Capítulo 2

A la caza de la ballena blanca

¿LA IMAGINACIÓN NACE O SE HACE?

Una de las frases que más oigo de mis lectores es: «¿Cómo se te ocurren estas cosas?». Y una de las que más oigo a mis alumnos es: «Yo no tengo imaginación», que viene a ser una variante de la anterior. Yo siempre respondo lo mismo: que la imaginación está sobrevalorada.

Generalmente, cuando uno dice que no tiene imaginación se refiere a que es incapaz de imaginar algo como El señor de los anillos o Harry Potter, lo cual no está al alcance de cualquiera, lo reconozco. Pero no es imprescindible tener esa imaginación fantasiosa para escribir. Puedes poseer una imaginación más mundana, válida para especular sobre situaciones cotidianas, porque, en el fondo, lo que hacemos al imaginar es especular sobre una situación, llevarla al extremo, explorar sus límites. Y eso puede hacerlo todo el mundo, del mismo modo que a lo largo del día no paramos de imaginar sin darnos cuenta: soñamos despiertos, imaginamos cómo transcurrirá algún acontecimiento previsto para el futuro, incluso mentimos para ocultar algo. La imaginación de Tolkien es muy distinta de la de Carver (al menos, a tenor de sus obras), y ambos se dedicaron a escribir. Aunque, en realidad, por muy espectacular que parezca la imaginación del autor británico, todo se reduce en última estancia a lo mismo: a especular, a lanzar conjeturas sobre algo, ya sea sobre la vida en pareja en la América de los setenta, en la Comarca hobbit o en una escuela de Magia y Hechicería a la que se accede a través del andén 9 y 3/4 de la estación de King’s Cross.

Pero el asunto de la imaginación suscita demasiadas preguntas como para no ahondar un poco más en él. Yo, al menos, siempre me he preguntado si la mente de los escritores (o la del creador de ficciones en general, sea en la disciplina que sea) tiene algún componente especial que hace que las ideas broten con más facilidad que en la del resto de los individuos. ¿Todos tenemos imaginación o existen personas con imaginación cero, como la cerveza? ¿Por qué algunas personas poseen una imaginación más fértil que otras? ¿Es la imaginación un rasgo característico de la personalidad de un individuo?

Reconozco que es un tema que me apasiona. Quienes lo han estudiado sostienen que en nuestra infancia contamos con un alto potencial imaginativo, que por desgracia va menguando a medida que coleccionamos años. Al crecer, el pensamiento racional actúa como un ariete que derrumba el mundo de fantasía en el que viven los niños, que se ven abocados a la cruda realidad. Y una de las bajas de la juventud es la imaginación, pues de pronto deja de usarse. Solo quienes la mantenemos, ya sea mediante la lectura o cualquier otro subterfugio, nos convertimos en adultos imaginativos. El resto no es que la haya perdido, sino que la mantiene inactiva, como Robin Williams en Hook. Porque la imaginación, como la memoria, hay que ejercitarla. Y quienes lo han hecho pueden aplicarla en muchas parcelas de la vida, ser creativos e innovadores en su día a día, ya sea inventando una campaña para yogures o la manera de atracar un banco.

Sin embargo, eso no significa que puedan sentarse a escribir una novela. Para la creación de ficciones necesitamos que nuestra imaginación sea lo que se conoce como creatividad narrativa, uno de los cinco tipos de creatividad que existen, si atendemos a la clasificación por niveles del profesor norteamericano Jeff DeGraff. Este tipo de creatividad es la que nos capacita para inventar y contar historias. La mayoría de los escritores descubren que disponen de ella en su juventud, cuando hacen sus pinitos en la escritura, si bien en un estado muy rudimentario que el entrenamiento y las sucesivas lecturas irán perfeccionando.

