
Victoria Stitch había tomado el camino más largo para volver a casa aquella tarde. Hacía calor y también quería nadar en el arroyo. Pero no con ellas. Había ido a propósito en dirección contraria, y caminaba rápido, con la punta negra de su nariz de wiskling bien alta y la corona colocada con majestuosidad sobre su pelo negro, deliberadamente despeinado. Al cabo de un rato se montó de un salto en su flor y se elevó por el aire, atravesando el dosel de hojas que había sobre ella, hasta llegar al caluroso cielo abierto. Le encantaba poder contemplar su reino desde esa altura. Se sentía intocable. Libre y poderosa. Los árboles se extendían a sus pies kilómetros y kilómetros, con algunos claros dispersos. A su izquierda estaba el Monte Wiskling, donde casi no había árboles, tan solo otro arroyo más pequeño que caía burbujeando desde un manantial en la cumbre.
El arroyo principal era al que Victoria Stitch se dirigía. Quería encontrar una zona desierta y apartada hacia el norte donde poder nadar sola, lejos de sus compañeros de clase. Volaba a gran velocidad, siguiendo la brillante cinta de agua.
Al final, Victoria Stitch se cansó. Había volado mucho, casi hasta el muro, y parecía que había llegado a una zona bastante desolada del bosque. No había casas en los árboles ni caminos limpios y empedrados, y a la orilla del arroyo se agitaban las hierbas altas y las flores silvestres. Sintió un escalofrío de placer al encontrarse tan sola, y se posó sobre un gran canto rodado que había en la orilla, donde sacó su bañador de rayas blancas y negras.

Cuando Victoria Stitch terminó de bañarse, el sol estaba bajo en el cielo y se estaba haciendo tarde. Tenía hambre. No debía de haber tiendas cerca; no en esa parte del bosque. Recogió sus cosas y se alejó del arroyo con Stardust batiendo sus pequeñas alitas de piel junto a su oreja. A lo mejor podía buscar fruta. Desde luego, crecía bastante grande en esa parte del bosque. Con una sola mora tendría más que suficiente. Se adentró entre los árboles, con el bolso colgado al hombro y la flor en una mano. La densa arboleda convertía el bosque en un lugar oscuro incluso en esa tarde soleada y calurosa. La luz acaramelada se filtraba solo en pequeñísimos puntos a través del espeso dosel de hojas que había arriba. Ya comprendía por qué esa parte del bosque estaba deshabitada: los troncos eran demasiado finos para hacer casas dentro y estaban tan pegados entre sí que la atmósfera era bastante lúgubre. Brotaban vigorosas plantas entre los árboles y no había caminos despejados. No se parecía nada a ningún sitio del Bosque de Wiskling donde Victoria Stitch hubiera estado antes, y sus antenas chisporroteaban con oscuro entusiasmo. Ahí estaba ella, en el lugar al que los pequeños wisklings tenían prohibido ir solos. El norte era conocido por ser desolado e inhabitable. Era el sitio perfecto para reuniones de malhechores. Se sabía que pasaban cosas malas en esas umbrías.
Victoria Stitch siguió adentrándose en la espesura, curioseando en la penumbra. Sintió un escalofrío y se paró de pronto, conteniendo la respiración un momento y aguzando la vista. ¿Qué era aquello? Más adelante, entre los árboles, había un débil resplandor. Y también humo, que subía en espiral hacia el espeso dosel de hojas. Agarró con fuerza su flor. ¿Qué clase de wiskling estaría ahí, en ese lugar remoto? Su corazón latía con fuerza, pero siguió avanzando lenta y silenciosamente, vencida por la curiosidad.
