Me quedé parada en el vano de la puerta del baño, con los ojos clavados en Huck, totalmente pasmada. Ninguno dijo una palabra durante varios segundos.
Al quedar huérfano, Huck se mudó con mi padre y conmigo, justo después de la muerte de mi madre, cuando yo tenía diez años y él, once. Pasó a ser un miembro no oficial de la familia Fox, deshecha y sumida en la tristeza… hasta que ocurrió un incidente desafortunado cuando cumplí dieciséis años, hace dos veranos. La mejor noche de mi vida. Antes de que se volviera la peor.
No había visto a Huck desde entonces.
Sin embargo, allí estaba, quieto y cauteloso, con el cuerpo hecho una colección de líneas marcadas y músculos tensos. Una sonrisa vacilante reveló un hueco diminuto y singularmente atractivo en mitad de los dientes de adelante. Pero esa sonrisa era mentira; estaba nervioso. Yo lo conocía muy bien.
Bueno, antes lo conocía bien.
La confusión que nublaba mi mente empezó a desaparecer, y abrí y cerré los ojos, húmedos por unas lágrimas no derramadas. El pequeño terremoto que tenía en el pecho había arrasado pueblos y derribado árboles, y ahora yo estaba en mitad del polvo que se disipaba, esperando a evaluar los daños.
—Cuánto tiempo —dijo él, con total despreocupación. Mentira.
—Más de un año. —Desde que nos dejaste. Desde que me rompiste el corazón.
—Un año, cuatro meses, nueve días.
Un ruidito escapó de mi boca. ¿Había estado llevando la cuenta?
Él se encogió de hombros en un gesto casi imperceptible.
—Fue en tu cumpleaños. Una fecha bastante fácil de recordar, ¿no?
—Claro. Sí. Fácil de recordar —dije yo como una tonta, incapaz de mirarlo a los ojos—. ¿Cómo…? ¿Qué estás haciendo aquí?
Como si alguien hubiera presionado un botón, de pronto toda la tensión abandonó sus extremidades, y su actitud era casual y relajada. Se había transformado. Volvió a ser el despreocupado de siempre. Quizás no estaba tan nervioso como había pensado; quizás la única nerviosa era yo.
Desenfadado como nunca, inclinó la cabeza a un lado y se sacudió la oreja para quitarse un poco de agua, con un ojo cerrado.
—Bueno, la verdad es que creía que te conocía, pero la furia con la que me miras y el libro ese con el que parece que estás dispuesta a golpearme me hacen pensar que he cometido un crimen.
No supe qué decir, me quedé sin palabras. Era como si para él fuera lo más natural del mundo aparecer en mi habitación de hotel al otro lado del océano. Quizás me había golpeado la cabeza, y todo esto era una especie de fantasía causada por una lesión cerebral. Si pestañeaba muchas veces, tal vez él desaparecería.
Pero no desapareció.
—¿Huck? —conseguí decir al fin.
—¿Sí, banshee?
Quería decirle que no me llamara más así. Era demasiado íntimo, demasiado doloroso, como si me perforaran el corazón con agujas diminutas. Respira, me dije para mis adentros. Columna de acero, mentón en alto. Columna de acero, mentón en alto…
—Tú estás en Irlanda del Norte —señalé.
—¿Ah, sí? —Hizo ver que recorría la habitación con la mirada—. Qué curioso. Pensé que estaba en Estambul. ¿O Bizancio? ¿Cómo se llama ahora? ¿Antes era Constantinopla, no? Nunca me fue bien con la historia, quizás lo recuerdes —dijo él, haciendo una mueca hacia arriba con la boca—. Veo que te has cortado el pelo.
Con un resoplido, me reí por lo bajo, frustrada por lo absurdo de un comentario tan banal, y al mismo tiempo atraída por su encanto confiado. Mi talón de Aquiles.
—Al tuyo no le has puesto freno —respondí yo.
—Me tendrías que haber visto hace una hora. Creo que parecía un troll de las cavernas. He tardado media hora en afeitarme la cara —confesó él de buen humor, acariciándose la mandíbula.
Parecía increíblemente mayor. Igual… pero distinto. Tenía la sonrisa de un chico y el cuerpo de un hombre. El pequeño terremoto de mi pecho volvió a retumbar; era un milagro que yo siguiera en pie.
