Un sistema de parentesco es una imposición de fines sociales sobre una parte del mundo natural.
GAYLE RUBIN
Expanded es una serie de televisión que refleja una humanidad futura repartida por varios planetas, pero que sigue arrastrando los conflictos habituales en el ser humano como las guerras, las luchas de poder, etcétera. Al retratar este devenir, los y las guionistas han tenido en cuenta varios aspectos que deberían estar solucionados en ese futuro: por ejemplo, la presencia de grupos minorizados en lugares de liderazgo y formas de ejercer ese liderazgo diferentes a las de siempre. Las estructuras amorosas también han sido tenidas en cuenta y uno de los protagonistas ha nacido de la mezcla genética de ocho personas, todas consideradas por él como padres y madres: una familia poliamorosa.
Lo interesante de la cuestión son las estructuras. De la misma manera que se ha puesto en situación de liderazgo a personas racializadas, la raza sigue existiendo y operando, como sigue existiendo la homosexualidad y la heterosexualidad o el género. También en cuestiones amatorias, aparte de esta familia-comuna, el resto de la serie y el resto de las relaciones que se retratan siguen el mismo y conocido esquema del amor romántico, heterosexual y monógamo. Es decir, por mucho que en ese mundo futuro el poliamor o la no monogamia hayan encontrado su espacio, esta posibilidades no han permeado en absoluto las maneras de amarse, no han supuesto reto alguno ni han agrietado estructura alguna.
Hay infinidad de paralelismos entre esta manera de entender las relaciones no monógamas y la forma mainstream de entender las relaciones homosexuales, otra disidencia normalizada. Cambia la forma pero no el fondo y, de la misma manera que una buena parte de la comunidad LGTB se esfuerza por ser normal (es decir, por vivir lo más «heterosexualmente» posible), una buena parte de la producción de pensamiento, del activismo y de la vivencia de las relaciones poliamorosas se queda ahí, en construir relaciones no monógamas basadas en la reproducción de la monogamia.
Un ejemplo de ello, tal vez algo estrambótico pero muy significativo, es el reportaje «Poliamor: la vida en una pareja de tres», aparecido en la revista online Playgroundmag en 2015. Evita, Conrad y Nena afirman en el reportaje que son una pareja «como otra cualquiera». La única particularidad, según ellas, es que su unión está formada por tres personas. Por lo demás, todo es lo mismo. Los mismos problemas, las mismas situaciones afectivas y las mismas ventajas que una puede encontrar en una pareja de dos, entre los cuales, apunta Conrad, está la dificultad añadida de tener «dos suegras».

La bisagra entre las tres personas es el hombre. Es él quien tiene, de hecho, dos parejas (heterosexuales) y más jóvenes que él. Ante la posibilidad de incluir a alguien nuevo a este núcleo de tres, es la respuesta de Conrad la que queda registrada: «Yo pienso que una relación entre cuatro no es que no se pueda hacer, es que es inviable por cuestiones de espacio y por cuestiones de tiempo. Ya no podemos, yo al menos personalmente, destinar más tiempo a más personas. Apenas tengo tiempo con ellas, coincidir los tres, coincidir los dos…». Se asume, parece ser, que sería él quien incorporase a otra persona. No sabemos si esa asunción la hacen ellas tres o la hace el periodista al editar el video.
En este ejemplo interactúan varios marcos (miradas, formas de pensar) monógamos. El de Conrad, Evita y Nena, sin duda, que entienden su relación en términos estrictamente monógamos aunque con más de dos personas. Parecen ser dos parejas (Conrad-Evita y Conrad-Nena) simultáneas, si bien con una relación que parece impregnada de cariños y cuidados a múltiples bandas. Y también opera el marco monógamo del periodista, al que no se le ocurre preguntar o recoger nada fuera de las posibilidades obvias monógamas («¿cómo dormís?», «¿dónde enchufáis tres móviles?»).
