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24 de noviembre de 1937 – Estambul, Turquía

Estaba yo parada, sin zapatos y con las manos en alto, como cuando Napoleón se rindió tras la batalla de Waterloo. Fuera del angosto depósito —el escenario de mi humillación actual— resonaba el ajetreo de los compradores del Gran Bazar de Estambul por los pasillos de piedra abovedados, perfumados con ráfagas de humo aromático y especias. Se iba acercando gente al puesto de joyas. Uno diría que nunca habían visto a una chica americana ser cacheada por la esposa del vendedor.

Mejor ser recordada que olvidada, supuse.

Si me hubieran preguntado dos semanas atrás qué iba a hacer durante mi estancia en Estambul, que me arrestaran por robar no habría estado entre mis primeras opciones. Pero así he terminado, acusada de robar un anillo de oro y al borde de sufrir un infarto a la tierna edad de diecisiete años. Una verdadera lástima. Tenía mucho que ofrecer en este mundo.

A la mujer de pelo oscuro que se arrodillaba delante de mí no le preocupaba mi inminente deceso en una cárcel turca. Estaba muy ocupada palpando con agresividad cada centímetro de mi cuerpo, desde el cuello de la camiseta a rayas hasta el dobladillo de la falda acampanada negra, con el entusiasmo de un amante enfadado. Ya había revisado el interior de mis zapatos, vaciado mi bolso, maltratado la preciada cámara Leica que llevaba dentro de su funda y dado vuelta a los bolsillos de mi abrigo.

—Me parece que se ha dejado una parte —bromeé cuando ella me levantó la pantorrilla con brusquedad para inspeccionarme la planta del pie mientras yo daba saltos con una pierna.

Sin haber conseguido encontrar nada, la esposa del vendedor suspiró, se puso de pie y volvió a mirarme de arriba abajo con suma seriedad, mientras se limpiaba las manos con la extensa tela de su abultado vestido rojo. Sus ojos se posaron en el colgante de plata que yo llevaba en el cuello: una moneda de casi mil quinientos años que en un lado tenía la imagen de una mujer con corona y halo, la emperatriz bizantina Teodora. Hija de un domador de osos, renegada, prostituta, espía, reina, hereje, santa. Una mujer fascinante se la mire por donde se la mire. La moneda era parte de un tesoro escondido que mis padres descubrieron cerca del mar Negro el día en que mi madre se enteró de que estaba embarazada, de ahí mi nombre… un nombre al que quizás he intentado hacer honor inconscientemente. Es bueno tener metas.

—¡Ni se le ocurra! —exclamé, cubriendo la moneda con la mano—. Ya se lo he dicho: esto me lo dio mi difunta madre. Tendrá que matarme para conseguirlo. Y lo digo muy en serio.

La esposa del vendedor puso los ojos en blanco, pero perdió interés en la moneda. Con suerte, ahora que no había encontrado nada tras registrarme el cuerpo entero del modo más humillante, también habría entendido que yo no era una ladrona como ella pensaba.

Bulmaca yüzük? —dijo ella por enésima vez, lo cual yo suponía que significaría «anillo de la sultana» o «alianza turca». Se trataba de un peculiar anillo turco hecho de aros interconectados, y la historia dice que si una esposa se lo quitaba para tener un encuentro, no podría volver a montar el anillo y el marido la descubriría. Un concepto erróneo, en mi opinión. Uno: daba por sentado que la esposa no podía volver a montar el anillo, y dos: ella ni siquiera necesitaba quitarse el anillo para acostarse con un amante. ¿Por qué todo el mundo piensa que la especie femenina tiene cerebros hechos de algodón de azúcar?

Insultante, eso era. Tanto como este absurdo cacheo…

—Como ya le he dicho mil veces, no he robado nada —afirmé. Ella murmuró algo que yo no pude entender y salió del diminuto almacén con un portazo. Un fuerte chasquido me disparó el pulso.

Sacudí vigorosamente la manilla cerrada y golpeé con ímpetu la puerta.

