocolos con abundantes citas del texto.49Fue el mismo libro que llevó al futuro jefe de la propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, a conocer Los protocolos en 1924, tras lo cual decidió leer el documento original con la intención de comprender adecuadamente —en sus palabras— «la cuestión judía».50
En 1923, cuando la hiperinflación estaba destruyendo la vida económica y la estabilidad social de Alemania, Hitler hizo alusión repetida a Los protocolos en sus discursos. Entre otras cosas, declaró: «Según Los protocolos de Sion la intención es hacer, por medio del hambre, que las masas se sometan a una segunda revolución [tras la de 1918] bajo la estrella de David».51Poco después, Hitler intentó hacerse con el poder dando un golpe armado en Múnich, tras lo cual fue detenido y juzgado; sin embargo, un juez benevolente, de tendencia nacionalista, lo condenó tan solo a un breve período de «confinamiento en una fortaleza». Como es sabido, Hitler utilizó este tiempo de ocio forzoso para componer su extenso tratado político y autobiográfico, Mein Kampf (Mi lucha), donde también hizo referencia a Los protocolos.
En estas fechas, sin embargo, se había demostrado y divulgado ampliamente que Los protocolos de los sabios de Sion era una burda falsificación.52El 13 de julio de 1921, el corresponsal de The Times en Estambul, Philip Graves, informó entusiasmado a su editor de Londres, Henry Wickham Steed: «Un (ortodoxo) ruso ha hecho aquí un descubrimiento muy curioso [...]. Se trata de que Los protocolos de los sabios es en buena medida el plagio de un libro publicado en Ginebra [...] [en] 1864, que era una serie de diálogos entre Montesquieu y Maquiavelo [...]. Muchos de los parecidos son extraordinarios». Graves recogió varios ejemplos de pasajes plagiados textualmente de aquel libro por el autor de Los protocolos. «Los parecidos son numerosos: en muchos lugares, Los protocolos es una simple paráfrasis. Yo creo que esto tiene ciertos elementos de exclusiva», le dijo a Steed.53El día anterior, siguió explicando Graves, el ruso que había hecho aquel descubrimiento —Mijaíl Mijáilovich Raslovlev, pariente político de la corresponsal de The Times en San Petersburgo— había contactado con él para ofrecerle la venta del ejemplar del libro de Joly, publicado originalmente en Ginebra. «El señor Raslovlev —decía Graves— recibió el libro ginebrino de un excoronel ruso de la Ojrana [la policía secreta del zar] que no le daba mayor importancia.» El propio Raslovlev era antisemita (según Graves, «cree que el peligro de los judíos radica en su típico materialismo, más que en su idealismo revolucionario») y pertenecía a un grupo de monárquicos rusos exiliados por la revolución bolchevique de 1917. Las cosas no le iban bien y necesitaba dinero, después de haber perdido hacienda y propiedades a manos de los bolcheviques.
Sin embargo, la motivación no se limitaba al dinero, ya que, de haber ofrecido el libro a un comprador judío, habría obtenido un beneficio muy superior. «No tengo intención de proporcionar a los judíos, de los que nunca he sido gran amigo, un arma de ninguna clase —le dijo a Graves—. He guardado durante mucho tiempo el secreto de mi descubrimiento (¡porque es todo un descubrimiento!) con la esperanza de utilizarlo algún día como demostración de la imparcialidad del grupo político al que pertenezco. Y lo único que me ha llevado ahora a cambiar de opinión es una necesidad muy urgente de dinero.» Pese a todo, no pretendía vender el libro, sino prestarlo. Como pensaba que la guerra civil y la hambruna que sacudían Rusia no tardarían en acarrear la caída del régimen bolchevique, Raslovlev tan solo pedía un crédito de 300 libras esterlinas, que devolvería pasados cinco años; a cambio The Times dispondría de derechos exclusivos sobre el material hasta que la deuda se hubiera saldado. Los editores se apresuraron a redactar un contrato que se suscribió el 1 de agosto de 1921. «Creo que esto puede suponer un enorme golpe de efecto para The Times —le dijo Graves al editor de asuntos exteriores de la central londinense—, así que haz como te he pedido arriba, para que el descubridor no se nos escape.» De otro modo se corría el riesgo bien de que Raslovlev intentara venderles el secreto a otros, bien de que el plagio se descubriera de forma independiente. En cualquier caso, Graves acordó mantener en secreto el nombre de su informante, para proteger a los parientes de Raslovlev que no habían salido de Rusia.54
Que Raslovlev se decidiera a desvelar el documento también respondió al hecho de que algunos periódicos de Londres, como el Morning Post y el Illustrated Sunday Herald, habían dado a conocer una traducción inglesa de Los protocolos el año antes, que había despertado interés en el mundo político y recibido los comentarios favorables de, entre otros muchos, el mismísimo Winston Churchill. Algunos parlamentarios conservadores presionaron para crear una investigación oficial sobre la conspiración judía que el documento supuestamente desvelaba. En aquella época, el Morning Post estaba dirigido por un tory tradicionalista y muy conservador, H. A. Gwynne, y se caracterizaba por una firme hostilidad contra el bolchevismo y abundantes contactos en la extrema derecha, en particular con zaristas exiliados. Que The Times hiciera pública la falsedad de Los protocolos supondría, por lo tanto, asestar un golpe serio a la credibilidad de un periódico rival.55Anteriormente un autor alemán, Otto Friedrich, en un libro publicado en 1920, había llamado la atención sobre el uso de El discurso del rabino en Los protocolos, en un texto titulado expresamente Los sabios de Sion: el libro de las falsificaciones (Die Weisen von Zion: Das Buch von Fälschungen).56Otro periodista, Lucien Wolf, también denunció el plagio de El discurso del rabino en 1921.57En Estados Unidos, un activista y periodista judío nacido en Rusia, Herman Bernstein, publicó una denuncia similar ese mismo año.58Es decir, se acumulaban con rapidez las denuncias de que Los protocolos era una falsificación. Sin embargo, el descubrimiento de Raslovlev sobre el plagio por extenso del libro de Joly era del todo innovador y suponía una revelación mucho más devastadora.
