II

Los diarios matutinos que le fueron alcanzados por Rodión junto con una taza de chocolate tibio, la hoja local Buenos Días, Compañeros y el más serio Voz del Público, como siempre, abundaban en fotografías en color. En el primero encontró la fachada de su casa: los niños mirando desde el balcón, su suegro mirando por la ventana de la cocina, un fotógrafo asomado a la ventana de Marthe; en el segundo estaba la vista familiar que se apreciaba desde esa misma ventana, que daba al jardín, mostrando el manzano, el portal abierto y la figura del hombre que fotografiaba la fachada. Además, encontró dos fotos suyas en las que aparecía tal como era en su mansa juventud.

Cincinnatus era hijo de un pasajero desconocido y pasó su niñez en una gran institución más allá del río Strop (solo al llegar a los veinte años conoció a la inquieta, pequeña, y todavía juvenil Cecilia C. que lo concibiera una noche en los laguillos cuando era aún una adolescente). Desde sus primeros años, Cincinnatus, comprendiendo por una extraña y feliz casualidad el peligro en que se hallaba, se las arregló cuidadosamente para ocultar cierta particularidad. Era impermeable a los rayos de los demás y, por lo tanto, causaba una rara impresión cuando le encontraban desprevenido, como un solitario obstáculo oscuro en este mundo de almas transparentes; sin embargo, aprendió a fingir traslucidez empleando un complejo sistema de ilusiones ópticas, por así decirlo; pero en cuanto se olvidaba de sí mismo, en cuanto se permitía una ausencia momentánea de autocontrol en la manipulación de las ladinamente iluminadas facetas y ángulos en que colocaba su alma, inmediatamente surgía la alarma. En medio de la excitación de un juego, sus contemporáneos de pronto lo rechazaban como si sintieran que su lúcida mirada y la claridad de sus sienes eran una hábil mentira y que en verdad Cincinnatus era opaco. Algunas veces, en lo más profundo de un repentino silencio, el maestro, con desazonada perplejidad, solía reunir todas las reservas de piel que tenía alrededor de los ojos para contemplarlo fijamente largo rato y decía finalmente: «¿Qué le pasa, Cincinnatus?» Entonces Cincinnatus se rehacía y, apretando su propio yo contra el pecho, lo ocultaba en lugar seguro.

Con el correr del tiempo, los lugares en los que se sentía seguro se hicieron más escasos: el sol del interés público penetró en todas partes, y la mirilla de la puerta estaba colocada en forma tal que en toda la celda no había un solo rincón que el observador no pudiera atravesar con su mirada penetrante. Por lo tanto, Cincinnatus no desmenuzó los multicolores periódicos ni los tiró como hizo su doble (el doble, el vagabundo que nos acompaña a cada uno de nosotros –a ti, a mí, a él–, realizando lo que quisiéramos hacer en ese mismo momento, pero no...); Cincinnatus apartó los diarios con toda calma y terminó su chocolate. La nata marrón que se extendía sobre este se transformó en un arrugado desecho sobre sus labios. Entonces Cincinnatus se puso la bata negra (que le quedaba demasiado larga), las zapatillas negras con pompones y el gorro negro, y comenzó a caminar por la celda tal como lo hiciera cada mañana desde el primer día de su confinamiento.

Niñez en los prados suburbanos. Jugaban a la pelota, al marrano, al papaíto piernas largas, al a la una la mula, a la gallinita ciega. Él era ligero y vivaz, pero no les gustaba jugar con él. En el invierno las cuestas de la ciudad se cubrían de una uniforme capa de nieve, y qué divertido era deslizarse en los «cristalinos» trineos Sabúrov. Qué rápidamente caía la noche cuando uno volvía a casa después de montar en trineo... Qué estrellas, cuántos pensamientos y tristeza arriba y cuánta ignorancia abajo. En la helada oscuridad metálica las ventanas brillaban con luz ámbar y carmín; las mujeres con pieles de zorro sobre vestidos de seda cruzaban la calle de casa a casa; la vagoneta eléctrica levantaba una momentánea ventisca luminosa al pasar corriendo sobre la vía espolvoreada de nieve.

Una vocecilla:

–Arkadi Ilich, mira a Cincinnatus...