Pero para ser escritor no basta con poseer creatividad narrativa, también tienes que dominar el medio necesario para contar la historia, en este caso, el lenguaje, algo que no está al alcance de todo el mundo, aunque las palabras sean el material de uso más corriente de los que existen para contar historias. Por eso hay grandes escritores poco imaginativos y malos escritores con una imaginación desbordante, porque la calidad literaria no depende tanto de la imaginación como de la habilidad narrativa de cada cual. ¿Está entonces el mundo lleno de personas con imaginación desbordante que no pueden divulgar las historias que continuamente inventan, y que quizás nunca lo harán, porque no dominan ninguno de los medios a través de los cuales pueden contarse? Probablemente.

CAZANDO IDEAS

Pero dejémonos de especulaciones y centrémonos en el tema de este capítulo: cómo cazar ideas. Toda historia germina de una idea, de una semilla que brota en nuestra mente, pero generalmente no lo hace de forma espontánea, surgiendo de la nada. ¿De dónde vienen las ideas, entonces? Pueden proceder de nuestro interior, suscitadas por algún tipo de reflexión, pero lo habitual es que lleguen del espacio exterior cual meteoritos, que las inspire algún estímulo proveniente de fuera de nosotros. Por eso suele decirse que las ideas están por todas partes, y si me pongo lírico hasta podría decir que flotan en el aire como esporas, algunas de las cuales se adhieren a nuestra mente, donde germinan y crecen hasta convertirse en historia o morir en el intento. Por eso habrás oído a muchos escritores, como Cortázar o García Márquez, decir que ellos no buscan las historias, sino que son estas las que los encuentran. Da igual cómo quieras expresarlo, lo que está claro es que los escritores debemos vivir con el detector de ideas siempre activado. No es algo voluntario ni que nos exija esfuerzo, en realidad. Si nos dedicamos a contar historias, saltará la alarma en cuanto tropecemos con una idea con posibilidades, y si ya tenemos varias cosas escritas y sabemos qué tipo de historias nos gusta escribir, es decir, si hemos empezado a forjar nuestro universo de ficción, nuestro radar contará además con una especie de filtro que dejará pasar unas ideas y empezará a pitar como loco ante otras.

Las ideas nos pueden llegar de muchas maneras: a través de una conversación con amigos, de las noticias del periódico, de algo que nos suceda en el día a día, incluso un ambiente o una melodía pueden desencadenar nuestra inspiración. Si observamos nuestra propia vida con espíritu lúdico encontraremos montones de acontecimientos susceptibles de ser convertidos en cuentos o novelas: un encuentro fortuito, nuestras propias relaciones, las situaciones absurdas en que a veces nos vemos involucrados, un problema con un vecino… En realidad, hasta la falta de ideas puede ser una idea. O las peculiaridades del propio trabajo de escritor, como bien ha sabido ver Stephen King, que ha erigido muchas de sus novelas sobre las cuitas del proceso de creación. Si te mueves así por el mundo, descubrirás que el gran problema del escritor no es la falta de ideas, sino la angustia de saber que la vida es demasiado corta para poder escribir ni la mitad de las cosas que quieres.

En mi caso, la mayoría de mis ideas surgen del contacto con otras obras de ficción, como novelas o películas. Los relatos de Borges o Cortázar, por ejemplo, me resultan muy inspiradores. Pero muchos de mis cuentos también han nacido de algo que alguien me ha contado. Generalmente, cuando un amigo se te acerca para decirte que tiene una idea estupenda para un cuento, lo que ocurre con cierta frecuencia, casi nunca es así. Por mucha pasión con que te la cuente, en tu cabeza no suena ningún clic, por llamar de algún modo a esa especie de excitación que nos invade ante una idea que nos resulta atractiva. Pero cualquier conversación inocente, sin embargo, puede hacerlo sonar.

