HAL

La Marca, a finales de la primavera

Hal todavía no era heredera a la corona cuando se enamoró de lady Hotspur, pero todo tardaría menos de una hora en suceder.

La batalla había llegado a su fin, y Hal había recibido la orden de recoger a la guerrera de Perseria y llevarla al castillo donde las madres de ambas las esperaban.

Hal estaba exhausta, pero inundada de asombro y esperanza, y la recorrían olas de terror. El viento olía a sangre agria y sudor de caballo, y le zumbaban los oídos. Con apenas veinte años, había estado a punto de morir cuatro veces aquella tarde.

Primero, una lanza enterrada bajo su escudo le empujó el brazo hacia atrás, y la punta del arma la habría destripado si no hubiera conocido la técnica del giro y el toquecito, que le permitió torcer el cuerpo e indicarle a su caballo que diera un paso al costado.

Luego una inesperada ventisca arrojó una lluvia de flechas sobre la tropa de caballería que ella encabezaba, por encima de la barrera de escudos. Una flecha le cortó la mejilla, aunque dejó el ojo intacto.

Entonces, su caballo bramó y cayó al suelo, y a pesar de que a Hal estuvo a punto de atascársele la bota en el estribo, logró saltar y liberarse a tiempo.

Ya sin montura, luchó codo a codo junto a Vindus de Mercia, su compañero de combate, pero no advirtió el instante en que lo hirieron. De repente, el espacio a su alrededor quedó vacío: se abalanzó hacia delante, sin aliento y desesperada, pues sabía que si Vindus había caído, era ella quien debía atacar. Dio un grito mientras le hundía la espada al enemigo que tenía enfrente, justo debajo de la hombrera, y con un movimiento hacia arriba le atravesó el hombro, que quedó prácticamente separado del cuello.

No obstante, Hal había sobrevivido.

Es más, la victoria era de los rebeldes. La victoria era de su madre.

Le transmitió los nervios a su nueva montura, y la yegua comenzó a dar saltos ansiosos en el límite del campo de batalla, cubierto de lodo. Hacía una década que no veía a su madre, y ahora Hal era una rebelde, herida y exhausta, con nudos en el pelo y ya sin casco, pues no tenía ni idea de dónde lo había perdido.

Diez años atrás, el rey Rovassos había exiliado a su sobrina, Celeda Bolinbroke, al Tercer Reino, tras creerse las mentiras de su amante. Se había acusado a Celeda de asesinar al hermano menor del rey, aunque ella lo había negado. Había dicho, entre gritos, que era falso, lo había jurado en nombre de su madre y su padre, en nombre de sus hijas, en nombre de los grandes reyes del pasado, Segovax, Isarnos y Morimaros el Grande.

Gracias a los santos, Celeda había terminado en el exilio, en vez de muerta, obligada a renunciar únicamente a sus hijas y su patria, en lugar de a su propia vida. Hal había crecido sin madre, bajo la tutela del rey, y junto a la heredera al trono, Banna Mora. Siempre había abrigado la ilusión de que Celeda volviera a casa, con el perdón de Rovassos. Hasta que, el año anterior, Rovassos le había quitado a Hal el título y las tierras de Bolinbroke para dárselo todo a su (nuevo) amante. Hal le había escrito a su madre diciéndole que toda esperanza estaba perdida. Pero en el Tercer Reino se respetaban los linajes matrilineales bien establecidos, y durante una década Celeda había reunido aliados y elaborado planes, sabiendo que nunca la invitarían a regresar a su patria, sabiendo que, si quería volver, tendría que recuperar sus dominios por la fuerza.

La cesión de Bolinbroke por parte del rey fue la pequeña chispa, ofensiva e inoportuna, que había encendido la hoguera de la rebelión. Y Celeda no fue la única en advertir el significado de aquella señal: tanto Caratica Persy de Annyck y el Castillo Rojo como su hermana Vindomata, duque de Mercia, y también Mata Blunt de Ithios y los duques de Westmore y Or, y Ardus de Iork se habían unido contra el rey debilitado. Eran ellos quienes habían convocado a Celeda para que regresara a su tierra.

