INTRODUCCIÓN

Me reuní con Emilio Lozoya Austin por primera vez en marzo de 2017. Acababa de cumplir un año de haber dejado el cargo como director general de Petróleos Mexicanos (Pemex), tras una disputa con el entonces todopoderoso secretario de Hacienda, Luis Videgaray. El exfuncionario cargaba ya con una serie de acusaciones relacionadas con el escándalo de corrupción de Odebrecht y por irregularidades en su gestión como titular de la principal empresa de México.

A Lozoya se le atribuía haber recibido sobornos por 10.5 millones de dólares presuntamente negociados desde que fungía como coordinador de Vinculación Internacional de la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto, así como haber adquirido a cuenta de Pemex dos plantas de fertilizantes a sobreprecio.

La cita fue en su despacho privado de Prado Sur, en Ciudad de México, justo frente a la sede de las famosas notarías de la familia García Villegas Sánchez Cordero, también muy relacionadas con la empresa petrolera. La oficina distaba mucho de la que tenía en el piso 45 de la Torre de Pemex, con sillones amplios, mesas de conferencias, piezas de arte y una vista excepcional del valle de México. No obstante, en los cerca de 60 metros cuadrados del segundo piso del edificio de Prado Sur había espacio para cuadros de artistas reconocidos, muebles finos, equipo de cómputo de última generación y algunas botellas de vino tinto, la bebida preferida del exdirectivo.

Ignacio Durán, su exvocero, me recibió a la entrada del despacho. Sin un mínimo saludo de cortesía, se limitó a indicarme el camino que conducía a la oficina de su jefe.

Ahí estaba Emilio Lozoya, enfundado en uno de sus trajes caros y con su reloj Patek Philippe en la muñeca. Tenía un semblante un tanto descompuesto. Intuí que no tenía miedo, sino coraje por haberlo retratado meses antes en mis columnas del periódico El Universal como un hombre soberbio, amante del estilo de vida jet set, los vinos caros y las reuniones excéntricas.

«Nunca me habían atizado tanto como tú», fueron sus primeras palabras.

«No es cierto que solo bebo agua Fiji», añadió sin darme tiempo de tomar el asiento frente a él. «Tampoco tuve un chef personal ni un sommelier a cuenta del erario, como afirmas».

Emilio Lozoya tenía en la mesa de su oficina fotocopias de mis textos, en los que había subrayado casi todos los párrafos con marcador amarillo y tenía decenas de comentarios al margen.

Ese día había respuesta para todos los cuestionamientos: sus múltiples viajes a Nueva York y a Emiratos Árabes; el uso de los aviones y helicópteros de Pemex para ir a su casa de descanso en Ixtapa, Zihuatanejo, y a su domicilio en Lomas de Chapultepec; las compras de activos que fueron un mal negocio para la empresa, entre otros.

«Dices que me gustan los buenos vinos. Es cierto, pero no los compro a cuenta del erario, los tomo de mi cava personal».

Lozoya cambió de tema abruptamente y me aseguró que las decenas de denuncias anónimas y no anónimas a las que tuve acceso tienen un trasfondo político. Para entonces muy pocos sabían de la existencia de una serie de videos incriminatorios en los que aparecen políticos, empresarios y funcionarios del gobierno de Enrique Peña Nieto recibiendo maletas con dinero en efectivo y disfrutando reuniones entre alcohol y mujeres extranjeras.

—¿Quién podría estar detrás de una campaña así? —lo cuestioné.

—Personas cuyos intereses afectamos por los cambios que hicimos en Pemex — respondió.

La reunión se extendió por más de una hora. Lozoya parecía no tener prisa en tratar de explicar todo, pero, entre más abundaba en los detalles, más afloraba su personalidad y su excéntrico estilo de vida.

