Después del gran terremoto de 1923, y de los bombardeos norteamericanos de la Segunda Guerra Mundial, Tokio era una ciudad arrasada. Pero ya entrado el siglo XXI, cuando el número de habitantes del Gran Tokio se acerca a los cuarenta millones (en un país de 378.000 kilómetros cuadrados y 127 millones de personas), puede decirse que ha conseguido renacer de las cenizas para convertirse en una metrópolis espectacular, desconcertante en algunos barrios y atractiva en otros, pero casi siempre deslumbrante. Cierto es que, en ocasiones, cuando paseas por algunas calles de los barrios de Shibuya o Shinjuku, puede parecerte que Tokio es el producto de la mente delirante de un escritor de ciencia ficción, pero también lo es que se trata de una de las ciudades más interesantes del mundo.
Si vamos a la historia, Tokio nació como capital en 1868, cuando Japón se abrió al mundo con la restauración Meiji. Fue entonces cuando cambió el nombre de Edo (‘estuario’) por el de Tokio (‘capital del este’). Antes, en 1603, el sogún Tokugawa Ieyasu había instalado allí el bakufu (sistema militar de gobierno feudal), lejos de la plácida Kioto, donde el emperador tenía la corte. La ciudad empezó con un castillo, en los terrenos donde ahora se encuentra el Palacio Imperial, y se fue expandiendo poco a poco.
El norteamericano Donald Richie (1924-2013), que vivió muchos años en la capital, escribió en el prólogo de su libro Tokio: «Vivo en Tokio desde hace más de cincuenta años y aún no he conseguido familiarizarme con la ciudad». Si a él le pasaba esto, ¿qué nos ocurrirá a los que vamos allí como visitantes?
Cuando viajas en metro, Tokio desconcierta por excesiva, pero cuando pisas sus calles, la ciudad te sigue desconcertando, entre otras cosas porque es una capital que ha ido creciendo sin planificación urbanística y no es fácil encontrar el centro.
Un buen lugar para empezar a pasear por Tokio es el barrio de Asakusa, donde podemos entrar en contacto con el Japón más tradicional y, al mismo tiempo, con los muchos grupos de turistas que avanzan como una masa compacta, dirigidos por un guía que acostumbra a enarbolar una banderita o un paraguas.
Asakusa, lleno de tiendas de recuerdos y de japoneserías, de farolillos, de galletas de arroz, de sushi y de kimonos, tranquiliza de entrada al visitante, porque allí ve el Japón que espera ver, el que mejor queda en las fotos. Allí están el templo budista de Senso-ji y la gran puerta de entrada Kaminarimon (‘la puerta del trueno’), de la que cuelga una linterna de papel gigante de color rojo, patrocinada por Panasonic. Lo de los patrocinadores, por cierto, es como una fiebre en Japón. Los hay por todas partes y ya se encargan ellos de que su nombre sea muy visible.
Asakusa fue el distrito de entretenimiento más grande de Tokio, pero los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial lo arrasaron. Terminada la guerra, lo reconstruyeron procurando ser fieles al modelo original. Cerca del templo, está el parque de atracciones de Hanayashiki, el más antiguo de la ciudad (data de 1853), y una calle comercial cubierta con muchos restaurantes donde llaman la atención los sampuru, las réplicas hiperrealistas, hechas con plástico, silicona o cera, que muestran en el escaparate los platos que se pueden comer en el interior. El nombre de «sampuru», dicho sea de paso, viene del inglés «sample» (‘muestra’), adaptado a la pronunciación japonesa. En otra calle, la de Hoppy, se concentran las izakaya del barrio donde se come por precios razonables en un ambiente popular.
No muy lejos del templo está la calle Kappabashi, donde se concentran las tiendas de utensilios de cocina y productos para restaurantes. Allí pueden comprarse cortinas noren (esas tan cortas que hay a la entrada de los restaurantes), farolillos y cualquier cosa relacionada con los restaurantes y la cocina. En algunas tiendas incluso organizan talleres de sampuru, los platos falsos que exponen en los escaparates de los restaurantes. Yo me apunté una vez a uno y la verdad es que la gamba de cera que salió de mis dedos parecía tan de verdad que me vinieron ganas de comérmela.
