Mi familia es originaria de un pequeño pueblo de Almería, del que todos mis abuelos se vieron obligados a emigrar. Mi abuelo paterno, nacido con el siglo, a Estados Unidos, adonde llegó después de caminar hasta Málaga, embarcar en un carguero rumbo a México y cruzar clandestinamente el Río Grande gracias a la ayuda de una familia de hispanos que lo acogió durante tres días, ocultándolo de una redada policial. Años más tarde, mi otro abuelo emigró a Alemania, a raíz de que viejas querellas familiares arrastradas desde la Guerra Civil le privaran del almacén de vinos con el que mantenía a su mujer y sus hijos. Fue a través de este abuelo, el único capaz de leer y escribir con fluidez en aquella generación de mi familia, como llegó a mis manos Campos de Níjar, obra en la que Juan Goytisolo describe una realidad que conocí bien desde mi infancia y a la que me enfrenté con desasosiego al cumplir los catorce o quince años. Habiendo nacido y pasado mi primera adolescencia en Madrid, vivía durante la mayor parte del tiempo rodeado de las comodidades propias de una familia de clase media, mientras que, al llegar el verano, el entorno se transformaba y adquiría el aire de desolación y desesperanza que Goytisolo describía, denunciándolo, en sus primeros libros. Las casas carecían de agua corriente y de luz eléctrica, y productos básicos que se encontraban en cualquier establecimiento de la capital eran allí inexistentes. A primera hora de la mañana, un pastor llamaba a la puerta rodeado de su rebaño de cabras, y las ordeñaba colocando bajo las ubres la lechera de metal que le entregaba mi abuela. El pan, apelmazado y correoso, llegaba una vez por semana, gracias a un panadero itinerante que hacía sonar el claxon de su furgoneta con una cadencia característica.
El mismo contraste se reprodujo, aunque atenuado, cuando en noviembre de 1974 mi familia se trasladó a Málaga. De Málaga recuerdo, sobre todo, el colegio de jesuitas de El Palo, de donde fui expulsado poco después de los últimos fusilamientos del régimen de Franco, en 1975, y también mi estrecha amistad con Juan Pablo Martín-Santos, hijo del autor de Tiempo de silencio, enviado por sus tutores desde San Sebastián para alejarlo de los círculos terroristas vinculados al nacionalismo vasco. Gracias a él, y al sencillo gesto con el que un día, husmeando en una librería de la calle Nueva, sacó un volumen de un estante y dijo, simplemente, «este libro lo escribió mi padre», comprendí que la afición por la lectura, heredada de mi abuelo materno, requería de la vocación simétrica de la escritura, y que los autores no eran criaturas fabulosas sino seres de carne y hueso. Juan Pablo me contó del dolor por no tener recuerdos de su padre ni de su madre, muertos en trágicas circunstancias siendo él una criatura, y del agradecimiento que sintió hacia los míos cuando vinieron en nuestro auxilio al acabar los dos en una comisaría a consecuencia de un altercado pueril con unos muchachos mayores que nosotros mientras oscurecía en los jardines de Gibralfaro. Juan Pablo vivía en Málaga con su abuela materna y su tía Solange Laffon, una bellísima mujer a la que, no sé por qué, recuerdo siempre vestida con telas de India, y que, según supe años más tarde, había sido el gran amor de Juan Benet. De ella y de la madre de mi amigo Juan Pablo habla Benet en el que tengo por uno de sus mejores libros, Otoño en Madrid hacia 1950.
No puedo decir que mi primera incursión en Tiempo de silencio fuese satisfactoria: la abordé demasiado joven, y llegué a la última página sin haber desentrañado las claves de una narración que destruía las de cuanto había leído hasta entonces. La perseverancia, sin embargo, fue recompensada en las innumerables lecturas y relecturas posteriores, en las que no ha dejado de crecer mi admiración por la novela y la afinidad hacia la plétora de ideas que Martín-Santos alcanza a deslizar en diversos episodios. A lo largo de las páginas de Tiempo de silencio se entrevén la polémica de la ciencia y la represión inquisitorial, la cortedad del franquismo y la miseria económica y moral en la que sumió al país. No es por azar por lo que Martín-Santos comienza evocando la profesión científica en España y concluye con el martirio de San Lorenzo, sugerido a su protagonista, Pedro, por la contemplación desde el tren de la planta de parrilla de El Escorial cuando, clausuradas sus ambiciones de investigador en Madrid, encara un mediocre destino como médico rural. Ni responde tampoco a la casualidad que Martín-Santos desarrolle en unas páginas cargadas de emoción una interpretación de Don Quijote y un elogio de la figura de Cervantes como defensor de la libertad que rompen radicalmente con la de la generación del 98, entonces todavía vigente, y que, leídas en contexto, representan un soberbio desafío a la uniformidad ideológica impuesta por la dictadura. La parodia de la conferencia en la que Ortega deslumbra a un público biempensante con la banalidad del perspectivismo, ilustrada a través de una manzana, desvela la vaciedad de quien Juan Goytisolo llamó primer filósofo de España y quinto de Alemania, y, simultáneamente, su ambigua recepción en una sociedad anestesiada, continuada hasta hoy. Cuando años después, al emprender una lectura sistemática de la obra de Franz Kafka, encontré que en uno de sus aforismos recurre también a la imagen de una manzana para poner en contraste la distinta perspectiva que tienen de ella un niño y el anfitrión que se la ofrece a un visitante, dudé de si lo que Martín-Santos transmitía en Tiempo de silencio era otra cosa, además de la pretenciosa banalidad de las ideas de Ortega. Las huellas de Georg Simmel en la obra de Ortega son innegables. Y Jorge Semprún, por su parte, encontró la expresión «yo soy yo y mi circunstancia», de Avenarius, en Materialismo y empiriocriticismo, la mayor incursión filosófica de Lenin. De ello dejó constancia en la novela Veinte años y un día, en cuya presentación en Madrid me invitó a acompañarlo.
Ignoro si experiencias como esta, que permiten conocer los dos lados de una frontera invisible para quienes solo habitan en uno, son determinantes en la adopción de una posición intelectual. Solo sé que, por lo que a mí respecta, encontrar la realidad de mis orígenes en los libros de Juan Goytisolo, que mi abuelo leía con devoción, me animó a aventurarme en sus ensayos y en lo que él llamaba la España de Fernando de Rojas, ese complejo universo de conversos, pícaros, mudéjares, iluminados y herejes que, en sus creaciones, devuelven en forma de humor y soterrado desafío el terror que buscaba imponer la Inquisición. Gracias a Goytisolo y a las preocupaciones que reiteradamente abordaba en sus ensayos entré en contacto con los autores que, como Américo Castro, Vicente Lloréns o Francisco Márquez Villanueva, a quien tuve ocasión de tratar en Francia y Estados Unidos, señalan la incontestable continuidad que existe entre la interpretación de las grandes obras artísticas de los siglos XVI y XVII y la manera en la que se narra el pasado peninsular. Esa relación fue el objeto de la primera conversación que mantuve con Goytisolo en París en 1993, donde él recalaba de cuando en cuando para reunirse con Monique Lange, uno de los seres más discretos y generosos que he conocido. Goytisolo me citó a las cinco de la tarde de un día de mayo para lo que, según creí, sería una visita de cortesía, concertada a raíz de caer en sus manos unos ensayos míos sobre el pasado andalusí y localizarme para comentarlos. Oscurecía ya y, sin embargo, seguíamos hablando sobre la generación del 98 y su interpretación de Cervantes, así como de la importancia de perseverar en la labor crítica iniciada por Américo Castro.