Reconoció que sí había volado a Nueva York, a Rusia y a Emiratos Árabes en los aviones de Pemex, pero «cómo no iba a hacerlo, si así llegaban los directivos de las empresas más importantes del sector energético a las reuniones de alto nivel». Me dijo que si el avión de la empresa despegaba o aterrizaba en un aeropuerto privado cercano al lugar donde él y su esposa poseen un departamento en el Upper West Side de Manhattan, era por trabajo, pues cuando él viajaba con su familia necesitaba algo más grande, ya que los acompañaban las nanas de sus tres hijos, un chef, sus asistentes personales, entre otros.

Hacia el final de la entrevista, le pregunté por las 54 veces que en 2015 utilizó como taxi los helicópteros de Pemex para visitar a su amigo Alonso Ancira en la Torre GAN de Campos Elíseos, en Ciudad de México.

«¡Ahí sí te la doy!», exclamó harto de las preguntas, «pudo haber existido un conflicto de interés», dijo sin profundizar más sobre el asunto. Prefirió hablarme sobre su prolífica amistad con Enrique Peña Nieto y me confesó que, tras su salida de Pemex, el entonces mandatario le ofreció la dirección del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit) y una embajada, las cuales rechazó para pasar más tiempo con sus hijos.

«No me interesa regresar a la administración pública. Tengo fondos de inversión y me pienso dedicar a eso».

Tras mirar su reloj me hizo saber que tenía otras reuniones y me acompañó al elevador del edificio.

Dejé el lugar pensando en que tal vez Emilio Lozoya nunca quiso ser funcionario público, aunque en la plenitud del poder como director de la empresa más importante de México llegó a soñar con ser presidente de la República.

Antes de Pemex su vida ya era lujosa e interesante: cenas exclusivas, una colección imponente de arte —una de las más vastas de México, según una diplomática estadounidense que lo conoce bien— y el rush de Wall Street.

Si algo le sobraba a Emilio Lozoya era dinero, amigos y buena fortuna.

Tras el estallido de la bomba Odebrecht, en enero de 2017, los amigos desaparecieron y se convirtieron en informantes que filtraban datos a diestra y siniestra. Algunos incluso contaron, con lujo de detalles, de los contratos leoninos y hasta de las excéntricas reuniones con mujeres extranjeras que durante años organizó su mano derecha y amigo Froylán Gracia Galicia.

En específico, Lozoya y Gracia habilitaron un domicilio de la calle Copérnico, en la colonia Anzures, como un antro clandestino de lujo, donde se cerraron numerosos negocios al calor de los litros de Vega Sicilia, Château Margaux y Petrus, vinos tan exclusivos que incluso Sotheby’s los subasta con regularidad.

La intención era concentrar a la crema y nata de la cúpula política y empresarial interesada en obtener licitaciones con Pemex. En las reuniones siempre había tres cosas: alcohol, mujeres y un ambiente de profunda discreción.

Luego, como si se tratara de Jay Gatsby, el misterioso personaje principal de la novela de Scott Fitzgerald, Emilio Lozoya se escondería entre las sombras y no se dejaría ver en el inmueble salvo en contadas ocasiones, tales como la llegada de Enrique Ochoa a la presidencia del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 2016.

«Estoy armando un club de amigos, 25 empresarios o representantes de empresas que quieran participar en las licitaciones de Pemex con un trato preferencial», les revelaba Froylán a los posibles aspirantes a ingresar al selecto grupo. «La membresía cuesta un millón de dólares y a cambio accederán por adelantado a cinco bases de licitación o proyectos de adjudicación directa».

El precio incluía el acceso a la mansión, mas no al director de la paraestatal, cuyas citas se cobraban, por separado, hasta en 100 mil dólares.

La aparente inaccesibilidad de Lozoya pronto se convirtió en parte de su ya de por sí dura personalidad, además de que fungió como elemento central de una estrategia política y empresarial importante.