Graves se apresuró a compendiar el tema en tres artículos para The Times. «Creo que debería publicarse lo antes posible», urgió a Londres, en carta a su editor de exteriores. Pero no era tan sencillo. Para empezar el periodista debía confiar los artículos y el libro a un súbdito británico fiable, que viajara a Gran Bretaña desde Constantinopla. «El problema es —le explicó al citado editor el 25 de julio de 1921— que la gente que conozco que viajan justo ahora es gente a la que sé [sic] que son de esa clase de tipos descuidados que tranquilamente se pararán dos o tres veces pour faire la noce [«para irse de fiesta»] de camino a casa, en Venecia o en París, lo que aumenta mucho el riesgo de que el envío se pierda.» A la postre dio con un «mensajero de fiar que se marcha con el Orient Express [...]. No tiene intención de detenerse en ningún lugar durante el camino y entregará un paquete al editor de exteriores en la misma noche de su llegada». El viaje en aquel tren de lujo duraba cinco días. La sección de internacional de The Times apuntó el 9 de agosto de 1921 que, según lo esperado, «el paquete secreto de Constantinopla llegó anoche a través de un mensajero especial». Los artículos de Graves vieron la luz los días 16, 17 y 18 de agosto y enseguida se imprimieron también como opúsculo independiente, tan exitoso que el 22 de agosto de 1921 hubo una segunda tirada de 5.000 ejemplares. Pronto se negociaron traducciones con diversas editoriales y periódicos de la Europa continental. El agente que negociaba en nombre de The Times solo fracasó en París. «La cuestión, por la razón que sea, no parece interesar aquí —informó—. ¡Mira que son raros, los franceses!»59
La denuncia de la falsificación se publicó con detalle en alemán en 1924 y recibió una gran publicidad.60Sin duda, Hitler tuvo noticia de las alegaciones que vieron la luz en la prensa alemana; pero la revelación no le frenó. Afirmó que el hecho de que los judíos odiaran Los protocolos de los sabios de Sion los llevaba a pretender que este documento
se basa en una «falsificación», lo cual es la prueba más clara imaginable de que es del todo genuino. Aquí se revela de forma consciente lo que muchos judíos hacen, quizá de forma inconsciente; y esto es lo importante. Carece de cualquier relevancia saber qué cerebro judío ha producido tales revelaciones; lo esencial es que Los protocolos pone sobre la mesa con una fiabilidad ciertamente aterradora la naturaleza y acciones del pueblo judío, que desvela su lógica interior y sus metas últimas. No hay comentario que pueda valer más que la realidad. Quienquiera que examine el desarrollo histórico de los últimos cien años desde la perspectiva de este libro podrá comprender de inmediato por qué la prensa judía está armando tanto alboroto.61
Sin embargo, esta es la única referencia a Los protocolos en los muchos cientos de páginas de Mein Kampf.