Aquel día, los sucesos habían llegado a un punto crítico, allí en el Castillo de Aguabrava, lindante con la Marca, en la costa occidental de Aremoria, donde el rey se había instalado tras un viaje a Ispania. Rovassos fue recibido en las costas de Aremoria, sin tardanza y con violencia. Los rebeldes habían aplastado a las fuerzas del rey bajo los estandartes de las antiguas casas de Aremoria: el león y los jacintos de los bosques de Bolinbroke, las águilas de Westmore, el lobo de Perseria, el roble de Mercia y el río de Or. Como si los mismísimos animales de la tierra y el cielo, los huesos y las venas de Aremoria, se hubieran puesto de acuerdo en que había llegado la hora.

Los cadáveres estaban desperdigados por todo el campo de batalla, y los heridos permanecían sentados o avanzaban cojeando con la ayuda de sus camaradas. Sin embargo, la mayoría de los soldados rebeldes seguían de pie. La rendición había tenido lugar antes de que la lucha se cobrara demasiadas víctimas.

Y Hal había sobrevivido a su primera batalla. Valía la pena repetirlo. Era un triunfo, y lo demás no importaba.

A Hal le latía la herida del hombro, y el gambesón que llevaba bajo la cota de malla se le adhería a la piel a causa de la sangre. De todos modos, había sobrevivido y había asesinado. Estaba segura de que había matado al menos a tres soldados y de que otros morirían por las heridas que había infligido.

Se le revolvía el estómago con solo pensar en las familias de los muertos, las familias de Aremoria.

En sus diarios, Morimaros el Grande había escrito: «Nunca olvides las consecuencias de tus actos, porque el olvido basta para volverlos injustos».

Hasta ese momento, aquellas no habían sido más que palabras escritas. Sus actos anteriores habían tenido consecuencias de otro tipo: castigos compartidos con las escuderas por escabullirse en la sala del trono, o resacas, o mañanas llenas de arrepentimiento después de pasar la noche con chicas que regresaban a casa de sus esposos o padres. O algún moretón por pelear con Banna Mora. O, lo que era peor, el gesto acusador en la mirada de lady Ianta Oldcastle.

«Cuando somos jóvenes, las consecuencias», pensó Hal, «no son más que una sensación moderada de culpa y un recuerdo incómodo. De adultos, las consecuencias asedian como fantasmas».

Y… ¡allí estaba! Hotspur Persy, rodeada de soldados, con manchas de sangre en el rostro que parecían hojas de otoño, con salpicaduras de un color intenso que volvían más centelleantes sus ojos celestes. Y, cuando Hotspur dio las órdenes, Hal vio que sus dientes estaban teñidos de rosa.

Hal también notaba el sabor metálico de la sangre en la lengua, y quería besar esa otra boca ensangrentada.

Se quedó contemplando la provocación flagrante, la autoridad palpable que encarnaba Hotspur de Perseria. Sentía una atracción natural, un impulso que la empujaba hacia la doncella guerrera. Entonces, Hal deseó no estar así de cansada, así de nerviosa, deseó llevar, en lugar de una armadura cubierta de fango, un espléndido traje de malla, el cabello peinado y recién lavado: cualquier cosa con tal de captar la atención de Hotspur.

La futura heredera se quedó mirándola demasiado tiempo, hasta que su caballo comenzó a piafar. Hotspur volvió el rostro enseguida y las miradas de ambas chocaron; Hal, sorprendida, levantó un puño en el aire y gritó:

—¡Lady Hotspur! Tengo noticias de Mercia.

El viento recorrió el espacio que las separaba y soltó las trenzas de Hal. Los mechones negros le azotaron la cara y se enredaron en las hebillas de su armadura. Hotspur alzó una mano enguantada en respuesta.

¿Era la imaginación de Hal o el viento había cesado tras aquel ademán?