Desde Asakusa se puede ver, destacando entre los tejados, la Tokyo Skytree, una torre de comunicaciones de 634 metros de altura con un gran centro comercial en la base. Se inauguró en mayo de 2012 y la visitan diecisiete mil personas los días laborables y veinte mil los fines de semana. Es resistente a los terremotos y tiene dos plantas que funcionan como miradores. Es la otra cara de Japón: la tecnología frente a la tradición.
Tokio da para mucho, desde el lujo de Ginza y Marunouchi hasta las tiendas de moda para jóvenes de Harajuku, el ambiente lujoso de las Roppongi Hills o la isla artificial de Odaiba, donde hay una reproducción de la Estatua de la Libertad. También se puede ir al barrio financiero de Shiodome o al parque de Ueno, donde se dejan ver los frikis y donde se instalan a dormir los sintecho. Dentro del recinto de Ueno hay templos budistas y museos, muy cerca del animado mercado de Ameya-yokocho.
Otra gran atracción de Tokio era, antes de octubre de 2018, el mercado central de pescado de Tsukiji, donde entre las 5:20 y las 7 de la mañana se llevaba a cabo la subasta de atunes más famosa del mundo, con grandes peces tendidos en el suelo. Los turistas madrugaban para verla, pero solo unos pocos elegidos conseguían entrar. De todos modos, esto se ha terminado, porque el mercado se trasladó para dejar lugar a algunas instalaciones de los Juegos Olímpicos de 2020. Pese a ello, aún quedan en la zona algunas tiendas de alimentación y artículos de cocina, y restaurantes populares donde comerte un buen sushi.
Pero si de lo que se trata es de localizar el corazón de Tokio, este podrían muy bien disputárselo los barrios de Shibuya y Shinjuku. Shibuya es mundialmente conocido porque cuenta con el cruce más famoso del mundo, una cafarnaum donde turistas mezclados con locales escenifican cada día un duelo multitudinario de selfis mientras avanzan los unos contra los otros en un largo paso de peatones. Al mismo tiempo, desde un Starbucks situado en una tercera planta, otros turistas los inmortalizan para colgar luego la imagen en Instagram, Facebook o donde haga falta.
Pasado el famoso cruce, los turistas se pierden entre la multitud, el ruido y los neones de las tiendas modernas del barrio, los bares y las discotecas, aunque son muchos los que antes hacen una parada frente a la estatua de Hachiko, el perro fiel que acompañaba cada día a su dueño a la estación de Shibuya e iba a esperarlo a su regreso. Cuando el dueño murió, el perro siguió yendo al mismo lugar todos los días, confiando en que un día volvería. Y así durante diez años... hasta que se convirtió en una estatua a la fidelidad que conmueve a turistas del mundo entero, especialmente después de la película de 2009 en la que el papel del propietario lo interpretó Richard Gere. El de Hachiko lo representaron tres perros de raza akita, pero es evidente que ninguno de los tres cuenta con tantos seguidores como el actor norteamericano.
Entre las tiendas de Shibuya (y, de hecho, de todo Japón) llaman la atención las llamadas Don Quijote, conocidas popularmente como Donki. Bajo este nombre tan literario se esconde una cadena japonesa que desde 1989 vende muchísimas cosas baratas en unos almacenes abarrotados de productos. Es casi imposible entrar sin salir con algún artículo, aunque no sepas muy bien qué es. Para incentivar el consumismo, en todos los Donki suena la canción «Miracle Shopping», que dice: «We can meet at Don Quijote, let’s buy a dream, Don, Don, Don, Donki Don Quijote, perfect score on volume, a bargain jungle...». Y al ritmo de esta contagiosa canción, la gente va comprando con alegría.
Otra cadena omnipresente es Daiso, fundada en 1972, donde venden artículos para el hogar y mucho más (hasta setenta mil ítems) por solo cien yenes (menos de un euro). Hay 2.800 tiendas de esta marca solo en Japón, lo que significa que las encuentras muy a menudo. Las pilas, las gomas de borrar que imitan comida, los calcetines, los accesorios de teléfono y los dietarios con dibujitos son algunos de sus éxitos de ventas.
En cualquier caso, merece la pena entrar, aunque no sea más que para constatar que siempre serás un gaijin (‘extranjero’, en japonés).