—Has cambiado algo más que tu pelo —comentó él, mientras los ojos se le iban a mi cadera—. Mucho más.
—Cuidado… —le advertí, intentando sonar molesta a pesar de mi vergüenza.
El rabillo de sus ojos se arrugó.
—¿Ya no eres un palo vestido, no?
—¡Con gusto te daré un puñetazo en esa cara recién afeitada si dices una palabra más sobre mi cadera, Huxley Gallagher!
—Tranquila… Era un cumplido. Es muy bonita… ¡ey, eh! —exclamó él, dando un paso hacia atrás con una mano en alto—. Parece que lo único que no ha cambiado en ti es ese mal genio. Empecemos otra vez. ¿Qué te parece un simple «Hola, Huck; me alegro de verte»?
—¿Y por qué te estoy viendo siquiera? —pregunté con exasperación—. ¿Qué haces en Estambul, y encima en mi habitación? ¿Cómo has entrado aquí?
—Bueno, a ver. He estado todo el día conduciendo desde Tokat.
—¿Tokat? ¿Estabas con… mi padre? —Mil emociones brotaron en mi interior como malezas indeseadas en mitad de un césped perfecto. Enfado. Dolor. Celos… Si él había estado con mi padre, entonces Huck había estado ayudándolo con la expedición en Turquía. A mis espaldas. Ambos me habían mentido.
—¿Habéis estado en contacto? ¿Desde hace cuánto? ¿Todo este tiempo? —O sea, yo sabía que mi padre se comunicaba con Huck al menos en alguna que otra ocasión. Lo suficiente para informarme de que seguía vivo y que se había mudado con su tía.
—Theo… —dijo mi nombre como si me tuviera lástima e intentara no hacerme sentir mal… y lo único que consiguió fue hacerme enfadar. Y ponerme paranoica.
—¿Te has encontrado con mi padre en otras expediciones?
—¿No del todo…?
—¿Qué mierda significa eso?
—Es una historia un poco larga —dijo él, apartando la mirada.
—¡Ah, claro! Estoy segura de ello, y tengo tiempo de sobra. Parece que tú también, dado que has estado bañándote en mi habitación y cambiando nuestros billetes de tren. ¿Ese has sido tú?
—Por Dios, en este hotel sí que corren los chismes —murmuró él—. Recuérdame que lo escriba en el libro de quejas cuando nos vayamos.
—Y para rematarlo, ¿le has dicho al conserje que eras mi hermano? —dije, furiosa de pronto—. ¿Mi hermano? ¿Quién te has creído que eres?
Lo peor era que antes casi llegó a serlo.
Antes del incidente de mi cumpleaños del año anterior —que en mi mente he bautizado como el Domingo Negro—, mi padre había tratado a Huck como si fuera su querido heredero y afortunado hijo. Durante los primeros años de mi adolescencia, mientras a mí me dejaban en hoteles varias veces al año cuando viajábamos todos juntos, Huck escalaba montañas y navegaba por los mares con mi padre, viviendo aventuras gloriosas. Él sabía pilotar aviones, conducir el timón de los barcos o forzar cerraduras. Si mi padre necesitaba hacer algo fuera de la ley, Huck se ofrecía con entusiasmo y era elogiado con entusiasmo.
A los ojos de mi padre, yo era problemática, pero Huck el Magnífico era perfecto.
¿Y qué pensaba yo de Huck? Era complicado. Cuando se vino a vivir a nuestra casa, Foxwood, en Hudson Valley, al norte del estado de Nueva York, éramos niños, en pleno duelo por la reciente pérdida de nuestros padres. El padre de Huck era un inmigrante irlandés que había servido en la unidad de mi padre durante la guerra; ambos recibieron la Medalla de Honor por haber atravesado a nado un canal de Francia que estaba bajo fuego y rescatar a una decena de aliados prisioneros, un acto que había creado un lazo inquebrantable entre nuestros padres.