No encontró el valor para desmontar, sino que se acercó a caballo a la otra mujer. Un edecán vestido con el verde de Perseria avanzó con premura hasta Hotspur y le habló al oído, y Hotspur asintió, sin apartar la vista de Hal en ningún momento. Hotspur se quitó la capucha de malla, que le quedó plegada alrededor del cuello. Ya no tenía puesto el yelmo, así que su pelo se encontraba enmarañado y revuelto; el sudor y la sangre le habían pegado unos cuantos mechones pelirrojos a las sonrosadas mejillas.

—Hotspur Persy —dijo Hal mientras su caballo trotaba para esquivar un escudo roto—. Soy Hal Bolinbroke. He recibido la orden de llevarla conmigo a las puertas del Castillo de Aguabrava, donde su tía, Vindomata de Mercia, y mi madre, Celeda, tienen prisionero al rey.

En respuesta, Hotspur inclinó la cabeza y luego puso una mano sobre el hombro de su edecán.

—Desengancha el peto, Sennos. —El joven, poco atractivo y con la cara marcada por el agotamiento, la ayudó a quitarse la coraza del pecho y se la cargó sobre el hombro. Debajo, ella vestía un gambesón verde oscuro. No llevaba espada en la vaina y tenía las botas cubiertas de lodo hasta la altura de la pantorrilla—. Ya estoy lista —agregó Hotspur.

Hal la miró desconcertada e hizo todo lo posible por borrar su expresión de incertidumbre. A continuación, le ofreció un brazo a Hotspur y sacó el pie del estribo para que la guerrera subiera al caballo. Las dos mujeres se tomaron de la mano, y Hotspur montó con gracia detrás de Hal, que apretó los dientes al sentir el dolor de su herida.

—Hola, Hal —dijo Hotspur enseguida, con una enorme sonrisa, y se acercó a ella hasta que sus muslos se tocaron.

Después, pasó un brazo alrededor de la cintura de Hal. Ella giró la cabeza, con ganas de ver la expresión de Hotspur, pero solo consiguió vislumbrar el perfil de la guerrera, que miraba hacia atrás, al campo de batalla. ¿Se daba cuenta Hotspur de lo natural que era aquella cercanía, de lo bien que encajaba su brazo alrededor de la cintura de ella?

Hal apretó los dientes y espoleó a su caballo, y entonces pensó: «No seas boba, ¡es el Lobo de Aremoria! Nunca desatendería los deberes de la guerra por las tentaciones de la carne, ni del amor».

Lady Hotspur se había forjado una reputación con apenas dieciséis años, cuando lideró a los soldados de Perseria contra los bandidos de Diotán, logró expulsarlos y los persiguió por la frontera hasta que regresó con cuatro prisioneros. A los diecisiete años, derrotó a sir Corio de Or, un caballero legendario y tan poderoso como lady Ianta, en combate singular. Y, después, en el mismo torneo, provocó a un conde de Burgún cuando le robó la espada y la sostuvo sobre la cabeza durante más de un minuto, aunque el arma medía lo mismo que ella. El año anterior, Hotspur y su madre habían viajado al Rusrike para ayudar al pueblo de su padre a sofocar una pequeña rebelión de terratenientes y, de tan temerarias, impresionaron incluso a los soldados, curtidos por el frío. Hal siempre había abrigado el deseo de que Hotspur fuera a la corte y formara parte de las Damas de Armas, al servicio de Banna Mora. Claro que quizás Rovassos le tuviera miedo.

Cuánto tiempo había pasado Hal sin saber lo hermosa que era Hotspur.

—Lady Hotspur, ¿es este un día de gloria o de desdicha? —preguntó Hal.

—Las dos cosas —respondió Hotspur sin dudar—. Ambas van juntas de la mano durante la guerra.

Aliviada, y sin advertir de antemano que había una evaluación encerrada en la pregunta, Hal asintió. Permaneció erguida y logró relajarse un poco con Hotspur a la espalda.

—¿Sabes a quién hemos perdido? —preguntó Hotspur, apartándole a Hal el cabello del hombro derecho con una mano y tomándola por la cadera con la otra. Algunos mechones de Hal rozaron la piel de Hotspur, por encima de la gorguera que le protegía el cuello.