Si seguimos paseando, otra cosa que llama la atención en Japón son las máquinas de venta automática. Las hay por todas partes, a menudo alineadas en las esquinas, como si compitiesen para ver cuál tienta más al transeúnte. Básicamente venden bebidas, frías y calientes (estas últimas suelen tener el tapón de color naranja), pero también tabaco, fruta, revistas porno, mascarillas higiénicas, sopas preparadas, camisetas, corbatas, bragas, calzoncillos y todo lo imaginable.
Los konbini, o convenience stores, son otro fenómeno muy japonés. Son tiendas de barrio que suelen abrir las veinticuatro horas —hay una en cada esquina, sobre todo de las marcas 7-Eleven, Lawson y FamilyMart— y donde puedes comprar comida, bebidas y otros artículos necesarios para el día a día. Al mediodía están llenas de salaryman y de office girls que compran bebidas, sándwiches, onigiri (triángulos de arroz rellenos, envueltos con cintas de alga nori) o comida preparada que calientan al momento. En la misma tienda puedes sacar dinero de un cajero automático, comprar entradas para conciertos, hacer fotocopias, ir al baño, etc. Se han convertido, de hecho, en tiendas tan necesarias que una amiga que vivió cinco años en Japón me dijo a su regreso: «Lo que echo de menos son las colas ordenadas y los konbini».
Hay una novela japonesa, La dependienta, de Sayaka Murata, cuya protagonista lleva años trabajando en un konbini e intenta encontrar el encaje en la compleja sociedad japonesa. En cierto momento reflexiona: «Un konbini no es un lugar donde los clientes compran mecánicamente lo que necesitan, tiene que ser un lugar donde experimenten la alegría de descubrir cosas que les gustan».
Los konbini, a todo esto, son un buen sitio para aprender algunas palabras en japonés, porque los dependientes siempre te reciben o se despiden con una sonrisa y diciendo «konnichiwá» (‘buenos días’ u ‘hola’), «irasshaimasé» (‘bienvenido’ o ‘¿en qué puedo ayudarlo?’) o «arigato gozaimasu» (‘muchas gracias’).
Puestos a fijarse en tiendas específicas, son curiosas las dedicadas a Hello Kitty, una gatita dibujada de gran popularidad creada por la japonesa Yuko Shimizu en 1974, y a las chocolatinas KitKat. Sorprende la gran variedad de KitKat que existe en Japón, y las muchas tiendas en las que los venden. Desde el año 2000 se han hecho más de trescientas variedades, con gustos tan curiosos como melón, wasabi, sake, salsa de soja, judía roja o té matcha. El éxito del KitKat en Japón, según me contó mi amigo Hiroshi, se asocia a que en japonés su nombre se parece a «kitto katsu» (‘seguro que ganarás’). Esto provoca que se regalen a menudo a los estudiantes en época de exámenes o a cualquier persona que tenga que pasar una prueba. Por otra parte, en el parque temático Sanrio Puroland, cerca de Tokio, los niños pueden hacer una inmersión a fondo en el universo rosa de Hello Kitty.
Aparte de las tiendas, los locales que más llaman la atención, tanto por el ruido como por su singularidad, son sin duda los de pachinko, un juego parecido al pinball o millón, que surgió poco después de la Segunda Guerra Mundial para dar salida a los excedentes de cojinetes de bola de las fábricas de Nagoya. Según las estadísticas, un 10 % de los japoneses son jugadores habituales de pachinko, y un 30 %, eventuales, en un negocio que cuenta con unos once mil locales en todo el país y que mueve 25.000 millones de euros al año. Como el juego en Japón es ilegal, los premios consisten en recibir más bolas para poder seguir jugando, o un osito de peluche en lugar de dinero en metálico. Pero en la parte posterior de los locales suele haber unas ventanillas muy discretas donde te cambian las bolas por dinero. Es la prueba de que se mueven muchos millones alrededor de este juego en apariencia inocente.
Sobre la pasión de los japoneses por los juegos de azar, hay incluso una canción que dice: «Cuando un hombre de la Universidad de Tokio está de pie, significa que está jugando al pachinko. Si está sentado, está jugando al mahjong. Si anda es porque va a un velódromo...». Claro que los tiempos están cambiando y hoy ya no hace falta jugar al pachinko de pie: estando sentado, seguro que puedes pasar más horas.