CON LOS OÍDOS BIEN ABIERTOS

Cuando vivía en Cádiz solía desayunar cada semana con mi amigo Enrique del Álamo, un lector voraz con el que, entre cruasán y cruasán, repasábamos las últimas novedades llegadas a los escaparates de las librerías. Una mañana me contó que el día anterior se había quedado encerrado en el trastero de su casa mientras arreglaba el picaporte. Al final, había logrado salir usando la tarjeta de crédito, como los delincuentes en las películas. Hasta ahí en mi cabeza no sonó ninguna alarma. Pero añadió que su temor era no conseguir salir antes de que llegara la hora de recoger a su hija del colegio. Entonces mi cabeza comenzó a tronar, supongo que porque mi amigo, sin saberlo, había añadido un conflicto a su peripecia, elemento indispensable de cualquier historia, como más adelante verás. Debí invitarle al desayuno, porque me fui a casa dándole vueltas a un cuento donde el protagonista se quedaba encerrado en el trastero, no podía salir y pedía a algún vecino, a través del patio de luces, que fuera a recoger a su hija al colegio, con tal mala suerte que quien respondía a su llamada era la vecina de arriba, una mujer desquiciada por la reciente pérdida de su hija. A partir de ahí la cosa se complicaba bastante para el protagonista, pero para conocer cómo acaba tendrás que leer mi relato «Una palabra tuya».

«Maullidos», otro de mis cuentos, también surgió de un desayuno, en este caso con el escritor Juan Bonilla. Cuando llegué a la cafetería donde nos habíamos citado, encontré a Juan con cara de sueño. Entre bostezos me explicó que llevaba varios días sin dormir a causa de la gata de su nueva vecina, que debía de estar en celo porque todas las noches salía a su terraza para maullar a la luna. Eso ya resultaba molesto de por sí, pero el verdadero motivo de su insomnio era que Juan pensaba que lo llamaba a él: «Juaaaan, Juaaaan», creía que maullaba la gata. Y tratando de discernir si la gata lo llamaba o no, se le iba la noche. La anécdota me pareció una idea estupenda para un cuento, y así se lo dije. «Pues te la regalo», me respondió, y acto seguido, ya que hablábamos de anécdotas inspiradoras, me contó algo que le había ocurrido unas semanas antes y sobre lo que pensaba escribir un relato. Su anécdota no hizo sonar mi radar, lo cual demuestra que una misma idea puede fascinar a un escritor y dejar indiferente a otro. Igual que nos sucede como lectores. La imagen de un hombre bajando de un tren en Viena, llevando una novela del oeste bajo el brazo, a mí no me diría nada, y, sin embargo, a Graham Greene lo llevó a escribir El tercer hombre.

Otro ejemplo. Cortázar contaba que un día una amiga escritora le dijo que a la anciana que iba a limpiarle el piso la habían alquilado una vez para que representara el papel de la madre de un señor al que iban a enterrar. Tenía que ir al funeral y llorar a moco tendido cerca del ataúd, cual madre lacerada por la inesperada tragedia, porque, al parecer, el fiambre, un conocido modista de la alta burguesía parisina, había muerto en misteriosas circunstancias —se hablaba de drogas u homosexualidad— y sus allegados pensaban que la desesperación de la madre daría respetabilidad al velorio. «¡Pero con esto se podría escribir un cuento que podría ser un señor cuento!», exclamó Cortázar, cuyo radar debía de estar pitando a lo bestia. A su colega, sin embargo, no se lo parecía, y le regaló la idea, gracias a lo cual todos podemos disfrutar hoy de «Los buenos servicios».

En definitiva, cualquier idea puede generar una historia, y no podemos dejarla pasar por estar mirando hacia otro lado. No digo que haya que hacer como Dalí y dormir con una cucharilla en la mano para que, al vencernos el sueño, esta caiga al suelo y el ruido nos despierte cuando nuestra mente atraviesa su fase más imaginativa, pero sí hay que estar alerta. En guardia. Preparado.

LAS IDEAS

Como hemos visto, la idea suele presentarse en distintos estadios evolutivos: desde el estado embrionario, en el que apenas es una promesa de historia que nos invita a jugar con ella y modelarla, hasta un avanzado estado de gestación, con los miembros casi definidos, tan hecha que solo nos quede buscarle un final. O puede incluso que ya traiga su final incorporado, es decir, que de pronto eclosione en nuestra mente la historia completa y apenas tengamos que realizarle algunos pequeños ajustes.