Según testigos, Emilio Lozoya era más parecido a un mafioso ruso que a un simple burócrata corrupto. Mantenía estrictos protocolos de seguridad, por lo que nadie podía acercársele sin previo aviso. No obstante, ya dentro de su oficina, eran comunes las reuniones «de trabajo» en las que abundaban el whisky y otras bebidas.

Asimismo, cuando se antojaba un momento de diversión, instruía a Froylán Gracia para que utilizara los helicópteros y aviones oficiales y se llevara a pasear a sus amigos y colaboradores más cercanos. Volaron a distintos destinos de la República mexicana, tras lo cual casi siempre terminaban en las oficinas del famoso «Club del Millón de Dólares».

«Los viernes se agendaban viajes a Ciudad del Carmen para supuestamente visitar las plataformas de Pemex, pero se iban a Cancún y regresaban el domingo. Ese era el modus operandi porque en las bitácoras de los vuelos quedaba registrada la visita “de trabajo” a Campeche», me aseguró un miembro de la tripulación sobre una de las varias visitas relámpago de Lozoya a las fiestas de la Riviera Maya en 2013.

A ello se suman las innumerables giras de trabajo en las que se negó a utilizar vuelos comerciales porque, como me aseguró en la entrevista, eran necesarios para las giras, pues «así llegan los jeques árabes» a las cumbres petroleras.

Alrededor del funcionario se tejió un ambiente de total impunidad, con gastos excesivos, licitaciones amañadas y hasta la promoción de una posible red de trata de mujeres extranjeras que proliferó en la oficina-antro de la colonia Anzures.

Estaban todos tan sumidos en el fango que ninguno se dio cuenta de que, desde el principio, cada uno de sus movimientos había sido registrado por el exdirector de supuesta actitud desinteresada, quien, como un mesías que sabe que lo van a traicionar, aguardaba silenciosamente el momento de jugar sus cartas.

El fuego amigo del gabinete

En febrero de 2016, Emilio Lozoya fue destituido de la dirección de Pemex, luego de varios intentos previos del entonces secretario de Hacienda, Luis Videgaray, de expulsarlo del gobierno de Enrique Peña Nieto.

Un par de semanas antes, la petrolera anunció el despido de 10 mil empleados y un plan de rescate imposible, debido a que la empresa acumulaba más de 20 mil millones de dólares en pérdidas y vencimientos de deuda a corto plazo por más de 11 mil millones, las mayores pérdidas registradas desde su fundación en 1938.

Ese año, las estrellas se desalinearon para Pemex, pues a la vez que se afinaban los últimos detalles de la reforma energética, lo cual requería cambios en la modalidad salarial y retomar los proyectos más rentables, el precio del petróleo cayó estrepitosamente y se posicionó por debajo de los 49 dólares por barril, más de dos tercios menos que en 2014, cuando aún se pagaba en 110 dólares.

A ello se sumaban la enorme red de corrupción que eclosionaba dento de la torre en Marina Nacional y que fomentó un gasto corriente excesivo, el huachicoleo y la emblemática compra de dos plantas chatarra de fertilizantes: Agro Nitrogenados y Fertinal, las cuales siguen generando pérdidas para la empresa y son sustento jurídico para las acusaciones contra su exdirector.

De manera paradójica, con la partida de Emilio Lozoya la esperanza de levantar a Pemex de la ruina también desaparecía. Su nombramiento no había sido cuestión de suerte o de «dedazo». Lozoya, de entonces 37 años, había demostrado un gran desempeño en su paso por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco de México. Pese a su corta edad, había conseguido fundar su propio fondo de inversión en Nueva York y formaba parte de los consejos de administración de la polémica constructora OHL México —también envuelta en escándalos de corrupción— y de la empresa de su entonces amigo Alonso Ancira, Altos Hornos de México.