Victoria Stitch pudo ver entonces que el resplandor era de un fuego, por supuesto. Un fuego verde y crepitante, que lanzaba por el aire humo y chispas. Había una chica, quizás un poco mayor que ella, sentada junto a él, con la cara iluminada fantasmagóricamente por el vaivén de las llamas. En sus orejas puntiagudas se balanceaban unos pendientes grandes de oro con forma de media luna. Tenía el pelo brillante, largo y lacio, mitad blanco y mitad negro, y estaba descalza, meneando los dedos de sus bronceados pies sobre la tierra quemada. Tenía una tetera colgada sobre el fuego, y la chica se entretenía tostando una rebanada de pan con pasas. Victoria Stitch se tragó el hormigueo de miedo que sentía (seguro que aquella chica no suponía una amenaza para ella) y levantó la mano para saludarla.
–¡Hola! –dijo–. ¡Soy la princesa Victoria Stitch, legítima heredera del trono!
La chica se sobresaltó visiblemente, dejando caer al fuego la tostada. Se puso en pie de un salto y se llevó la mano al corazón.
–¡Su Majestad! –exclamó.
Victoria Stitch se quedó de piedra. Estaba acostumbrada a presentarse como una princesa, pero la mayoría de los wisklings nunca le hacían caso. Y menos en la escuela. Solo se burlaban de ella. No entendían nada. Se ruborizó un poco al recordarlo. Algún día se arrepentirían.

–Me has pillado desprevenida –dijo la chica. Luego frunció el ceño–. Tú no eres una princesa. No hay herederos al trono. ¿Quién eres?
–Te lo explicaré… –respondió Victoria– con una tostada, por favor.
–¿Por qué debería darte una tostada? –preguntó la chica–. Dime primero quién eres.
Victoria Stitch estaba ofendida.
–Pues… yo… –Fanfarroneó–: ¿Es así como tratas a la realeza?
–Tú no eres de la realeza –dijo la chica, cruzándose de brazos–. ¿Cómo ibas a serlo?
Una chispa de furia se encendió dentro de Victoria Stitch. Furia, tal vez con un toque de decepción. Le había parecido que aquella wiskling extraña, misteriosa, embrujadora, podía ser distinta de los demás.
–¡Nací de un diamante! –gritó Victoria–. ¡El Diamante de la Mácula!
La chica se quedó mirándola y de pronto algo en su actitud pareció cambiar. Sus antenas soltaron chispas verdes y descruzó los brazos.
–¡Ah! –dijo–. Lo del Diamante de la Mácula lo he oído.
–¡Eso espero! –exclamó Victoria Stitch.
Las antenas de la chica todavía chisporroteaban ligeramente.
–Ven, siéntate aquí. –Sacudió la varita y otro asiento de seta brotó de la tierra junto a la seta donde había estado sentada–. Por cierto, me llamo Ursuline –dijo, tendiéndole la mano–. Encantada de conocerte.
–Victoria Stitch –dijo ella dándole la mano y clavándole la mirada. Tenía la costumbre de mirar fijamente, sin preocuparse lo más mínimo de si hacía sentirse incómodos a los demás wisklings. Se sentó en la seta y subió con cuidado a Stardust en su regazo. Pero este no quería estarse quieto ni dejarse acariciar. Parecía extrañamente nervioso, apuntando a todas partes con su hocico, asimilando aquel nuevo olor a humo y a esa wiskling tan rara con pendientes de media luna que se balanceaban.
Ursuline se levantó y desapareció dentro de un carromato de madera que había un poco alejado del fuego. Aparcado justo bajo unas flores altas moradas, estaba todo pintado con remolinos de estrellas y lunas. Victoria Stitch nunca había visto una casa con ruedas, y sentía mucha curiosidad.
–¿Cómo haces para que se mueva? –le preguntó a Ursuline desde la distancia–. ¿Por qué tiene ruedas?
–No lo muevo –dijo Ursuline mientras volvía a salir con un montón de rebanadas de pan con pasas en un plato y un tarro de mermelada de moras–. Llevo semanas aparcada aquí. Pero si necesito que se mueva, hago magia. –Sacudió la mano desdeñosamente en el aire–. Háblame de ti.