Después de la guerra, el sargento Gallagher y su esposa sufrieron una muerte inesperada en un terrible accidente con un tranvía en la puerta de su apartamento en Brooklyn, y Huck sobrevivió… la cicatriz blanca que tenía en su mejilla se lo recordaba siempre. Él no tenía parientes en los Estados Unidos que pudieran acogerlo, ni tampoco dinero para volver a Irlanda. Mi padre no se lo pensó dos veces. Una tarde se fue de Foxwood y volvió unas horas después con un niño de once años asustado.
En esa época yo estaba pasando por un mal momento, experimentando mi duelo. Me despertaba en mitad de pesadillas horribles, llorando a gritos… y fue entonces cuando Huck me apodó banshee, por los espíritus de la mitología irlandesa que con sus llantos y gritos profetizaban la muerte de un pariente. El dolor nos unió. Nos hicimos amigos inseparables. Y a la pequeña familia deshecha formada por mi padre se sumó Huck. Éramos más que una familia. Éramos un trío encadenado por el dolor. Un grupo de dolientes, leales los unos a los otros. Hasta que yo rompí las reglas con él… y le rompí el corazón a mi padre.
El Domingo Negro.
De un momento a otro, Huck pasó de estar en mi vida todos los días a… desaparecer. ¡Puf! Cuando me desperté a la mañana siguiente, él estaba a bordo de un transatlántico rumbo a Irlanda del Norte. Sin decir adiós. Nada. Durante meses, me sentí como si estuviera de duelo otra vez, como si él hubiera muerto físicamente. Tal vez llegué a desear que hubiera muerto, porque eso habría sido mejor que saber que estaba al otro lado del océano, vivito y coleando… sin preocuparse por haberme roto el corazón en mil pedazos.
Y ahora aquí estaba, de pie delante de mí. Resucitado de entre los muertos cual momia maldita, tras levantarse de una antigua cripta.
Como si nada hubiera pasado.
—No eres mi hermano —le recordé, hundiendo un dedo en mitad de su pecho.
—Eso ya lo sé.
—¿Por qué le has dicho eso al señor Osman?
—Ha sido lo único que se me ha ocurrido decir en el momento para conseguir entrar a tu habitación —afirmó él, con un dejo de vergüenza—. Por suerte el conserje era bastante crédulo. Por cierto, ¿el hombre se ha cortado el pelo así a propósito? Parece que se hubiera peleado con el peluquero.
—Podrías haberme esperado en el vestíbulo.
—Negativo —dijo él, negando con la cabeza—. No sabes cuánto necesitaba bañarme. El hombre no fue hecho para vivir sin agua ni tuberías durante días mientras escala montañas. Es un milagro que no tenga piojos.
Yo tendría que haber estado escalando esas montañas y pillando piojos, no él. Cuando era niña, solía acompañar a mis padres en sus expediciones: a ruinas antiguas, templos y tumbas escondidas. Los tres íbamos juntos a todas partes. Pero cuando murió mi madre y Huck se mudó con nosotros, mi padre se volvió cada vez más paranoico por mi seguridad y afirmaba que ninguna expedición era «sitio para una jovencita». Y fue entonces cuando empezaron a dejarme sola en los hoteles.
Huck se pasó la mano por los rizos y señaló:
—Déjame decir que el champú de este sitio tiene un aroma espectacular. A rosas. Por Dios y la virgen, qué bien sienta estar limpio, yo… —Se detuvo de forma abrupta, miró mi vestido mojado y embarrado e infló las mejillas—. ¡Uf! ¿Has estado revolcándote en mierda de perro?
—Estaba lloviendo, y había un anillo de una sultana…
—¿Sultana? —preguntó él, levantando una ceja.
—Me acusaron falsamente de robar un anillo cuando lo único que intentaba hacer era hacer unas fotografías de una pared embrujada en el Gran Bazar…
—¿Una pared? —dijo él, bajando la mirada a la funda de mi cámara—. ¿Debería preguntar?
—Mejor no. —Huck era supersticioso y mantenía una actitud de «mejor dejarlo así» hacia todo lo fantasmal y oculto—. Ha sido un día espantoso —farfullé.
Él asintió con aire comprensivo.
—El tipo de abajo mencionó que tu tutora había renunciado.
—¡Se ha llevado todos los cheques de viaje, se ha ido con un cantante del hotel y me ha dejado aquí sola!