Él no se enojaba con los chismosos, pero estos se multiplicaron, y, al madurar, se hicieron temibles. Cincinnatus, que para ellos era negro como el carbón, como si hubiera sido tallado en un enorme bloque de noche, el opaco Cincinnatus se volvería hacia uno y otro lado tratando de recibir los rayos, intentando con ansia desesperada colocarse de tal modo que pareciera traslúcido. Los que le rodeaban se entendían a la primera palabra, ya que no poseían palabras que terminaran de forma inesperada, quizá en alguna letra arcaica, una upsilamba, que se transformara en un pájaro o en una catapulta con consecuencias inusitadas. En el pequeño y polvoriento museo del Segundo Bulevar, donde le llevaban de pequeño y donde él llevaría más tarde a sus alumnos, había una colección de objetos raros y maravillosos. Pero todos los concurrentes, excepto Cincinnatus, los encontraban tan limitados y transparentes como a sus semejantes. Lo que no tiene nombre no existe. Desgraciadamente todo tenía nombre.

«Existencia sin nombre, substancia intangible», leyó Cincinnatus en la pared, detrás de la puerta.

«Perpetuos celebrantes de onomásticas, podéis...», estaba escrito en otro lugar.

Más hacia la izquierda, con mano fuerte y nítida, sin una sola línea superflua: «Nota que cuando se dirigen a ti...» El resto había sido borrado.

A continuación, con desmañada letra infantil: «Multaré a quien escriba», firmado: «Director de la Prisión.»

Y todavía podía discernirse otra frase, antigua y enigmática: «Medidme mientras vivo, después será demasiado tarde.»

–De todos modos, a mí ya me han medido –dijo Cincinnatus, reanudando su paseo y golpeando las paredes con los nudillos–. Pero ¡ahora no quiero morir! Mi alma se ha escondido debajo de la almohada. ¡Oh, no quiero! Hará frío cuando deje mi cuerpo caliente. No quiero... Esperen un poco... Déjenme dormitar un poco más...

Doce, trece, catorce. A los quince Cincinnatus fue a trabajar a un taller de juguetes, donde le destinaron a causa de su pequeña estatura. Por las noches, en la Biblioteca Flotante in memoriam del Dr. Sineókov –quien se ahogó exactamente en ese punto del río de la ciudad–, se regalaba con libros antiguos al perezoso besar de las olitas. El chirriar de las cadenas, la pequeña galería con sus pantallas de color naranja, el chapoteo, la calma superficie de las aguas aceitadas por la luna y, en la distancia, las luces titilando en la negra tela de araña de un altivo puente. Más tarde, sin embargo, los valiosos volúmenes comenzaron a sufrir los estragos de la humedad, de modo que al final fue necesario secar el río, encauzando todas las aguas hacia el Strop por medio de un canal construido especialmente para ello.

En el taller luchó durante largo tiempo con intrincadas fruslerías y fabricó muñecos de trapo para colegialas; allí estaba el pequeño y velludo Pushkin con su gorro de piel y un ratonesco Gógol luciendo un chaleco rimbombante y el viejo y pequeño Tolstói, de gorda nariz, con blusa de campesino y muchos otros, como por ejemplo Dobroliúbov, con gafas sin cristales y todo abotonado. Habiendo desarrollado artificialmente un aprecio por ese mítico siglo xix, Cincinnatus estaba dispuesto a ser completamente absorbido por las nieblas de esa antigüedad y encontrar así un falso refugio; pero otra cosa le distrajo.

Allí, en aquella pequeña fábrica, trabajaba Marthe; sus húmedos labios entreabiertos, apuntando un hilo al ojo de una aguja.

–¡Hola, Cincinnatik! –Y así comenzaron esos embelesados vagabundeos por los muy muy espaciosos (tantísimo, que hasta las colinas en la distancia aparecían brumosas por el éxtasis de su lejanía) jardines de Tamara, donde, sin razón alguna, los sauces lloran sobre tres arroyos, y los arroyos, en tres cascadas, cada una con su pequeño arco iris, caen en el lago, donde un cisne flota del brazo de su reflejo. Las llanas praderas, los rododendros, los robledales, los alegres jardineros con sus botas verdes jugando al escondite todo el día; alguna gruta, algún banco idílico sobre el cual tres graciosos habían dejado tres pequeños montoncitos (es una broma: son imitaciones hechas de hojalata pintada de marrón), algún cervatillo, saltando en la avenida y transformándose ante tus propios ojos en temblorosas manchas de sol... ¡Así eran esos jardines! Allí está el parloteo balbuciente de Marthe, sus medias blancas, sus zapatillas de terciopelo, su frío pecho y sus besos con sabor a fresas silvestres. Si uno pudiera ver desde aquí... Por lo menos las copas de los árboles...