Esos milagros no ocurren con frecuencia, todo hay que decirlo. A mí, por ejemplo, nunca me ha pasado. Pero estoy seguro de que hay historias que aparecieron totalmente terminadas en la mente de sus creadores. Pienso, por ejemplo, en la que cuenta El show de Truman, una de mis películas favoritas por la originalidad de su planteamiento y su excelente ejecución. Truman Burbank, el personaje interpretado por Jim Carrey, es el primer niño adoptado legalmente por una corporación y criado en un enorme plató televisivo de realidad simulada desde donde su vida se emite las veinticuatro horas del día. Truman empieza a sospechar cada vez más de este hecho y finalmente logra huir del plató que hasta ese momento era toda su realidad, y emerger al mundo real. Pese a la sencillez con que se cuenta la historia, envuelta en el delicioso aire pastel de las ilustraciones de Norman Rockwell, la película reflexiona sobre nuestra mortalidad, el libre albedrío e incluso la religión. Y aunque dicen que Andrew Niccol, su guionista, tuvo que reescribir el guion (inspirado en una novela de Philip K. Dick) nada menos que dieciséis veces, hasta que estuvo a gusto del director, Peter Weir, apostaría a que el final de la historia estaba ya contenido en su premisa y las modificaciones se limitaban a buscar el tono adecuado para contarla.

Otra historia que probablemente eclosionó completa en la cabeza de su creador es la de la película Terminator (1984). En el año 2029, las máquinas, gobernadas por Skynet, una inteligencia artificial cuyas ínfulas la han llevado a exterminar a media humanidad, tienen un problema: John Connor, el carismático líder de la resistencia, las tiene en jaque. Pese a los loables esfuerzos de Skynet por erradicarnos del planeta, las máquinas van a perder la partida. Pero asesinar a John Connor en el presente no va a cambiar nada porque el mal ya está hecho. Por lo tanto, Skynet decide hacer un malabarismo temporal y eliminar al líder enemigo antes de que nazca. Para ello envía al pasado a un Terminator con la misión de exterminar a Sarah Connor, la madre de John, antes de que este sea concebido. Pero cuando descubre su ingenioso plan, la resistencia no se queda cruzada de brazos y envía a un soldado llamado Kyle Reese a protegerla del Terminator. Kyle muere destruyendo al Terminator, pero antes deja embarazada a Sarah, cuyo hijo será John. Como ves, la historia es circular, por lo que apostaría a que James Cameron la concibió tal cual te la he contado. Dudo que la vuelta de tuerca final que da sentido a la película —si Connor no enviase a Kyle, él mismo no nacería— se le ocurriera a última hora.

Pero, como he dicho, este hecho milagroso no suele ser lo habitual. Lo normal es que se nos ocurra una premisa prometedora y que tengamos que desarrollarla combinando ingenio y esfuerzo, intentando llevarla a buen puerto sin malograrla por el camino. Premisas bien ejecutadas hay muchas, pero ya que estamos con los viajes temporales, voy a citar otra de la misma temática, la mítica Regreso al futuro, película que empezó a poner de moda las ficciones basadas en las consecuencias fatales de manipular el pasado. Desarrollada en clave de comedia, cuenta la historia de Marty McFly, interpretado por Michael J. Fox, quien retrocede en el tiempo desde los años ochenta hasta 1955 e interfiere involuntariamente en el noviazgo de sus padres, porque su madre se enamora de él. Pero si sus padres no se unen, él nunca nacerá, con lo cual su existencia está en peligro. Así pues, debe hacer lo posible para que sus futuros padres se enamoren. Para juntar a sus progenitores, urde un complicado plan, mientras va observando cómo las imágenes de sí mismo y de sus hermanos, plasmadas en una fotografía que lleva en la cartera, empiezan a desvanecerse. Hay un momento concreto en el que incluso su propia mano comienza a difuminarse. Pero al final, su plan sale bien y Marty no solo logra reparar el pasado, sino transformar el pusilánime carácter de su padre, lo cual cambia su presente. Si has visto la película, habrás comprobado que la premisa está impecablemente desarrollada, y poco importa que según las leyes de los viajes temporales Marty no pueda regresar al mismo presente en el cual ha producido los cambios.