—¡Ey! No podéis dejarme aquí encerrada. Nunca he robado nada en mi vida. Solo estaba haciendo una foto. ¿Os dais cuenta de que en realidad me estáis secuestrando, no? ¿Puede alguien llamar a mi hotel, como he pedido? La mujer con la que viajo, mi tutora, Madame Leroux, ella habla turco. ¿Alguien me escucha? ¿Hola…?

Frustrada, pateé la puerta y me golpeé el dedo gordo, por lo que solté un improperio, y durante un momento se detuvo la discusión que se alcanzaba a oír al otro lado de la puerta.

Una buena blasfemia se entiende en cualquier idioma.

Pero, por desgracia, no conseguí que eso me sacara del almacén. Me calcé los zapatos negros con prisa y abroché las correas delgadas, mientras deseaba, con angustia, haberme tomado el tiempo de aprender más turco antes de este viaje. Si lo hubiera hecho, no habría necesitado a la tonta de Madame Leroux y podría haber entendido todo lo que decían fuera. ¿Habrían llamado a los guardias del mercado? ¿O estarían llamando directamente a la policía? Les había dicho que los empleados del hotel responderían por mí. Al menos eso esperaba. El conserje no me tenía mucho cariño. Y mi tutora tampoco, la verdad. Cuanto más lo pensaba, más me preocupaba que no hubiera nadie en Estambul que pudiera defenderme…

Las cosas no siempre habían sido tan deprimentes. Mi primera semana en Estambul había sido un placer: palmeras, la Santa Sofía, el agua azul del Cuerno de Oro, infinidad de minaretes, innumerables kebabs y mucho café turco fuerte. Lo estaba pasando tan bien que casi había perdonado a mi padre por dejarme sola con una tutora —«por tu seguridad», la misma excusa de siempre— mientras él recorría Turquía buscando un tesoro. Pero como solía ocurrir en nuestros viajes, las cosas se complicaron enseguida…

Para empezar, se suponía que mi padre volvería de Tokat y me pasaría a buscar tres días atrás; íbamos a ir juntos a París a ver a un amigo de la familia. No solo mi padre no había llegado, sino que no había enviado ningún telegrama para avisar por qué se había demorado. Y mientras yo me moría de la preocupación, esperando tener noticias de él, me las ingenié para intoxicarme con algo de comer. Después llegaron las lluvias porque, al parecer, aquí hay temporada de lluvias. Quién lo hubiera dicho. Y ahora, cuando solo intentaba sacar el mejor partido de todo aquello, cuando me había atrevido a escaparme de mi estricta tutora y la habitación de hotel en la que había estado encerrada durante días, había terminado… bueno, en aquella situación desesperada.

Eché un vistazo al interior del diminuto almacén. Muy diminuto. Se me aceleró la respiración.

—Columna de acero, mentón en alto —me susurré a mí misma, un mantra que mi madre repetía para fortalecerme y animarme cuando estaba disgustada. Si ella hubiera estado allí (Elena Vaduva, una mujer a la que nada le daba miedo), yo no habría entrado en pánico. Levanté la moneda antigua que me había regalado y la besé para tener buena suerte. Después me colgué la funda de cuero negro en la que guardaba mi cámara y me apresuré a guardar en el bolso todas las pertenencias que estaban desparramadas en el suelo.

Mientras me ponía el abrigo, algo cambió en la conversación de afuera. Me quedé quieta y escuché. Unos minutos más tarde, la cerradura produjo un chasquido y la puerta del depósito se abrió de par en par. Mi tutora me miraba desde el vano de la puerta.

—Gracias a los dioses —dije yo, encorvándome por el alivio. Al final, los vendedores debían de haber llamado por teléfono a mi hotel.

—Pero ¡qué chica más tonta! —me regañó Madame Leroux en francés. Sus manos elegantes temblaban bajo los puños de su abrigo. Tenía el cabello rubio y lacio desarreglado, tapado por un sombrero, como si hubiera venido corriendo tras despertarse de una siesta—. ¿Qué ha hecho esta vez?