Por su parte, Joseph Goebbels, dos días después de haber decidido informarse sobre el contenido del documento, le confió a su diario:
Creo que Los protocolos de los sabios de Sion es una falsificación. Pero no porque la concepción del mundo de las aspiraciones judías que expresa sea demasiado utópica o fantástica —hoy se observa que se están cumpliendo, uno tras otro, todos los puntos de Los protocolos—, sino ante todo porque no creo que los judíos sean tan absolutamente estúpidos como para no mantener en secreto unas actas tan importantes. Creo en la verdad interior de Los protocolos, pero no en la factual.62
Fue mucho más entusiasta con Los protocolos Alfred Rosenberg. Este alemán del Báltico, que se calificó a sí mismo de ideólogo y filósofo del nazismo, había huido de Rusia por la revolución, que a su entender no cabía duda de que era el resultado de un complot judío. Veía maquinaciones de los judíos por todas partes y, desde que llegó a Alemania, se dedicó a componer una serie en apariencia interminable de tratados antisemitas. En 1923 ya había dado a conocer un comentario de Los protocolos, en el que afirmó que «el judío»63 había triunfado en Alemania con la creación de la República de Weimar; pero advertía que no tardaría en «caer en el abismo», tras lo cual «no habrá lugar para el judío ni en Europa ni en América». Diez años más tarde, cuando los nazis llegaron al poder, proclamó que el momento había llegado por fin: «Que esta nueva edición de este libro desvele una vez más al pueblo alemán en qué falsa ilusión vivía aprisionado antes de que el gran movimiento alemán la hiciera trizas [...] y le haga entender hasta qué punto, desde los primeros días del movimiento, esta comprensión estaba profundamente arraigada entre los líderes del nacionalsocialismo».64Cuando el ministro de Propaganda Joseph Goebbels ordenó hacer un boicot a todas las tiendas judías el 1 de abril de 1933, supuestamente como represalia a un boicot a los productos alemanes defendido por grupos judíos de Estados Unidos —otro de los signos de que los nazis creían en la existencia de lo que llamaban «la judería mundial»—, Julius Streicher, el jefe del Partido Nazi en Franconia y editor del semanario nazi y antisemita Der Stürmer («El asaltante»), calificó el boicot de «acción defensiva contra esos criminales mundiales, los judíos» y contra su «plan de Basilea» (la ciudad en la que, como hemos visto, se suponía que se produjo la reunión cuyas actas constituían Los protocolos). El periódico de Streicher hizo mención repetida a Los protocolos y se esforzó porque el documento siguiera de actualidad. El propio Partido Nazi publicó el texto en una edición barata y fácil de encontrar, e instaba a «todo alemán a estudiar la terrorífica confesión de los sabios de Sion, a compararlos con las tremendas penalidades de nuestro pueblo, y a partir de aquí extraer las conclusiones lógicas y trabajar porque este libro llegue a manos de todo alemán».65
Mediada la década de 1930, la supuesta autenticidad de Los protocolos, según el propio documento la planteaba, recibió otros dos golpes. En julio de 1934 se juzgó en Grahamstown a tres líderes del movimiento fascista sudafricano «camisas grises», entre otras razones por distribuir Los protocolos. Durante el juicio, el presidente de la Organización Sionista Mundial, Najum Sókolov, declaró que hacía varios años que se sabía que el documento era falso; y recordó que Henry Ford se había retractado de su defensa del carácter genuino del texto.66Lo que es más importante, aquel mismo año, representantes de la comunidad judía de Berna (Suiza) denunciaron al Frente Nacional Suizo, una organización fascista que un año antes había distribuido el documento durante una manifestación. El pleito respondía a un estatuto local que vetaba la distribución de textos inmorales, obscenos o embrutecedores. Dirigió la defensa Ulrich Fleischhauer (según la queja de Graves, «un profesional del antisemitismo, y probablemente un huno, [que] ha puesto en duda mi carácter personal y mi veracidad»). En Alemania, la prensa nazi afirmaba que Graves era judío, o que estaba a sueldo de los judíos, o incluso que era un pseudónimo de Lucien Wolf. Tras una extensa serie de declaraciones de testigos, con expertos y académicos destacados (entre ellos exiliados rusos como el intelectual menchevique Borís Nicoláievski) que confirmaron que Los protocolos era un documento espurio que pretendía provocar odio contra los judíos, el tribunal sentenció que Los protocolos era una falsificación plagiaria y obscena, y falló a favor de la acusación. El juez también declaró que el documento era un «absurdo ridículo» y lamentó que el tribunal hubiera tenido que pasar toda una quincena estudiando aquel sinsentido.67
La historia no concluyó aquí, sin embargo. La defensa presentó una apelación formal contra el veredicto y, en noviembre de 1937, el Tribunal Supremo suizo revisó en efecto la sentencia. Pero la revisión no supuso exonerar Los protocolos: los jueces dictaminaron que el documento era en efecto espurio; simplemente concluyeron que no violaba lo estipulado en el estatuto sobre la obscenidad literaria porque, a la postre, debía clasificarse como propaganda política. Las costas recayeron de nuevo sobre los defensores (es decir, los partidarios de la autenticidad de Los protocolos) y el tribunal expresó en público el lamento de que la ley no ofreciera a los judíos una protección adecuada contra la clase de acusaciones falsas que tal texto representaba. Por descontado, los fascistas y antisemitas suizos pregonaron que el resultado era un triunfo y reprocharon a los acusadores judíos haberse comportado exactamente como se predecía en Los protocolos; pero en realidad el efecto general, en términos de publicidad, distó mucho de ser favorable a la causa de los antisemitas.68
