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Me pasé una hora buscando desesperadamente a Madame Leroux por los pasillos laberínticos del mercado, como un cachorro abandonado que no podía creer que su dueño se hubiera ido en serio. Después entré en razón: ella habría vuelto al hotel. Quizás aún pudiera convencerla de que se quedara.

Cuando conseguí encontrar la salida, la llovizna del final de la tarde se había convertido en una lluvia fuerte, y no había ningún taxi a la vista. Todo estaba embarrado y horrible, y cuando un coche giró a toda velocidad muy cerca del borde de la acera, me salpicó la parte delantera de la falda con agua pestilente, y quise echarme a llorar.

Para ser sincera, culpé a mi padre por todo aquello. El día anterior había enviado un telegrama a un hotel al otro lado del país, en Tokat, para preguntar por qué se estaba retrasando. No obtuve respuesta. Pero eso no era del todo raro. Era probable que siguiera en las montañas buscando tesoros… si es que no se había caído de una montaña y su cadáver no estaba siendo despedazado por las águilas. Fuera como fuera, estaba dispuesta a apostar mi última lira a que cuando se enterara de la traición de Madame Leroux, de alguna forma la culpa sería mía. Porque ella tenía razón en algo: parecía que el desastre me seguía a todas partes.

Sin embargo, yo no era la única. Esto era genético. Mi padre cortejaba al desastre como si fuera la reina del baile. Contratar a una tutora que me había abandonado y había robado todo nuestro dinero había sido solo una de la larga lista de cosas que el cabeza dura de mi padre había estropeado. Para el público, Richard «Maldición» Fox era un veterano de guerra condecorado, historiador medieval, acaudalado coleccionista de antigüedades y aventurero audaz, que nunca se había encontrado con un riesgo que no estuviera dispuesto a correr. Pero lo que la gente no sabía era que también era increíblemente egoísta —preferiría morir antes que pedir disculpas o reconocer un error—, y por lo general era un padre terrible en todos los sentidos.

Maldiciendo su nombre en mi mente, sacudí la pierna en un pobre intento de quitar el barro de mi zapato cuando un coche se detuvo delante de mí: un taxi. ¡Al fin! Sin aliento, subí al asiento trasero y le dije al conductor el nombre del hotel. El cuerpo se me encogió de alivio cuando él asintió y el coche comenzó a alejarse del histórico mercado techado, lejos de la escena de mi desafortunada tarde.

Me quité la boina negra —una que siempre usaba en mis viajes— y la sacudí para quitar unas gotas grandes de agua de la lana suave. Estaba empapada de los pies a la cabeza. Aquel no era mi día, sin duda. Mientras la ciudad antigua pasaba a toda velocidad por la ventanilla mojada de lluvia, me quedé pensando en el incidente del mercado y todo lo que había dicho Madame Leroux. Por un lado, no me sorprendía que ella hubiera querido renunciar. Yo viajaba con mi padre varias veces al año, y él siempre tenía que contratar una tutora para mí. Y a decir verdad, Madame Leroux y yo habíamos empezado con el pie izquierdo desde el principio, porque cuando él la había contratado, cuando ya habíamos abandonado París y llegado a Estambul, mi padre confesó la verdad acerca del trabajo que lo había traído aquí. Antes de que él se fuera, habíamos tenido una discusión terrible por ello: gritos, amenazas, llanto, ruegos.

La verdad es que no le causé una buena impresión a mi nueva tutora.

Pero en mi defensa, mi padre me había engañado. Aunque él casi nunca me dejaba acompañarlo en sus expediciones, sí me dejaba investigar sobre ellas. Pasé varios días antes de nuestro viaje al otro lado del Atlántico reuniendo información sobre un tesoro bizantino que, según los rumores, estaba escondido en las montañas a las afueras de Tokat; sin embargo, al llegar aquí, me reveló la verdadera razón de su viaje.

Un cliente le había pedido que buscara un anillo que había pertenecido a Vlad Țepeș.

O sea, Vlad el Empalador. Príncipe de Rumania. Casa de Drăculești. Guerrero temible y enemigo del Imperio otomano. Conocido por ser cruel y sanguinario. La posible inspiración del famoso vampiro de la ficción, el conde Drácula.