¿Qué es lo que hace que esta «pareja» de tres recuerde tanto a cualquier pareja monógama a pesar de no ser de dos? ¿Por qué Evita, Conrad y Nena son entrevistados por medios que se quieren cool y vanguardistas y que jamás hubiesen invitado a una familia musulmana polígama a explicar su vida? ¿Por qué, después de leer estas últimas frases, algunas personas poliamorosas se han enfadado, han lanzado este libro contra la pared y están a punto de ponerme verde en las redes sociales? ¿Qué es lo que hace que la monogamia sea monogamia, que el poliamor sea poliamor, y que la poligamia sea otra cosa totalmente distinta?
Esto es lo que vamos a intentar pensar en este libro porque son todos esos los factores causantes de que nos estemos dejando las tripas y el alma en tratar de desmontar la monogamia a partir de sumar amantes, sin nada más, de tragarnos dolores, de herirnos infinitamente a cambio de unos pocos instantes de luz. Y nos está pasando porque partimos de un conocimiento erróneo de la cuestión, de premisas falsas que necesitamos desmontar antes de seguir poniendo el cuerpo. O mientras ponemos el cuerpo. Y tenemos que hacerlo antes de que la captura neoliberal de nuestras experiencias sea definitiva. Igual que no podemos desmontar el género sin entender qué es el género, no podemos desmontar la monogamia sin saber qué es.
A partir de productos culturales como los anuncios publicitarios o el arte, la monogamia es, en la actualidad, sinónimo de amor (de una forma de amor romántica y sexualizada «auténtica») y sinónimo de pareja, que es la construcción práctica que se entiende como «natural» de ese amor «auténtico». Lo que llamamos monogamia es el marco invisible en el que se juega la partida del amor, el tablero. Tanto es así que ni se nombra: viene dado de manera incuestionada. ¿Qué elementos contiene ese tablero donde se juegan las parejas? Como ejes vertebradores están la romantización del vínculo, el compromiso sexual, la exclusividad de ambos y el futuro reproductivo, que pulula como un fantasma sobre los amores y las parejas. Para fijarlos en un recorrido concreto, se han instalado una serie de prácticas de convivencia y dependencia, también económica, que dan sustancia material a la construcción amorosa.
Los hilos de las definiciones de amor, pareja y monogamia son un pez que se muerde la cola. Según el diccionario de la Real Academia Española, monogamia es el «estado o condición de la persona o animal monógamos» y un «régimen familiar que no admite la pluralidad de cónyuges», mientras que monógamo significa «casado o emparejado con una sola persona». Aunque al seguir el hilo en este mismo diccionario de la definición de pareja y de cónyuge entramos en un círculo infinito que no acaba de definir qué motiva que una unión sea llamada pareja y qué no. Trabajos específicos en torno al concepto de matrimonio en términos occidentales nos acercan más a la idea habitual de monogamia: «Enlace exclusivo y permanente entre un hombre y una mujer, que concierne de manera central a la asignación de derechos sexuales sobre cada una de las partes y establece responsabilidad parental sobre las criaturas surgidas de esta unión».(4)
A esta tríada central amor-pareja-monogamia heterosexual y reproductora se van sumando excepciones. La homosexualidad es una de ellas, la no reproducción también, como también lo son la temporalidad de los enlaces y, finalmente, la no exclusividad. Las primeras no ponen en riesgo el concepto que tenemos de monogamia. Una pareja homosexual puede ser reconocida por la mirada general como pareja. Incluso quien la considera antinatural o una forma de amor poco auténtica pone en duda que pueda ser un matrimonio, pero no una pareja. Las relaciones sin proyección reproductiva sufren de presión y extrañeza social, pero no por ello se pone en duda que se trate de una pareja. Las parejas temporales, que son la mayoría en la actualidad, también se reconocen como uniones monógamas. «Monogamias consecutivas», se las denomina. Una pareja con pretensiones de eterna, seguida de otra pareja también con pretensiones de eterna. Son intentos fallidos de perdurabilidad.
Pero ¿qué sucede con la exclusividad? Vamos a parar un instante en esta cuestión porque es central en todo este entramado. Las exclusividades.