—Ya veo…
—No, dudo que lo veas, pero te lo explicaré. Mientras estabas recorriendo Turquía con mi padre a mis espaldas, a mí me han tenido de rehén en el Gran Bazar y después me han acusado de ser el demonio, y ahora el único dinero que tengo es este —saqué el billete que me había dado el hombre del abrigo negro y lo sacudí con furia delante de Huck—, que dudo que sea real y de ningún modo es mío, pero parece que hoy soy un imán para lo raro. ¿Y te he mencionado todo lo que he tardado en parar un taxi que me salpicó con excrementos? Pero si el taxi no hubiera parado, probablemente habría terminado asesinada en algún callejón y despedazada por perros salvajes. Así que sí, ese ha sido mi día.
Sus ojos grandes y castaños me miraban sorprendidos. Nada de Helena de Troya: esos ojos sí podían desencadenar una guerra. A veces eran dorados, otras veces, verdes, y se asomaban por debajo de un abanico de largas pestañas.
—Bueno, está bien —dijo Huck sin alterarse—. Qué bien que haya llegado justo ahora, ¿no?
Empecé a atacarlo con una respuesta maliciosa; pero en ese momento un glaciar se fundió entre mis costillas y me inundó el pecho, y solo estaba agradecida de que él estuviera allí. No porque no pudiera cuidarme sola. Sí que podía. No porque hubiera sufrido su pérdida como si hubiera muerto, llorando sin parar durante meses como una niña.
Era… un alivio enorme ver su rostro.
Pero me hubiese cortado un brazo con un cuchillo de mantequilla oxidado antes que decirle eso.
La luz de encima del espejo del baño proyectaba sombras alargadas, y la toalla de Huck era delgada y estaba húmeda. Sin previo aviso, mi imaginación completó los espacios en blanco con detalles innecesarios, y sentí que se me incendiaban las mejillas. Rogué que él no lo notara. Cuando nuestras miradas se encontraron, supe que sí lo había notado, y yo quería doblarme sobre mí misma hasta desaparecer.
—En serio, Huck. ¿Qué está pasando? —pregunté, nerviosa, asegurándome de que mis ojos no volvieran a bajar—. ¿Dónde está mi padre?
—Sí, Fox —respondió él—. No sabría decirlo.
—¿Qué quieres decir? ¿No está contigo? ¿Por qué has cambiado nuestros billetes de tren? ¿Nos vamos de Estambul esta noche?
Él exhaló una gran bocanada de aire, y su actitud entusiasta y creída se desvaneció.
—Quizás haya una pequeña posibilidad de que tu padre esté un poquito desaparecido en acción.
—¿Desaparecido? ¿A qué te refieres? ¿Lo has perdido?
—Él me perdió a mí, estrictamente hablando. A propósito.
—¿Él te abandonó? —repetí, sorprendida.
—Creo que tiene un plan, pero no estoy seguro del todo. Las cosas se… complicaron en Tokat. Pero no te preocupes. Tengo instrucciones, y Fox seguro que está bien. Tiene los huevos de acero, así que no hay de qué preocuparse.
No entendía por qué mostraba tanta indiferencia por el bienestar de mi padre.
—¿Está en problemas? ¿Quiere evitar que lo arresten? —No hubiera sido la primera vez que lo detuvieran por violar leyes internacionales sobre antigüedades—. Si necesita dinero para una fianza, no puedo…
—No, no son ni la policía ni el gobierno. Los que nos persiguen no son nada agradables. He visto cosas raras, banshee… —Se estremeció por unos segundos y agregó con bastante seriedad—: No tendríamos que haber venido a Turquía.
—Necesito más información que esa. ¿Mi padre está en problemas o no?
—Sí, quizás. La versión corta de la historia es que yo viajé hasta Tokat para encontrarme con él, y subimos a las montañas para buscar… lo que él estaba buscando.
Me sonó la mandíbula al flexionarla.
—El anillo de Vlad el Empalador.
—Correcto —dijo él, como si hubiera preferido no mencionarlo—. Me comentó que era un tema sensible.
—Ah, ¿así que eso te dijo?
—¿Quieres oírlo o no? —me preguntó entrecerrando los ojos.
Yo asentí, cortante.