Mi madre me había contado una infinidad de historias increíbles sobre el hombre y su mito. En mi mente, él se había convertido en un antihéroe, alguien que se atrevió a rebelarse contra la tiranía. Alguien que tenía su propio sentido de la ética. Un héroe folclórico como Robin Hood, William Tell o Paul Revere. Pero con mucha más sangre.

Se dice que cuando Vlad fue asesinado en Valaquia, sus enemigos, los otomanos, llevaron su cabeza a Turquía para demostrar que estaba muerto. Mi padre estaba convencido de que el anillo de Vlad podría estar enterrado con su cabeza. Y allí era donde estaba mi padre. En el norte de Turquía —donde Vlad había estado encarcelado de niño—, buscando la tumba del Empalador.

Algunos dirían que el cráneo de Vlad sería un hallazgo histórico mucho más importante que un anillo. Pero esta no era una joya cualquiera. El anillo de Vlad imbuía en quien se lo pusiera una especie de poder mágico y oscuro, si uno creía que había una pizca de verdad en las historias que lo rodeaban.

Casi todo lo que yo sabía acerca del anillo venía de una breve entrada de la Guía de campo de objetos legendarios de Batterman, mi libro preferido y un catálogo ilustrado de artefactos que supuestamente estaban malditos, eran mágicos, míticos, misteriosos y traían suerte: Excalibur, el Libro de Thoth, la Lanza del Destino, la piedra filosofal. El anillo de guerra de Vlad el Empalador también figuraba allí, junto con un grabado medieval del príncipe Vlad. En él, se lo ve usando el anillo, sentado a una mesa, cenando delante de sus enemigos empalados. No había una descripción detallada ni testimonios de primera mano, solo un breve pie de foto: según relatos que circulaban a fines del siglo xv, después de su muerte, el anillo ayudaba a Vlad en las batallas, era una especie de talismán con poderes ocultos que podría haber estado maldito.

Y yo sabía algo de objetos malditos.

Uno había matado a mi madre.

Ahora mi padre estaba buscando otro… A la mierda mi madre, y a la mierda yo. Puede que él no volviera esta vez. Quizás nuestra última conversación sería la terrible discusión que habíamos tenido por el anillo de Vlad cuando me había dejado aquí, y yo me quedaría huérfana en Estambul durante el resto de mi vida. De algún modo, eso parecía muy acertado, pero no sabía si era mejor sentir lástima por mí o enfurecerme con mi padre. Supuse que cualquiera de los dos era preferible a preocuparme.

Para cuando el taxi finalmente llegó al destino, yo ya había conseguido salir de esas emociones pantanosas y me concentré en la idea de alcanzar a Madame Leroux. Tenía que estar allí, y yo tenía que convencerla de que se quedara en Estambul un poco más. Eso era todo. Aferrando mi bolso y lo que quedaba de mi orgullo destrozado, corrí desde el borde de la acera de la entrada del hotel hasta el paraguas ofrecido por el portero. Luego entré a mi actual casa lejos de casa.

El Hotel Pera Palace.

Alabado como el hotel más grandioso de Turquía, sus mosaicos llenos de arabescos y candelabros de Murano constituían una impresionante mezcla de Oriente y Occidente. Los suelos de mármol eran de Carrara; el servicio era excepcional. Una verdadera experiencia cinco estrellas. Antes de ese mismo día, no había soportado pasar un minuto más dentro de aquel edificio, pero ahora sentía que era lo que más necesitaba: un refugio seguro y conocido.

Mientras avanzaba con prisa junto a un enorme arreglo de flores de invernadero que daban un engañoso aire de primavera, el conserje del hotel levantó la mirada, me vio, y me indicó con un gesto que me acercara al mostrador. Avergonzada por el vestido embarrado, intenté no prestarle atención, pero él me alcanzó a medio camino del vestíbulo, delante del salón principal.

—¡Señorita Fox! —gritó.

Ya no podía ignorarlo. Dirigí mis ojos hacia él y le dediqué una débil sonrisa. Detrás de mí, el aroma de pistachos asados y agua de rosas salía del salón del hotel, junto con unas notas animadas que provenían del piano de cola. Después de la tarde espantosa que había pasado, me vendría bien una taza de té y algo dulce. Bien podría terminar mi vida con una montaña de baklava.