Uno de los casos más pomposos en cuestiones de exclusividad sexual a escala planetaria fue la relación entre Bill Clinton, presidente de Estados Unidos, y Monica Lewinsky, entonces becaria de la Casa Blanca. Cuando surgieron los rumores de sus encuentros sexuales (en nueve ocasiones durante el transcurso de un año y medio… nada para tirar cohetes) se pusieron en marcha varias maquinarias simultáneas. Por un lado, criminalizar infinitamente el hecho de haber tenido relaciones sexuales. Por otro, victimizar infinitamente a Hillary Clinton, esposa de Bill. De todas las posibilidades que surgieron en los años del proceso (recordemos que fue una cuestión de Estado que casi llevó a la destitución del presidente), nunca se planteó la posibilidad de que en la relación Clinton & Clinton hubiese un pacto de no exclusividad sexual y de que Hillary estuviese perfectamente conforme con todo lo sucedido. Aun si hubiese sido así, nunca se hubiera podido formular públicamente, pues semejante vía hubiese destrozado la imagen idílica de la pareja presidencial. El amor auténtico, recordemos, implica exclusividad. Así, la pareja Clinton se siguió nombrando como pareja monógama a pesar del hecho de que sus prácticas, consensuadas o no, no eran de exclusividad sexual. De hecho, hay una categoría específica para nombrar la cuestión: infidelidad (lo que se ha denominado clásicamente «adulterio»).
¿Por qué pongo el acento en la cuestión? Porque a pesar de la fuerza que tiene la idea de exclusividad sexual en la definición habitual de la monogamia, es una práctica con una alta tasa de excepciones. Los bailes de cifras y estadísticas, aunque muy dispares entre sí, raras veces bajan de un 30% de infidelidad en parejas casadas. Un 30% que entiende la infidelidad solamente en términos de relación sexual con penetración (porque las estadísticas, como el mundo en general, son falocéntricas y heteromórficas, es decir, con fondo heterosexual y con forma de pene).
¿Qué pasaría si un 30% de personas vegetarianas comiese carne de vez en cuando? ¿Y si un 30% de mujeres heterosexuales tuviese sexo ocasional con mujeres? ¿Y si fuese un 30% de hombres heterosexuales el que ocasionalmente se acostara con otros hombres? ¿Seguirían siendo nombrados como heterosexuales? ¿Y las vegetarianas, seguirían siendo creíbles? ¿Cuándo la no exclusividad adúltera modifica la definición de la monogamia, a partir de qué periodicidad?
La idea de exclusividad no viene a delimitar exactamente las prácticas, a pesar de los esfuerzos de la policía de la monogamia por penalizar, perseguir y desalentar las sexualidades promiscuas, sino que viene a dar marca de legitimidad a un tipo de relación sexual frente a otras posibles eventualidades. Las y los amantes, las infidelidades, los adulterios y toda la variable de denominaciones de lo mismo forman parte de eso que llamamos monogamia. No son otra cosa, no están fuera del sistema, sino que son la excepción que delimita qué está bien y qué está mal, qué es legítimo y qué no, qué es normal y qué es anormal, escandaloso, vergonzoso. Qué es la pareja y qué es el/la amante, con un esquema de lectura de roles, además, extremadamente plano y estable.
Cuando daba los talleres #OccupyLove: cómo romper la monogamia sin dejarnos las tripas ni el feminismo en el intento, proponía un rol playing para tratar de ensayar posibilidades con la asistencia o para poner de manifiesto las dinámicas que tenemos naturalizadas y, por lo tanto, invisibilizadas. Usaba para ello cuatro posiciones, que iban ocupando asistentes según querían poner en marcha alguna cuestión, siguiendo a grandes rasgos la metodología del teatro del oprimido o del teatro foro. Les puse nombre a partir de una película de Pedro Almodóvar: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. La idea era: Pepi y Luci tienen una relación. Luci y Bom se enrollan. Las chicas del montón son el entorno. Las especificidades de cada historia las íbamos construyendo con el público. ¿El entorno es amigo de Pepi o de Bom? ¿Cómo cambia su opinión en función de lo uno o de lo otro? ¿Pepi y Luci llevan mucho tiempo juntas? ¿Luci y Bom solo se han enrollado o están empezando una relación? Siempre es interesante ver en qué cambia la historia y la percepción de la posición de estos personajes en función de una cosa u otra, ver qué nos es más fácil de llevar o qué esquema nos resulta más familiar. Por supuesto que esta perspectiva está dentro del marco monógamo, pero la intención de la dinámica era precisamente hacer una foto del lugar en el que estamos para intuir hacia dónde queremos ir.
