El Gran Tokio, con 13.500 kilómetros cuadrados de superficie y 37 millones de habitantes, agobia. Al llegar allí por primera vez, te sientes muy poquita cosa cuando te ves inmerso en una metrópolis enorme, inalcanzable. Es lo que comentan los protagonistas de Cuentos de Tokio al inicio de esta película de Yasujiro Ozu. «¡Qué grande es Tokio!», se admira él, frente a la ciudad extendida a sus pies. Y ella responde: «Es tan grande que, si nos perdiéramos, probablemente no volveríamos a encontrarnos». Si esto sucedía en 1953, ¿cómo será ahora, cuando la gran ciudad cuenta con varios millones de habitantes más?
En Tokio hay de todo: calles que parecen decorados de Blade Runner, barrios dominados por rascacielos, rincones tradicionales, grandes avenidas, tiendas de todo tipo, y muchos, muchos templos, santuarios y jardines que surgen de repente cual oasis de paz, como un paréntesis necesario en la ciudad héctica. Si a todo esto le añadimos un metro lleno hasta los topes, gente que camina deprisa, cruces desbordados de peatones, galerías comerciales laberínticas, taxistas con gorra de plato y guantes blancos, neones gigantes, tribus urbanas, la dificultad del idioma, grandes tiendas de manga, de anime, de Hello Kitty o de KitKat y un estrés casi permanente, se entiende que Tokio descoloque al viajero.
Tokio, y Japón en general, desconciertan porque a primera vista tienes la sensación de que el país funciona como una sociedad occidental; y aunque es cierto que en muchos aspectos es así, también lo es que cuenta con una identidad propia que los diferencia y, en consecuencia, lo hace mucho más interesante para el viajero. El problema es que debes poner de tu parte para comprender la complejidad de la sociedad japonesa, pues nada se te da fácilmente.
Recuerdo que la primera vez que llegué a Tokio tuve la impresión de entrar en un hormiguero gigante con grandes neones que reproducían imágenes de japoneses sonrientes anunciando vete tú a saber qué con ideogramas incomprensibles al lado. Esta, la de la escritura, es la barrera inicial, la que te lleva a tomar conciencia de que no te será nada fácil entender ese mundo. Y es que los japoneses tienen tres formas de escritura: los kanjis, o ideogramas de origen chino, y los alfabetos silábicos hiragana y katakana. El número total de kanjis es de unos cincuenta mil, a pesar de que en el día a día solo utilizan unos tres mil. En cualquier caso, el lío idiomático está servido, aunque las indicaciones de tren, metro y carreteras a menudo están también en inglés.
Cuando llegas a Tokio, no tardas en comprender que el metro es la gran metáfora de la capital. Si en algún momento tienes la tentación de pensar que ya entiendes esta gran ciudad, basta con que pases unas horas en el metro para darte cuenta de que estás en un error. Porque Tokio es tan excesiva que no siempre puede entenderse; hay que conformarse con vivirla, que ya está bien. Una inmersión en la compleja red de metro, en la llamada Metrolandia, es una buena forma de empezar a saber de qué va Tokio.
Si vamos a las cifras, en la capital japonesa hay sesenta y dos líneas de tren eléctrico y más de novecientas estaciones, pero para hacernos una idea de lo que esto supone, lo mejor es ir en hora punta a la estación de Shinjuku, la más frecuentada del mundo. Allí confluyen cinco compañías de metro y de tren, la utilizan unos cuatro millones de pasajeros diarios y tiene más de doscientas puertas de salida a la calle. No es de extrañar que en este escenario mucha gente se pierda y que al viajero se le ocurra que, del mismo modo que hay una oficina de objetos perdidos, no sería mala idea que en Shinjuku hubiera otra de personas perdidas. La llenarían, seguro.
Situarse en un rincón de la estación de Shinjuku en hora punta te permite ver la gran masa que camina deprisa y en silencio, formando un ejército compacto de empleados y estudiantes que dejan claro que no están dispuestos a perder ni un segundo de su tiempo. En esos momentos, pretender cruzar la riada humana es una empresa poco menos que imposible, ya que la aglomeración de gente constituye un muro casi sólido, sin grietas.
Que el Gran Tokio es la metrópolis más grande del mundo queda claro cuando, mirando las estadísticas, compruebas que entre las cincuenta y una estaciones más abarrotadas del universo, todas, excepto seis, son japonesas. La primera es Shinjuku y la segunda, Shibuya, ambas en el centro de la capital nipona. Con estas cifras, no es raro que en las horas punta, cuando los trenes llegan a ir a más del 200 % de su capacidad, aparezcan los llamados «oshiya», empleados de guantes blancos encargados de empujar a los viajeros al interior de los vagones. Este trabajo lo empezaron a hacer estudiantes contratados a tiempo parcial, llamados «empleados de acomodación de pasajeros», pero con el tiempo se convirtió en un oficio y se impuso el nombre de «oshiya» (‘empujadores’).