Este y los sucesivos encuentros con Goytisolo, reiterados con creciente frecuencia en las semanas y meses siguientes, me animaron a escribir los ensayos de Contra la historia, algunos de los cuales existían como tentativas y borradores redactados durante los años que pasé como diplomático en África y la Unión Soviética, entre 1988 y 1992, antes de recalar en París. Solo con el tiempo he llegado a comprender cómo las experiencias que alcancé a vivir allí modificaron la visión de la historia de España que había empezado a fraguar en mi lectura juvenil de Goytisolo, seguida de la más sistemática de Américo Castro durante unos meses en Londres, justo al terminar mis estudios de árabe en la universidad de Madrid y antes de concluir los de Derecho. África me sedujo nada más aterrizar en una Angola todavía en guerra. En la capital, Luanda, la trágica cosecha de cadáveres que dejaban las constantes escaramuzas entre la guerrilla y las tropas del gobierno, cuyos ecos solían despertarme de madrugada, era retirada antes del amanecer y conducida en camiones hasta la morgue municipal, no lejos de mi casa. Los gritos y danzas de familiares y plañideras con los que solía cruzarme cada día acabaron por desmentir en poco tiempo la imagen con la que, como europeo, había llegado a un país africano sumido en la violencia, mostrándome que el exotismo no es la cualidad de algunas realidades, sino una manifestación de superioridad al contemplarlas. No fue una lección irrelevante en la evolución de mi posición ante la historia de España —y en general, sobre los diversos asuntos que han venido interesándome como escritor— descubrir la verdad elemental de que las madres africanas sufren atrozmente la pérdida de sus hijos, lo mismo que estos sienten la de sus padres, y que la variedad de ritos fúnebres que existen en todas las tradiciones no se corresponde con ninguna diferencia en la intensidad del dolor que intentan conjurar. Haber vivido en África me hizo preguntarme si relativizar el sufrimiento provocado por guerras, exilios, persecuciones, cárceles y hogueras que marcan el pasado peninsular no sería también la consecuencia de arrojar una mirada exótica sobre episodios distantes, no en el espacio, sino en el tiempo.
Seguramente nunca me habría propuesto depurar los prejuicios que vuelven extraño un mundo que en Angola se me reveló idéntico, y una humanidad que es única en todas latitudes, de no ser por la posibilidad de contrastar con mis propios recuerdos la narración de los acontecimientos de aquellos años que merecieron la atención de la historia. Así, los estertores de la guerra fría se confunden en mi memoria con la majestuosa dignidad de los guerreros mucubal en las proximidades de Tombua, en el sur de Angola, atravesando la ciudad en rigurosa formación para proteger a sus mujeres, niños y animales raquíticos de los ataques en los que participaban aviones de fabricación soviética. Y también con el aroma de los jacarandás en flor durante las escalas en Harare camino de Sudáfrica y las letanías de los mendigos ciegos en Manika Street, vestidos con túnicas blancas y cogidos de la mano en largas hileras de desamparo. El mismo día en que llegué a Johannesburgo en uno de mis frecuentes viajes a Sudáfrica durante la época en que viví en Angola, coincidió con la fecha en la que el gobierno de Frederik de Klerk puso en libertad a Nelson Mandela. Acababa en ese mismo momento el régimen de apartheid instaurado por Cecil Rhodes, cuyos estragos había podido observar al aventurarme en algunos townships cercanos a Johannesburgo y Ciudad del Cabo, como también en un viaje al bantustán de Bofutatsuana, una suerte de reserva negra en el norte de Sudáfrica creada por el régimen racista en 1968 según el modelo empleado en Estados Unidos con los indios. La sensación de transitar por un país próspero cesaba como por ensalmo tras cruzar la frontera ficticia de Bofutatsuana, donde regresaban las imágenes del África doliente que había dejado en la Angola en guerra: el polvo rojizo de la laterita impregnaba el aire y los paisajes, y junto a la carretera descuidada aparecían hombres y mujeres con las ropas raídas y llevando de la mano a niños famélicos. Me impresionó la lejanía que transmitía su mirada suplicante mientras permanecían apostados a pleno sol en los arcenes, sin hacer nada, como si el apartheid se hubiera convertido en una prisión invisible que los acompañaba allá donde fueran.
Recelando una revuelta de los guetos, la minoría blanca que vivía en el centro de Johannesburgo cerró las oficinas y los comercios al saber de la liberación de Mandela, recluyéndose a la espera de acontecimientos. Recién llegado del aeropuerto y sin entender exactamente lo que sucedía, caminé largo tiempo por las calles vacías, hasta que finalmente pude localizar por teléfono a un amigo que, conminándome a que no me moviese de donde estaba, vino a buscarme en su automóvil y me ofreció alojamiento en su casa de las afueras, hermosa y acogedora pese al laberinto de rejas y dispositivos de seguridad. Fue él quien me informó de lo que sucedía, y también de que la totalidad del país estaba expectante, aguardando el discurso que Mandela pronunciaría ante la multitud reunida para recibirlo en Ciudad del Cabo. Nada más aparecer ante sus seguidores después de veintisiete años encarcelado, Mandela ordenó que cesaran los cánticos y las danzas gumboots, creadas en las minas y convertidas en símbolo contra el apartheid. «Os saludo en nombre de la paz, la democracia y la libertad», fueron sus primeras palabras. «Hoy estoy aquí no como profeta, sino como vuestro humilde servidor. Vuestros sacrificios heroicos lo han permitido.»
Esta intervención en Ciudad del Cabo me vino a la memoria años después cuando, tras la caída del coronel Muamar el Gadafi en Libia, el líder de los insurgentes, Mustafa Abdel Jalil, se dirigió a la multitud reunida en Bengasi para celebrar el final de la dictadura diciendo: «Alzad bien vuestras cabezas, sois libios libres». Fueron las palabras de Mandela en aquel mes de febrero de 1990 las que me hicieron sospechar de las de Abdel Jalil y temer que comprometerían el futuro de Libia tras la efímera primavera árabe, y así lo escribí entonces en un artículo titulado «Teoría y práctica del tiranicidio».1 Mientras que Mandela se presentó a sí mismo como servidor de los sudafricanos, cuyo sacrificio, según reconocía, había abierto las puertas de la prisión, Abdel Jalil comparecía ante los libios como el caudillo que había conquistado la libertad en su nombre. Ahí residía el riesgo, que no era otro que el que entraña siempre el tiranicidio. Reconocerlo o no como derecho ha sido un asunto recurrente en la teoría política desde el padre Mariana, cuando, en realidad, las contadas ocasiones en las que el tiranicidio se ha consumado desencadenó una urgencia más relevante que determinar su legitimidad o ilegitimidad. Desde el momento en que el tiranicidio se reconoce como un derecho, sus titulares son todos y cada uno de los individuos que se encuentran sometidos a un soberano injusto. Y puesto que entre estos individuos suele desarrollarse una lucha de poder tan encarnizada como la que libran todos juntos contra el tirano, la legitimidad política para sucederle corresponderá a aquel que logre efectivamente derrocarlo. Es en este punto donde, según entiendo, toma forma una siniestra paradoja que hace que, como en el caso de Abdel Jalil y a diferencia de Mandela, derrocar a un tirano en nombre de la libertad conduzca con frecuencia a una nueva tiranía. La paradoja del tiranicidio que comencé a entrever en Sudáfrica parecía estar también detrás de la interminable sucesión de guerras civiles y pronunciamientos que había convertido la historia de España en un trágico bolero de Ravel, en el que cualquier final es solo el anticipo de un nuevo comienzo. El motivo no había que buscarlo en la trivialidad de proyectar sobre el pasado teorías psicológicas acerca del comportamiento de los individuos, extrapolándolo al de los pueblos, sino prestando atención a uno de los problemas más descuidados en la narración del pasado peninsular, los problemas de legitimidad política, de los que, por mi parte, empecé a tomar conciencia mientras completaba los estudios de Derecho en Madrid.