La primera parte consistía en hacer que el personaje hablase en primera persona sobre cómo se sentía y pedir al público que también pensase cómo se estaba sintiendo ese personaje. He dado tal vez cincuenta talleres de este tipo en todo el Estado español, en ciudades grandes y pequeñas, con diversidad de edades, en centros okupados, en centros cívicos y en universidades, con público mayoritariamente homosexual o mayoritariamente heterosexual, en entornos poliamorosos o no, y una de las cosas que más me han marcado es que jamás, ni una sola vez, nadie ha dicho nada positivo sobre la posición de Pepi. Nunca. Pepi es la encarnación de la cornuda, la engañada, la abandonada. No importa que esté en una relación poliamorosa, no importa que esté hasta el moño de Luci, que es una pesada que necesita mucha atención, no importa nada: no tenemos imaginario para una Pepi feliz ni para la positivación del hecho de estar enamorada de alguien que se enamora también de otra persona. No tener un imaginario construido ni experiencias positivas incorporadas hace extremadamente difícil la vivencia, porque todo el entorno, todos los mensajes que llegan de todas partes convergen en el hecho de que en esta situación no puedes estar bien.
En monogamia, la posición de amante está tan penalizada como la posición de amada no exclusiva. Pero toda esta penalización no evita que la infidelidad esté dentro de los mecanismos mismos de reafirmación de la monogamia. Son estos mecanismos los que generan el terror poliamoroso que hace emerger las relaciones cerradas y exclusivas como la única forma soportable. Hillary Clinton perdonando la infidelidad de Bill es la máxima representación del triunfo del amor por encima de las contingencias de la vida. El amor® se impone incluso sobre los escarceos y es, por supuesto, la mujer la que perdona al donjuán de turno. Cositas del género, ya me entendéis. No siempre es así, y la infidelidad es una causa certificada y reforzada de ruptura, pero también en ese caso, se erige como la gran amenaza hacia el amor de verdad, hacia la forma correcta de construir el amor. Por supuesto, la monogamia también incluye la multiplicidad de afectos. Ya ni nombramos los amores «secundarios», como es el amor a las amistades, a los y las hijas, que no se entienden como amores al mismo nivel. Pero sí incluye el enamoramiento hacia otras personas siempre y cuando no se materialicen en carnalidad, en piel, y queden en la esfera de lo platónico. Así, lo que define la monogamia no es la exclusividad, sino la importancia de la pareja frente a las amantes u otros amores. La jerarquía de unos afectos sobre los otros. La exclusividad sexual sirve como marca jerárquica. Pueden existir otras relaciones sexuales, pero solo una tiene el apoyo social, solo una está certificada como correcta, apropiada. La exclusividad sexual es un compromiso simbólico, es el pago que se hace para adquirir esa legitimidad: «Yo no me acostaré con nadie más, pero a cambio, nuestra relación será superior a las demás, tú y yo tendremos una relación privilegiada, con una gama de privilegios en infinidad de niveles y con una amplia tolerancia, también social, a las violencias adscriptas a esos privilegios».
Cuando pensamos que desmontar la monogamia es eliminar la cuestión de la exclusividad sexual, nos estamos fijando solamente en la moneda, en la herramienta: eliminamos el símbolo del entramado, pero sin tocar ni cuestionar el entramado en sí mismo, cuando lo realmente importante es poder ver qué partes queremos desmontar y en qué orden, y cuáles podemos asumir, cuáles son necesarias, cuáles superfluas, cuáles contribuyen a la violencia y cuáles no. La monogamia no se desmonta follando más ni enamorándose simultáneamente de más gente, sino construyendo relaciones de una manera distinta, que permita follar más y enamorarnos simultáneamente de más gente sin que nadie se quiebre en el camino.