Graves no se había sentido capaz de intervenir en el juicio como testigo, porque tenía parientes políticos que vivían en Múnich y temía que los nazis los represaliaran; pero sí proporcionó una declaración escrita que confirmaba las conclusiones a las que había llegado en los artículos de 1921. Sin embargo, en este punto había perdido el respaldo de su periódico. El nuevo director de The Times, Geoffrey Dawson, era un gran defensor de la política de apaciguamiento y lamentaba que la publicación hubiera desvelado la falsedad de Los protocolos, según le recordó Graves posteriormente:
Hace algún tiempo recuerdo que me dijisteis que os parecía en parte desafortunado que T[he] T[imes] hubiera desvelado la falsedad del texto. En efecto veo que, con el estado de ánimo imperante hoy en gran parte del continente, The Times podría querer disociarse de tal publicación en el futuro no a consecuencia de ninguna simpatía con el antisemitismo dominante, sino porque la conexión de The Times con el desenmascaramiento dificulta convencer a muchas figuras destacadas de Alemania y otros países de que The Times no está bajo «la influencia de los judíos» o «la dirección de los judíos».69
En vísperas de la guerra, el asistente de dirección de The Times le dijo a Graves que, si el opúsculo de sus artículos se reeditara, «sería prudente no hacerle mucha, o quizá ninguna, publicidad en las columnas de The Times, pues cabe la posibilidad de que Alemania tome represalias contra nosotros».70
El veredicto del juicio de Berna fue uno de los diversos factores por los que funcionarios destacados del Ministerio de Propaganda de Goebbels decidieron recurrir poco a Los protocolos en los pronunciamientos públicos. En las instrucciones diarias a la prensa, donde el Ministerio de Propaganda dictaba qué líneas debían seguir los periódicos y revistas alemanes en temas actuales de gran relevancia (y a veces otras cuestiones más secundarias), se criticó intensamente a un periódico nazi, el Deutsche Zeitung, por haber afirmado que la exposición de Los protocolos en el juicio de Berna alertaría de nuevo a la opinión pública alemana sobre la amenaza que representaban las maquinaciones de los judíos en todo el mundo. «Los expertos del Ministerio de Propaganda no son en ningún caso de la misma opinión —se comunicó—. Se pide a la prensa alemana que no convierta el juicio de Berna [...] en una gran acción antisemita.» En consecuencia, los periódicos restaron importancia al juicio, que presentaron ante todo como un asunto interno de Suiza. Interpretaron el veredicto del tribunal como el fruto de las sutilezas de la ley suiza, más que como una condena a los defensores de la autenticidad de Los protocolos. A juicio de la prensa nazi, la intervención de la fiscalía era por sí misma una prueba de que la comunidad judía internacional seguía empeñada en «difundir veneno sobre Alemania». Como fuera, si los nazis se mostraron reticentes a continuar utilizando Los protocolos para la propaganda antisemita no fue solo porque eran conscientes de que la opinión pública estaba al corriente del carácter fraudulento del texto, sino, sobre todo, muy probablemente, porque eran asimismo conscientes de las limitaciones de su contenido. Así pues, solo los antisemitas más extremistas —en especial Streicher— siguieron citándolos con frecuencia. En lo que respecta al adoctrinamiento antisemita en general, era fácil disponer de otros documentos que resultaron mucho más importantes: en particular, los distintos manuales que el nazismo dedicó al antisemitismo. El análisis más completo y razonado de la cuestión ha llegado a la conclusión de que «las pruebas [...] sugieren que los líderes de la propaganda nazi sabían que Los protocolos no era lo que afirmaba ser. Pero esto no parece haberles inquietado gran cosa. Fuera lo que fuese en realidad, Los protocolos resultaba útil para la propaganda en la medida en que no se entrase en los detalles». En todo caso, no fue un pilar central de la plataforma antisemita del régimen nazi.71
Sin embargo, aunque la retórica antisemita nazi apenas hacía alusión directa a Los protocolos, hasta el final de la guerra estuvo repleta de referencias directas e indirectas a «la conspiración mundial de los judíos». Según el discurso de Goebbels en un mitin celebrado por el Partido Nazi en 1937, «el judío» era «el enemigo del mundo, el destructor de las civilizaciones, el parásito entre los pueblos, el hijo del caos, la encarnación del mal, el fermento de la descomposición, el demonio que trae consigo la degeneración de la humanidad».72En 1939, en el sexto aniversario del nombramiento de Hitler como canciller imperial, este afirmó, ante el aplauso atronador de las filas cerradas de sus adeptos y los funcionarios nazis reunidos en el Reichstag, que «si los financieros judíos internacionales de Europa y otros continentes tuvieran éxito en su empeño de lanzar a las naciones a otra guerra mundial, entonces el resultado no será la bolchevización del planeta, y con ello la victoria de la judería, ¡sino la aniquilación de la raza judía en Europa!».73Con la idea de «otra guerra mundial» se refería ante todo a la participación de Estados Unidos en una guerra contra Alemania, y no es coincidencia que, cuando en efecto sucedió así, en verano de 1941, se iniciara también el exterminio a gran escala de los judíos. Como dijo Goebbels en noviembre de 1941: «Todos los