A punto de terminar mi estancia en Angola a comienzos de los noventa, imaginé por unas pocas semanas que el imparable dominó de acontecimientos que me había tocado vivir en África llegaría a su final. En la desvencijada casa de dos plantas y exuberante jardín tropical que ocupé en la calle Comandante Dak Doy, asomada al Atlántico desde lo alto de una colina, había tratado de interpretar el cúmulo de experiencias que, con el tiempo, he llegado a considerar el más preciado obsequio de la profesión que elegí con veinte años. Además del final del apartheid, durante los años que permanecí en Angola asistí a la independencia de Namibia y también a la retirada de las tropas enviadas por Fidel Castro para contener a los sudafricanos que, apoyando a la guerrilla de Jonás Savimbi, habían llegado hasta las inmediaciones de Luanda en los primeros compases de la guerra civil que siguió a la retirada de los portugueses, en 1975. El amplio ventanal de mi despacho daba sobre la bahía de Luanda, y, enfrascado en papeles y documentos desde primera hora, no advertí una mañana que las aceras bulliciosas habían quedado repentinamente desiertas y en silencio. Cuando me asomé, se adivinaban a lo lejos los primeros camiones con las tropas cubanas que enfilaban hacia el puerto, abriendo la marcha a una interminable formación de tanques y remolques con artillería pesada. El convoy se cerraba con vehículos de transporte hasta perderse de vista, sobre los que venían cajones cuadrados que, según dijo alguien a mis espaldas, debían de ser ataúdes, aunque no pude confirmarlo. Algunos angoleños se habían congregado en las aceras y aplaudían, en tanto que los soldados cubanos levantaban con júbilo los fusiles y las gorras.
La determinación de Castro para perseverar en los principios que inspiraron la revolución de 1959, y que habían comenzado a desmoronarse en Europa tras la caída del Muro de Berlín, tuvo un significativo reflejo en la iconografía del cuartel general de las tropas cubanas en Luanda, levantado sobre un promontorio en la salida hacia Futungo de Belas y el majestuoso palmeral en las riberas del río Cuanza, del que habla Agostinho Neto en un hermoso poema. La pancarta con la consabida proclama de «patria o muerte, venceremos», rotulada junto a un retrato de Che Guevara que reproducía, en metal, la famosa fotografía de Korda, fue sustituida por otra que decía, simplemente, «socialismo o muerte». Completada la retirada de las tropas, el carismático general Ochoa, que había sido su comandante en jefe, se despidió de los representantes extranjeros acreditados en Luanda. Era imposible imaginar en ese momento que a su regreso a Cuba le aguardaba un proceso semejante a los del estalinismo, saldado con una condena a muerte que el régimen castrista se apresuró a ejecutar antes de que el mundo reaccionara. El desarrollo del juicio y la dureza de las penas para unos delitos que parecían inventados para la ocasión se ajustaban con escalofriante precisión a la descripción de los procesos soviéticos que había leído en un libro de Annie Kriegel, publicado por Javier Pradera en la editorial Alianza antes de la muerte de Franco.2 Como en el caso de muchos otros jóvenes opuestos a la dictadura, la fotografía de Che Guevara también colgó de la pared de mi cuarto. Mis dudas sobre su figura comenzaron cuando leí, primero fascinado, y después sobrecogido, el episodio de Eutimio Guerra en Pasajes de la guerra revolucionaria. Acusado de traición por otro guerrillero en Sierra Maestra, la disputa va subiendo de tono hasta que Guevara decide zanjarla descerrajando un tiro en la nuca al sospechoso, para que, según explica, dejara de sufrir. Las noticias sobre el proceso y ejecución del general Ochoa, despedido como un héroe en Luanda, me llegaron cuando me encontraba distante del universo ideológico y sentimental de la Revolución cubana, pero me ratificó en que no había retorno.
Las vivencias que me deparó aquella época de inusitada intensidad no acabaron, con todo, al decir adiós a Luanda y a los amigos que hice allí, y que nunca he dejado de recordar con afecto y una irremediable nostalgia. Después de aquellos años en una ciudad sitiada, sometida a un toque de queda a cuyo amparo tenían lugar noche tras noche las escaramuzas entre las tropas del gobierno y la guerrilla, sin electricidad ni agua corriente, mi deseo era reencontrar la normalidad en alguna anodina capital europea, donde seguir trabajando sobre los problemas de la historia de España que me venían ocupando desde que salí de la universidad. No fue el caso: en septiembre de 1991 dejé Luanda y fui enviado a Moscú, una ciudad por la que circulaban innumerables rumores después de que el impulsor de la perestroika, Mijaíl Gorbachov, hubiera sido depuesto brevemente el mes de julio anterior por una conspiración de los servicios secretos y el ejército. Gorbachov recuperó su puesto en el Kremlin, pero no su poder, que recayó en manos de Borís Yeltsin tras encabezar la oposición de la Federación Rusa al golpe de Estado y conseguir detenerlo al cabo de unos días. Yeltsin no pretendía disolver la Unión de Repúblicas creada por Lenin, sino, a lo sumo, cambiar sus principios a través de una Comunidad de Estados Independientes que abriera las puertas al capitalismo o, por mejor decir, a lo que la nomenklatura de la época entendía por capitalismo, una devastadora mezcla de darwinismo político, económico y social. Pronto estallaron guerras civiles y conflictos entre las diferentes repúblicas segregadas de la URSS, que fui conociendo a partes iguales por la prensa occidental y por los refugiados de origen español que llegaban a Moscú solicitando ayuda, antiguos niños de la guerra evacuados por la Segunda República y, en muchos casos, separados para siempre de sus familias. La Guerra Mundial y la ruptura del pacto germano-soviético obligó a un primer aplazamiento de su retorno. Después, los impedimentos procedieron del Partido Comunista, que soñó con convertirlos en dirigentes de una futura España soviética. Por último, el turno le llegó al régimen de Franco, que, presionado por el secretario general de Naciones Unidas, U Thant, a quien, ya adultos, los niños de la guerra se habían dirigido pidiendo auxilio, hubo de aceptar de mala gana su retorno.
Los que regresaron gracias a los buenos oficios de U Thant advirtieron, sin embargo, que su drama no tenía reparación: distanciados del afecto de sus familias en unos casos y, en otros, hastiados de sobrellevar la deliberada hostilidad con que los recibió la dictadura, decidieron reintegrarse al país que el azar de haber embarcado en un buque y no en otro siendo niños convirtió en el suyo. Aquí, sin embargo, les esperaba una última prueba. Como me dijo en una ocasión Conchita, una mujer cuya excepcional sensibilidad había conseguido sobrevivir a la sordidez de los tiempos más siniestros del socialismo real, muchos de aquellos hombres y mujeres que, como ella, mantenían intacto el deseo de regresar a España, encontraron que los rublos con los que contaban para realizar su sueño en la vejez, ahorrados durante toda una vida sentados sobre la maleta, según su estremecedora expresión, apenas si alcanzaban tras el colapso soviético para pagar un almuerzo en un restaurante de Bilbao, de donde era originaria. Ella y su hermano habían perdido a su madre mientras huían de un bombardeo, y fueron unos soldados republicanos quienes, al encontrarlos desamparados junto al cadáver, los habían llevado hasta el puerto para que partiesen rumbo a los campamentos infantiles organizados por el gobierno vasco en Francia, Inglaterra y la Unión Soviética. Tardaron más de quince años en localizar al padre, de quien no sabían nada en el momento de dejar España. Este había rehecho su vida después de una larga estancia en la cárcel, al desesperar de no tener noticias de la anterior familia que separó y destruyó la guerra. La emoción del reencuentro, según me contó Conchita, no permitió revocar la evidencia de que la historia, esa historia que, como decía Camus, unos hombres padecen mientras que otros la hacen, los había convertido en extraños, seres más reales en el recuerdo que en una presencia sin correspondencia con las remotas imágenes antes de la separación. Desengañado, su hermano había renunciado a la nacionalidad española después del reencuentro con el padre, optando por el estatuto de apátrida. Conchita, por su parte, prefirió seguir fiel a su condición de refugiada solo para mantener la de española. Mientras permaneció en activo trabajó como escultora, gracias a unas dotes artísticas fuera de lo común que le permitían, entre otras cosas, interpretar al piano obras de Mozart, Bach y Chopin sin haber estudiado en un conservatorio ni ser capaz de leer una partitura, solo de oído. La perestroika, para ella, representó un cruel desgarro, y no por su adhesión al régimen o los ideales comunistas. «Me he pasado la vida esculpiendo las estatuas de los tiranos que ahora están derribando», me dijo en una ocasión. «La alegría de verlos caer es el único consuelo de que estén destruyendo el trabajo de toda mi vida.»