Por lo menos las colinas distantes... Cincinnatus se ajustó un poco más la bata. Cincinnatus movió la mesa y comenzó a arrastrarla hacia atrás mientras esta chillaba con ira; ¡con qué poca voluntad, con cuántos temblores se movía por el suelo de piedra! Sus temblores se transmitían a los dedos de Cincinnatus y al paladar de Cincinnatus mientras él retrocedía hacia la ventana (es decir, hacia la pared donde muy, muy arriba, se hallaba la cavidad inclinada de la ventana). Cayó una ruidosa cuchara, la taza comenzó a bailar, el lápiz la imitó, un libro se deslizó sobre otro. Cincinnatus puso la silla sobre la mesa. Finalmente subió. Pero, desde luego, no vio nada; solo el ardiente cielo con unos pocos cabellos blancos peinados hacia atrás, restos de las nubes que no pudieron tolerar lo azul. Apenas si pudo Cincinnatus estirarse hasta los barrotes más allá de los cuales se alzaba el túnel de la ventana con más barrotes aún al final, y su sombreada repetición sobre las desconchadas paredes de la pendiente de piedra. Allí, en un costado, escrita con la misma mano firme y despreciativa de una de las frases a medio borrar que leyera antes, estaba la inscripción: «No puedes ver nada. Yo también probé.»

Cincinnatus estaba de puntillas, prendido de los barrotes de hierro con sus manitas todas blancas por el esfuerzo, y la mitad de su cara recibía la luz del sol, y el dorado de su bigote izquierdo brillaba, y había una pequeña jaula dorada en cada uno de los espejos de sus pupilas, mientras abajo, detrás, sus talones se levantaban fuera de unas zapatillas demasiado grandes.

–Un poco más y se caerá –dijo Rodión, quien había estado allí durante todo un minuto y ahora sujetaba firmemente la pata de la temblorosa silla–. Está bien, está bien. Ya puede ir bajando.

Rodión tenía los ojos azules del color del aciano y, como siempre, su espléndida barba roja. Este atractivo ejemplar de ruso se elevaba hacia Cincinnatus, quien apoyaba en él la planta de su pie desnudo –es decir, era su doble quien lo hacía, mientras que el propio Cincinnatus había ya descendido de la silla a la mesa–. Rodión, abrazándolo como a una criatura, lo bajó con sumo cuidado, y luego puso la mesa en su lugar con un sonido de violín y se sentó en el borde, balanceando el pie que estaba en el aire y apretando el otro contra el suelo, asumiendo la seudogarbosa actitud de los libertinos de opereta en la escena de la taberna, mientras Cincinnatus tiraba del cinturón de su bata y hacía lo posible por no llorar.

Rodión cantaba con su voz de bajo-barítono dando la vuelta a los ojos y blandiendo la jarra. Marthe también acostumbraba a cantar esa arrolladora canción. Las lágrimas fluían de los ojos de Cincinnatus. Al llegar a una nota culminante, Rodión arrojó la jarra contra el suelo y se deslizó de la mesa. Su canto pasó al coro, aun cuando estaba solo. Repentinamente levantó ambos brazos y salió.

Sentado sobre el suelo, Cincinnatus miró hacia arriba a través de sus lágrimas; la sombra de las rejas ya se había ido. Trató –por enésima vez– de mover la mesa, pero, ay, las patas estaban empernadas al suelo desde hacia una eternidad. Comió un higo y comenzó a caminar otra vez por la celda.

Diecinueve, veinte, veintiuno. A los veintidós fue transferido a un jardín de infancia como maestro del grupo F, y por aquel entonces se casó con Marthe. Casi inmediatamente después de que asumiera sus nuevas tareas (que consistían en mantener ocupados a niñitos cojos, jorobados o bizcos), un personaje importante presentó una queja de segundo grado contra él. Cautamente, en forma de conjetura, fue expresada la sugerencia de la ilegalidad básica de Cincinnatus. Junto con este memorándum, los padres de la ciudad examinaron también las viejas denuncias que de vez en cuando hacían llegar sus compañeros de taller más observadores. El presidente del comité de educación y otros personajes oficiales se turnaron encerrándose con él para someterlo a los tests prescritos por la ley. Durante varios días seguidos no se le permitió dormir, y fue obligado a resistir pequeñas conversaciones absurdas hasta lindar con el delirio; a escribir cartas a distintos objetos y fenómenos naturales, representar escenas de la vida diaria e imitar diversos animales, oficios y enfermedades. Todas estas pruebas llevó a cabo y todas las superó, porque era joven, listo, sano y tenía ganas de vivir, de vivir por algún tiempo con Marthe. De mala gana le dejaron en libertad, le permitieron continuar trabajando con niños de la categoría más inferior, que eran material disponible, para ver qué resultaba. Él los sacaba a pasear, en parejas, mientras daba vueltas a la manivela de una pequeña caja de música que parecía un molinillo de café; los días de fiesta solía columpiarlos en el parque –todos ellos aguantaban la respiración al volar por el aire y chillaban al llegar al suelo–. A algunos les enseñó a leer.