Otras veces, la historia que nace de una idea acaba teniendo muy poco que ver con ella. Es como si de nuestra semilla brotara una planta inesperada, porque en algún momento de su desarrollo nos desviamos del camino que al principio parecía tomar. Cuando les pido a mis alumnos que traigan ideas para cuentos, una gran mayoría vienen con anécdotas de su pasado bajo el brazo, porque alguien les dijo que tenían que escribir sobre ello alguna vez, o porque creen erróneamente que una historia surgida de un hecho real es más verídica. Y cuando empezamos a desarrollarla, a aportar sugerencias entre todos, ven asombrados cómo la historia que empieza a esbozarse ante sus ojos se va alejando poco a poco del episodio original, hasta que este queda irreconocible.

PREMISAS ENVENENADAS

Todos los creadores soñamos con encontrar una premisa potente y original de la que pueda brotar una gran novela, la ballena blanca de las ideas. Como, por ejemplo, esta: «Dos personas acuerdan asesinar a sus enemigos mutuos, lo que les proporcionará una coartada perfecta», que fue el germen de Extraños en un tren, de Patricia Highsmith.

Pero cada vez estoy más convencido de que cuanto más atractiva es la premisa, más difícil es que el resultado esté a la altura de su planteamiento. Son las premisas envenenadas, y ojalá no te cruces con ninguna. Tomemos de ejemplo la película Séptimo, cuya premisa es la siguiente: cada mañana, un padre separado va a recoger a sus dos hijos a la casa donde antes vivía, en un séptimo piso, y siempre les propone una carrera: él toma el ascensor y los niños bajan por las escaleras, para ver quién llega antes, un juego que su mujer no aprueba. Pero una mañana, los niños no llegan abajo. Registran el edificio, pero no aparecen por ningún lado. Se los ha tragado la tierra. Una premisa sencilla y contundente, y todos echaríamos las campanas al vuelo si se nos hubiese ocurrido a nosotros.

Pero quizás nos precipitaríamos, porque si no conducimos la historia hacia el género fantástico, de modo que los niños puedan desaparecer a través de un portal dimensional o algo así, y la encauzamos hacia el thriller, como hace la película, enseguida nos daremos cuenta de que nuestra capacidad de maniobra es limitada. Dado que una de las normas no oficiales del género policiaco es que el villano no puede ser alguien ajeno a la trama, sino uno de sus personajes, casi siempre quien menos lo parece, la película marea un rato la perdiz haciendo que Sebastián, el abogado interpretado por Ricardo Darín, corra de un lado a otro sospechando de casi todos los personajes que aparecen en la película: del enemigo de su cliente, del ex de su hermana, del portero del edificio, del comisario que lo ayuda… Menos de quien de verdad tiene que sospechar, porque el guion tira de manual y busca la única sorpresa posible: su mujer, que ha planeado el secuestro de sus propios hijos para darle un escarmiento por haber tenido una aventura con su mejor amiga y conseguir que firme los papeles del divorcio. Si el espectador está curtido en los resortes del thriller, no le costará adivinar quién lo ha organizado todo apenas empezada la película, por mucho que el personaje que interpreta Belén Rueda finja su angustia durante todo el metraje como una actriz consumada. Se trata, por tanto, de una premisa envenenada.

MÉTODOS PARA GENERAR IDEAS

Pero no solo podemos limitarnos a verlas venir. Existe otra forma de encontrar ideas: generarlas nosotros mismos sin la estimable colaboración del mundo. ¿Cómo? Pues forzando la maquinaria de nuestra imaginación. Hay muchos trucos para estimularla. Uno de los más conocidos es el binomio fantástico, de Gianni Rodari, un escritor y periodista italiano especializado en literatura infantil y juvenil. En su obra más conocida, Gramática de la fantasía, todo un clásico de la literatura pedagógica, Rodari analiza los mecanismos de la creatividad en los niños y propone una serie de técnicas para potenciarla, como la construcción de adivinanzas, el juguete como personaje, el tratamiento de los cuentos clásicos, o el mencionado binomio fantástico, que se basa en la forma en la que inventa nuestro cerebro, mediante asociaciones de conceptos. «Una palabra sola actúa únicamente cuando encuentra otra que la provoca —explica Rodari—, que la obliga a salir de su camino habitual y a descubrir su capacidad de crear nuevos significados.»