Si no atendemos a la estructura, no solo estamos reproduciendo el mismo sistema con un nombre distinto, sino que estamos añadiendo violencias y dolores a los ya implícitos en el sistema. Pero lo peor de todo es que no está sirviendo para nada más que para crear un rollito divertido y con aires cool que nos durará apenas unos años o unos meses, hasta que no nos queden tripas que desgarrar o hasta que encontremos esa media naranja con la que sí queramos comprometernos y dejemos atrás, definitivamente, nuestros experimentos juveniles poliamorosos, aunque ello conlleve dejar unos cuantos cadáveres emocionales por el camino. Al fin y al cabo, ¡qué es un cadáver más o menos frente a un amor-de-verdad®!
Por otro lado, nadie es poliamorosa por sí misma: el poliamor y las relaciones no monógamas son un logro colectivo. Tener muchas amantes simultáneas se ha hecho toda la vida; incluso con conocimiento de las personas involucradas y a veces incluso con su consentimiento. Jackie Kennedy sabía de la relación de su marido con Marilyn Monroe. Conocía pero dicen que no consentía. El Pescaílla, marido de Lola Flores, conocía la existencia del Junco, el bailaor con el que ella tuvo una relación amorosa durante sus últimos veinte años de vida. Dos décadas, ahí es nada. Conocido, por lo tanto, y de alguna manera consentido o aceptado o asimilado. Para poder hablar de relación no monógama hace falta algo más que la multiplicidad.
No es el qué ni el cuánto: es el cómo.
Si cambiamos el foco de la cantidad de personas involucradas a las dinámicas relacionales, la cuestión se pone mucho más interesante. No solo porque es inútil seguir pensando en nuestras vidas privadas como un pequeño reducto de «autenticidad esencial primigenia», independiente de toda influencia y ajeno a toda construcción, sino porque poner el acento en las dinámicas relacionales permite también visualizar nuestras relaciones con el mundo a partir de la vivencia no monógama, hacer de nuestra experiencia amorosa colectiva una herramienta de transformación política.
Vamos a tejer los primeros pasos de una nueva definición. La monogamia no es una práctica: es un sistema, una forma de pensamiento. Es una superestructura que determina aquello que denominamos nuestra «vida privada», nuestras prácticas sexoafectivas, nuestras relaciones amorosas. El sistema monógamo dictamina cómo, cuándo, a quién y de qué manera amar y desear, y también qué circunstancias son motivo de tristeza, cuáles de rabia, qué nos duele y qué no. El sistema monógamo es una rueda distribuidora de privilegios a partir de los vínculos afectivos y es, también, un sistema de organización de esos vínculos.
¿De qué manera los organiza y a partir de qué elementos? El sistema monógamo genera una estructura jerárquica que sitúa en lo más alto de la escala los vínculos reproductivos, la pareja heterosexual, si queremos simplificarlo así. Ese es el eje principal, seguido por la consanguinidad y, en un tercer grado, por los vínculos afectivos no consanguíneos. Es decir, el núcleo central y más importante, el amor más amor de todos, es la pareja reproductora y su descendencia, el secundario es el resto de la familia (de sangre) y el terciario, las amistades. Para privilegiar estos vínculos en detrimento de otros, el sistema monógamo pone en marcha toda una serie de mecanismos que establecen la superioridad (administrativa, emocional, ética) de unas formas relacionales concretas, de manera que pasan a ser considerados mejores en términos absolutos. Esta forma de aprender las relaciones y la vinculación determinará de qué manera nos sentimos frente a unos vínculos y frente a otros.
Un ejemplo de ello: la abrumadora mayoría de las personas en Europa vive en pareja. No hacerlo es una excepción entendida como un fracaso vital, como una tara en el expediente. Hay pocos ejemplos de vidas en común fuera de ese formato. Ni siquiera la arquitectura está preparada para ello y las casas y pisos se distribuyen en una habitación doble para la pareja y habitaciones individuales para las criaturas. Los coches tienes dos plazas delante (papá y mamá) y las motos tienen dos asientos (para ti y para tu churri). Y así, hasta el infinito.
¿Cómo se logra esa centralidad y superioridad del núcleo reproductor frente a otros vínculos no reproductores? A través de tres mecanismos, que no son los únicos, pero sí los imprescindibles para el funcionamiento del sistema: la positivación de la exclusividad, la conjunción identitaria y la potenciación de la competitividad y la confrontación.
Empecemos por desgranar la reproducción y qué carga simbólica tiene incluso en personas que escogen no reproducirse.