—¡Buenas noticias! Está todo arreglado —me anunció el conserje—. Cuando su equipaje esté listo, por favor avíseme por teléfono. Ya se están cambiando vuestros billetes y estarán disponibles en la estación de tren. Subirá a bordo de un tren nocturno que sale hoy a las diez.

—Señor Osman —dije yo, confundida. Me costaba concentrarme en lo que él decía, porque los ojos se me iban al hueco que le había quedado en el pelo; el día anterior me había contado que su esposa estaba enfadada con él cuando le cortó el cabello. Las emociones y los cortes de pelo son pésimas compañeras de alcoba—. No tengo la más mínima idea de lo que está hablando.

—Vuestros billetes.

—¿Qué billetes?

—¿Los billetes de tren a Europa?

Intentaba encontrar sentido a lo que decía y estaba segura de que me había confundido con otro huésped. Sí, habíamos reservado unos billetes para volver a casa, pero eran para la semana siguiente, cuando mi padre estaría de vuelta.

—¿A qué se refiere con que los han cambiado?

—Para el tren de esta noche, como nos fue indicado.

—¿Indicado? ¿Quién lo indicó? ¿Madame Leroux? —Quizás había cambiado de opinión—. ¿Está aquí?

Al señor Osman le tembló un segundo la nariz. Bajó la vista a la mancha de barro de mi vestido.

—Señorita —dijo él, rascándose la barba—. ¿Está usted…? ¿Ha pasado…?

—Sí, ha pasado algo —respondí sin dar explicaciones—. ¿Podría por favor enviar a alguien a mi habitación para que se lleven a lavar mi ropa?

—De inmediato.

—¿Madame Leroux está allí? —pregunté.

—Madame Leroux se fue hace media hora.

—¿Con el cantante del salón?

—Y su equipaje.

Inspeccioné rápidamente el vestíbulo, aún incapaz de procesar por completo que ella se hubiera ido en serio. No vi su pelo rubio por ninguna parte, pero sí me llamó la atención un cabello oscuro: detrás de mí, un hombre de mediana edad con un largo abrigo negro se agachó para recoger algo del suelo de mármol. Cuando se levantó, unos ojos negros se quedaron mirándome en medio de un rostro pálido, con barba, delgado y anguloso, atractivo en el sentido oscuro e inquietante de Heathcliff en Cumbres borrascosas.

—Disculpe, señorita —me dijo con acento de Europa Oriental—. Se le ha caído esto.

Sostenía un billete turco plegado entre los dedos índice y medio. Lo acepté sin pensar, pero al verlo mejor me di cuenta de que era un billete viejo. Muy viejo. No tenía el mismo tamaño que los billetes modernos que estaban en circulación.

—Ah, esto no es mío, señor. —Intenté devolvérselo, pero él solo sacudió la mano.

—He visto que se le ha caído —insistió, e hizo un gesto que indicaba que se me había caído del bolsillo del abrigo. El hombre tenía algo raro y desagradable. Mientras yo intentaba decidir por qué, el conserje interrumpió.

—Sobre su hermano… —dijo el conserje.

—Un momento, por favor —farfullé, levantando un dedo hacia el señor Osman, pero cuando me di la vuelta, el hombre del abrigo negro ya estaba saliendo del hotel.

Fruncí el ceño durante un momento y metí el billete viejo en el bolsillo, aturdida, cuando mi mente corta de entendederas cayó de pronto en la cuenta de las palabras que había dicho el señor Osman, y con eso olvidé por completo al señor de Europa Oriental.

—¿Perdón? —le dije al conserje—. ¿Acaba de decir… mi hermano?

Él asintió enérgicamente.

—En efecto. Su hermano ha dicho que prefería esperar en su habitación. Insistió.

Yo era hija única. No tenía ningún hermano.

Con desconfianza y un poco alarmada, me quedé mirando al señor Osman. Él me miraba a mí. Una sonrisa incómoda levantó poco a poco sus mejillas. ¿Sería posible que mi padre hubiera vuelto de Tokat mientras me estaban cacheando en el mercado?

—¿Se refiere a Richard Fox? —pregunté—. ¿Mi padre? ¿Es él quien le ha pedido que cambiara los pasajes? —Al fin y al cabo, los tenía él. Debía de ser él.

Antes de que la esperanza pudiera asomarse, el señor Osman la aplastó.