El método consiste, por tanto, en escoger dos palabras que pertenezcan a campos semánticos distintos y relacionarlas mediante una historia, ya sea fantástica, ya sea realista. Cuanto más incompatibles sean ambos conceptos, más tendremos que ingeniárnoslas para hacerlos convivir en una misma historia. No servirían, por ejemplo, «pastor» y «oveja», o «pelo» y «peine», fáciles de relacionar con una frase. Sí nos valdrían «tumba» y «matemáticas» o «helado» y «murciélago».

Imaginemos el siguiente binomio: «tortuga» y «trauma infantil». ¿Podrían unirse para tejer una buena historia? Te aseguro que sí, porque en realidad he hecho trampas. De la fusión de estos dos conceptos surgió el relato de Patricia Highsmith titulado precisamente «La tortuga». Ella misma contaba los pormenores de su construcción. Al principio, solo tenía la idea de una viuda que era ilustradora y parecería vivir dedicada a intimidar y fastidiar a su hijo de diez años: le hacía llevar ropa demasiado infantil para su edad, le obligaba a alabar y admirar sus dibujos y, en general, lo estaba convirtiendo en un neurótico atormentado. Sin embargo, la escritora se limitaba a incubar la idea en su cabeza, sin sentir el impulso de escribirla. Pero una tarde, hojeando un libro de cocina, se tropezó con una receta horrible para preparar estofado de tortuga de agua dulce. «En cuanto terminé de leer la receta, me vino a la mente la historia del niño intimidado por su madre —explicaba—. Haría que el relato girase en torno a una tortuga de agua dulce: la madre llega a casa con una tortuga de agua dulce para preparar un estofado. Al principio el pequeño cree que el animalito es para él. Al día siguiente, en la escuela, para darse importancia, le cuenta lo de la tortuga a un compañero y promete enseñársela. Luego, el pequeño presencia la muerte del animalito en agua hirviente y todo el resentimiento reprimido y el odio que su madre le inspira salen a la superficie. La mata en plena noche con el cuchillo de cocina que ella ha utilizado para trinchar la tortuga.» Como ves, podían unirse y dar, además, una buena historia.

Otro truco para estimular nuestra imaginación es preguntarnos: ¿qué pasaría sí…? En los puntos suspensivos podemos poner casi cualquier cosa: nuestro perro habla, de noche a nuestra pareja le da por levitar y tenemos que atarla a la cama, desapareciera el fútbol (esta sería una historia de terror para muchos), etc. Por tanto, este recurso puede considerarse una máquina expendedora de premisas atractivas. Luego es cuestión de desarrollarlas según la imaginación de cada cual.

Muchas novelas surgieron así, del autor preguntándose qué pasaría si sucediera tal o cual cosa. Pongamos que nos preguntamos: ¿qué sucedería si la gente dejara de morir? Una premisa con bastante potencial y que nos permite especular sin límites. Si tuviéramos una imaginación fantasiosa, la historia que surgiría de esa premisa podría ser la que cuenta Siega, la novela juvenil fantástica de Neal Shusterman. La obra plantea un futuro donde la tecnología ha abolido la muerte, con la consecuente superpoblación, de modo que surge la figura de los segadores, encargados de elegir quién vive y quién muere. Si, en cambio, no tuviéramos una imaginación de ese nivel, o sencillamente no quisiéramos conducir la historia al terreno de la ciencia ficción, podríamos hacer como José Saramago y escribir Las intermitencias de la muerte, una fábula fantástica que narra cómo en un país anónimo y un tiempo indeterminado, la gente deja de morir a partir de la medianoche del 1 de enero. Para solucionar el caos financiero y demográfico que desencadena la inmortalidad, surge la maphia, una organización que se ofrece a llevar a los moribundos al país vecino, donde mueren al instante. Como se puede ver, ambas novelas surgen de la misma premisa, pero sus respectivos autores las desarrollan de un modo muy diferente.