La reproducción no es una cuestión menor ni simplemente concreta, sino la materialización de cuestiones más amplias como la supervivencia y la trascendencia, que nos interpelan tanto de manera particular como grupal. Es una cuestión que trata de infinitud y de identidad, del miedo a desaparecer y diluirse, problemáticas obsesivamente centrales en la construcción de subjetividad occidentalizada. En términos monógamos, la reproducción tiene dos niveles: la genética, literal, los hijos y las hijas del núcleo reproductor y la identitaria grupal. Porque la forma de reproducción que legitima el sistema monógamo no es cualquier forma, sino aquella que confirma al individuo como tal, entendido en su aislamiento y soledad contemporáneas. El sistema monógamo es una herramienta de construcción del sujeto ensimismado, encerrado en sí mismo. Como tal, es evidente que el mandato del sistema no refiere a la reproducción como especie, sino a la supervivencia, reproducción y perdurabilidad del yo (concreto o grupal, del yo o del yo/nosotras): es una carrera de obstáculos infinita para garantizar la transmisión de lo mío más allá de mí. Y, al mismo tiempo, es un infinito aparato de propaganda tanto para construir la idea de lo mío como para legitimar el deseo de transmitirlo. Aun cuando lo mío es grupal, el nosotras por definición nunca incluye a todo el mundo. Donde hay un nosotras hay un ellas, pues en dinámicas de pensamiento binario se generan de manera automática en un fenómeno de interdependencia conceptual. El nosotras se define a partir de las características incluyentes y, al tiempo, por las excluyentes. Quien forma parte delimita, simultáneamente, quién no. El sistema monógamo no organiza una forma de supervivencia colectiva, sino que quiere que nos reproduzcamos de manera identitaria y excluyente, con nombres y apellidos, con linaje, con marcas de nacimiento. Es reproducir nuestra casta y ponerle nuestra marca, el copyright, la denominación de origen, el código de barras, para saber exactamente quién pertenece adónde y qué pertenece a quién. Las criaturas que pare el sistema monógamo no son hijas de una comunidad, son hijas de un padre con nombre y apellidos y de una madre con nombre y apellidos. Y no tener apellidos es tan grave como tenerlos y no querer transmitirlos.
El peso de la transmisión genética es tan grande que los vínculos de crianza, por ejemplo, quedan en un segundo término menos en casos de adopción en los que se otorga a la criatura el estatus de hijo/a. El privilegio biológico es tan grande como para pasar a denominar «padre» o «padre biológico» a un simple donante de esperma en el caso de maternidades lesbianas. Las criaturas no certificadas, esto es, no reconocidas por el padre, también quedan en un segundo término dentro del núcleo. Son las criaturas bastardas, sin acceso a los privilegios familiares. Madre no hay más que una, el día del padre en El Corte Inglés, o esa terrible fórmula burocrática en la que se pregunta el nombre del padre/madre/tutor legal de la criatura en cualquier formulario del Estado. Hay una abismo entre la carga emocional de la denominación padre/madre y la de tutor legal. Ya no hablemos de la violencia con que se retrata a la figura de la «madrastra», esa que nunca será la madre porque, como hemos visto, madre solo hay una. En el sistema monógamo, esta estructura de consanguinidad de genética compartida goza de un sorprendente estatus que la valoriza como vínculo indestructible e imprescindible, incluso entre personas que han sido excluidas de sus núcleos. Hasta cuando la familia es un hervidero de violencias, algo sorprendentemente común si atendemos a la cantidad de terapias que se dedican exclusivamente a resolver traumas causados por las estructuras familiares, o a la cantidad de tuits de disgusto que circulan ante los reencuentros consanguíneos en las fechas navideñas, la familia nuclear, tanto su presencia como su ausencia, sigue teniendo un extraordinario poder para marcar nuestras vidas pues, en el fondo, no tenemos alternativa. La filiación, la familia, parece el único vínculo indeleble, incuestionable, irrenunciable: la única estructura de vínculo que estamos condenadas a acarrear de por vida, queramos o no, y la única posibilidad de permanencia y refugio incondicional. Y es cierto, porque en el fondo es el único vínculo que mantenemos de por vida porque nos viene predestinado, prefijado. Somos nosotras mismas las que hacemos que la familia sanguínea sea lo único que de verdad perdura al no permitirnos mirar otras posibilidades y hacerlas reales.