En diciembre de 1991, apenas tres meses después de haber llegado a Moscú, el sistema comunista daba signos de un agotamiento definitivo, acosado por la ineficacia y la acción política de Yeltsin y otros presidentes de las repúblicas federadas. El poder que durante setenta y cuatro años había gravitado sobre el Kremlin y la Lubianka, la sede del KGB, se desplazaba progresivamente hacia otras instancias informales, de las que comenzaban a surgir las incipientes mafias rusas. Aplicado a la realidad soviética de la época, el concepto de mafia indujo a errores de interpretación que se perpetuaron durante las décadas siguientes, haciendo de Rusia y de su régimen un enigma indescifrable. En Italia, donde surgieron, las mafias eran organizaciones que parasitaban el Estado. Convertido en una estructura tan impotente como vacía en regiones como Sicilia o Calabria, o bien ejecutaba la voluntad de los clanes familiares a través de funcionarios corruptos, o bien convivía resignadamente con ella, incapaz de garantizar la vigencia de la ley. El fenómeno que empezó a fraguar en los estertores del sistema comunista, y que se desarrollaría de forma incontrolada una vez liquidado, respondía, por el contrario, a una regresión feudal: las mafias no surgieron de parasitar el Estado soviético sino de apropiarse privadamente de sus estructuras, fragmentándolo. Los responsables de cada sector de actividad, desde la distribución de alimentos a la producción de petróleo, pasando por todos y cada uno de los ámbitos de una economía que, según el modelo de planificación centralizada, estaba enteramente en manos del Estado, se fueron haciendo dueños efectivos de las estructuras que dirigían en el momento del colapso. Yeltsin en el Kremlin no era sino un señor entre otros señores, con los que debía medir sus fuerzas para asegurar el precario equilibrio del conjunto. La repentina irrupción de Vladímir Putin, deponiendo a Yeltsin y ocupando su lugar en apenas veinticuatro horas, fue un asalto al Kremlin desde la Lubianka, donde el nuevo hombre fuerte había estado esperando el momento oportuno. A diferencia de Yeltsin, Putin no aceptaba compartir sus prerrogativas: no aspiraba al equilibrio feudal sino al dominio absoluto, y de ahí que el programa que aplicó desde su llegada al viejo palacio de los zares se redujera a reconstruir un solo poder. El antiguo modelo comunista de partido único había naufragado, si bien Putin no tomó nunca distancias. El modelo de nuevo cuño debía extraer la lección: se celebrarían elecciones, pero sin garantizar el pluralismo.
A primera hora del 25 de diciembre comenzó a circular la noticia de que el presidente del Sóviet Supremo y secretario general del Partido Comunista, Mijaíl Gorbachov, presentaría su dimisión. La degradación política tras el golpe de agosto había hecho de Gorbachov una figura paradójica. Mientras que el mundo lo consideraba un socio imprescindible en las grandes iniciativas internacionales y lo admiraba, su margen político interno se reducía a atender visitas protocolarias, como la que realizaron por aquellas fechas a Moscú el cantante Sting y el líder indígena Rahoni, inmersos en una gira mundial para preservar la Amazonia. Cuando finalmente se concretó la información, subí a casa de un amigo, Ángel Lossada, que vivía dos plantas más arriba en mi mismo edificio de la calle Karove Val, frente a una gigantesca estatua de Lenin. Ángel había encendido la televisión antes de que yo llegara y buscaba la emisión con creciente intranquilidad, debido a que la programación de los cinco canales de la radiodifusión estatal, la única que existía entonces, permanecía indiferente al acontecimiento que mantenía al mundo en vilo. Como en cualquier otra fecha, se sucedían concursos, danzas folklóricas, imágenes de fábricas y campos mostrando los progresos del socialismo real. Al final, solo una de las emisoras retransmitió el discurso, porque, según nos dijeron, la CNN tenía prohibido acceder a la señal en directo y ofreció pagar los derechos.
La renuncia de Gorbachov no era simplemente la dimisión del máximo dirigente de la Unión Soviética, sino un nuevo punto y aparte en la atormentada historia de Rusia, aunque de signo contrario al que había supuesto la Revolución de 1917. Las palabras de Gorbachov aquella tarde clausuraban sin pena ni gloria una epopeya que había comenzado con un acto de fe en una utopía, continuado a través de un siglo y medio de luchas en las que se mezclaba la mística y el crimen, y alumbrado una nueva iglesia, un nuevo santoral y una nueva sede universal para mantener viva la promesa de redención humana que había formulado el marxismo. A medida que la larga marcha a la que invitaba la profecía se revelaba como un camino sin perspectivas, más se afianzaba el paralelismo entre su fe y la cristiana. Como esta, comenzó a oscilar entre el extremo de creo para comprender, de san Agustín, y el de creo porque es absurdo, de Tertuliano. En diciembre de 1991, sin embargo, el absurdo no podía prolongarse por más tiempo, porque la fe originaria se había anquilosado y transformado en una infranqueable coraza de disimulo bajo la que el individuo, ese individuo cuya existencia había sido negada durante setenta y cuatro años en nombre de un porvenir de fraternidad, se sentía legitimado para conducir al margen de cualquier regla la lucha por la supervivencia. La policía inventaba infracciones de tráfico para cobrar sobornos, los funcionarios de turismo se apostaban en las puertas de los hoteles internacionales para exigir peajes a taxistas y prostitutas, los taquilleros reclamaban un sobreprecio en el billete del metro o del teatro, y así en cada rincón de aquel Estado que ocupaba la totalidad de la vida social y que, según su creador, Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, se extinguiría una vez cancelada la lucha de clases. El Estado soviético se extinguió aquel diciembre, sin duda. Pero lo que emergió bajo sus ruinas no fue la sociedad sin clases profetizada por Lenin, sino una lucha hobbesiana entre individuos que, momentáneamente libres de sus anteriores cadenas, deambulaban como sonámbulos por las avenidas nevadas.
Nada más terminar el discurso de Gorbachov, Ángel y yo decidimos ir caminando a la Plaza Roja y lo que encontramos fue la misma ciudad de siempre, mecánicamente impersonal. Cruzamos el río Moscova por el puente Borodinsky, entreviendo en la distancia las murallas del Kremlin y la estampa de las cúpulas de San Basilio, como estilizados turbantes sobre cabezas colosales. El tráfico era intenso, idéntico al de cualquier día a esa misma hora, y los transeúntes marchaban maquinalmente por las aceras, envueltos en sucesivas capas de ropa y ensimismados bajo las shabkas de piel con las que el frío ruso obligaba a cubrirse la cabeza. Llegamos a la gran plaza del Manège, y tampoco allí se percibían signos de que el vendaval de la historia se hubiera desencadenado sobre la Rusia milenaria: los anacrónicos trolebuses continuaban su marcha bajo el centelleo eléctrico de las catenarias, los taxis, zhigulis funcionariales y berlinas de la nomenklatura iban y venían del hotel Metropol, y por la entrada hacia la Plaza Roja, no lejos de la imponente mole de ladrillo de la Casa de los Boyardos Romanov, los escasos extranjeros destacaban por el color de sus abrigos sobre los soviéticos que salían de los almacenes Gum, de riguroso gris. Apretamos el paso en dirección al mausoleo de Lenin y las puertas del Kremlin, y, para nuestra sorpresa, no solo las banderas con la hoz y el martillo seguían ondeando, olvidadas de todos, sino que, además, éramos escasos los curiosos apostados en las inmediaciones para saber si serían arriadas. Permanecimos frente al Kremlin tanto tiempo como nos permitió el frío ruso, y emprendimos el regreso con la impresión de haber sido víctimas de un fraude. Estábamos en el corazón de la historia, y la historia no había comparecido.
