5

El Bastión de Banadaspo era lo más parecido a una ciudad que pudiera encontrarse en territorio yacigio. Estaba ubicado a más de doscientas cincuenta millas del limes, a orillas del río Tisza, rodeado por una empalizada de troncos que imitaba, en cierto modo, a los castros romanos. En sus torres de madera, centinelas armados vigilaban con celo los alrededores. Al estar tan lejos de la frontera, los habitantes del Bastión vivían su día a día con cierta tranquilidad, a pesar de que corrían tiempos extraños por todas partes.

Tamura llegó al trote desde el oeste, con su cabello negro ondeando como un estandarte de batalla. Zambil, su caballo tordo apizarrado, casi azul, iba cargado con cuatro alforjas donde la guerrera llevaba sus enseres para acampar, su equipo personal y el botín que a veces obtenía durante sus viajes.

Uno de los centinelas reconoció a Tamura a un cuarto de milla de distancia. El soldado, un joven que aún no había cumplido los diecisiete, sintió un cosquilleo en el estómago cuando anunció su nombre a gritos.

—¡Tamura de los Cuarenta! ¡Viene Tamura de los Cuarenta!

Un grupo grande de niños persiguió al caballo en cuanto cruzó las murallas del asentamiento. Los hombres y mujeres que la veían pasar la saludaban por su nombre y alzaban las armas en señal de camaradería. Junto a las casas había cercados repletos de ovejas y vacas, caballos atados a postes, y carros que parecían listos para partir en cualquier momento.

Tamura detuvo el caballo frente a la casa del rey. La residencia de Banadaspo era como el resto de las chozas del Bastión, aunque mucho más grande. Estaba edificada sobre una base de piedras sobre la que se alzaban muros fabricados con troncos. La cubierta la formaba un tejado irregular que habría hecho que un arquitecto griego o romano se echara a la bebida para olvidarlo. Lo importante era que protegía el interior de la lluvia, y para Banadaspo —y para la inmensa mayoría de los sármatas—, el lujo superfluo era cosa de débiles.

Una adolescente bajita y pelirroja, vestida con una cota de escamas de metal y trozos de hueso, salió a recibir a Tamura. La guerrera bajó del caballo y le dedicó una sonrisa que iluminó su rostro hasta el punto de hacerla parecer una persona distinta.

—Me alegro de verte, Valia —la saludó Tamura, palmeándole el hombro—. ¿Sigues con tu entrenamiento como espía guerrera?

—Soy la mejor de mi grupo —contestó Valia, que rondaría los quince años—. Banadaspo ya me deja hacer guardia en palacio.

—¿Y qué tal con el arco?

—Se me da bien. Últimamente soy yo la que caza para el rey.

Tamura lo aprobó con un alzamiento de ceja.

—Ya veo... ¿Y hombres? ¿Has matado alguno?

—No hay nadie a quien matar —refunfuñó Valia, con fastidio—. La cosa se ha vuelto muy aburrida desde que dejamos de hostigar a los romanos.

—Entre tú y yo: tienes razón. Seguro que vendrán días mejores.

La cría sonrió.

—Me gustaría llegar a ser como tú —confesó Valia, que sentía una profunda admiración por Tamura—. Ser espía del rey, además de una guerrera temible. Seguro que tus enemigos se cagan encima cuando te ven.

Tamura no pudo evitar reírse.

—Dale de beber a Zambil, anda —le pidió a Valia, pasándole las riendas del caballo—. Y si quieres ser como yo, ya sabes: entrena mucho con las armas y estudia latín y griego hasta hablarlo como uno de ellos.

—Ya casi domino la lengua de los romanos. —Lo dijo en un latín mejor que el de muchos legionarios—. El griego, un poco menos.

—De todos modos, sigue practicando. —Tamura señaló la puerta de la residencia del rey—. ¿Está Banadaspo?

—Sí. Entré hace un rato y estaba adormilado. —Valia se acercó el pulgar a la boca, simulando beber—. Últimamente le da demasiado al vino, se aburre mucho. Como todos nosotros —añadió.

Tamura sacó el falso estandarte romano de los arreos de Zambil y dejó que Valia se lo llevara al abrevadero. La espía la miró mientras se alejaba. Quería mucho a aquella pequeñaja, más de lo que nadie pudiera imaginar. Le recordaba tanto a ella... Pero Tamura no guardaba buenos recuerdos de su adolescencia. A los dieciséis, ya asesinaba romanos y guerreros de tribus rivales, y empleaba el poco tiempo libre que le quedaba en estudiar todo aquello que pudiera serle útil para hacerse pasar por una ciudadana romana de clase alta.