judíos, en virtud de su nacimiento y raza, forman parte de una conspiración internacional contra la Alemania nacionalsocialista».74La idea de que todos los judíos, en todo el mundo, estaban comprometidos con la destrucción plena de Alemania y los alemanes fue una constante del aparato de propaganda de Goebbels, durante toda la guerra, y con una vehemencia e intensidad crecientes a medida que la marea militar empezaba a crecer a favor de los Aliados. «Así como el escarabajo de la patata destruye los campos de patatas, más aún, tiene que destruirlos —decía Goebbels ante una multitud entusiasta, congregada en el Palacio de Deportes de Berlín el 15 de junio de 1943—, también los judíos destruyen Estados y naciones. Para eso tan solo existe un único remedio: eliminar la amenaza para siempre.»75El Ministerio de Propaganda mantuvo la misma línea incluso en la derrota. «Si fuera posible hacer jaque mate a los 300 reyes judíos que rigen el mundo en secreto», comunicó el ministerio a la prensa, en una nota del 29 de diciembre de 1944 que extrapolaba una figura que Rathenau había aplicado a Alemania (sin referencia a los judíos) muchos años antes, entonces «los pueblos de la Tierra hallarían por fin la paz».76Sin embargo, la propaganda nazi casi nunca mencionó Los protocolos directamente cuando hacía alusión a la supuesta conspiración global de los judíos. Algunos historiadores han entendido que cada referencia a esto último era también una referencia a Los protocolos, pero se trata de un error.77En realidad la idea de una conspiración mundial de los judíos la difundían también muchas otras publicaciones; de hecho, era un lugar común de la ideología antisemita, y, por lo tanto, Los protocolos es tan solo un ejemplo más entre muchos.78
Cuando uno la examina, la idea de una conspiración mundial de los judíos resulta sumamente irrealista. Imaginar que millones de personas están dirigidas de forma centralizada por un ínfimo grupo secreto de conspiradores —a este efecto, tanto dan trece que trescientos— es entregarse a la fábula política hasta un punto extraordinario. Para que una conspiración funcione, para empezar, debe caracterizarse por una gran cohesión. Debe implicar a un número de personas tan reducido como sea posible. Las conspiraciones de trece personas son relativamente viables, pero hablar de trescientos empieza a topar con los límites de la posibilidad. Cuanta más gente participa en una conspiración, mayor es la probabilidad de una traición. Además, e independientemente del número de participantes, para que los planes maduren y se puedan poner en práctica se requiere una comunicación mutua constante. Sin embargo, Los protocolos solo hace referencia, exclusivamente, a las reuniones del Congreso Sionista Mundial de 1897 y del cementerio de Praga; no se alude a ningún otro encuentro, salvo en uno de los precursores del documento, donde se sostiene que la reunión del cementerio se celebraba una vez cada cien años. Sin duda con el paso de los años alguno de los conspiradores, y probablemente más de uno, habría traicionado el secreto, ¿no? Por otro lado, cabe creer que las supuestas víctimas declaradas de tal conspiración habrían tomado las armas contra una subversión de tal calibre; ello, no obstante, en ningún punto de Los protocolos se indica que «los sabios» hubieran tomado alguna clase de precaución para protegerse de las represalias.
Luego está la cuestión de cómo las instrucciones de los sabios de Sion se transmitían a los millones de personas que integraban la comunidad judía mundial. Nunca apareció ninguna clase de prueba —ni siquiera «pruebas» inventadas— que indicara o al menos diera a entender que los judíos de tal o cual lugar estaban recibiendo las instrucciones emitidas por los supuestos cabecillas de la conspiración. De hecho, tal como admitió después de la guerra Erich von dem Bach-Zelewski, exjefe supremo de la SS y la policía en la Rusia Central, y un asesino implacable que había ordenado matar a muchos judíos de la región:
En contra de la opinión de los nacionalsocialistas, de que los judíos eran un grupo muy bien organizado, la espantosa realidad era que carecían de toda organización [...]. Esto desmiente el viejo eslogan según el cual los judíos están conspirando para dominar el mundo y su organización a tal fin es excelente [...]. Si hubieran tenido alguna clase de organización, esta gente se habría podido salvar por millones; pero la cuestión los cogió totalmente por sorpresa. No tenían ni idea de qué hacer; no tenían directrices ni lemas sobre cómo actuar [...]. En realidad, no tenían ninguna clase de organización propia, ni siquiera un servicio de información.79
Según ha comentado Norman Cohn, el mito de la conspiración mundial «alcanzó su formulación más coherente y letal en el preciso momento en que los judíos, de hecho, estaban más divididos que nunca: entre ortodoxos y reformados, practicantes e indiferentes, creyentes y agnósticos, asimilacionistas y sionistas», por no hablar de las diferencias de clase o lealtad política y nacional. Los protocolos y el mito de la conspiración mundial de los judíos, a la postre, tenían «poco que ver con las personas reales, las situaciones reales y los conflictos reales del mundo moderno», algo que ya le resultaba evidente, al menos a posteriori, incluso a un asesino de masas y nazi empedernido como Bach-Zelewski.80