Por otra parte, se esperaba que como hijo de Emilio Lozoya Thalmann, exsecretario de Energía de Carlos Salinas de Gortari, entregara una administración impecable, en aras de lograr la modernización de la paraestatal, que por primera vez en 76 años abría sus puertas al capital privado. Pero en diciembre de ese año sus peores miedos se materializaron. Marcelo Odebrecht, dueño de la empresa de construcción más importante de América Latina, aceptaba en un tribunal de Estados Unidos que había pagado sobornos a funcionarios de 10 países a cambio de contratos públicos. Asimismo, aseguró que con Emilio Lozoya habían negociado la entrega de más de 10 millones de dólares en sobornos, destinados a financiar la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto en 2012.

El golpe fue mayor porque, al sentirse cerca de la hoguera, muchos de los que habían formado parte de la vida del exfuncionario se unieron en un frente común dispuesto a sacrificarlo si la situación lo ameritaba.

«Todo es obra de Luis Videgaray», me aseguró Lozoya durante aquella plática de marzo de 2017 en su oficina de Ciudad de México.

Un mes antes, la Auditoría Superior de la Federación había publicado un extenso documento en el que se constataban las numerosas irregularidades en la paraestatal: los vuelos injustificados, las compras de activos inservibles, entre muchas otras.

Dichas auditorías habrían sido iniciadas a petición de Luis Videgaray, el hombre más cercano e influyente de Enrique Peña Nieto, con quien la relación de Lozoya se había deteriorado considerablemente.

Videgaray le reprochaba a Lozoya haber hundido a Pemex en una crisis profunda, pero sobre todo le disgustaba la manera en que manejaba su vida personal: las fiestas llenas de excesos, las juntas a cambio de cuotas y los numerosos negocios firmados «por debajo del agua» que el Ejecutivo federal parecía conocer y respaldar.

Antes de su llegada al poder, la relación entre ambos había sido armoniosa. Habían trabajado juntos y sin contratiempos en Protego Asesores, fondo de inversión de Pedro Aspe, secretario de Hacienda con Carlos Salinas, quien además había sido mentor de ambos durante su paso por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).

Luego, como miembros del equipo de campaña de Enrique Peña Nieto, Videgaray reconoció la capacidad de Lozoya de relacionarse con numerosos hombres de negocios alrededor del mundo, lo que permitió durante el sexenio vender al extranjero una imagen más moderna de país.

Tras su salida de la vida pública, Emilio Lozoya mantuvo la actitud soberbia y desafiante ante la prensa que, a sabiendas de que ya se preparaba un expediente judicial en su contra, comenzó a investigarlo.

La situación escaló hasta el punto en que, en la gala de la Academia Mexicana de Derecho Internacional que se celebró en octubre de ese año, Lozoya declaró a la reportera Bertha Becerra, de El Sol de México, que «tenía los recursos y tiempo para romperle la madre a sus detractores».

Un par de meses antes, durante una conferencia ofrecida junto a su abogado Javier Coello, su actitud había sido muy diferente. Incluso se tomó cinco minutos completos para rechazar, de manera calmada y elocuente, las acusaciones en su contra.

Las cosas iban subiendo de temperatura y con ello se minaba la tranquilidad de Emilio Lozoya. Pero, en abril de 2018, una jueza federal le concedió la suspensión definitiva contra la judicialización del caso Odebrecht.

De acuerdo con testigos, la decisión le dio pauta para retomar sus actividades cotidianas. Regresó a trabajar a su oficina y organizó viajes de trabajo a Estados Unidos y Europa. También comenzó a vérsele en los lugares de costumbre: el restaurante Maison de Famille de la colonia Roma, así como los parques y cafés de la Condesa y Polanco, a los que acudía regularmente con su familia.

En contraposición, muy poco se ha hablado de su círculo más cercano, que desapareció desde que explotó la bomba. Ahora se sabe que personajes como Froylán Gracia, Carlos Roa, Arturo Henríquez Autrey, Alejandro Martínez Sibaja y Rodrigo Arteaga están siendo investigados en sus manejos financieros, pero se encuentran en el extranjero, la mayoría de ellos en Estados Unidos.