Abrió las puertas del salón. Las paredes, forradas de pieles y tapices para aislar el interior del frío, exhibían trofeos de caza y alguno que otro de guerra, como un par de estandartes romanos que aún conservaban manchas de sangre. Estandartes muy diferentes a la burda imitación que había recogido días atrás. Unos bancos de madera adosados a las paredes servían de asiento para asambleas y audiencias. Al fondo, repantigado en su trono de haya y con la cabeza apoyada en el puño, dormitaba Banadaspo.

El rey yacigio tenía unos treinta y cinco años, era fuerte y de facciones hermosas, a pesar de las cicatrices que surcaban su rostro. Para un sármata, las heridas de guerra eran los mejores tatuajes, los más legítimos. Como el resto de su pueblo, el rey también tenía brazos, piernas, pecho y cuello tatuados. Tamura, como espía guerrera, los tenía prohibidos, ya que le imposibilitarían hacerse pasar por una patricia romana en caso de que la misión lo requiriera. La estancia, provista de candelabros y braseros, hacía brillar la piel del rey con reflejos anaranjados. Banadaspo abrió un ojo cuando Tamura iba por mitad de la sala. No había hecho ruido, pero su sexto sentido lo sacó de su adormecimiento. Al llegar frente al trono, la mujer se arrodilló.

—Levanta, Tamura de los Cuarenta —dijo Banadaspo, posando la mano en la mesa que tenía junto al trono; sobre ella había una vasija de vino, fruta y un cuenco que contenía cecina de vaca—. Bebamos juntos para celebrar tu regreso. —El rey reparó en el estandarte que traía la mujer y lo señaló con cara de preocupación—. ¿Qué es eso? Te dije que no atacaras a los romanos.

La exploradora le pasó el estandarte.

—Hay órdenes que son difíciles de obedecer —gruñó Tamura, mientras llenaba la jarra del rey y se servía otra para ella—. ¿No notas nada raro en esa cosa?

Banadaspo manipuló el estandarte como si lo acabaran de sacar de una letrina. Notó la diferencia en cuanto lo comparó con los que había detrás de él.

—Dime que han crucificado a quien ha fabricado esta mierda...

—Hace dos semanas, a varias millas al este de Intercisa, encontré los restos de una caravana sármata. Todos muertos, ni un solo superviviente; los habían rematado a todos. No estoy segura de a qué tribu pertenecían. —Tamura dio un sorbo al vino y miró al rey a los ojos; Banadaspo vio en ellos una mezcla de rabia y tristeza—. Había niños y bebés entre los muertos. Por los carros, la indumentaria y las armas que portaban, no iban preparados para la guerra; más bien se trataba de un clan familiar en busca de un lugar donde asentarse. El ataque los pilló por sorpresa, y fue desproporcionado y devastador.

—¿Quién es capaz de asesinar a un bebé? —Banadaspo no pudo disimular su horror; lo normal era respetar la vida de los niños, aunque fuera para adoptarlos y convertirlos en guerreros. Muchos niños arrancados de los brazos de sus madres después de una batalla habían sido criados como sármatas sin saber que no lo eran—. ¿Tienes idea de quiénes lo hicieron?

—No dejaron ni una flecha, ni una pieza de armadura, ni cualquier otra cosa que pudiera servirme de pista... aparte de esa falsificación. Los que la dejaron querían que la encontraran —afirmó.

El rey arrojó el estandarte al suelo.

—¿Para qué querrían dejar esta mierda en un campo de batalla?

Tamura lo tenía muy claro.

—Quien dejó ese estandarte quería culpar a los romanos del ataque. Justo había terminado de honrar a los muertos cuando oí caballos a lo lejos. Me alejé de allí, pero me hervía la sangre y regresé. Encontré una patrulla romana en el claro, examinando los cadáveres. Parecían tan sorprendidos como yo.

Banadaspo adivinó lo que sucedió después. Conocía demasiado bien a Tamura.

—Los mataste, ¿verdad?

—Necesitaba sangre, Banadaspo. Tú no viste a esos niños...

—Pero no crees que lo hicieran los romanos...

—En ese momento, me dio igual si eran culpables o no —reconoció Tamura—. Eran romanos... —Agachó la cabeza—. Lo lamento, Banadaspo.

El rey golpeó el reposabrazos del trono con el puño. Si bien el gesto era de disgusto, la expresión de su rostro no reflejaba furia. Al menos, no demasiada.

—Tamura, no nos conviene llamar la atención de los romanos.