Como hemos visto, la clase de teoría conspirativa que Los protocolos representa se parecía poco a las expresiones tradicionales del antisemitismo. El antisemitismo antiguo y medieval era de carácter religioso: se entendía que los judíos no conversos eran un cuerpo extraño en la cristiandad, y los culpables, según la Iglesia, de haber dado muerte a Jesucristo. Como los judíos practicaban una religión distinta a la de la inmensa mayoría de los europeos, era fácil que se imaginara que participaban en actividades nefandas: se decía, por ejemplo, que envenenaban los pozos de los cristianos o mataban a niños cristianos para utilizar su sangre inmaculada con fines sacrificiales. Sin embargo, estas leyendas se centraban en incidentes específicos, ocurridos en lugares y momentos específicos, e implicaban a personas concretas. La teoría de la conspiración de tipo laico, que ejemplificaban Los protocolos y los antecedentes de este documento en una historia que se remonta hasta poco después de la revolución de 1789, era del todo diferente. En Los protocolos no se nombra ni siquiera a una de las personas que supuestamente estaban detrás de las conspiraciones destructivas de los masones, ni se identifica a ninguno de los judíos que en teoría se dedicaban a subvertir los principios fundacionales del orden social tradicional del mundo cristiano. De hecho, gran parte de la fuerza de las acusaciones radicaba en su misma vaguedad: hasta cierto punto, Los protocolos era un texto «abierto» que permitía una diversidad de lecturas.81Esta clase de teorías de la conspiración se diseñó (conscientemente o no) para que la sugerencia de la intervención de fuerzas ocultas y desconocidas creara miedo y levantara sospechas.82Y siempre se aportaban pruebas de apariencia histórica, referidas a una asamblea de conspiradores que había ocurrido en el pasado reciente (a veces, más distante), por parte de un grupo o una organización secreta que llevaba décadas, si no siglos, trabajando entre bambalinas por la subversión.83
Uno de los primeros estudios críticos de Los protocolos, firmado por el historiador John Gwyer y publicado en 1938, generalizaba a partir de estos puntos con una claridad inhabitual. Gwyer dedicó el ensayo irónicamente a «todos los que creen en la Mano Oculta» y comentó que tal clase de personas
se vuelve fanática, miembros de esa tropa desafortunada que es capaz de ver en todo un complot. Ya no pueden abrir el periódico o leer un libro o ir al cine sin observar la acción de la Mano Oculta, ya sea porque les está dirigiendo una propaganda sutil o porque intenta convertirlos en peones de un complejo proyecto de sabotaje [...]. [Sin embargo] la Mano Oculta había conseguido tantas cosas que no resulta creíble. Era la responsable de la Revolución francesa, los problemas de Irlanda y la Gran Guerra [...]. Había organizado la revolución bolchevique al mismo tiempo que seguía estando detrás de las grandes finanzas [...]. De hecho, sus actividades no tenían límite. Pero sus complots (objetaría yo) eran casi todos contradictorios; parecía estar levantando con una mano lo que con la otra se empeñaba en derribar.84
Gwyer añadió que la bibliografía sobre «la Mano Oculta» —lo que aquí llamaríamos teorías de la conspiración— incluía tantos acontecimientos y procesos de la historia mundial que «debo reconocer cuán orgulloso me siento de nuestra civilización, por su capacidad de resistir frente a tantos ataques». Ante ello, la creencia paranoide en la Mano Oculta «sin duda debe ser tan incómoda e inquietante como cualquier otra clase de manía persecutoria». Pero aún resultaba conveniente: «Pensar así nos evita precisamente tener que pensar: basta con ver el mundo y saber que todos sus conflictos se deben a la malignidad de un único grupo de conjurados misteriosos».85Tal vez —reflexionaba Gwyer— tales creencias eran inocuas, mientras no se les permitiera incidir en la vida real; pero lamentablemente, en el caso de la supuesta existencia de una Mano Oculta judía, este no era el caso: la idea había generado repetidos actos violentos por parte de los antisemitas, que en los años recientes habían recurrido a Los protocolos para justificar el «asombroso salvajismo» de tales acciones, que incluían «asesinatos, persecuciones, expulsiones y masacres». Por eso Gwyer había decidido dedicar aquel breve estudio a demostrar el carácter fraudulento de tal obra.86
«Uno se resiste a creer —escribió Gwyer en la conclusión a su breve libro— que la inteligencia media de la humanidad es realmente tan escasa que no alcanza a distinguir entre una simple verdad y una falsedad fantasiosa.»87En el caso de los partidarios de Los protocolos, no obstante, parecía ser así. La revelación de la falsedad del documento no había impedido que miles de personas siguieran leyéndolo como si en efecto contuviera las actas genuinas de una reunión real. De hecho, las teorías conspirativas de la clase de Los protocolos actúan de varias formas que se sitúan fuera de las prácticas normales o el discurso racional. Para empezar, se cierran de entrada a toda crítica: toda objeción, incluso la denuncia de que se trata de un plagio o una falsificación, suele toparse con la respuesta de que los propios críticos son parte de la conspiración, por ser o bien judíos, o bien instrumentos utilizados por estos. Así, ningún adepto de Los protocolos ha intentado defenderlo aportando pruebas de que el documento es auténtico. En su lugar, con un procedimiento justificativo habitual entre tales conspiranoicos, sus adeptos centran la atención en los motivos, o el carácter, o el origen racial, o la filiación política de quienes critican el texto. Por descontado, la cuestión de quién aporta un argumento, por qué lo hace o con qué motivación, no tiene nada que ver con la validez real del argumento en sí, una cuestión que debe analizarse en sus propios términos.