Con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de México, las esperanzas de que se desecharan sus acusaciones se perdieron para siempre. La nueva administración estaba más que dispuesta a abrir la «caja de Pandora» y a rascar de lleno en el caso, en busca de cabezas para hacer rodar.

Más riesgoso aún que el discurso anticorrupción del gobierno lopezobradorista fue el arribo de Santiago Nieto a la Unidad de Inteligencia Financiera, oficina que ha coadyuvado, quizá más que ninguna otra en la historia reciente de México, a detectar y detener criminales del más alto nivel.

Con Santiago Nieto además había cuentas pendientes. En 2017, cuando fungía como director de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (FEPADE), mencionó al periódico Reforma que Lozoya lo presionaba para que declarara su inocencia.

Me envió una carta diciendo que quiere que yo haga un pronunciamiento público sobre su inocencia y me envía un currículum diciéndome quién es su papá, quién es su mamá, en dónde estudió. Nunca entendí esta parte. Creo que esta carta refleja en gran medida la impunidad, es decir, el planteamiento de que «soy una figura pública. La autoridad se tiene que disculpar». Esto es lo que me parecía particularmente grave.

Por estas revelaciones, Nieto fue destituido de la FEPADE.

La protección gubernamental no duraría mucho y, además de que el arribo a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador empezaba ya a considerarse como una inminente posibilidad, el ascenso de Videgaray en el gabinete, único vínculo del Gobierno mexicano con el entonces nuevo presidente estadounidense, Donald Trump, complicaba las posibilidades de absolución. Emilio Lozoya comenzó a planear su huida.

Para abril de 2019 nadie sabía dónde se encontraba, y no fue sino hasta un mes después cuando se giró una orden de aprehensión en su contra. Entonces ya era demasiado tarde. Las primeras versiones decían que había viajado a Alemania, donde contaba con muchos contactos, entre ellos la familia de su esposa, la multimillonaria Marielle Helene Eckes. Luego se le vio en el lujoso hotel Wellington de Madrid y paseando en la Puerta del Sol.

Los rumores pasaron a ser desconcertantes. Como si se tratara de una película de Hollywood, comenzó a hablarse de un plan de rescate sumamente complejo y costoso que involucraba a un comando especial de la mafia rusa, pasaportes y licencias falsos facilitados por sus amigos, los hermanos Karam (dueños de la operadora de estaciones de gasolina Hidrosina), señuelos alrededor del mundo y una ruta de escape que implicó un viaje por tierra desde Estados Unidos hasta las inhóspitas tierras de Alaska, desde donde se habría trasladado a San Petersburgo.

En dicha ciudad habría buscado el cobijo de las mafias vinculadas al negocio del petróleo y el gas, entre ellas la vinculada con Lukoil y Gazprom, las petroleras más grandes, con cuyos directivos mantenía muy buena relación, según varios correos electrónicos intercambiados entre Lozoya y los empresarios rusos.

El fuego se combate con fuego

El 12 de febrero de 2020, Emilio Lozoya fue detenido por la Policía Nacional española en La Zagaleta, una zona residencial de lujo en la ciudad de Málaga.

Llama la atención que, aun en el exilio y tras nueve meses huyendo de la justicia internacional, el exdirector de Pemex no fuese capaz de alejarse ni un segundo de su estilo de vida anterior y buscara refugio entre magnates árabes y rusos.

La noticia fue recibida en Palacio Nacional como bocanada de aire fresco. El resto del año, el presidente López Obrador lo tuvo casi diario en su agenda mediática. La detención y posterior extradición de Lozoya se materializaría como el primer y quizá más importante logro del nuevo gobierno en su combate a la corrupción.