—Como te decía —continuó—, encontramos una tumba vacía allí arriba. No estaba el cráneo del conde Drácula, ni del príncipe Vlad ni del señor Empalador, o como quieras llamarlo… tampoco estaba el anillo. Pero no éramos los únicos que lo buscaban. Nos siguieron un par de hombres cuando regresábamos a Tokat, y conseguimos perderlos. Después Fox recibió un mensaje de alguien que decía tener información sobre el anillo. Me pidió que consiguiera transporte para volver a Estambul, y cuando volví al hotel… Fox había desaparecido.
—¿Desaparecido?
Con una mano aún sujetando la toalla, me hizo un gesto para que me moviera y se agachó detrás de la puerta, donde había una mochila de lona apoyada en el suelo del baño. Después de revolver una maraña de ropa, sacó un diario de cuero rojo sujetado con una correa que hacía juego.
Lo reconocí de inmediato. El diario de viaje de mi padre.
Tenía decenas de esos dentro de una vitrina cerrada con llave en la oficina de casa, uno por cada año. Nunca se me permitió leerlos. Nadie podía leerlos.
El emblema de la familia Fox estaba estampado en la portada junto con una frase en gaélico: Mo teaghlach thar gach uile ní. «Primero la familia». Un sentimiento que tenía grabado en el cerebro desde que tuve edad suficiente para hablar.
—Me dejó esto en la recepción del hotel junto con una nota —explicó Huck, entregándome el diario—. Está metida ahí, arriba.
Apoyé mi guía de viajes sobre el borde del lavabo, pasé los dedos por el cuero suave unos segundos, quité de entre las correas tirantes un trozo de papel arrugado y lo desplegué. La letra de mi padre era inconfundible. Leí enseguida la nota garabateada:
El miedo me inundó el pecho a la vez que las palabras de mi padre flotaban en mi mente. La única parte de su carta que entendí por completo fue la que decía que no fuéramos a París. Allí vivía Jean-Bernard Bisset. Era un anticuario parisino acaudalado, viejo conocido de la familia y el amigo más cercano de mi padre. Pensábamos ir a París después de que él terminara su encargo en Turquía.
Pero aparte de eso, todo lo demás que había escrito no tenía sentido alguno.
—Mira —dije con firmeza—. Si no empiezas a explicar todo lo que está pasando en los próximos cinco segundos, te voy a hacer daño en las partes más sensibles.
—Ah, ¿lo ves? Sí que me has echado de menos —señaló él, curvando un extremo de la boca.
Apunté el diario hacia su toalla.
—No te quepa duda de que vas a echar algo de menos.
—Ya sabes lo que dicen: donde hubo fuego, violencia queda.
—Cinco… —empecé a contar—. Cuatro, tres, dos…
—¡Está bien! —dijo él, cubriendo la parte frontal de la toalla con una mano—. ¡Por Dios, Theodora! ¿Quieres oírlo? Si es así, te pido que por favor bajes eso, muchas gracias.
—Lo bajo cuando tú te vistas. —Mis ojos no dejaban de irse a una línea oscura de vello que bajaba como una flecha por su estómago y desaparecía debajo de la toalla, y me distraía de una forma exasperante—. No puedo pensar así. ¡Vístete, por favor!
—Me temo que no puedo. El hotel me está lavando la ropa. He estado en una montaña durante días, ¿no? No tengo nada limpio para ponerme.
—Juro por Dios que si no…
Un ruido que se oyó fuera de la habitación captó nuestra atención. Ambos nos quedamos inmóviles y permanecimos tiesos como estatuas durante varios segundos. Después oí que Huck farfullaba una blasfemia.
—Es solo… —empecé a decir, pero él me hizo una señal para que bajara la voz—. El servicio de habitaciones.
—Los de servicio de habitaciones no fuerzan la cerradura —me susurró, serio.
Escuché con más atención los pequeños chasquidos metálicos que provenían de mi puerta. Se me pusieron de punta los pelos de ambos brazos.
—¡Los desgraciados me han seguido! —susurró Huck. Colgándose la mochila a un hombro, me hizo salir del vano de la puerta del baño. Después giró, buscando algo con desesperación.
Un sitio donde escondernos.
Mis ojos siguieron los suyos. A la cama. Al armario. A las cortinas.
El balcón.