—Tranquilo, murieron sin saber quién los mató —aseguró ella.

Banadaspo se puso a pasear por el salón. Se le veía preocupado.

—Emisarios del rey Zántico han informado de ataques parecidos en su región —comentó Banadaspo, refiriéndose al otro rey de los yacigios, bastante más joven y mucho más belicoso que él—. Zántico afirma que los que atacan a los nuestros son romanos, pero esta prueba y tu testimonio me hacen dudar —reconoció, señalando el estandarte falso.

—Los romanos son el enemigo, no Zántico —sentenció Tamura, en un tono que al rey le sonó insolente. Aun así, se lo pasó por alto.

—Estoy en una posición difícil —comenzó a decir el rey—. Los yacigios no apoyamos la campaña de Bellomarius cuando cometió la locura de atacar al Imperio. Hemos combatido contra los romanos durante mucho tiempo, y si hay algo que he aprendido de ellos es que, si no se les molesta, te dejan en paz. No te equivoques —advirtió; a pesar de que Tamura lo escuchaba en silencio, la mirada de la mujer hablaba por sí sola—, no me gustan los romanos, pero no podemos permitirnos más pérdidas. Tenemos que ser fuertes, permanecer unidos, y seguir creciendo para aplastarlos si algún día quieren ampliar sus fronteras a costa de nuestros territorios. Solo de esa forma podremos acabar con Roma, pero no hoy.

—Sabes que muchos de los nuestros cuestionan tu liderazgo por eso, ¿verdad?

—Claro que lo sé, y Zántico se aprovecha de ello. Ese mozalbete no me perdona no haber firmado una alianza con los marcomanos. ¿Para qué? Mira lo que le ha sucedido a Bellomarius: al final ha tenido que huir con el rabo entre las piernas. Por fortuna, Zántico no se embarcó en una campaña militar por su cuenta, eso nos habría llevado al desastre. Al menos, por ahora, los yacigios seguimos unidos. —Banadaspo hizo una pausa para dar un trago al vino—. Pero hay otra mala noticia procedente de nuestros espías en el oeste. Una que podría afectarnos.

Tamura observó a Banadaspo. Cada vez que veía a su rey, este le parecía más viejo. Soportar la responsabilidad de cuidar de cincuenta mil almas estaba acabando con su juventud.

—Por culpa del imbécil de Bellomarius, un ejército como nunca hemos visto antes se reúne alrededor de Carnuntum. Se rumorea que son diez legiones completas, con maquinaria de guerra y una flota atracada en el río.

Tamura detuvo la jarra a mitad de camino de la boca.

—¿Diez legiones? Eso son más de cien mil soldados —calculó.

—Por ahora no sabemos qué pretenden. Puede que solo estén aquí para represaliar a Bellomarius, pero me asusta que después de derrotarlo decidan ampliar el limes y vengan a por nosotros.

—¿Qué harías, en ese caso?

—Lo mejor sería actuar antes de que eso suceda. Los ánimos de Roma están encendidos, y el emperador querrá demostrar al mundo que es una insensatez atacarle en su territorio. —Banadaspo hizo una pausa—. Lo ideal sería enviar ahora un emisario a Carnuntum, alguien al que no le corten la lengua en cuanto empiece a hablar. Alguien preparado, resolutivo... que hable latín a la perfección y que pueda pasar por uno de ellos.

—¿No tienes a nadie desplegado en Carnuntum que pueda tantear el terreno para una conversación de paz? —preguntó Tamura, que veía la flecha apuntada entre sus ojos.

Banadaspo negó con la cabeza.

—Ni son tan habilidosos, ni están lo bastante preparados para enterarse de qué se cuece en las esferas más altas. Conoces a algunos de ellos, y conoces sus límites.

Sus miradas se enfrentaron durante unos segundos de interminable silencio que Tamura quebrantó dando en el clavo.

—Quieres que yo me encargue, ¿verdad?

El rey se plantó frente a Tamura. La conocía desde niña. Él mismo había supervisado su entrenamiento y confiaba más en ella que en sí mismo. Qué demonios, en cualquier otro momento, le habría cedido la corona sin dudarlo. Pero si lo hacía, la paz con Roma sería innegociable.

—No me queda otro remedio —dijo Banadaspo, apoyando una mano paternal en el hombro de Tamura—. Solo tú eres capaz de llegar a donde yo quiero llegar. Necesito que te infiltres en la ciudad y te ganes la confianza de alguien capaz de hacerle llegar al emperador una oferta de paz en mi nombre.