El metro y el tren son, sin discusión, los principales medios de transporte en Tokio, con una cifra cercana a los diez millones de pasajeros diarios. Una locura, pero no es sorprendente en una ciudad donde, durante el día, a causa de los oficinistas, hay doce millones de personas más que por la noche. «La población de los barrios céntricos —escribe el norteamericano Donald Richie— es seis veces mayor durante el día que durante la noche.»
El metro de Tokio está dividido en dos compañías: Tokyo Metro, que dispone de nueve líneas (Ginza, Marunouchi, Hibiya, Tozai, Chiyoda, Yurakucho, Hanzomon, Namboku y Fukutoshin), y Toei, que tiene cuatro (Asakusa, Mita, Shinjuku y Oedo). Hay, además, nueve compañías privadas de tren, lo que convierte el mapa del metro de Tokio en una especie de embrollo incomprensible. En las horas punta, de siete y media a nueve y media de la mañana y de seis a ocho de la tarde, los trenes, que pueden tener hasta catorce vagones, van llenos como latas de sardinas. Para solucionar este problema, llamado «tsukin jigoku» (‘el infierno de los commuters’), a la compañía Tokyo Metro se le ocurrió ofrecer en la línea Tozai, una de las más abarrotadas, vales para comer sopa de fideos gratis a los pasajeros que cogieran el tren antes.
El tiempo juega un papel muy importante en la sociedad japonesa. Los horarios deben cumplirse y llegar tarde está mal visto. Por eso, los trenes de Tokio acostumbran a ser muy puntuales, para satisfacción de los salaryman, los empleados de las grandes corporaciones (zaibatsu), que suelen ir vestidos con trajes oscuros, camisa blanca, corbata y zapatos lustrados. El equivalente femenino son las kyariauman. Las office girls u office ladies, a menudo abreviado «OL», son las mujeres que realizan los trabajos subalternos.
El mundo laboral japonés es muy distinto al de los países europeos, hasta el punto de que el trabajo a menudo pasa por delante de la familia: el horario se prolonga más de lo debido, tienen pocas vacaciones (veinte días al año que no siempre se toman) y viven con un estrés casi permanente. El sueldo aumenta a medida que pasan los años y ellos se muestran fieles (o sumisos) a la empresa. Este es el motivo por el que pocos salaryman cambian de trabajo. El concepto de fidelidad a la empresa es tan grande que hay quien opina que en los últimos años el trabajo ha sustituido a la religión.
Estupor y temblores, de la escritora belga Amélie Nothomb, es un buen libro para entender cómo funciona el mundo laboral. La autora, hija de un diplomático belga destinado en Japón, vivió y trabajó durante años en este país. En esta novela explica su experiencia cuando entra a trabajar en una empresa y comete el pecado de mostrar iniciativa propia, lo que provoca el nerviosismo de su jefe y que la acaben degradando a chica de las fotocopias y a limpiar los baños. Según ella, el trabajador de una empresa japonesa tiene que sentir, frente a sus superiores, lo mismo que dice el himno de Japón que deben sentir los súbditos frente al emperador: estupor y temblores.
Volviendo al metro, en general funciona muy bien y está bien señalizado, aunque de vez en cuando las pantallas de los vagones anuncian incidencias. La causa de ellas puede ser un terremoto (hecho que no genera precisamente confianza entre los pasajeros), una avería o un jinshin jiko, ‘incidente con humanos implicados’, eufemismo que se utiliza para referirse a alguien que se ha suicidado lanzándose a la vía.
Dicen las estadísticas que más de veinte mil personas se suicidan cada año en Japón. En 2014 se quitaron la vida unas setenta personas por día, de las cuales un 70 % eran hombres de entre veinte y cuarenta y cuatro años. Otros países superan esta cifra, pero en Japón el tema preocupa especialmente. La depresión y la presión social suelen ser las causas más mencionadas. En las novelas de Haruki Murakami, por otra parte, abundan los jóvenes con tendencias nihilistas y suicidas. El hecho de que se produzcan tantos suicidios en Japón liga, de algún modo, con la muerte digna a la que aspiraban los samuráis cuando practicaban el seppuku. Encontramos un ejemplo de ello en el ministro Toshikatsu Matsuoka, que, al salir a la luz su implicación en un escándalo financiero, se suicidó en 2007. El entonces gobernador de Tokio, Shintaro Ishihara, lo elogió calificándolo de «auténtico samurái» que había preservado el honor.