Si estas unidades persisten y en la práctica se nos hace tan complicado desmantelarlas es porque, sin duda y a pesar de todo, tienen la capacidad de dar cobijo, son identidades refugio frente a un entorno indudablemente agreste. Sin embargo, la línea entre el cobijo y la cárcel es extremadamente fina, y en términos identitarios la balanza se acostumbra a decantar hacia soluciones perversas. La identidad monógama genera núcleos de significado cerrados en sí mismos, excluyentes y articulados por los miedos y las penalizaciones (en ocasiones simbólicas, en ocasiones apabullantemente tangibles).
Esta marca de sangre nos enlaza con un linaje en un contexto donde este sigue teniendo mucha importancia práctica y también emocional. Es lo que denominamos «nuestras raíces» y que tiene la capacidad de reconfortarnos ante la mísera fugacidad de nuestra existencia. Las «raíces» nos dan la sensación de pertenencia y de perdurabilidad. De alguna manera ya estábamos antes de estar, antes incluso de existir y, de alguna manera, seguiremos estando después de existir. El recorrido histórico de nuestra sangre explica quiénes somos y señala qué debemos ser. Desde el nacimiento se nos atribuye un nombre y unos apellidos que acarrean información indeleble sobre nuestro género, lugar de origen, clase, incluso racialización y, a menudo, estado civil en el caso de las mujeres (el nombre real de la Clinton es Hillary Rodham). Los apellidos funcionan como un sistema demarcador de cuestiones como la pertenencia nacional y como rueda distribuidora de privilegios.(5) Tener un apellido u otro te visibiliza de maneras muy concretas y en absoluto neutras respecto al entorno.(6) Para mantener este sistema de filiación y mantener intacto el orden que acarrea es necesario asegurar la consanguinidad en la descendencia y sacralizarla tanto que incluso las personas que salen perjudicadas por este sistema acaten sus designios y lo defiendan como natural y necesario. La transmisión incluye los bienes materiales, pero no acaba en ellos: incluye las oportunidades, los contactos, el estatus, una especie de «pureza» de sangre que solo a través de la monogamia como práctica, y de sus entresijos como sistema, es posible mantener.
¿Qué hay de toda esta teoría en las prácticas concretas de amores queer, anticapitalistas, lesbianos, post? ¿Las bolleras vivimos obsesionadas por transmitir nuestro apellido? ¿La precariedad concibe el concepto de herencia?
Si el centro de todo este entramado es la reproducción, podríamos estar tentadas de creer que si desaparece ese objetivo, todo lo demás no opera. Pero no: nuestra programación interna es bastante más compleja y tenemos infinidad de reflejos inducidos que siguen operando más allá de que el estímulo esté o no esté presente. Por otro lado, en el contexto de hegemonía heteronormativa no hay diversas maneras de culturizarnos amorosamente, según seamos heterosexuales o lesbianas, queramos reproducirnos o no, queramos una relación de pareja o una red afectiva: hay una sola manera legítima que es monógama y heterosexual, y con eso tenemos que ir haciendo malabares todas.(7)
La reproducción, la supervivencia, la transmisión y la trascendencia van más allá del objeto concreto de transmisión. Definen desde ángulos diversos el mismo fenómeno: el miedo a desvanecernos. Eso es lo que nos queda al fin, lo que hay detrás de todo, de los amores burgueses y los amores bastardos, de los deseos heteros y de las pasiones queer, de los encuentros bolleros, de los flechazos maricas, tanto de las pansexualidades enamoradas y enamorantes como de los chats de ligue heteronormativos. Detrás del Wapa, del Grindr, del Tinder y del Meetic. Porque la obsesión última de este sistema monógamo desde el que amamos y follamos es la pertenencia y, en consecuencia, la perdurabilidad.
¿Es posible que con todo lo que somos (tan modernas, tan post, tan trans, tan queer, tan de todo que no se puede más) aún estemos atrapadas en el miedo a desvanecernos, en el pánico a la intrascendencia, a la momentaneidad?