Según creí comprender en los días siguientes, el final wagneriano de la Unión Soviética que me representé tras el discurso de Gorbachov era producto de una presunción que había marcado el pensamiento desde siglo XIX, y de la que, unos más que otros, todos acabamos por ser desprevenidos portavoces. Llevados por ideologías de signos contrarios, habíamos acabado confundiendo los acontecimientos con la historia, y la historia, a su vez, con la forma de interpretar esos acontecimientos. En realidad, la historia era solo una forma de narrar, un cuento de morfología tan reconocible como las que Vladímir Propp identificó en los relatos infantiles. Mediante esa morfología, la historia resume las innumerables manifestaciones que la experiencia humana despliega en un solo instante del mundo y pretende esconder en ese resumen un sentido, uno y solo uno, proyectándolo sobre lo que no tiene ninguno: el inexorable transcurso del tiempo, en el que el hombre nace y muere sin encontrar respuesta a sus angustias. Aún volveríamos en varias ocasiones a la Plaza Roja, esperando que la bandera con la hoz y el martillo hubiera sido sustituida por la de la Federación Rusa, que Borís Yeltsin había adoptado para distanciarse de Gorbachov y del pasado soviético. Sin embargo, el cambio tuvo lugar cuando ya nos habíamos dado por vencidos y dejamos de llegarnos cada anochecer a la Plaza Roja, como si nuestras expectativas ante la historia hubieran corrido la misma suerte que los sentimientos de Swann, el personaje de Marcel Proust, hacia su amante, Odette. Mientras duró el desamor, Swann soñaba con escribir una carta a Odette diciéndole que había dejado de sentir nada por ella. Cuando de verdad dejó de amarla, descubrió que el deseo de escribirle había desaparecido. La bandera roja dejó de ondear en el Kremlin cuando su sustitución por los símbolos del nuevo poder en Rusia perdió todo interés para nosotros, sobrecogidos como estábamos por los infaustos sucesos que siguieron a la caída de la Unión Soviética. En particular, la implosión de la antigua Yugoslavia y el sitio impuesto a Sarajevo, desde donde Susan Sontag y Juan Goytisolo redactaban crónicas para alertar al mundo de la gravedad de cuanto estaba sucediendo.
Jorge Semprún fue seguramente quien con más frecuencia me preguntaría por aquellos meses de confusión que siguieron al hundimiento de la utopía comunista, queriendo conocer en detalle el ambiente que se vivía en las calles de Moscú y la manera en la que Occidente, según la partición caprichosamente geográfica que imperaba entonces, se fue abriendo paso entre las ruinas de la planificación centralizada y la democracia popular. Era una partición caprichosamente geográfica porque al concepto de Occidente no se le oponía en términos políticos y estratégicos el de Oriente, según habría exigido la simetría entre puntos cardinales, sino el bloque comunista. Además, el Oeste coincidía con el Norte, asociando implícitamente democracia y desarrollo. Este emparejamiento virtuoso presentaba, no obstante, otra cara deplorable a la que fueron sacrificados los africanos, según pude constatar primero en Angola y más tarde en Guinea Ecuatorial: puesto que sus países eran subdesarrollados, no podían aspirar a la democracia. A lo sumo, a una forma imperfecta, con elecciones amañadas y sin auténticas libertades, como la que promovió durante años la poderosa célula africana del Elíseo a través de la Francofonía.
La arbitrariedad en el manejo de esta cartografía política y económica del mundo, en la que lo único seguro era la identificación de Occidente con un determinado sistema político y de bienestar, se me reveló entonces como lo que era: una operación ideológica que había dirigido la acción política durante medio siglo. La lectura de un libro coordinado por Tzvetan Todorov que leí por aquellas fechas en Moscú, Cruce de culturas y mestizaje cultural, y al que me había asomado en busca de argumentos para identificar una mirada sobre la historia de España que seguía sin encontrar, desbordó por completo mis expectativas, ofreciéndome, más que argumentos, un auténtico mecanismo de alarma ante determinadas formas de narrar el pasado. Uno de los ensayos recogidos por Todorov se titulaba «Breve xenología de las lenguas extranjeras», y en él, su autor, Harald Weinrich, citaba «un notable artículo» de Reinhart Koselleck acerca de los «conceptos de oposición asimétrica» en «la historia de las ideas europeas».3
Exactamente ese era el mecanismo, las oposiciones asimétricas, al que, según descubrí entonces, conducía inevitablemente todo intento de establecer una forzada sinonimia entre conceptos pertenecientes a campos semánticos distintos, para, a continuación, oponerlos a otros vulnerando la simetría y, a través de ella, la lógica, y presentando como radicalmente incompatibles realidades que no lo eran en absoluto. Es lo que ocurría al hablar de Occidente y bloque comunista. O también cuando se reconocía la existencia de un conflicto árabe-israelí o, incluso, se proponía una federación croato-musulmana como fórmula para pacificar uno de los múltiples conflictos que se dirimieron durante la guerra en la antigua Yugoslavia, al desmoronarse el bloque soviético. En cada uno de estos casos, la afirmación soterrada que se ocultaba detrás de estos sintagmas, de estos opuestos asimétricos, es que no se puede ser occidental a parte entera si se es comunista, israelí si se es árabe o croata si se es musulmán. El carácter problemático que iba adquiriendo para mí la narración del pasado peninsular a medida que intentaba descifrar mi experiencia de aquellos años turbulentos, pasándolas, además, por el tamiz de lecturas como la de Todorov, se agudizó a partir del trato con Semprún, y de compartir con él, y con sus novelas y ensayos, las preocupaciones que le habían asaltado desde su paso por Buchenwald y el Partido Comunista. Semprún y su fascinante itinerario biográfico vinieron a recordarme que la interpretación de los opuestos asimétricos de Koselleck debía tomar en consideración, además, que era posible combatir una falsa sinonimia desde otras sinonimias igualmente falsas, como la que Stalin pretendía fijar entre comunismo y democracia. Semprún nunca dejó de reflexionar desde su experiencia de militante clandestino sobre el hecho de que una parte de quienes lucharon contra la dictadura de Franco, entre quienes se contaba, no lo hicieran en nombre de la democracia, sino de otra dictadura, y fue ahí donde, según creo, acabó encontrando el camino para apoyar sin reservas la instauración de un sistema constitucional en España, en el que llegó a ser uno de sus mejores ministros de Cultura. La admiración y el respeto que siempre sintió por Dionisio Ridruejo se debió a que veía en él a un remoto enemigo que, sin embargo, había hecho idéntico camino desde la posición contraria, como ha demostrado Jordi Gracia.