—No, señorita —dijo casi con lástima. Después me miró de un modo raro, haciendo una mueca con la boca, como si estuviera guardándose algo. Pero antes de que pudiera hacerle más preguntas, lo llamó su gerente, y atravesó el vestíbulo al trote, atribulado y pidiendo disculpas. Y así sin más, me olvidó por completo.

¿Qué estaba pasando, por el amor de Dios?

La única explicación lógica era que el señor Osman me había confundido con otro huésped. Ya había pasado en otra ocasión: me había traído un mensaje que era para la hija soltera de un noble inglés que estaba hospedada un piso más arriba que yo. Cuanto más lo pensaba, más me convencía: esto era una confusión, así de sencillo. Solo tenía que subir y verificarlo para estar segura.

Presa del temor y la curiosidad por partes iguales, entré en la elaborada jaula negra del ascensor del hotel, y el operador me llevó al cuarto piso, donde caminé por el largo pasillo. Las alfombras Oushak tejidas a mano apagaron el ruido de los tacones de mis zapatos embarrados hasta que llegué a mi habitación.

Me detuve fuera y apoyé la oreja sobre la puerta. Silencio.

La manilla no se movía: cerrada, como debía estarlo.

Con cautela, abrí la puerta y miré dentro… pero no encontré nada. Vacío. Para quedarme tranquila, asomé la cabeza en mi habitación, estirando el cuello, y cuando no identifiqué ningún peligro inicial, la acompañé con mis pies.

Las criadas habían pasado por allí mientras yo estaba fuera: la cama estaba hecha. Todos mis periódicos importados estaban acomodados en dos pilas bien ordenadas; una tenía todas las páginas con crucigramas que yo había arrancado. Al otro lado de la habitación, la puerta que salía al balcón estaba abierta de par en par, con vistas a la ciudad antigua y las aguas azul oscuro del estrecho del Bósforo que serpenteaban a lo largo de edificios de piedra con techos de arcilla. Una brisa fresca llevaba la llovizna dentro de mi habitación.

Un momento. Eso no estaba bien. Las criadas nunca dejaban abierta la puerta del balcón.

Con el pulso en aumento, miré detenidamente afuera, buscando un intruso, pero me detuve en seco cuando se oyó un ruido sordo que provenía del baño en suite de la habitación.

Ay.

De inmediato recordé al hombre raro del vestíbulo. Pero él no había tenido tiempo suficiente para subir aquí, ¿no? Supuse que sería posible. Fuera quien fuera, estaba en mi baño, y eso no podía ser nada bueno. Metí la mano en mi bolso y saqué la única arma que tenía a mi alcance: una pequeña guía de viaje encuadernada en tela: Estambul (no Constantinopla): Puerta de entrada al Oriente. La empuñé delante de mí, extendiendo el brazo con firmeza, y abrí de golpe la puerta del baño.

Me arrepentí de haberlo hecho.

A un par de metros de distancia, cerca de una bañera con patas de garra, se encontraba un chico de más o menos mi misma edad, con el bello rostro estropeado por una cicatriz blanca y vieja que le atravesaba la mejilla. Su cabello oscuro, un tono más claro que mi pelo negro como un cuervo, estaba más corto a los costados y en el cuello; la parte de arriba era una maraña de rizos demasiado largos.

Cada centímetro de su cuerpo delgado estaba cubierto de puro músculo, y una buena parte estaba descaradamente a la vista: solo llevaba puesta una toalla, enroscada en la parte baja de la cadera. Se había formado un charco de agua a sus pies, sobre el suelo de azulejos.

Huxley Gallagher, de dieciocho años, más conocido como Huck.

Mi ex mejor amigo.

Mi ex más que amigo.

Mi ex más que amigo, que el año pasado se fue sin ni siquiera despedirse.

Algo tembló en lo profundo de mi pecho. Enseguida se convirtió en un terremoto que me sacudió el cuerpo entero. Me quedé mirándolo, sin poder hablar, muda como una caja de rocas, olvidando todo lo que había pasado esa tarde… el Gran Bazar, Madame Leroux, el hombre oscuro e inquietante que me había dado el billete viejo en el vestíbulo. Todo se desvaneció de mi mente.

—Hola, banshee —dijo Huck, llamándome por el sobrenombre que me había dado cuando éramos niños. Su marcado acento de Irlanda del Norte rebotó por todo el baño como una pelota de goma—. ¿Me has echado de menos?