No, tal vez no estemos atrapadas ahí.
Lo que sí afirmo es que hemos heredado esas formas amorosas y las reproducimos como si estuviésemos aún atrapadas ahí. Infinitamente atrapadas en el miedo a la finitud o infinitamente capturadas por el espejismo de la infinitud.
El miedo a la finitud, a desaparecer, se traduce en terror y violencia hacia la alteridad. El espejismo de la infinitud, de creer que somos eternas y perdurables a pesar de las circunstancias, se traduce en un individualismo salvaje. Las dos caras del mismo desastre.
El vínculo monógamo tiene carácter identitario: su lógica no es «estamos en» pareja, sino que la somos. Fulanita es pareja de Menganita. Porque, una vez emparejadas, pasamos a entendernos como dúo («Sin ti no soy nada, una gota de lluvia mojando mi cara», canta Amaral), como unidad de dependencia incuestionable. El mito de la media naranja, el amor-de-mi-vida®. Los mitos trágicos del amor como horizonte son infinitos (y heterosexuales), desde Romeo y Julieta hasta Amy Winehouse y Blake Fielder-Civil: el amor como naufragio de a dos. Peor, como una forma poética de naufragio de a dos. Cuanto mayor sea el naufragio, más poético. Y este vínculo tiene carácter de permanente porque aspira a serlo y porque momentáneamente se vive como permanente, a pesar de que la contemporaneidad nos demuestra una y otra vez que tal permanencia amorosa es escasa. Y no solo lo es porque el amor se acaba, sino porque vivimos en esa liquidez que explicó el sociólogo Zygmunt Bauman hasta la saciedad donde todo es efímero, todo es presente, como si estuviésemos afrontando el fin del mundo. Y, de hecho, tal vez estamos afrontando el fin del mundo. Y lo hacemos cargados de hedonismo, de carpe diem, con el compromiso hacia el vínculo creado como una cosa del pasado, como la debilidad de una nostalgia pasada de moda. Aun así, mientras dura el amor-pasión, el amor apasionado, nuestras parejas tienen calidad de permanentes y esa calidad les dará carácter identitario: somos en cuanto que estamos con. La pareja también es una forma de aumentar nuestro valor de mercado: tanto gustas, tanto vales.
Con estos dos elementos sobre la mesa, la jerarquía y la identidad, lo demás viene dado: competición por alcanzar ese núcleo jerárquico, para constituir una pareja, y confrontación para alcanzarlo y conservarlo.
4. Brian Schwimmer, Defining Marriage. Disponible en <www.umanitoba.ca>.
5. En el año 2008, el Parlamento francés implantó como medida para garantizar la igualdad de oportunidades que los currículums no llevasen nombre, ni género, ni edad, ni raza (sic), ni fotografía.
6. Carme Cámara me explicaba que, en sus años escolares, el profesorado tenía problemas para pronunciar su nombre y se inventaba cosas del tipo «Carue Cambra», pues no podía concebir a una persona negra que se llamara Carme Cámara sin más ni menos.
7. Como explica Leonor Silvestri en entrevista a Pikara Magazine: «Familia, del latín famulus, «esclavo rústico», significa «conjunto de esclavos». Para crear nuevas formas de afectación hay que crear nuevos lenguajes. La familia, la sangre, el Edipo y la pareja forman parte de los grandes dispositivos de control, con una coerción subjetiva muy sutil. Es casi un insulto y motivo de expulsión ir contra la familia, cuando el feminismo radical de los setenta ya abogaba por eso. Parece que la heterosexualidad como régimen político pega la vuelta y gana a nivel subjetivo, a la altura de los deseos. Dado que no puede vencer extinguiendo las desviaciones sexuales, produce deseos heteronormales incluso entre personas no heterosexuales: deseo de familia, reproducción, matrimonio, pareja monogámica, etcétera. También intenta convencer de que cualquier elección que hagamos, ya sea por pereza, incapacidad o ímpetu volitivo para fugarnos del sistema, es radical, deconstructiva y subversiva. Es decir, desconoce que estamos programadas subjetivamente para tener ciertos deseos y otros no». Disponible en <www.pikaramagazine.com>.