—¿Y qué pasa con las demás tribus? —quiso saber Tamura. Los sármatas eran un pueblo guerrero, y le preocupaba que una petición de paz fuera mal vista por los otros reyes—. Ya sabes que Zántico estará en tu contra. ¿Y los demás?

—No soy nadie para interferir en las decisiones de los alanos y los roxolanos. Si sus reyes quieren guerra, allá ellos, pero que no me pidan ayuda ahora. Expulsaremos a los romanos de nuestras tierras cuando estemos preparados, Tamura, te lo prometo... pero después del desgaste que hemos sufrido en guerras pasadas, sería una locura enfrentarnos al ejército que se está reuniendo en Carnuntum. Si me das a elegir, prefiero enfrentarme a los míos.

El desprecio de Tamura se clavó en Banadaspo convertido en mirada de acero. Cualquiera que los hubiera visto en ese momento, habría dudado de quién era el rey y quién el súbdito.

—¿Serías capaz de enzarzarte en una guerra civil por ganarte la paz romana? Banadaspo, sabes que te debo agradecimiento y lealtad, pero ambas cosas tienen un límite.

—Soy responsable de cincuenta mil yacigios —le recordó el rey—. Si mi cabeza tiene que rodar porque unos idiotas quieren suicidarse, que ruede. Y si tiene que ser tu espada la que la separe de mi cuerpo, que así sea. Pero mientras yo esté vivo, y mientras siga siendo tu rey, mantendré vivos a los míos para luchar cuando de verdad podamos ganar.

La espía acabó su jarra de vino y la dejó sobre la mesa. Sabía lo que el rey esperaba de ella. Aunque no compartiera sus ideas de paz, cumpliría sus órdenes como siempre las había cumplido. Se arrodilló ante Banadaspo de forma fugaz y salió a buscar a Valia. La encontró cerca de los establos, acariciando a Zambil.

—¿Hay algún caballo que me pueda llevar? —preguntó Tamura.

—¿Y Zambil? —preguntó Valia, extrañada.

—No me sirve para la misión que me ha encomendado Banadaspo. —Tamura señaló a Valia con un índice amenazador—. Sabes que quiero horrores a ese caballo —le recordó—. Prométeme que lo montarás dos veces al día y que lo cuidarás mejor que si fuera un hijo parido por ti.

—¿Y qué pasará con él si no vuelves? —se atrevió a preguntar la joven.

—Si no vuelvo, será tuyo —prometió Tamura—. También te puedes quedar con todas las cosas que hay en mi choza. No te harás rica —advirtió.

—Qué honor, soy la heredera de Tamura de los Cuarenta —recitó, bromeando.

—No me des por muerta todavía —rio Tamura, marcando un puñetazo leve bajo las costillas de Valia—. Por ahora, es solo un préstamo. Como vuelva y no lo encuentre mejor de lo que te lo dejo, no tendrás praderas para correr ni arboledas donde esconderte.

—Lo cuidaré bien, te lo juro. Vamos a la cuadra, te prestaré a Rindar. Es algo viejo, pero aún galopa con brío y sabría regresar solo al Bastión, aunque lo abandonaras en la Galia. Es un caballo muy sabio —añadió, lo que arrancó una sonrisa a Tamura.

Recogieron al viejo Rindar de su cuadra. Si bien cargaba con más de quince años sobre su grupa, era evidente que había sido un magnífico caballo de guerra. Tamura se familiarizó muy pronto con él. Después de pertrecharlo con sus alforjas, se despidió de Valia con un fuerte abrazo. Poco después, Tamura entraba a su choza tras muchos meses de ausencia.

La encontró vacía y polvorienta, como siempre. Se preguntó si algún día llegaría a pasar más de cuatro días seguidos entre sus paredes. Algo melancólica, se aseó en una palangana de cobre que contenía agua desde solo los dioses sabían cuándo, y abrió un arcón de madera en el que empezó a rebuscar con brío.

Eligió cuatro vestidos largos, los dobló con cuidado y los metió en una de las alforjas. También introdujo joyas, un peine, perfumes, afeites y un espejo de mano. No olvidó la bolsa llena de sestercios que Banadaspo le había dado para ocasiones como aquella.

Tamura abandonó el Bastión a lomos de Rindar. Aún tardaría algunos días en llegar a Carnuntum. Mientras cabalgaba no dejaba de darle vueltas a las palabras que había pronunciado su rey.

«Si tiene que ser tu espada la que me separe la cabeza del cuerpo, que así sea.»

Tamura rezó para que eso nunca tuviera que suceder.