–¿Qué magia? –preguntó Victoria Stitch–. ¿Cómo sabes ese tipo de hechizos?
–Te lo contaré en otro momento –dijo Ursuline–. De momento –puso la torre de rebanadas delante de la nariz de Victoria Stitch–, vamos a comernos esto. Y puedes contarme tu vida.
Distraída por el placer de tener un par de oídos atentos, Victoria Stitch dejó el tema de la casa con ruedas y se puso a hablar de sí misma.
–¡Bueno! –comenzó–. Pues todo empezó antes incluso de que yo naciera, ¿sabes? Mi cristal… ¡era un diamante! ¡Un diamante real!
–Sí –afirmó Ursuline, quitando del fuego la tetera y sirviendo dos tazas de infusión de madreselva–. ¡Eres una de las mellizas de la mácula!
–Sí –dijo Victoria Stitch–, ¡y somos de la realeza, diga lo que diga Lord Astrophel! Me da igual lo que digan las estúpidas autoridades wisklings. Solo porque tenía una marca negra, una mácula, dijeron que no era puro y que iban a esperar al siguiente diamante. ¡Es completamente injusto! Creo que la mácula es lo que lo hace más especial. ¡Único!
–Estoy de acuerdo –dijo Ursuline–. Con o sin mácula negra, seguía siendo un diamante.
Victoria Stitch sonrió con placer. No estaba acostumbrada a que los wisklings vieran las cosas bajo su punto de vista. Ursuline le pasó una rebanada en un plato, y Victoria Stitch la mordió con voracidad.
–Me parece una tontería –dijo Ursuline– descartar totalmente tu diamante por la mácula. ¿Y si no aparece ningún otro bebé diamantino antes de que muera la reina Casiopea?
–Las autoridades dijeron que no era probable que eso ocurriera –dijo Victoria Stitch, rascando el suelo con el pie–. ¡La reina Casiopea podría vivir hasta los ciento sesenta años!
–Hmmm –añadió Ursuline, con cara de estar pensando mucho–. Si quieres, yo podría ayudarte a hacer que Lord Astrophel cambie de idea, ¿sabes? Podría ayudarte a convertirte en reina.
–¿De verdad? –preguntó Victoria Stitch con incredulidad–. ¿Cómo?
–Tengo mis medios –dijo, encogiéndose de hombros–. Sé cosas que otros wisklings no saben.
–¿Qué cosas? –preguntó Victoria Stitch.
–¡No te las voy a contar tan pronto! –exclamó Ursuline–. Acabo de conocerte. Tendremos que pasar más tiempo juntas si quieres que te cuente mis secretos. Necesito saber si puedo confiar en ti.
Los ojos de Victoria Stitch brillaron oscuramente al oír la palabra «secretos».
–Me gustan los secretos –dijo.
–A mí también –añadió Ursuline, con una amplia sonrisa–. Creo que nos llevaremos bien. Ven a verme otra vez. Te puedo ayudar con todo.
Victoria sonrió ante la atractiva idea de tener una ayudante tan dispuesta. Aunque pronto empezaron a entrarle sospechas.
–¿Por qué te ibas a molestar en ayudarme? –preguntó–. Nadie quiere ayudarme nunca.
–Creo que estaríamos bien juntas –respondió Ursuline–. No somos como el resto. Y además, me vendría bien tener una amiga. Este lugar es muy solitario.
–Una amiga –repitió Victoria Stitch. Paladeó aquella palabra. Nunca había llamado así a nadie. Excepto a Celestine, claro, pero ella no contaba de verdad.
–Aunque tienes que jurar –dijo Ursuline– que no le hablarás a nadie de mí. Ni de dónde vivo. Ese puede ser nuestro primer secreto. ¿Me lo prometes?
–Te lo prometo –respondió Victoria Stitch.