Después de la estancia en Moscú, en 1992 regresé de nuevo a África, a Guinea Ecuatorial en esta ocasión, solo por reencontrarme con un continente que me había seducido y, de paso, posponer una vuelta a España que para entonces había empezado a ver más como una penitencia que como un retorno. En la capital de Guinea, Malabo, descubrí que el mismo Richard Burton que había viajado por tierras del islam en el siglo XIX, y al que Juan Goytisolo dedicó en Crónicas sarracinas un ensayo encomiando su proximidad al mundo árabe, había ejercido allí de cónsul británico en 1861. Malabo se conocía entonces como Santa Isabel, y la isla de Bioko como Ilha Formosa o Fernando Poo, que era, por otra parte, como aparecía en los mapas escolares en los que estudié. Los juicios de Burton sobre la dureza tropical de su clima me parecieron acertados, puesto que lo padecí en largas noches de sofoco, pero en ningún caso el desprecio con el que hablaba de los guineanos. Fue entonces cuando advertí que las teorías racistas con las que Europa y los europeos quisieron dotar de legitimidad al proyecto colonial, luego traducidas en el plano jurídico por James Lorimer y Franz von Liszt, distinguiendo entre pueblos bárbaros, salvajes y civilizados, habían calado profundamente en las corrientes de pensamiento del siglo XIX, al establecer grados de humanidad en una escala tan arbitraria como siniestra. El mundo árabe, en cuya lengua y cultura me había formado en la universidad, pertenecía, según la clasificación de Lorimer y Von Liszt, a la categoría de los pueblos bárbaros, y, como tales, Burton podía sentir hacia ellos cierta afinidad. No ocurría lo mismo con los africanos, clasificados entre los pueblos salvajes, una diferencia que, según entendí, sirvió de excusa a Burton para promover toda suerte de planes eugenésicos en las principales asociaciones colonialistas de Londres. Superada la sorpresa inicial, la contradictoria actitud de Burton hacia árabes y africanos se convirtió para mí en un nuevo estímulo intelectual, que completaba los recibidos en Angola y la Unión Soviética: llegar a Guinea Ecuatorial con mi formación de arabista me obligó a integrar aquella triangulación entre España y dos continentes objeto de la codicia europea en una mirada más amplia, finalmente depurada de cualquier rastro de exotismo. Entonces, gracias a la lectura de Burton, de este otro Burton africano, distinto del que había viajado a través del islam y cuyos principales textos editaría un viejo condiscípulo en los estudios de árabe, Arturo Arnalte, alcancé a ver las concomitancias y las diferencias entre el ciclo de expansión del siglo XV, en el que Castilla y Portugal desempeñarían un papel destacado, y el que tiene lugar en el siglo XIX, promovido por Francia, Inglaterra y Alemania, entre otras potencias.4 El principio de la evangelización que invocaba Castilla era tan solo una variante de la superioridad con la que Europa se ha asomado a ultramar, luego reformulada como civilización y, ya en fechas recientes, como democratización, según sucedió en la invasión de Irak tras los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York. Y de la misma manera que en el siglo XV esa variante de la superioridad trajo consigo la sociedad inquisitorial, donde se perseguía al disidente en nombre de la obligada uniformidad religiosa, en el siglo XIX la nueva variante representada por la civilización dio paso a la exigencia de otra uniformidad, en este caso étnica y no religiosa, de la que, como en la península en tiempos de Isabel y Fernando, dependía la pertenencia a la comunidad política. La colonización y la persecución de los judíos, cuya condición empezó a relacionarse con una raza y no con un credo, eran dos caras de la misma moneda, como lo fueron en los siglos XV y XVI el exterminio de los indios y la persecución de judíos y conversos. A veces me pregunto si el programa de la democratización al que respondió la invasión de Irak no tendrá efectos tan letales para sus promotores como la evangelización y la civilización para los suyos.
De vuelta en España en 1998, una de mis primeras decisiones fue visitar la tumba de Manuel Azaña en Montauban, a fin de tomar notas para un libro de viajes que comencé a escribir como pretexto para conocer la realidad de un país del que había estado ausente durante una década. El impulso que me había llevado a redactarlo era la convicción de que la Constitución aprobada tras la muerte de Franco, sin el concurso de ningún tiranicidio, obligaba a un compromiso personal con el país una vez que me encontraba de nuevo en él, y ese compromiso, pensaba, no sería eficaz si no partía de un mejor conocimiento del que pude disponer a través de los libros y desde la distancia. Recuerdo que al llegar al Cementerio Urbano de Montauban tardé en localizar la lápida abandonada y cubierta de maleza, sobre la que encontré jirones de banderas republicanas y una placa rota como reconocimiento al último presidente de la República. El tiempo y la intemperie habían dejado al descubierto la elemental materialidad de los jirones de tela, sofocando los colores. Mientras, sobre la placa, una vez reunidos los fragmentos dispersos, aún podía leerse: LOS ESPAÑOLES REPUBLICANOS EXILIADOS EN FRANCIA A SU PRESIDENTE, D. MANUEL AZAÑA. VIVA LA REPÚBLICA. Aquella frase me conmovió, sin encontrar el motivo: adivinaba en su contención el desamparo del puñado de hombres y mujeres que, deseosos de rendir homenaje a una figura vilipendiada, se habrían congregado en aquel mismo lugar de noviembre lejano. Pero me pareció que aquellas pocas palabras aludían, además, a una actitud a la vez política y humana que no acababa de identificar con claridad.
La tumba de Azaña no está lejos del sector del cementerio en el que las cruces dejan paso a los cipos musulmanes, y mi desconcierto siguió en aumento ante este nuevo azar que, de regreso al centro de Montauban, depositadas ya las flores que llevaba, me volvía a evocar la historia de España una vez cruzada la frontera. Y todavía me esperaba otra coincidencia relacionada con los recurrentes conflictos que habían desgarrado la península durante siglos: en el Théâtre Olympe de Gouges, el más antiguo de la ciudad, se representaba La controversia de Valladolid, una obra en la que su autor, Jean-Claude Carrière, dramatiza la disputa acerca del trato a los nativos de las Indias, enfrentando los puntos de vista de fray Bartolomé de las Casas con los de Ginés de Sepúlveda. La revelación de la mirada sobre la historia de España que venía buscando desde mi paso por la universidad, y que no había logrado identificar durante mis estancias en África y la Unión Soviética, se produjo entonces: a los redactores de la placa que encontré sobre la tumba de Azaña no les cupo duda: el sustantivo era «español», y el adjetivo, «republicano». Trastocar ese orden fue el origen de su drama.
Ahí estaba, pues, la clave, en ese juego de sustantivos y adjetivos que transformaba el tópico de que son los vencedores quienes escriben la historia en la evidencia de que, en España, se priva a los vencidos de la condición de español, convirtiéndolos en extranjeros. Al igual que los hombres y mujeres que colocaron aquella placa sobre la tumba de Azaña en Montauban, designándose a sí mismos como españoles republicanos y no como republicanos españoles, también los judíos y moriscos expulsados de España eran antes españoles que judíos y moriscos. Y otro tanto cabría decir de los erasmistas, los ilustrados, los liberales o los republicanos. Considerar como extranjero a todo aquel que pusiera en cuestión la legitimación religiosa del poder político acabó provocando que la tradición, en España, se convirtiera en tradicionalismo, negando la existencia misma de corrientes de pensamiento como la tolerancia y el liberalismo, además del erasmismo o la Ilustración.
La visita a la tumba de Azaña acabó dirigiendo mi interés hacia el liberalismo contemporáneo de Isaiah Berlin y John Rawls, entre otros autores, así como hacia una corriente filosófica con deliberadas implicaciones políticas y que solo conocía parcialmente, el pragmatismo de Charles Peirce, William James, John Dewey o Richard Rorty. En estas corrientes encontré lo que me pareció entonces una sólida posición teórica desde la que dar forma a la intuición sobre el pasado peninsular que me asaltó en Montauban. La primera reacción fue considerar que en la historia de las ideas en España no existía nada parecido. Pronto me di cuenta de que no era así, y de que esas ideas y corrientes de pensamiento habían existido. Menéndez Pelayo las identificó con la heterodoxia, no porque les reconociera una continuidad sustantiva, un inequívoco aire de familia, sino porque la única continuidad que él defendía, la única en la que reconocía el ser y la esencia de España, era la del poder político asociado al credo católico. Lo que esa asociación conllevaba era negar que el individuo disponga de ninguna esfera propia en la que, decida lo que decida y crea en lo que crea, su pertenencia a la comunidad política no corre peligro, que es lo que implícitamente parecían lamentar los españoles republicanos ante la tumba de Azaña al reafirmar un orden preciso entre adjetivos y sustantivos. Tomando en consideración ese orden, e incorporando a la reflexión iniciada en África y la Unión Soviética la lectura de los autores liberales y de los filósofos pragmatistas, la narración del pasado peninsular en la que me formé en la universidad se resquebrajó finalmente, dejando al descubierto la conexión entre ciertas formas de narrar el pasado y los conceptos políticos que las inspiran.
