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Los cuentos, las historias y los mitos son formas en las que las sociedades humanas han vehiculado la sabiduría, han postulado desafíos o han sugerido caminos. Hay un conocido mito griego que habla de la existencia de un laberinto en la isla de Creta y de un monstruo encerrado en él. Y la historia dice así:
El Minotauro y el laberinto
El rey de la antigua Creta, Minos, había enfurecido al dios Zeus por su avaricia, al negarse a sacrificar un toro en su honor. Como castigo, Zeus le envió disimulado como un regalo, un fabuloso toro blanco del que, inmediatamente, Pasifae, la esposa de Minos, se habría de enamorar sin remedio.
De la unión de Pasifae y el toro nació el Minotauro, una bestia con cabeza de toro y cuerpo humano. Era tal la vergüenza de Minos y la violencia del Minotauro, que el rey pensó en esconderlo y al mismo tiempo, tenerlo a buen recaudo. Pidió ayuda a Dédalo, artista y científico de Creta, para que construyera un sitio donde mantener a raya a la fiera. Dédalo construyó el laberinto. Un lugar donde, una vez dentro, el desgraciado que había osado entrar, abandonaba toda esperanza de salir.
Pero al Minotauro había que alimentarle y, cada nueve años, para honrarle, Atenas enviaba a Creta siete doncellas y siete jóvenes guerreros que el monstruo devoraba.
En la tercera ocasión en la que Atenas tenía que enviar a sus víctimas para el sacrificio, Teseo, el valiente hijo del rey Egeo, aceptando el terrible reto, pidió a su padre que le incluyera entre los jóvenes de la expedición. Egeo, entristecido por el riesgo que su hijo tomaba, aceptó y la expedición partió hacia un fin incierto y amenazante, rumbo a Creta.
Una vez en Creta, los jóvenes atenienses descansaron en un parque, el día anterior a su entrada en el laberinto, donde casualmente paseaban las dos hijas de Minos, Ariadna y Fedra. Nada más encontrarse, Ariadna y Teseo se enamoraron y al conocer el destino que al día siguiente aguardaba a su amante, Ariadna, desesperada por el final trágico que se avecinaba, imaginó una forma de salvar a su amado.
El mito del Minotauro y Teseo es uno de los más conocidos entre los mitos griegos. La historia se inicia cuando el rey Minos se niega a honrar a Zeus entregándole un toro. La negativa de Minos simboliza su ambición, la codicia por querer tener más o ser más poderoso, su rechazo a honrar algo más allá de sí mismo, y esto inicia el ciclo trágico de este episodio de la historia. El Minotauro, el ser deforme de violencia extrema, que habita solitario el laberinto, es una víctima más de la venganza de Zeus y el deseo sensual de Pasifae. El Minotauro, como muchas veces los humanos hacemos con el propio dolor, es rechazado, expulsado de la conciencia, exiliado del mundo compartido con los otros humanos. El Minotauro no ha tenido condiciones para ser amado, fue engendrado y creció desde la semilla de la venganza y la avidez, y la ira fue su razón de vivir. Es un ser que daña y, al mismo tiempo, genera compasión. Los humanos compartimos también esa naturaleza de Minotauro, cuando nos atrapan emociones intensas, miedo, celos, ira, ansias por tener placer constante… y nos dejamos llevar por la violencia, por la imposición de las propias ideas o por la necesidad de escondernos.
Entrar en el laberinto representa tomar la decisión de ir hacia el centro del ser y acabar, no con un ser deforme y violento, sino acabar, con las raíces y las condiciones que llevan a perpetuar la violencia y el dolor. Para entrar en el laberinto, Teseo necesitó coraje e inteligencia, pero también necesitó compasión, deseó aliviar no solo su propio dolor, sino el dolor de toda su ciudad.
Teseo, compasivo y valiente, inicia esta acción.
Nosotros, como Teseo, tomamos también esta decisión y nos adentramos en el laberinto de nuestra naturaleza humana.