A todas estas tentaciones tenemos que añadir los locales de karaoke, un invento japonés de éxito mundial. El primer prototipo de una máquina de karaoke es japonés y data de 1967. Hay más de cien mil bares de karaoke en todo Japón, con la particularidad de que los japoneses prefieren los reservados a las salas públicas, por aquello de que si tienen que hacer el ridículo es mejor hacerlo en un círculo reducido de amigos.
Paseando por Tokio es imposible no fijarse, en determinados barrios, en los llamados «love hotels», u hoteles del amor, donde puedes pagar por una noche entera o por horas y donde se refugian a menudo los amantes clandestinos. Hay habitaciones con decoraciones singulares, como un vagón de metro, un avión, un coche de lujo, una nave espacial, estilo sadomaso... Solo en Tokio hay 3.000 love hotels, y 37.000 en todo el país. Te registras por medio de un ordenador, de manera anónima, y tienes a tu disposición una gran pantalla de televisión en la que puedes ver porno en gran formato, aunque algunos clientes se excitan mirando combates de sumo, el deporte nacional japonés, que libran unos combatientes desbordados de grasa.
Shinjuku es otro barrio candidato a ejercer de centro de Tokio. La estación de tren es inmensa y laberíntica y los callejones de alrededor, llenos de bares, restaurantes y tiendas con grandes neones, concentran multitudes. A mí me gusta perderme por los callejones del barrio rojo de Kabuchiko, donde, deslumbrado por los neones, me entretengo jugando a identificar a los posibles miembros de la Yakuza, la mafia japonesa que controla a las prostitutas y cualquier negocio que huela a dinero fácil. En la película Yakuza (1975), protagonizada por Robert Mitchum, y en Black Rain (1989), con Michael Douglas, se puede ver cómo los miembros de la Yakuza se hacen yubitsume, es decir, se amputan el dedo meñique como castigo. Es una pista a la hora de identificar posibles miembros de la mafia japonesa. En lo que se refiere a su aspecto, en las películas de Takeshi Kitano aparecen algunos personajes que muestran cómo son estos gánsteres orientales.
Una copa en alguno de los bares temáticos del barrio, en el Robot Restaurant por ejemplo, o en los baretos de los seis callejones de Golden Gai (‘barrio dorado’), es el complemento perfecto para una noche a la japonesa.
Al otro lado de la estación, la acumulación de rascacielos y grandes hoteles muestra una imagen muy distinta de Tokio, una postal de dinero a espuertas que liga con el desorientado Bill Murray en la película Lost in Translation, cuando sufre noches de insomnio en el hotel Park Hyatt en compañía de Scarlett Johansson. O con la imagen del rascacielos del Gobierno Metropolitano de Tokio, del arquitecto Kenzo Tange, que quiso rendir un desconcertante homenaje posmoderno a Notre-Dame de París.
A la hora de comer, en Japón se multiplican las posibilidades, porque hay restaurantes especializados en toda clase de menús en los que la estética juega casi siempre un papel importante, y el dominio de los palillos, también. Conviene advertir, por otra parte, que en contra de lo que muchos piensan, la comida japonesa no se reduce a sushi, ramen y tempura. Hay también nigiri, tataki, sashimi, yakitori, gyoza, yakisoba, mochi, okonomiyaki y otros muchos platos que irán saliendo a lo largo de este libro. Por cierto, la palabra «umami», que significa ‘sabroso’, es para los japoneses un quinto gusto básico que hay que añadir a los de dulce, salado, amargo y ácido.
Un dato: solo en Tokio había en 2019 unos trescientos mil restaurantes (en Nueva York, unos treinta mil): 13 de tres estrellas Michelin, 52 de dos y 164 de una. Entre estos, hay restaurantes de muy alto nivel, pero también muchas barras de ramen, tempura o izakaya. Cenar en una izakaya a la salida del trabajo tiene el plus de ver interesantes rasgos de la sociedad japonesa. Por ejemplo, a los salaryman bebiendo sake y cerveza, sudando, riendo, gritando, sacándose la chaqueta, aflojándose el nudo de la corbata y gritando «Kanpai!» (‘salud’) tras una estresante jornada laboral.