A este respecto, comprendí entonces que lo que me habían enseñado acerca de una Reforma a la que se opusieron Carlos V y Felipe II, emprendiendo una Contrarreforma, era inexacto, en el sentido de que ni la Reforma ni la Contrarreforma podían estar en el origen del concepto de tolerancia a no ser en la manera en la que un problema precede a una solución. Tras la revisión teológica del cristianismo que emprendieron Lutero y Calvino, Europa no abrazó la tolerancia, sino que se precipitó en las guerras de religión, desgarrada por el principio cuius regio, eius religio adoptado en la paz de Aquisgrán. La tolerancia adoptada en la posterior paz de Westfalia, en 1648, no era una evolución teológica por la que los distintos credos surgidos al amparo de la Reforma aceptaban ser más flexibles, sino un concepto político, exacto contrapunto del principio establecido en Aquisgrán, por el que los súbditos dejaron de estar obligados a profesar la misma fe que el soberano. Y otro tanto sucedía con el concepto de liberalismo, si bien en este caso la inexactitud no consistía solo en negarle su naturaleza política, como sucedía con la tolerancia, sino también en considerarlo un catálogo cerrado de principios —la mano invisible, el individuo contra la sociedad, la iniciativa privada como alternativa al Estado— en lugar de un procedimiento. A través de instituciones y reglas cuya legitimidad deriva de un pacto entre ciudadanos y no de una instancia trascendente, ya se trate de Dios, la ciencia o la historia, el liberalismo como procedimiento permitía lo que hacía imposible como doctrina: buscar soluciones políticas a problemas que, por su parte, también lo son. Si el liberalismo dejaba de ser un procedimiento y se transformaba en una doctrina, entonces se condenaba a colisionar con otras doctrinas, invalidando las instituciones y las reglas que propone al convertirlas en instituciones y reglas de parte.
En España, fue la invasión napoleónica la que, según comencé a entrever, hizo que el liberalismo se desarrollara como catálogo de principios y no como procedimiento, una evolución que denunciaría en fecha temprana José María Blanco White. Una vez desalojadas de la península las tropas francesas, el problema que dejaron en su retirada fue decidir entre españoles sobre qué bases restablecer la legitimidad del poder peninsular interrumpida por el breve reinado de José Bonaparte, al que puso fin una amplia rebelión popular. Las Cortes de Cádiz se concibieron como el foro político —como el procedimiento— donde dirimir la cuestión, facilitando un acuerdo entre quienes defendían buscar la legitimidad del poder restaurado en el punto exacto donde quedó antes de la invasión, para lo cual era preciso recuperar tanto el principio dinástico como la asociación del poder político con el credo católico, y quienes, sin oponer la fórmula republicana al principio dinástico, entendían, no obstante, que la asociación del poder político con el credo católico, de la que se desprendía que la historia de España respondía a un plan divino, debía ceder paso a la voluntad de la nación. El acuerdo alcanzado en Cádiz fue salomónico en apariencia, porque, intentando conjugar las posiciones del tradicionalismo y del liberalismo con respecto a la legitimidad que fundamentaría el nuevo poder, invalidaba unas ideas y reforzaba otras: declarar compatibles el plan divino y la voluntad de la nación equivalía a someter la voluntad de la nación al plan divino bajo un argumento que permitía presentarlas como coincidentes. En una esclarecedora síntesis de las posiciones que se enfrentan en Cádiz acerca de la cuestión de la soberanía, y, en último extremo, acerca de las instituciones que retomaran la legitimidad interrumpida por la invasión napoleónica, Tomás de la Quadra se hace eco indirecto de ese argumento al señalar que «para los diputados realistas la soberanía residía en el rey ya fuese porque la recibiese directamente de Dios, ya fuese porque la recibiese de Dios a través del pueblo en un pacto que una vez celebrado no solo trasladaba la soberanía al monarca, sino que hacía a este «soberano de su nación», como dijera el obispo de Calahorra».5
Esta fatídica cesión del liberalismo al tradicionalismo en 1812 sería corroborada en la narración del pasado peninsular establecida por Modesto Lafuente y su Historia General de España, la obra enciclopédica en la que se fijan las líneas generales a las que se atendrá la historiografía posterior, y que concluirá Juan Valera. En el «Discurso preliminar», Lafuente afirmaba la existencia de «un carácter común» español «inalterable a lo largo de los siglos», contra el que nada pudieron «ni dominaciones extranjeras ni guerras intestinas», y que habría de ser «el lazo que unirá un día a los habitantes de suelo español en una sola y gran familia, gobernada por un solo cetro, bajo una sola religión y una sola fe».6 El problema de cuanto sostenía Lafuente no residía solo en que avalaba la asociación del poder político con el credo cristiano, impuesto por el tradicionalismo al liberalismo en las Cortes de Cádiz, sino también en que lo hacía incurriendo en anacronismos que trazaban el ilusorio perfil de una nación milenaria dotada de esencias inalterables. Aceptar su existencia equivalía a reconocer que no podrían ser transformadas por la vía de adoptar narraciones alternativas del pasado peninsular, lo que limitaba la libertad de pensamiento, ni tampoco por la de promover programas políticos que las contradijeran, lo que hacía otro tanto con la concepción democrática del poder. Es decir, el simple hecho de reconocer la existencia de esas esencias de la nación provocaba el efecto que trataba de conjurar el liberalismo como procedimiento: ciertas formas de definir la comunidad política limitaban inexorablemente la libertad. Al profundizar en la lectura de la Historia General de Lafuente, cuyos volúmenes se encontraban en la biblioteca de la Escuela Diplomática, el descubrimiento confirmó la sospecha: el «Discurso preliminar» de Lafuente, un liberal, coincide con el «Epílogo» de la Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, un titánico erudito que dio nuevo brío al tradicionalismo.