Su extradición en julio de 2020 se logró gracias a las negociaciones que mantuvo Emilio Lozoya Thalmann con las autoridades mexicanas. A cambio de un trato de testigo protegido, con arresto domiciliario y atención médica por una anemia «fuertísima» que su hijo adquirió en las nueve horas que duró el vuelo, el exfuncionario entregaría un documento donde escupiría toda la sopa.

La fiscalía no tardó ni un segundo en aceptarlo. Incluso se organizó un falso operativo de traslado policiaco para despistar a los periodistas que esperaban en las afueras del Reclusorio Norte.

Al mismo tiempo, por la puerta de atrás, Emilio Lozoya era llevado a un hospital privado, desde donde un par de semanas después y completamente repuesto sería llevado a una residencia en alguna ubicación secreta de la zona metropolitana de la capital, en la cual, según testigos entrevistados por el periodista Carlos Loret de Mola, se le organizó una fiesta de bienvenida, con los vinos caros que tanto caracterizaron su paso por Pemex.

Lozoya no ha pisado una cárcel mexicana. ¿Demasiada amabilidad para el emblema de la corrupción del sexenio de Enrique Peña Nieto? Tal vez, pero también una bomba política irresistible que el gobierno del presidente López Obrador no iba a desaprovechar, mucho menos en pleno periodo electoral

«¡La denuncia está fuertísima!», aseguró el mandatario en su conferencia matutina del 20 de agosto de 2020, luego de que se filtrara la declaración que presentó Lozoya Austin ante la Fiscalía General de la República (FGR), a cargo de Alejandro Gertz Manero, «la terminé de leer al mediodía de ayer, porque si no, no hubiese podido dormir, me hubiese dado pesadilla».

El documento de 63 páginas, en el que se sospecha que hubo más de una pluma, marca un parteaguas en la historia de la política reciente de México, pues construye una narrativa que describe con lujo de detalles, y sin escatimar en nombres y cifras, la red de corrupción que presuntamente se generó durante los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón.

Más interesante es constatar que la primera filtración de las denuncias provino presuntamente del despacho de un expanista, quien lo distribuyó entre sus clientes y en primer lugar entre los calderonistas, debido a que ya se asomaban para entonces nombres como los de Ernesto Cordero, Jorge Luis Lavalle, Salvador Vega Casillas y de los actuales gobernadores de Querétaro, Francisco Domínguez, y de Tamaulipas, Francisco Javier García.

Además, en la lista negra figuraban Luis Videgaray Caso, José Antonio Meade, José Antonio González Anaya, Carlos Treviño Medina, David Penchyna, Ricardo Anaya, Miguel Barbosa y, sorprendentemente, los nombres de tres expresidentes del país: Carlos Salinas de Gortari, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto.

Poco después se insistió en que Emilio Lozoya cuenta con al menos 18 horas de grabaciones en las que aparecen funcionarios de alto nivel, empresarios y legisladores del sexenio de Enrique Peña Nieto recibiendo sobornos; incluso se sospecha que algunos se miran disfrutando las fiestas de Froylán Gracia que se efectuaban entre paredes tapizadas de cámaras y micrófonos.

Dichas pruebas, y por lo menos un video, fueron útiles al presidente López Obrador para equilibrar ante la opinión pública el impacto que tuvo la difusión del video de su hermano, Pío López Obrador, recibiendo dinero en efectivo de David León. El golpe mediático se aminoró presentando, una semana antes, un video de colaboradores de Francisco Domínguez y Jorge Luis Lavalle recibiendo también maletas con dinero en efectivo, cinta que se confirmó tuvo como origen la propia familia Lozoya.

El choque de filtraciones puso el proceso legal contra Emilio Lozoya en una especie de impasse, a merced de una serie de intereses de índole electoral que buscarían consumarse a mediados de 2021, pero que dejaron inconclusa una de las más grandes batallas contra la corrupción, relacionada con un personaje que llevó ese delito a niveles extremos y cuya historia, a pesar de no ser juzgada, merece ser revelada en su totalidad.