Enseguida salimos a la fría llovizna y cerramos la puerta justo antes de que dos hombres corpulentos entraran a mi habitación del hotel. Tenían puestas unas túnicas largas de color negro, como las de los monjes ortodoxos. Si tuviera que adivinar, diría que parecían ser de Europa Oriental. Registraron mi habitación como leones que buscan cazar una presa.
Por el lado de dentro del cristal salpicado por la lluvia, una cortina de gasa cubría la puerta del balcón. Aun así, yo tenía miedo de que vieran nuestras siluetas. Huck debió de pensarlo también, porque me quitó de la vista, y nos apretamos contra la pared de piedra del edificio. Mientras abajo los coches pasaban a toda velocidad por las calles resbaladizas, obligué a mis pulmones acelerados a tranquilizarse y me atreví a mirar al interior de la habitación. La cortina me obstruía la vista, pero podía distinguir que estaban destrozándola. Arrancaron la ropa de las perchas. Abrieron los cajones. Dieron la vuelta al colchón. Retorcieron mis medias de seda importada como si fueran sogas de embarcadero… y arrojaron cual basura los periódicos importados de los que había tomado todas las páginas de crucigramas y completado con esmero.
¡Salvajes!
Uno de los hombres con aspecto de monje salió del baño y murmuró algo a su compañero que no alcancé a entender. Después recorrió la habitación con la mirada y…
Vio la puerta balcón.
Enseguida me aparté de la vista.
—No podemos quedarnos aquí —Huck me susurró al oído con tono urgente—. Van a matarnos.
Estaba serio. Yo no quería morir, no en otro país y con Huck medio desnudo.
Apenas había sitio para nosotros y la mesita de exteriores que estaba en el otro rincón. No había dónde esconderse. Y no podíamos saltar a la calle desde un cuarto piso.
Miré por un segundo a un lado. Cada una de las habitaciones de este piso compartía un mismo balcón largo, separado por verjas de hierro que llegaban a la cintura. Eran terribles si uno valoraba la intimidad, pero en ese momento parecían ser una vía de escape posible.
—Ese era el balcón de Madame Leroux —susurré.
Huck se tomó un momento para considerarlo y enseguida arrojó la mochila al otro lado de la verja. Sujetando la toalla con una mano, levantó las piernas largas, saltó por encima del divisor de hierro y aterrizó en la siguiente sección del balcón con la gracia de un gato. Yo, en cambio, aún aferrando mi bolso y el diario de mi padre, trepé la verja como una especie de perezoso drogado. Él me sujetó del brazo para evitar que me resbalara en un charco de agua de lluvia, y nos metimos a trompicones debajo del tejado empotrado de la puerta del balcón de la habitación de al lado.
Como Madame Leroux se había ido hacía una hora, rogué que su habitación siguiera vacía e intenté hacerme más pequeña para salir de la vista del intruso. Huck me envolvió con ambos brazos y me estrechó contra él. Muy cerca. Mis pechos rozaron su pecho desnudo, y podía oler el champú de rosas en su pelo. Esto era la ocho vertical del crucigrama del periódico de hoy: «Cazar o pescar». A-T-R-A-P-A-R.
Al otro lado de la verja divisoria, chirriaron las bisagras de la puerta de mi balcón. Y entonces sentí que la toalla húmeda de Huck caía sobre mis pies.
No miré.
Intenté no mirar.
Bueno. Sí que miré.
Con el rabillo del ojo alcancé a ver algo oscuro y borroso y unas… siluetas difusas. Era difícil ver con la lluvia, pero tenía muy presente que el cuarto piso no era tan alto como me hubiera gustado, porque cualquiera que caminara por la calle con solo alzar la vista podría vernos en un morboso estado de vergüenza. Otra marca negra en mi historial impecable.
Un grito atravesó el viento y la llovizna. Venía de mi habitación, y pronto sobrevino una conmoción. Golpes. Carreras. Gritos…
El intruso con túnica que estaba en mi balcón desapareció, y se oyó a un hombre llamar a gritos a la policía, una voz que reconocí de inmediato.
—¡Dios bendiga al señor Osman y su horrible corte de pelo! —susurré.