—¡Nada! Solo estaba haciendo una foto. Lo juro. Se rumorea que hay espíritus en el mercado de joyas, justo a la vuelta de este puesto, y hay unos símbolos raros pintados en la pared…

—Señorita Theodora Fox —me dijo, con la voz llena de decepción.

—Tan solo quería fotografiarlo, ¿sabe?, para poder estudiar los símbolos, y de pronto, me estaban acusando de robar un anillo de oro de la sultana, lo cual es una ridiculez, por supuesto, porque no soy sultana.

A ella no le hizo gracia.

—¿Y encima rompió una lámpara?

—Apenas se agrietó, y fue un accidente —afirmé yo—. Estaba intentando hacer una buena foto de la pared. Ahí es donde la gente dice haber visto genios. O fantasmas. En fin, se supone que hay espíritus allí, y yo solo quería fotografiarlo para ver si aparecía algo interesante en la película.

Madame Leroux cerró los ojos con fuerza y negó con la cabeza.

—Mire, sé que usted no cree en la magia ni nada sobrenatural, pero yo sí… —empecé a decir, pero ella me interrumpió con un rápido movimiento de la mano que pedía silencio.

—Han encontrado el anillo en uno de los mostradores —dijo la mujer con total serenidad.

Una ráfaga de alivio me recorrió las extremidades.

—¿En serio?

—Al parecer, lo golpeó y cayó al suelo cuando usted hacía de toro en una tienda de objetos de porcelana, así que han aceptado dejarla libre si pagamos la lámpara rota.

¿Nada más? ¿Después de que me trataran como a una delincuente?

No importaba. Se había demostrado mi inocencia.

—Vamos —ordenó ella—. Antes de que pase más vergüenza.

Imposible.

Sintiendo como si me hubieran quitado mil kilos de encima, enseguida seguí a mi tutora y salí del horrible depósito, atravesé el puesto de joyas atestado y pasé entre las personas que se habían aglomerado en el pasillo y me miraban boquiabiertas junto a los guardias uniformados. Madame Leroux dijo algo en un turco vacilante a la pareja de vendedores y les entregó un cheque de viaje firmado que sacó de la chequera que mi padre había dejado a su cargo. Satisfechos, los vendedores aceptaron el pago e hicieron un gesto para que me fuera.

¡Gloriosa y dulce libertad!

Solté un largo suspiro mientras los guardias dispersaban a los curiosos. No había nada que ver allí. La humillación de una adolescente ya había terminado; gracias por venir. En solo unos segundos, era como si nada hubiera pasado.

—¡Uf! ¡Qué día! —le dije a mi tutora. Ella no me respondió ni demostró haberme escuchado. Tan solo se alejó del oro destellante de la sección de joyas del mercado. Yo aceleré el paso para seguirle el ritmo, y nos metimos entre las hileras de transeúntes que paseaban bajo los tejados abovedados. A ambos lados de nosotras, los vendedores regateaban con lugareños y turistas por igual, vendiendo pilas de telas estampadas, alfombras, comidas, especias y artículos de cobre: prácticamente todo lo que uno quisiera. A menos que fueran una chica con una cámara, al parecer.

Intenté por segunda vez romper el silencio glacial de Madame Leroux.

—Siento mucho, muchísimo, que haya tenido que venir hasta aquí —le dije—. Sé que en este momento estará bastante molesta conmigo…

Ella se detuvo de pronto, se dio la vuelta y me apuntó con un dedo a la cara.

—No. Estoy furiosa. Y cansada de pedir disculpas por usted. Me contrataron para acompañar por Europa a una señorita estudiosa y distinguida. ¡Usted no es ninguna señorita! Es un demonio que atrae anarquía y locura.

—¿Todos tenemos algún talento? —aventuré con timidez y una sonrisa forzada.

—Estropeó una alfombra invaluable en mitad del vestíbulo del hotel…

—Pero ¡algo me había sentado mal!

—Y tiene a todo el personal del Pera Palace haciendo contrabando con periódicos para satisfacer ese hábito insaciable que tiene usted.

—Crucigramas, Madame Leroux. Me hace sonar como una drogadicta. El Cumhuriyet no tiene crucigramas todos los días. —Y si los hubiera tenido, no podría haberlos resuelto, porque las pistas estaban en turco.