Con todo, los obstáculos para identificar las manifestaciones de liberalismo en la historia de las ideas en España no solo han procedido de su conversión en una doctrina militante, sino también de otro fenómeno: su devaluación en simple gesto, en simple actitud personal, privada, como la tolerancia, de cualquier dimensión política. Eso es lo que hará Gregorio Marañón en una obra publicada bajo el franquismo, Ensayos liberales. En el prólogo de 1947, Marañón se propone ofrecer «una explicación al título» porque, según dice, se trata de textos redactados «sin la preocupación liberal». La necesidad de la aclaración parece derivar del hecho de que, para la dictadura, el liberalismo era junto con el comunismo y la masonería uno de los enemigos declarados de España, una y otra vez anatematizados por sus ideólogos. Entre imaginar para el volumen un título menos provocador o redefinir el concepto de liberalismo, Marañón se inclina por esta última alternativa, ahondando en el equívoco cuyo origen se remota a la labor de los constituyentes de Cádiz. «Yo reconozco que lo que ustedes combaten como liberalismo, que lo que ustedes pretenden destruir, y no destruirán», escribe en el prólogo, reproduciendo, según aclara, una supuesta conversación con un «contradictor antiliberal», «tiene sus aspectos discutibles y algunos indefendibles. Pero son pecados de los fariseos del liberalismo y no de los verdaderos liberales». Los verdaderos liberales, para Marañón, son quienes profesan el liberalismo «sin darse cuenta, como se es limpio, o como, por instinto, nos resistimos a mentir». Estas aclaraciones debieron de resultar insuficientes para los censores puesto que, en la segunda edición de la obra, publicada al año siguiente, el prólogo original aparece acompañado de una «Advertencia», en la que Marañón hace autocrítica confesando haber incurrido en ciertos giros «progresistas». Porque, de acuerdo con el tenor de unas palabras que parecen una palinodia por su participación junto a José Ortega y Gasset en la Agrupación al Servicio de la República, «todos fuimos, en efecto, progresistas in filo tempore, y a todos nos pudo quedar pegado el tufillo de su retórica». Marañón confiesa haberla «ahuyentado como un moscardón que estorba», porque «el espíritu progresista fue uno de los parásitos del gran gesto liberal», y porque «al liberalismo le puso en trance de morir, más que el encono de sus enemigos, la torpeza de algunos de sus cándidos adeptos, cuando no la de sus falsos seguidores».7
Fuera por profesar el liberalismo «sin darse cuenta» o por depurarlo del «moscardón» de los giros progresistas, lo cierto es que, una vez privado de dimensión política y convertido en una actitud personal semejante al aseo, Marañón no consideró incompatible su declarada adscripción liberal con acometer una de las iniciativas más singulares de su biografía: traducir y prologar Almas ardiendo, obra del jefe del Partido Rexista y oficial de las Waffen SS, Léon Degrelle. Degrelle fue el ejecutor de la política nacionalsocialista en Bélgica, lo que le valió ser condecorado por Hitler y, más tarde, condenado por crímenes contra la humanidad. En 1945, huye pilotando el avión del ministro de Armamento de Hitler, Albert Speer, y se instala en España después de estrellarse en la playa de San Sebastián, quedando bajo la protección de Franco ante las reiteradas demandas de extradición.8 «Yo no admito, no he admitido ni admitiré jamás», escribe Marañón en el prólogo a Almas ardiendo, «que los hombres podamos alejarnos los unos de los otros, más que por motivos profundos y permanentes». Reconoce la amistad que le une a Degrelle, y por ello considera que «los motivos de orden político» por los que los tribunales persiguen al criminal de guerra asilado en España no son otra cosa que «circunstancias». Las páginas que ha traducido y prologado son, asegura Marañón, «de insuperable hermosura y patetismo humano, llenas de esperanza de un mundo común y mejor». Y si las ha traducido y prologado es porque ha pretendido «un gesto de liberación, gesto que aún siendo mío y por lo tanto humilde, supone una lección que necesitan, ante todo, si el mundo ha de marchar por buen camino, los que se creen, sin serlo, liberales».
Por lo demás, la singular concepción del liberalismo que se desprende de estos razonamientos de Marañón viene a coincidir con la de Ortega cuando, en el ensayo «En cuanto al pacifismo...», retrospectivamente incluido como apéndice en la edición definitiva de La rebelión de las masas, se muestra convencido de que «el “totalitarismo” salvará al “liberalismo” destiñendo sobre él, depurándolo».9 Ambos, Ortega y Marañón, dan muestras de creer que la distancia entre los extremos políticos que desgarraron el siglo XX alberga un punto central en el que se encontraría el liberalismo, y que de algún modo emparentaría con la virtud moral y el justo medio aristotélico. Pero esa distancia es una ilusión, porque no existe ninguna escala ideológica en la que en un lado se sitúe el fascismo, en el otro el comunismo y, en medio, el liberalismo. Seguramente ceder a esta ilusión es lo que permitió a Marañón traducir y prologar el libro de un dirigente nazi, acusado de crímenes contra la humanidad, pero también redactar algunos ensayos sobre el pasado peninsular en los que, como Expulsión y diáspora de los moriscos españoles, dejaba al descubierto ideas, observaciones y principios difícilmente compatibles con el liberalismo. En este ensayo, Marañón aseguraba, por ejemplo, que la actitud de Isabel de Castilla y sus sucesores hacia aquellos españoles en desgracia era «sinceramente religiosa», como lo probarían «no solo los enormes esfuerzos que hicieron por la evangelización, sino también que, cuando al final se decretó su expulsión, se retuvo a los niños pequeños para bautizarlos y educarlos en la religión católica». Lejos de considerar esta medida como lo que era, una iniquidad adicional contra las víctimas del fanatismo, Marañón la ve como una prueba incontestable de la honesta intención de Felipe III y un signo de su piadosa benevolencia. «Hay que contar también», añade Marañón, confundiendo la etnia con el credo,10 «con que legalmente quedaron muchos niños que, al crecer, no todos se fundirían con el medio cristiano; y aun los que se fundieron, conservarían y transmitirían sus cualidades raciales».
Después de haber conocido en Moscú la tragedia de los niños de la guerra, estas y otras observaciones me resultaron reveladoras: aquella religión sincera de la que, según Marañón, había hecho gala el poder que expulsó a los moriscos y retuvo a sus hijos me pareció igual de monstruosa que la ideología invocada por el Partido Comunista para impedir el regreso de los niños de la guerra desde la Unión Soviética. El descubrimiento de esta coincidencia no hizo sino aumentar mi sensación de lejanía hacia las posiciones de los escritores que en España ostentaban el monopolio del liberalismo, entre los que Marañón ocupaba un lugar destacado, al tiempo que, por otra parte, seguía profundizando en las ideas de Berlin, Rawls y los pragmatistas sin entender cómo casaban con las de sus supuestos equivalentes nacionales. La lejanía se convirtió en abierto rechazo cuando, al reabrirse el problema nacionalista a finales del pasado siglo en el País Vasco y Cataluña, volví sobre un libro tantas veces citado como España invertebrada, y descubrí, entre el asombro y la repugnancia, que Ortega tributaba al fundador del apartheid, Cecil Rhodes, frases de admiración que solo pueden producir estupor a cualquiera que haya sido testigo de los efectos de su monstruoso sistema sobre los africanos. La tarea que aguardaba al Cecil Rhodes español que reclamaba Ortega no era afirmar la superioridad del hombre blanco, sino imponer desde Castilla un programa político vertebrador que tratara a los habitantes del País Vasco, Cataluña y Galicia como nuestros propios nativos sobre la base de que «solo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral». Rodesia había dejado de existir tres años antes de que yo viajara por primera vez a Harare, su capital, camino de Sudáfrica. Pero en el hotel donde me alojaba, el vigilante prohibió violentamente la entrada a un matrimonio amigo, ambos africanos, que había venido a buscarme, tan inconcebible seguía resultando en aquella Zimbabue posterior al apartheid el trato entre personas de distinto color, gracias al hombre cuya obra Ortega proponía como modelo para España.
Gracias a estos contrastes advertí, y así llegué a comentarlo con Juan Goytisolo y otros amigos como Santos Juliá, que la historia de las ideas en España parecía establecer una diferencia radical entre el pasado y el presente, de manera que acciones que hoy se tendrían por expresiones de fanatismo se toman, en cambio, por manifestaciones de liberalismo. Una explicación posible para este singular fenómeno consistiría en sostener que los rasgos del liberalismo español son diferentes de los del resto del mundo, como ha pretendido hacer la historiografía que incluye a Ortega y Marañón entre los autores liberales. Otra explicación apuntaría, por el contrario, hacia la posibilidad de que la genealogía del liberalismo estuviera mal fundada en España, y de que, por tanto, su tradición fuera otra tradición. Américo Castro habría sido el primero en señalarla, al recordar que los heterodoxos eran españoles. Juan Goytisolo, por su parte, continuó el trabajo de Castro al defender que el legado literario e intelectual de los heterodoxos formaba parte de lo que Santiago López-Ríos ha llamado la mejor España. Por mi parte, lo que he tratado de hacer desde que salí por primera vez del país ha sido identificar el mecanismo que ha permitido actualizar y reactualizar sin término, y tras diferentes nombres, la distinción entre ortodoxia y heterodoxia. De tener que tomar partido, lo haría sin dudar por los heterodoxos. Pero consciente siempre de que nada se habrá avanzado mientras no se identifique esa otra tradición de la que forman parte la tolerancia y el liberalismo, una tradición que, reconocida por la historia de las ideas y respetada desde la acción política, contribuiría a privar de sentido cualquier división esencial entre españoles.