Por otro lado, entre quienes han utilizado Los protocolos, algunos eran plenamente conscientes de que se trataba de una invención grosera. A menudo han empleado el documento como una especie de «mentira piadosa», un medio vil e inaceptable para conseguir unos fines que los interesados consideraban elevados y honorables. Como había dicho el propio Hitler, la prueba de su verdad intrínseca no debía buscarse en el documento en sí, sino en la historia de los dos últimos siglos de conspiraciones y tramas de los judíos. De un modo similar, Alfred Rosenberg admitió que los orígenes del documento distaban de estar claros, pero como Los protocolos se correspondía con su propia intuición, lo consideraba genuino.88Es decir, el hecho de que fuera una falsificación resultaba más bien irrelevante. Lo mismo sucedió con los antisemitas franceses que insistían con terquedad en que el oficial judío Alfred Dreyfus era culpable de haber espiado para los alemanes en la década de 1890, por mucho que los documentos en que la acusación se basaba fueran falsos: por muy falsos que fueran, a su juicio tales documentos daban fe de una verdad superior, a saber, que todos los judíos eran traidores, de hecho o en potencia, porque los judíos no eran leales a ningún país en concreto. Esta creencia, como se puede ver, ya se había generalizado en los círculos antisemitas antes de la redacción de Los protocolos.89
Tal como ha observado Jovan Byford, la revelación de que Los protocolos era una falsificación, tanto en los artículos de Philip Graves como en el juicio de Berna,
no pareció minar su consideración como obra de culto entre los millones de lectores de todo el mundo que cayeron bajo su hechizo. Muchos admiradores del libro se limitaban a descartar las pruebas de la falsedad como parte de una campaña de los judíos destinada a restar credibilidad a un documento «filtrado» que desvelaba con especial claridad su siniestro secreto. Por otro lado, también estaban los que, como el ideólogo nazi Alfred Rosenberg, eran conscientes desde el principio de que Los protocolos no era un documento genuino, pero esto sencillamente les daba igual.90
Para estos teóricos de la conspiración, aunque Los protocolos fuera una falsificación, sin embargo, exponía una verdad más profunda, una verdad que ellos ya conocían. Henry Ford también llegó a la conclusión de que el hecho crucial era que «encajan con lo que está pasando», en una afirmación llamativamente similar a la de Hitler en Mein Kampf. También la conspiranoica antisemita británica Nesta Webster, en un texto de 1924, aseveró que «tanto si el documento es falso como si no [cursiva mía], Los protocolos representa el programa de una revolución mundial».91Byford llega, pues, a la conclusión de que «para los teóricos conspiranoicos antisemitas, Los protocolos funciona como la Biblia: es un documento ahistórico que “invita al encantamiento, no a la interpretación crítica”».92Como muchos, si no la mayoría, de los teóricos de la conspiración, Hitler y otros antisemitas nazis vivían dentro de un capullo ideológico herméticamente sellado, inmune a las críticas racionales.93
La tendencia de quienes utilizaban Los protocolos como un medio de demostrar que los judíos estaban implicados en una conspiración mundial para subvertir el orden existente se reforzaba con la probabilidad de que, de hecho, muy pocos de entre ellos se hubieran molestado en leer el documento. No porque el texto no se hubiera impreso y reimpreso hasta llegar a cientos de miles de ejemplares, sino porque pocas personas estaban capacitadas para comprender bien su contenido. Habría hecho falta que aquellas fantasías conspiratorias de los siglos XVIII y XIX se tradujeran a unos términos adecuados para los lectores del siglo XX. Todas las ediciones incluían alguna clase de prólogo aclaratorio y muchas introducían copiosas notas explicativas, por lo general relacionando Los protocolos con el presente.94Con cierta frecuencia se daba cabida asimismo a otros documentos que, en su mayoría, también eran invenciones o falsificaciones. La edición de Alfred Rosenberg estaba repleta de notas y ejemplos adicionales con los que se pretendía demostrar, en palabras del propio Rosenberg, que «la política de nuestros días se corresponde con todo detalle y exactitud con las intenciones y planes que se analizaron y pusieron por escrito hace treinta y cinco años» en Los protocolos. Por lo general el prólogo era la sección más legible de todas las ediciones. El documento en sí, en buena medida, era «fabulosamente aburrido» (como ha afirmado un comentarista), pero las apostillas que aparecieron desde la edición de Nilus y se incorporaron en el documento como encabezamiento de las distintas secciones eran a menudo de tono dramático y sensacionalista. El hecho de que a menudo tuvieran poco que ver con los contenidos reales de esas secciones importaba poco.95Estos encabezamientos explican que el documento fuera tan leído (en la medida en que lo fue) y no se lo citara tan solo como una «prueba» sin examinar: «Reinado del terror», «Supresión de los privilegios de la nobleza gentil», «Guerras económicas como base del dominio de los judíos», «Provocar la degeneración de los gentiles», «Quitar el dinero a la nobleza», «Agitación, disputas y antagonismos en todo el mundo», «Triunfo del arte de gobernar por mantener en secreto los objetivos», «El veneno del liberalismo», «La difusión de epidemias y otras estrategias masónicas», «Los gentiles son ovejas», «La servidumbre futura», «La emasculación de las universidades», «El rey de los judíos como auténtico papa y patriarca de la Iglesia mundial», «Disturbios y revueltas», etc.96Al final, sin embargo, no hacía falta leer ni siquiera este tipo de frases: lo que importaba era la simple existencia de Los protocolos.