A veces he probado alguno de estos métodos, tratando de estimular mi imaginación para que destilara una idea poderosa. Tumbado en el sofá o dando un paseo, he abierto la mente y arrojado todo tipo de semillas para ver qué florece. Le he dado vueltas a ideas que me gustan como lector, he fusionado imágenes antagónicas y cosas así, llamando a la puerta de la inspiración, y confieso que algunos de mis cuentos surgieron de esa pugna, pero es un proceso mucho más lento que la inspiración natural. Pero si es cierto que las ideas flotan en el aire y los creadores de ficciones somos torpes entomólogos intentando atraparlas con nuestros cazamariposas, no podemos descansar nunca, o las historias que nos gustaría escribir caerán en las redes de otro.

¿ES BUENA MI IDEA?

Pero ¿cómo sabemos si una idea es buena o no?, te estarás preguntando. Bueno, para asegurarnos, tenemos que considerar varias cosas. Lo primero es valorar si tiene interés. No interés social, por supuesto, sino literario. ¿Interesará a los lectores tanto como a nosotros? Aquí también hay que tener en cuenta que el interés que suscite no dependerá solo del tema, sino del modo en que la contemos. La historia más interesante puede resultar aburrida si la contamos mal, y viceversa.

En segundo lugar, tenemos que ser conscientes de nuestros recursos. A veces he dejado pasar ideas que me parecían buenas por sentir que no eran para mí, que con mi manera de escribir no podría rentabilizarlas como se merecían, que la historia que escondían no comulgaba con mi interpretación del mundo… Creo que eso se intuye.

Otra cosa que debemos considerar es su originalidad, aunque conviene tener presente que hoy, con tanta tinta derramada a nuestras espaldas, es muy difícil encontrar una idea original. Si ese milagro no se produce, debemos resignarnos a buscar la originalidad en el tratamiento del tema, no en el propio tema. Contarlo desde una perspectiva novedosa, observarlo desde un ángulo inédito. Sirva como ejemplo las miles de actualizaciones que hay de Romeo y Julieta o de Cenicienta, lo suficientemente alejadas del modelo original para no ser reconocidas. El propio Stephen King, por ejemplo, admitía en el prólogo de una de las ediciones de El misterio de Salem’s Lot que su novela es una trasposición de Drácula. «Me pareció perfectamente posible combinar el mito vampírico del Drácula de Bram Stoker con la ficción naturalista de Frank Norris y los cómics de terror de la firma E. C. que tanto me gustaban cuando era joven… y plasmarlo todo en una gran novela americana», confesaba. Y en la literatura fantástica actual se ha puesto de moda cambiar los roles habituales de los personajes. Cada vez es más frecuente que sea el personaje femenino quien se encargue de proteger al masculino en apuros.

En realidad, partir de algo conocido e ir desfigurándolo, alterando pequeños detalles de su trama, hasta obtener algo nuevo, puede ser también un modo de encontrar una historia novedosa. La recreación de argumentos conocidos ha sido unas de las técnicas de creación más usadas por los escritores a lo largo de la historia, y en los últimos tiempos, debido a la falta de ideas, Hollywood lo ha llevado a la exacerbación, reciclando historias sin el menor pudor. Como el aleteo de la famosa mariposa, un pequeño cambio en la trama puede originar un huracán en una historia mil veces contada que lo cambie todo.

La elección de la idea es, no obstante, algo muy delicado, debido a la vida finita del escritor. Cuando, tras acabar una novela o cuento, abrimos nuestra despensa de ideas para escoger la siguiente, la sopesamos como si fuera un melón, porque no podemos arriesgarnos a que, una vez lo abramos, nos salga agrio. Sobre todo porque los escritores que vivimos de nuestra obra no podemos permitirnos el lujo de arrojar a la basura los manuscritos que, una vez acabados, no nos satisfacen plenamente, porque eso significaría tirar por la borda meses o años de trabajo. A veces nos vemos obligados a publicar obras a las que les vemos sus defectos. No podemos hacer otra cosa, salvo cruzar los dedos para que nadie más lo note.