—Le provocó un ataque a la pobre mucama con ese libro diabólico que estaba leyendo.

—Era el Libro de los muertos egipcio, un antiguo texto funerario. Estaba practicando cómo escribir jeroglíficos. —Pero para ser honesta, también había estado leyendo una rara traducción de El martillo de las brujas, que detallaba una selección de hechizos medievales, un tema que encontraba infinitamente fascinante. Si hubiera sabido que las criadas del hotel eran un montón de señoras victorianas que se desmayaban por cualquier cosa, habría sido más discreta con mis lecturas personales.

Sin embargo, Madame Leroux no me tenía nada de compasión. En ese instante, estaba negando con la cabeza, cerrando bien los ojos, como si de algún modo, en las pocas semanas que habíamos compartido, hubiera conseguido convertirme en la mayor decepción de su vida. Bueno, tenía noticias para ella: me llevaba años decepcionar a alguien como era debido. Solo tenía que preguntárselo a mi padre… cuando se dignara a venir.

—Prometo quedarme en el hotel hasta que vuelva mi padre —le dije a Madame Leroux—. Lo juro y lo perjuro. ¿Con eso será suficiente?

—Haga lo que usted quiera. Yo no puedo detenerla. Renuncio.

—¿Qué? —Miré a mi alrededor, consciente de que estábamos llamando la atención.

—Ya me ha oído —dijo ella, estirando el ala de su sombrero con los dedos largos—. Hasta aquí he llegado. Renuncio.

—No puede renunciar. Mi padre tiene los billetes de tren para volver a Europa.

Ella se acomodó la chaqueta tironeando del dobladillo.

—Me han invitado a viajar por Medio Oriente.

Hice una pausa. Fruncí el entrecejo.

—¿Con el cantante del salón del hotel?

Habían estado viéndose en secreto después de que yo me fuera a dormir. Él siempre alardeaba de que cantaba en hoteles de la región y ganaba montones de dinero con canciones de amor que entonaba suavemente ante turistas embriagados.

—Su padre volverá pronto —dijo ella.

—¿Me… está dejando? ¿En mitad de una ciudad extranjera?

Ella se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano.

—Usted se las puede arreglar. ¿Acaso no ha viajado por el mundo con el sinvergüenza de su padre?

—¡Ey! —exclamé con brusquedad. La única que mancillaba el nombre de mi familia era yo—. Él es un aventurero e historiador reconocido. Lo han contratado duques, sultanes y condesas de todo el mundo.

—Sí, lo —afirmó ella, con la voz llena de sarcasmo francés—. Usted presume de todos los sitios a los que ha ido con él. ¿Acaso no soy su «centésima» tutora, inútil y reemplazable, como usted me suele recordar?

Ay.

—No creo haber dicho eso nunca. —Lo había dicho, el día anterior, en la última discusión que habíamos tenido—. Y por supuesto que la necesito. Usted habla el idioma de aquí y…

—Es obvio que usted no tiene problemas para recorrer la ciudad como si fuera un tifón —dijo ella con un resoplido—. Y el personal del hotel va a satisfacer todos sus caprichos, así que se me hace difícil sentir lástima por usted. Adiós, señorita Fox. Espero que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse. Nunca.

La mujer se alejó, mezclándose entre la multitud de peatones que iban sin ninguna prisa por el pasillo del mercado, mientras yo me quedé clavada en el suelo, estupefacta. Me llevó unos cuantos segundos alarmantes darme cuenta de que ella tenía la chequera con los cheques de viaje; yo solo tenía unos billetes en mi bolso, que alcanzaban para tomar un taxi de vuelta al hotel y no mucho más. La llamé, serpenteando entre la muchedumbre.

—¡Usted tiene todo el dinero! —grité.

—Considérelo mi indemnización —chilló ella antes de desaparecer en mitad de una multitud de compradores y dejarme sola.

Sola.

En otro país.

Sin dinero.

Y sin novedades de cuándo volvería el rebelde de mi padre.

Por Dios, ¿qué iba a hacer ahora?