En su libro sobre Los protocolos, Norman Cohn intentó analizar el mito de la conspiración mundial de los judíos desde un punto de vista psicoanalítico. La mayoría de sus argumentos carecen tanto de plausibilidad como de cualquier clase de prueba relevante, y son poco más que conjeturas sin fundamento, difíciles de aceptar para quien no sea seguidor a ultranza de Sigmund Freud. Por otro lado, cuando Hitler y los nazis pusieron en práctica su propia versión particular del mito de la conspiración mundial de los judíos, esta había evolucionado mucho más allá del futuro pronosticado por Los protocolos. Independientemente de lo que cada cual entienda que esta obra predecía, ciertamente no era el exterminio del mundo de los gentiles. En ningún pasaje de Los protocolos se encuentra ninguna referencia a una intención genocida. En cambio, el antisemitismo nazi tenía una visión asombrosamente apocalíptica de esa anunciada conspiración mundial de los judíos, supuestamente empecinada en eliminar de forma total y absoluta el mundo de cuantos no eran judíos. En este sentido en concreto adquiere quizá cierto mérito que Cohn identificara la versión nazi del mito de la conspiración mundial de los judíos con una especie de proyección negativa de los propios instintos destructivos y genocidas de los nazis. Así como Los protocolos sugerían un futuro apocalipsis en el que los judíos causarían una «nueva evaluación de todos los valores» (en la estela de Nietzsche) y el fin de la civilización cristiana según había crecido y evolucionado durante los dos milenios anteriores, también los nazis retrataban el siglo XX como la culminación apocalíptica de miles de años de guerra racial en la que «el judío eterno, promotor de la destrucción, celebrará triunfalmente su segunda fiesta del Purim entre las ruinas de una Europa devastada».97En realidad esto distaba mucho del futuro previsto por el texto real de Los protocolos, en el que los gentiles cederían su libertad a cambio de gozar de un orden mundial dirigido en efecto por los judíos, pero de corte paternalista y en muchos sentidos benevolente.
A juicio de Hitler, y más en general de los nazis, la voluntad de conspirar en contra de las instituciones sociales, políticas, culturales y económicas de Alemania antes que nada y del mundo civilizado en su conjunto era un deseo innato en el carácter judío. Era una herencia ineludible, al igual que las supuestas virtudes de la raza «aria» se transmitían y heredaban de una generación a otra. Por eso Hitler afirmó en Mein Kampf que Los protocolos revelaban «de forma consciente lo que muchos judíos hacen quizá de forma inconsciente». Es decir, desde el punto de vista de Hitler, los judíos no participaban en una conspiración deliberada, sino que actuaban de acuerdo con un instinto determinado por la raza. La conspiración que Los protocolos descubrían, en consecuencia, era tan solo un ejemplo de una tendencia conductual mucho más amplia. Los judíos no subvertían deliberadamente los valores y las instituciones «arias», antes al contrario, probablemente ni siquiera se daban cuenta de que lo estaban haciendo. Por lo tanto, detrás de todas las crisis que asediaban al mundo no estaba de hecho la actividad del grupo clandestino de los sabios de Sion. A este respecto Los protocolos no se debían interpretar de forma literal.
La manera en la que Hitler entendía la naturaleza y los orígenes de lo que a su juicio eran siglos de subversión de los judíos —una interpretación compartida por otras figuras destacadas del régimen nazi— apenas varió desde la década de 1920 hasta el final de sus días. La reveló una vez más Joseph Goebbels, aquí con relativa extensión, en una entrada de sus diarios del 13 de mayo de 1943:
Estoy estudiando de nuevo Los protocolos de Sion. Hasta ahora siempre me han dicho que Los protocolos de Sion carecía de utilidad propagandística para los temas de actualidad. Pero la lectura me está convenciendo de que nos podría resultar muy útil. Los protocolos de Sion es tan moderno hoy como lo era el día que se publicó por primera vez. Asombra la consistencia extraordinaria con la que aquí se caracteriza el afán de dominio mundial de los judíos. Aunque Los protocolos de Sion no sea una obra genuina, sin embargo, quien la inventó era un crítico brillante de nuestra era. Al mediodía he sacado el tema en una conversación con el Führer. El Führer es de la idea de que Los protocolos de Sion puede aspirar a ser un documento absolutamente genuino. Nadie es capaz de describir el afán de dominio mundial de los judíos tan bien como los propios judíos. El Führer entiende que los judíos no necesitan adecuarse a ningún programa establecido; trabajan de acuerdo con su instinto racial, que siempre los mueve a emprender la clase de acciones que se han puesto de manifiesto en el transcurso de toda su historia.98
Según la conclusión del propio Goebbels: «No cabe hablar de una conspiración de la raza judía, en ningún sentido recto de tal palabra; esta conspiración es más una característica de la raza que una cuestión de intenciones intelectuales. Los judíos siempre actuarán según el instinto judío les indica».99A este respecto, el contenido vago e inespecífico de Los protocolos combinaba a la perfección con el tono básico que caracterizó de entrada la ideología nazi.100Durante los años de la guerra, cuando la persecución nazi y el genocidio de los judíos europeos estaban llegando a su terrible clímax, Los protocolos ya no se reeditó más en Alemania. Los nazis habían llegado a la conclusión de que el mensaje ya no era necesario, lo había superado una propaganda más directa y poderosa como las películas antisemitas El judío eterno y El judío Süss, estrenadas ambas en 1940.101
Así pues, el impacto de Los protocolos sobre Hitler y los nazis fue indirecto, más que directo. Establecer paralelismos entre la persecución antisemita de los nazis y las panaceas divulgadas por Los protocolos no resulta convincente, sobre todo a la luz de los contenidos del documento; e incluso si hubiera tales paralelismos, esto por sí solo no bastaría para demostrar que las acciones nazis eran resultado de la lectura de la obra.102De hecho, los nazis no consideraron que el documento fuera ninguna revelación, sino que interpretaron su existencia como una confirmación de lo que ya sabían.