En el mundo laboral, el estrés no ayuda a rebajar las cifras de suicidios. Es más, los japoneses tienen incluso una palabra para la muerte causada por exceso de trabajo, «karoshi», y, cuando se trata de un suicidio, esta pasa a ser «karoshisatsu». Según la Organización Internacional del Trabajo, un 20 % de los japoneses trabaja más de doce horas diarias, y se calcula que en un año se producen unas diez mil muertes por esta causa. En 2015 se hizo famoso un caso de karoshisatsu, cuando una empleada de veinticuatro años, Matsuri Takahashi, se suicidó el día de Navidad después de trabajar un centenar de horas extras semanales en una agencia de publicidad.
La línea favorita de los suicidas es la de Chuo, puesto que sus convoyes son los que van más rápidos por el centro de Tokio. Cuando hay una «incidencia», los pasajeros se lo toman con resignación hasta que, al cabo de unos minutos, cuando ya han retirado el cadáver, se retoma el servicio como si no hubiera ocurrido nada. En algunas líneas de tren, como en la de Yamanote, en los últimos tiempos se han instalado luces azules porque aseguran que no deprimen tanto. De todos modos, los suicidios no se detienen.
El metro de Tokio es, entre otras muchas cosas, un buen sitio para observar la variada población de la capital. Además de los salaryman, que suelen ir prácticamente de uniforme, y las office girls, que aprovechan los largos recorridos para maquillarse, hay muchos escolares (también uniformados) y representantes de distintas tribus urbanas. Como puede verse, hay gente muy distinta, pero una cosa los unifica: son muchos los que llevan una mascarilla higiénica, incluso antes del coronavirus, ya sea para no contagiarse o para no contagiar enfermedades a los demás.
Quienes más llaman la atención en la variada población de Tokio son las lolitas y los kodona, adolescentes que visten como si fueran niños o niñas de la época victoriana. Una variación son las lolitas góticas, que acentúan el color negro, el maquillaje y la línea provocadora. También tenemos a los roqueros, los glam rockers, los pospunkis y los ganguro. Estos últimos se ponen tan morenos como les es posible, saltándose la norma japonesa que aconseja una blancura de piel casi enfermiza. En el extremo contrario encontramos a los shironuri, de cara blanca. Los cosplayers, que visten como sus ídolos del cine, de la música o del manga, dan asimismo mucho juego.
El metro, por otra parte, puede ser un buen escenario para intentar comprender la extraña relación que los japoneses tienen con el sexo. Según las estadísticas, el 69 % de los hombres japoneses y el 59 % de las mujeres no tienen pareja, y más del 40 % de los jóvenes de treinta y cuatro años son vírgenes. No sorprende, pues, que en este contexto surjan los soshoku danshi (‘hombres herbívoros’), jóvenes que renuncian a practicar sexo y a mantener relaciones de pareja, o los hikikomori, adolescentes superados por la presión de la sociedad que prefieren encerrarse en su habitación y vivir un mundo virtual. En este marco se sitúa el fenómeno de los chikan, o sobones de tren, que aprovechan las horas punta para tratar de meter mano. Arrestan a más de cuatro mil cada año, y el 17 % de las mujeres admite haber sufrido abusos durante esa franja de la jornada. Por este motivo, en 2005 el Gobierno de Tokio decidió introducir vagones solo para mujeres (Women only) a determinadas horas.
En general, sin embargo, por muchas anomalías que haya, en el metro se puede comprobar que los tokiotas son unos ciudadanos educados y respetuosos con los demás, aunque, eso sí, a menudo se dejan vencer por el sueño.
—Son muchos los que aprovechan el trayecto para dormir —me informó mi amigo Hiroshi, un periodista free lance de cuarenta y tantos años a quien conocí hace tiempo viajando por Italia—. Según un estudio reciente, los trabajadores japoneses se pasan cada día un promedio de una hora y tres cuartos en el tren, hecho que supone que en un año se pasan 13,7 días en el tren.
Hiroshi me contaba todo esto mientras cenábamos en una izakaya que hay bajo las vías del tren, muy cerca de la estación de Yurakucho. Una izakaya es, para entendernos, una especie de taberna o pub inglés con buena comida y que tiene, como valor añadido, el espectáculo de unas mesas donde se sientan salaryman que llenan el local de humo, ruido y jaleo, mientras se dicen a la cara lo que no se atreven a decirse en el trabajo.
Cuando le comenté a Hiroshi que me parecía que los tokiotas se pasan demasiadas horas en el metro, se rio y me dijo:
—Como vivir en el centro de Tokio es muy caro, no tienen más remedio que vivir en las afueras. El precio es pasar muchas horas en el tren o en el metro.
Lo entendí mejor cuando, aquella misma noche, antes de acostarme, leí en el Japan Times que hay jóvenes en Tokio que viven en apartamentos de menos de diez metros cuadrados. Eso se explica porque son salaryman que están tantas horas en el trabajo que solo van al apartamento a dormir. Es una de las muchas cosas que sorprenden de la sociedad japonesa, un mundo que hay que ir descubriendo poco a poco.