Mientras tanto, Marthe comenzó a engañarlo durante el mismísimo primer año de matrimonio; en cualquier parte y con cualquiera. Generalmente, cuando Cincinnatus regresaba a casa, ella le recibía con una cierta sonrisa saciada, el mentón contra el cuello, como reprochándose, y espiándole con sus honestos ojos redondos, le decía con voz suave: «Hoy, la pequeña Marthe lo ha hecho otra vez.» Él la contemplaba un instante, con la palma de la mano contra la mejilla, como una mujer, y luego, gimiendo en silencio, atravesaba todas las habitaciones, llenas de los parientes de Marthe, y se encerraba en el baño, donde pataleaba y dejaba correr el agua y tosía para cubrir el sonido de sus sollozos. Algunas veces, como para justificarse, ella le decía:

–Tú sabes que soy una criatura generosa; es algo tan pequeño, y significaba un alivio tan grande para un hombre...

No tardó en quedarse embarazada, y no de él. Dio a luz un niño; inmediatamente volvió a verse encinta –tampoco esta vez de él– y alumbró a una niña. El niño era cojo y perverso; la niña, obtusa, obesa y casi ciega. A causa de sus defectos ambos niños terminaron en su jardín de infancia, y resultaba extraño ver a Marthe tan ágil, suave y sonrosada, llevando a casa a su rechoncha y a su lisiado. Gradualmente, Cincinnatus fue dejando de vigilarse y, un día, durante una reunión al aire libre en el parque de la ciudad, saltó repentinamente la alarma y alguien dijo en voz alta: «Ciudadanos, hay entre nosotros un...» Aquí siguió una palabra extraña, casi olvidada, y el viento silbó entre los algarrobos, y a Cincinnatus no se le ocurrió nada mejor que levantarse y echar a andar, arrancando distraídamente hojas de arbustos que bordeaban el sendero. Diez días después fue arrestado.

–Mañana, probablemente –dijo Cincinnatus mientras caminaba lentamente por la celda–. Mañana, probablemente –dijo Cincinnatus, y se sentó sobre el catre, frotándose la frente con la palma de la mano. Un rayo del ocaso repetía efectos ya familiares–. Mañana, probablemente –dijo Cincinnatus en su suspiro–. Hoy ha habido tanta calma...; de modo que mañana, bien temprano...

Por un momento todos guardaron silencio: la jarra de barro con agua en el fondo que había ofrecido de beber a todos los prisioneros del mundo; las paredes, unidas entre sí apoyando cada una los brazos en los hombros de las dos contiguas, como un cuarteto discutiendo un secreto cuadrado en inaudibles murmullos; la araña de terciopelo que por alguna razón se parecía a Marthe; los inmensos libros negros sobre la mesa...

–Qué equivocación –dijo Cincinnatus, y repentinamente rompió a reír. Se puso de pie y se quitó la bata, el gorro, las zapatillas. Se quitó la cabeza como un tupé, se quitó las clavículas como una correa, se quitó las costillas como una armadura. Se quitó las caderas y las piernas, se quitó los brazos como manoplas y los arrojó a un rincón. Lo que quedó de él se fue disolviendo gradualmente, coloreando apenas el aire. Al principio, Cincinnatus se limitó a disfrutar de la calma, y luego, ya sumergido de lleno en su ambiente secreto, comenzó libre y alegremente a...

Sonó el trueno de hierro del cerrojo y Cincinnatus recuperó de inmediato todo lo que se había quitado, incluso el gorro. Rodión, el carcelero, traía una docena de ciruelas amarillas dentro de una canasta redonda forrada con hojas de vid, obsequio de la esposa del director.

Cincinnatus, tu ejercicio criminal te ha vivificado.