Hal se estremeció y respondió:

—No he recibido informes oficiales. Dudo que ya estén listos. Sé que tu madre cayó, pero vive, y que perdimos a tu primo, Vindus de Mercia. Él cabalgó a mi lado. Lo siento mucho.

Hotspur cerró el puño y lo dejó caer sobre el muslo de Hal.

—Mi madre vivirá. Estaba con ella cuando la derribaron del caballo y sé que vivirá. En cuanto a Vin… ¡lombrices y comebebés! No lo conocía tan bien como tú, porque siempre pasaba el tiempo en Leonis. Mi tía Vindomata estará desconsolada.

—Él y Banna Mora… —comenzó a explicar Hal, antes de quedarse en silencio. Daba igual lo que hubieran sido en el pasado. La rebelión los había enfrentado, igual que a Hal y a Mora, simplemente porque Mora era la heredera de Rovassos y ahora el Mar de Sangre pertenecería a otra persona.

A medida que se acercaban al camino pantanoso, Hal guio al caballo hacia el pueblo que rodeaba el Castillo de Aguabrava. Los tejados de color gris oscuro se recortaban contra la muralla de la ciudad y, a la distancia, se levantaban las fortificaciones del castillo. Y, más lejos aún, estaba el océano gris claro, picado debido a las ráfagas de viento.

Los soldados sostenían abiertas las puertas de la ciudad, y uno de ellos, con los colores de Bolinbroke, se adelantó para recibir a Hal. Fue un alivio para Hal ver violeta en todas partes, no solo porque echaba de menos su escudo familiar y su título, sino porque significaba que su madre por fin estaba cerca. Nerviosa, Hal apretó los muslos contra el caballo, que sacudió la cabeza en señal de protesta.

Hotspur y Hal siguieron al soldado de Bolinbroke a través del pueblo. Los postigos estaban bien cerrados y colgaban banderas rojas, verdes y violetas, los colores principales de la rebelión: rojo de Mercia, verde de Perseria, violeta de Bolinbroke. Hal vio unos pocos destellos del naranja intenso de Aremoria, cosa que habría que solucionar lo antes posible.

El soldado los condujo a través de una multitud desconcertada que se apresuraba a buscar refugio, siguiendo las órdenes de otros soldados vestidos de violeta y verde.

—Se rindió enseguida —dijo Hal—. El rey no tenía el valor necesario para luchar.

Hotspur resopló.

—Bueno, eso era parte del problema.

El castillo se alzaba al norte de la ciudad, al otro lado de un enorme puente arqueado de piedra. Debajo, corría un afluente del río que desembocaba en el mar. Los muros del castillo eran grises y estaban surcados por el musgo y la erosión de los elementos, aunque la barbacana era más oscura y más nueva, construida hacía poco para reforzar la entrada. Un grupo de soldados cubiertos de sangre saludaron a Hal y a Hotspur, mientras otros comenzaron a encender antorchas: el sol se estaba poniendo, y Hal ni siquiera se había dado cuenta de que era tan tarde. Atravesaron el puente a caballo y accedieron a la entrada de la barbacana, por la puerta que daba a un túnel de cinco metros de largo. Hal elevó la mirada en dirección a los matacanos y las aspilleras, y de pronto una lanza cayó desde arriba y se le hundió en el cuello. Oyó el silbido del metal entre la piedra, sintió el peso del arma y el impacto cuando el filo le atravesó el gambesón, la cota de malla, la carne…

Hal tragó saliva para ahuyentar la visión. Estaba sana y salva. No había ningún asesino oculto, solo los dientes de tres puertas rastrillo en lo alto.

Al fin, salieron a un sombrío patio exterior, y Hotspur se echó a reír: a continuación, había otra puerta de entrada, aún más fortificada que la barbacana. Si algún ejército atacaba el castillo, se quedaría atrapado allí, creyendo que había conseguido acceder, y moriría bajo el ataque del fuego y las flechas. Hal sintió una ola de gratitud hacia Rovassos por no empujar a sus soldados a sufrir tal desenlace.