Con Gonzalo Robledo, un periodista colombiano que vive en Tokio desde 1982, fuimos a cenar en uno de mis viajes a Japón a Omoide Yokocho, ‘callejón de la memoria’, una calle muy estrecha junto a la estación de Shinjuku, llena de minúsculos garitos donde puedes comer pinchos de pollo a la plancha y beber cerveza fría y sake envuelto en una nube de humo y con un exceso de gente alrededor, tanto locales como turistas.
—Esta callejuela es como un pedazo del Tokio de antes —me contó Gonzalo—. Después de la Segunda Guerra Mundial aquí había un mercado negro donde se vendían, entre otras cosas, los restos de los pollos que los norteamericanos no querían. Y aquí nacieron todas estas tabernas, donde se puede comer yakitori: pinchos de hígado, de corazón, de cartílago o piel de pollo... El barrio fue creciendo alrededor, con rascacielos y grandes almacenes, pero este callejón queda como un vestigio del Tokio de antes. Por eso lo llaman «el callejón de la Memoria».
En 1999 un incendio lo destruyó en parte, pero el callejón estaba tan arraigado en el corazón de los tokiotas que lo reconstruyeron tal como era. Y allí sigue, como una isla extraña junto a la estación de Shinjuku, rodeado de calles desbordadas de tiendas, de neones y gente, como una muestra de la ciudad de antaño que sobrevive, asediada por la modernidad.
Gonzalo, que tiene una mirada privilegiada sobre Tokio y el Japón, conoce muy bien los secretos y los atajos de la sociedad japonesa.
—Es cierto —me comentó— que el mundo laboral japonés es muy complejo, pero al cabo de un tiempo encuentras la manera de incidir en él. Nunca puedes ser demasiado directo, pero si vas a una izakaya con tu jefe después del trabajo, puedes hablar de todo. Estás en un ambiente informal, pero en el fondo se sigue trabajando.
Cuando le hablé de la crisis que en los últimos años ha sacudido Japón, se rio y contestó:
—Un ministro británico dio la respuesta adecuada: «¿Crisis japonesa?», dijo. «Ya querría yo dos como esta para mi país.» Y es que esta ha sido una crisis en la que la gente ha seguido consumiendo y el Gobierno no ha dejado de hacer las inversiones necesarias.
En el diminuto bar del callejón de la Memoria en el que encontramos sitio —una barra con solo seis taburetes—, Gonzalo le dijo al camarero una palabra mágica —«omakase», que significa ‘tú mismo’— y este empezó a servirnos pinchos de todo tipo, tanto de pollo como de verdura, con abundancia de casquería, demostrando que los japoneses saben hacer milagros con una cocina mínima. La cerveza fría fue el complemento indispensable en aquel lugar invadido por el humo, que contagiaba la sensación de estar en un antro ilegal.
—La adicción al trabajo, en Japón, es un hecho —me confirmó Gonzalo—. En primavera de 2019, para celebrar la proclamación del nuevo emperador, el Gobierno concedió unos días extras de vacaciones, pero mucha gente se quejó porque no sabía qué hacer sin ir al trabajo.
Entre los salaryman, añadió, hay pocas mujeres, en parte porque es una sociedad patriarcal y en parte porque muchas de las mujeres japonesas no son tan competitivas como los hombres.
—Entre las office girls hay muchas que aspiran a casarse antes de los veinticinco años —comentó—. Las que a los veintiséis años todavía están solteras corren el riesgo de ser tachadas de Christmas cake caducado, o, lo que es lo mismo, de pastel de Navidad al que se le ha pasado la fecha. De todos modos, es una evidencia que ellas saben vivir mejor que ellos. Fíjate que en los restaurantes encuentras a muchos grupos de mujeres solas. Los hombres, en cambio, son adictos al trabajo y salen poco de noche.
A la salida del bareto, ya muy tarde, unos cuantos grupos de mujeres caminaban alegres por la noche de Shinjuku, dando la razón a Gonzalo. De salaryman se veían muy pocos; debía hacer mucho rato que habían terminado su sesión terapéutica posjornada laboral en las izakaya y ya habían regresado a sus casas, a dormir unas pocas horas antes de volver a su estresante mesa de trabajo.