Sin embargo, Huck no compartió mi entusiasmo. En ese instante, la puerta del balcón con paneles de vidrio ya no aguantó nuestro peso. Salió volando hacia dentro, nosotros también, y nos dimos un terrible golpe seco contra el suelo.
Me quedé sin aire, y sentí como si un caballo me hubiera pateado el pecho derecho. Quedé aturdida por el dolor, incapaz de pensar. Tardé varios segundos en darme cuenta de que el diario de mi padre estaba apretujado dolorosamente entre nosotros.
En el fondo, era consciente de que había caído encima de Huck, desnudo. Ya había pasado por esto, y mi cuerpo no había olvidado el suyo, por más que hubiera intentado borrarlo de mis recuerdos. Pero eso había sucedido en una época más bonita y amigable.
En el pasillo del hotel, un huésped gritó:
—¡Por aquí! ¡Se han ido por aquí!
Siguieron unas fuertes pisadas, y una voz ordenó a todos que se quedaran en su habitación.
Eso sonaba prometedor. ¿Ya estábamos fuera de peligro? Entonces tenía que salir de encima de Huck. Iba a apartarme ya. A la cuenta de… algo. ¿Diez? Quizás a la cuenta de veinte. Tenerlo debajo de mí era más agradable de lo que quería admitir. La desesperación hace estragos en una chica.
—Míranos —dijo él con voz suave—. Como en los viejos tiempos.
Pero no era como en los viejos tiempos, porque recordé con gran decepción que mi padre había enviado a Huck a buscarme en lugar de venir él mismo, que Huck prácticamente había desaparecido de mi vida y ahora había vuelto, sin disculpa ni explicación alguna, y ¿solo porque le habían dicho que viniera? Si mi padre hubiera encontrado el anillo de Vlad Drácula, ¿me habría enterado de que Huck había estado en Turquía?
Arranqué el diario de mi padre de donde había quedado trabado en medio de nosotros y rodé para separarme de Huck. Luego me quedé mirando el tejado del hotel hasta que lo oí refunfuñar. Me quité el abrigo y se lo ofrecí, sin mirarlo. Unos segundos más tarde, sentí que él me lo quitaba de la mano para taparse.
Ninguno de los dos se levantó enseguida. Simplemente nos quedamos acostados, escuchando el ruido del pasillo.
—¿Estás bien? —preguntó Huck.
—La verdad es que no —respondí—. He tenido un año muy malo.
Él asintió con un resoplido y dijo:
—Brindaría por eso, pero creo que primero tengo que ponerme unos pantalones. ¿Ya no habrá moros en la costa? Parece que esos desgraciados se han ido, ¿no?
—Eso parece. ¿Huck?
—¿Sí?
—¿Qué buscaban?
—Supongo que lo mismo que buscaban cuando los vi en Tokat: algo que hay dentro de ese diario. Qué bien que no lo hayan conseguido, ¿no?
—Sí, qué bien —repetí yo.
—¿Theo?
—¿Sí?
—Tenemos que irnos de Estambul esta noche. Ya no estamos seguros aquí.
Empezaba a percatarme de eso.
—¿Dónde queda ese sitio que mencionó mi padre en la carta, donde quiere que nos encontremos con él?
—Ah, sí, eso. Es donde se quedó este verano. Un hotel en Bucarest.
¿Bucarest? ¡Rumania, la tierra natal de mi madre! Increíble. Enigmática. Rebosante de historia, misterio y supersticiones oscuras.
Yo había ido a Rumania una sola vez, por poco tiempo, con solo unos meses de vida, cuando mi madre fue al funeral de su padre. Nunca volví. Le había rogado a mi padre durante años que viajáramos allí, pero él nunca quería llevarme. Tenía miles de razones para no hacerlo. «No hay nada que ver. Tengo otro trabajo. Muy lejos. No tengo tiempo». Lo que nunca dijo fue que evitaba ir a Rumania porque le recordaba demasiado a mi madre.
Pero mi padre nunca dijo muchas cosas. Como que alguna vez volvería a ver a Huck. Y sin embargo, allí estábamos, un gran milagro.
Una cosa sí sabía. Fuera cual fuera el peligro que corríamos, tenía la importancia suficiente para causar un milagro mucho mayor: había convencido al terco de Richard «Maldición» Fox de que cambiara de opinión.