Hace cuatro años tenía un marido, que era el padre de mi hijo y de mis dos hijas, y me enamoré de una mujer.
Mucho más tarde vi a esa mujer alejarse en coche de mi casa para reunirse con mis progenitores y comunicarles sus planes de pedirme matrimonio. Ella pensaba que yo ignoraba lo que estaba pasando aquel domingo por la mañana, pero lo sabía.
Cuando la oí volver en su coche, me acomodé en el sofá, abrí un libro e intenté que mi pulso se normalizara. Ella cruzó la puerta y caminó directamente hacia mí, se inclinó, me plantó un beso en la frente. Me apartó el cabello a un lado e inspiró el aroma de mi cuello, como hace siempre. A continuación se incorporó y desapareció en el dormitorio. Yo me encaminé a la cocina para servirle un café y, cuando me di media vuelta, estaba ahí delante de mí, con una rodilla en el suelo, sosteniendo un anillo. Me miraba con ojos seguros y suplicantes, grandes y perfectamente fijos, azules como el cielo, insondables.
—No podía esperar —dijo—. Sencillamente no podía esperar ni un minuto más.
Más tarde, en la cama, apoyé la cabeza en su pecho mientras charlábamos de cómo había discurrido su mañana. Les había dicho a mi padre y a mi madre: «Quiero a su hija y a su familia como nunca he querido a nadie. Les prometo que las amaré y las protegeré por siempre». El labio de mi madre tembló con miedo y valor cuando respondió: «Abby. No había visto a mi hija tan llena de vida desde que tenía diez años».
Se dijo mucho más aquella mañana, pero esa primera respuesta de mi madre captó mi atención como la frase de una novela que pide ser subrayada:
No había visto a mi hija tan llena de vida desde que tenía diez años.
Mi madre vio apagarse la chispa de mis ojos durante mi décimo año en la Tierra. Ahora, treinta años más tarde, estaba presenciando la reaparición de esa chispa. De unos pocos meses a esa parte mi talante había cambiado por completo. A sus ojos, yo tenía un aspecto majestuoso. Y daba un poco de miedo.
Después de aquel día empecé a preguntarme: ¿A dónde fue a parar mi chispa a los diez años? ¿Cómo me perdí a mí misma?
He investigado al respecto y descubierto lo siguiente: a los diez años aprendemos a ser chicas buenas y chicos de verdad. A los diez, niñas y niños aprenden a ocultar quiénes son para convertirse en lo que el mundo espera que sean. Alrededor de los diez empezamos a interiorizar nuestra domesticación formal.
Fue a los diez años cuando el mundo me domó, me dijo que me callara y me mostró mis jaulas:
Estos son los sentimientos que se te permite expresar.
Así debería comportarse una mujer.
Este es el cuerpo al que debes aspirar.
Estas son las cosas que creerás.
Estas son las personas a las que puedes amar.
Estas son las personas a las que deberías temer.
Este es el tipo de vida al que se espera que aspires.
Haz lo necesario para encajar. Te sentirás incómoda al principio, pero no te preocupes; acabarás por olvidar que estás enjaulada. Pronto esto se te antojará la vida, sin más.
Yo quería ser una buena chica, así que traté de controlarme. Escogí una personalidad, un cuerpo, una fe y una sexualidad tan diminutos que tuve que contener el aliento para caber dentro. Y de inmediato me puse muy enferma.
Cuando me convertí en una buena chica, también desarrollé bulimia. Nadie puede contener el aliento todo el tiempo. La bulimia era mi manera de espirar. Era mi modo de negarme a complacer, de permitirme el hambre y de expresar mi furia. Durante mis atracones diarios era como un animal. Luego me dejaba caer sobre el inodoro y me purgaba, porque una buena chica debe ser muy menuda para caber en sus jaulas. No debe dejar pruebas tangibles de su hambre. Las buenas chicas no están hambrientas ni furiosas, no son salvajes. Todas las cosas que hacen humana a una mujer constituyen los secretos inconfesables de las buenas chicas.
En aquella época sospechaba que la bulimia significaba que estaba loca. Cuando iba al instituto pasé una temporada trabajando en una institución mental y mis sospechas se confirmaron.
Ahora interpreto de otro modo lo que me pasó.
Solo era una chica enjaulada que había nacido para firmamentos inmensos.
No estaba loca. Era un maldito guepardo.
Cuando vi a Abby, recordé mi naturaleza salvaje. La deseaba y era la primera vez que deseaba algo más allá de lo que me habían enseñado a desear. La amaba y era la primera vez que amaba a alguien más allá de aquellos a los que se esperaba que amase. Crear una vida con ella fue la primera idea propia que tuve jamás y la primera decisión que tomé como mujer libre. Después de treinta años haciendo contorsiones para encajar en una idea del amor ajena, por fin encontré un amor que me sentaba bien: hecho a mi medida, por mí. Por fin me pregunté qué quería yo en lugar de qué esperaba el mundo de mí. Saboreé la libertad y ansiaba más.
Miré de frente mi fe, mis amistades, mi trabajo, mi sexualidad, mi vida entera y me planteé: ¿qué parte de todo esto fue idea mía? ¿De verdad quiero alguna de estas cosas o me han condicionado para que las quiera? ¿Cuáles de mis creencias he creado yo y cuáles me han sido programadas? ¿Cuánto de lo que soy es inherente y cuánto simplemente heredado? ¿En qué medida mi aspecto, mi manera de hablar y mi conducta no son sino el aspecto, la manera de hablar y la conducta que otros me han inculcado? ¿Cuántas de las cosas que llevo persiguiendo toda la vida no son más que mugrientos conejos rosa de pega? ¿Quién era yo antes de convertirme en la persona que el mundo me dijo que fuera?
Con el tiempo, me alejé de mis jaulas. Poco a poco construí un nuevo matrimonio, una nueva fe, una nueva visión del mundo, un nuevo propósito vital, una nueva familia y una nueva identidad por elección propia y no por defecto. Desde mi imaginación y no desde mi adoctrinamiento. Desde mi naturaleza salvaje y no desde mi entrenamiento.
Lo que sigue son los relatos de cómo acabé enjaulada… y cómo me liberé.