OSOS POLARES

Hace varios años, la maestra de mi hija Tish llamó a casa para informarnos de que se había producido un «incidente» en el colegio. Durante una conversación sobre la fauna salvaje, la maestra comentó que los osos polares se estaban quedando sin hogar y sin fuentes de alimento porque los casquetes polares se están derritiendo. Mostró a la clase la foto de un oso polar agonizante como ejemplo de los numerosos efectos del calentamiento global.

Al resto de preescolares la información les entristeció, pero no tanto como para impedirles, ya sabéis, cumplir con su deber de salir al recreo. No fue el caso de Tish. La maestra me informó de que, cuando la clase terminó y el resto del alumnado se levantó de la moqueta para ir al patio, Tish se quedó sentada, sola, boquiabierta, paralizada por la perplejidad, mientras su carita horrorizada preguntaba:

«¿QUÉ? ¿Acabas de decir que los osos polares están muriendo? ¿Porque la Tierra se derrite? ¿La misma Tierra en la que vivimos? ¿Acabas de soltarnos ese pedacito de horror en clase?».

Tish acabó por salir al patio, pero no fue capaz de participar en los juegos aquel día. Por más que otros niños y niñas intentaron que se levantara del banco y jugara a los cuatro cuadrados, ella se quedó junto a la maestra, mientras le preguntaba con unos ojos como platos:

—¿Las personas mayores saben eso? ¿Qué van a hacer? ¿Hay más animales en peligro? ¿Dónde está la mamá del oso que tiene hambre?

A lo largo del mes siguiente, la vida de nuestra familia giró en torno a osos polares. Compramos pósteres de osos polares y empapelamos las paredes de la habitación de Tish con ellos. «Para que no se nos olvide, mamá. Tenemos que acordarnos.»

Apadrinamos a cuatro osos polares por Internet. Hablábamos de osos polares durante la cena, durante el desayuno, en los trayectos en coche y en las fiestas. Nuestras conversaciones sobre osos polares eran tan frecuentes que, de hecho, pasadas unas pocas semanas empecé a odiarlos con cada fibra de mi ser. Comencé a maldecir el día en que los osos polares nacieron. Probé cuanto estaba en mi mano para sacar a Tish del abismo de osos polares en el que había caído. Lo intenté por las buenas y por las malas y al final me limité a mentirle.

Le pedí a una amiga que me enviara un correo electrónico «oficial» haciéndose pasar por la «Presidenta del Ártico» y anunciando que los problemas de los casquetes polares se habían solucionado de una vez y para siempre, y que todos los osos polares estaban superbién. Abrí el correo ficticio y fui a la habitación de Tish:

—¡Oh, Dios mío, nena! ¡Ven aquí! ¡Mira lo que acabo de recibir! ¡Buenas noticias!

Tish leyó el correo en silencio y, despacio, se volvió hacia mí para lanzarme una cáustica mirada de desdén. Sabía que el correo era falso porque es sensible, no idiota. La saga del oso polar continuó, en todo su esplendor.

Una noche, después de arropar a Tish en la cama, salí de puntillas de su habitación con la alegría de una madre a punto de alcanzar la tierra prometida. (Todo el mundo duerme y yo tengo mi sofá, mis hidratos de carbono y Netflix, y nadie tiene permiso para tocarme ni hablarme hasta la salida del sol, aleluya.) Estaba cerrando la puerta al salir cuando Tish susurró:

—Espera, mamá.

Maldita sea mi estampa.

—¿Qué pasa, cariño?

—Son los osos polares.

OH, DIABLOSSS, NO.

Me acerqué a su cama y la miré fijamente con una expresión algo maníaca. Tish me miró a los ojos y me dijo:

—Mamá. Es que no puedo dejar de pensar: ahora les ha tocado a los osos polares. Pero a nadie le importa. Así que las personas seremos las siguientes.

Se dio media vuelta, se durmió y me dejó sola en esa habitación a oscuras, paralizada por la perplejidad a mi vez. Me quedé allí de pie con los ojos abiertos de par en par, abrazándome el cuerpo.

—Ay, Dios mío. ¡Los osssooosss polares! ¡Tenemos que salvar a los puñeteros osos polares! Las personas seremos las siguientes. ¿En qué estamos pensando?

A continuación miré a mi pequeña y pensé: Ah. Que te mueras de pena por los osos polares no significa que estés mal de la cabeza. El resto del mundo está mal de la cabeza por no compartir tu sentimiento.

Tish no pudo salir al patio porque estaba prestando atención a lo que dijo la maestra. En cuanto conoció la situación de los osos, se permitió sentirse horrorizada, saber que estaba mal e imaginar el inevitable desenlace. Tish es sensible y ese es su superpoder. Lo contrario de la sensibilidad no es el valor. No es de valientes negarse a prestar atención, negarse a tomar nota, negarse a sentir, saber e imaginar. Lo contrario de la sensibilidad es la insensibilidad y eso no es ninguna medalla que colgarse.

Tish percibe. Aunque el mundo intente pasar a toda prisa por su lado, ella interioriza despacio. Espera, para. Eso que has dicho sobre los osos polares… me ha hecho sentir algo y preguntarme cosas. ¿Podemos quedarnos ahí un momento? Tengo sentimientos. Tengo preguntas. Todavía no estoy lista para salir corriendo al recreo.

En la mayoría de las culturas se identifica a las personas como Tish en los primeros años de vida, se las venera como chamanas, curanderas, poetas y religiosas. Las consideran excéntricas pero cruciales para la supervivencia del grupo, porque son capaces de oír cosas que otras personas no oyen, ver cosas que otras no ven y sentir cosas que otras no sienten. La cultura depende de la sensibilidad de unas pocas, porque no se puede sanar nada si antes no se percibe.

Sin embargo, nuestra sociedad está tan obsesionada con la expansión, el poder y la eficacia a toda costa que las personas como Tish —como yo— resultan molestas. Frenamos el mundo. Estamos en la proa del Titanic gritando: ¡Un iceberg! ¡Un iceberg!, mientras el resto, en las cubiertas inferiores, responde a gritos: ¡Queremos seguir bailando! Es más fácil tildarnos de trastornadas y desdeñarnos que aceptar que nuestra reacción es la adecuada a un mundo trastornado.

Mi hijita no está trastornada. Es una profeta. Quiero ser tan sabia como para preguntarle qué siente y escuchar lo que sabe.