Cuando se abrió la puerta levadiza interior, en la casa del guarda, los únicos colores que Hal vio entonces fueron los de su tierra. El estandarte de Celeda flameaba en las almenas: el león y los jacintos de Bolinbroke, atravesados por una flecha blanca debajo del trío de flores. Hal se preguntó si reconocería a su madre. ¡Ya habían pasado diez años! O, peor aún, ¿acaso su madre la reconocería a ella? Hal era ahora mayor, una mujer, y tenía las manos manchadas de sangre.

—Por aquí —les indicó el soldado de Bolinbroke, y apretó el paso a la sala interior.

Entonces, desmontaron: Hotspur hizo una mueca cuando su pie izquierdo tocó el suelo y Hal extendió la mano para tomarla del brazo y ayudarla a bajar.

A pesar de que Hotspur mostró los dientes, no se lo impidió.

—Recibí un golpe por detrás y me torcí el tobillo para no caer al suelo. Pero le di al otro en el estómago. Durante la batalla, no me di cuenta de que la lesión fuera tan grave. —Los ojos le brillaban como dos pequeños soles, de un azul intenso, y cada vez que Hal la miraba, Hotspur no podía evitar sonreírle. Hal se ruborizó—. Tu madre —señaló Hotspur.

Hal la vio, entre una reducida multitud de caballeros y comandantes bien armados: allí estaba, Celeda Bolinbroke, regia y alta, con el cabello negro trenzado y el cuerpo cubierto por una armadura de acero forjado que la hacía brillar como la luna. La capa que le colgaba de un solo hombro estaba limpia, sin manchas de sangre ni de ceniza. Era de un tejido de color violeta intenso, con flecos negros, y llevaba bordados en blanco y negro el león y los jacintos de Bolinbroke. Celeda habló con los caballeros, con una autoridad que emanaba de su porte y de su carisma sombrío. Uno de los hombres estaba demasiado cerca de ella: tenía un gambesón naranja descolorido y una pequeña corona grabada en el acero de su única hombrera. Llevaba el pelo rapado, la barba igual de corta y tenía la piel bronceada; miró a Hal repentinamente, con ojos de un azul penetrante. Hal no lo reconoció, y eso que ella conocía a todos los de sangre real. En cualquier caso, la identidad del hombre carecía de importancia, porque Celeda estaba allí.

—Madre —quiso articular Hal, pero la palabra se le atascó en la garganta. Entonces, volvió a intentarlo—: Madre.

Celeda se detuvo a media palabra y se dio media vuelta. Su mueca de sorpresa se trasformó en ansiedad y alegría de verla.

—Calepia, ven aquí —dijo mientras le tendía a su hija una mano sin guante.

La orden resonó en el interior de Hal, que soltó a Hotspur de inmediato y echó a correr hacia ella.

Las dos mujeres se abrazaron: Celeda recibió a su hija con los brazos abiertos y Hal arrojó los suyos alrededor del cuello de su madre. Los petos de ambas chocaron y las mantuvieron alejadas, pero, aun así, Hal estrechó a Celeda, con lágrimas en los ojos.

—Mamá —susurró, desprendiendo un olor a sudor y sangre, y con el cabello negro lleno de tierra.

—Mi Calepia, pequeña Hal, estás muy alta —dijo Celeda. Ya tenía más de cuarenta años, y la edad se le notaba en las arrugas de la boca, pero no en su cabellera negra.

Hal rompió a reír.

—Todavía no soy tan alta como tú, madre.

Celeda se alejó de Hal, y la mantuvo a un brazo de distancia.

—He recibido buenos informes de ti.

—Y yo de ti —dijo Hal, incapaz de reprimir la broma. Pensó que seguramente tendría los ojos como dos platos, de lo abiertos y saltones que los notaba.

Hotspur apareció por detrás, para saludar, y Hal se giró e hizo un ademán con la mano:

—Ella es Isarna Persy, lady Hotspur.

—Lady Hotspur —repitió Celeda, y Hotspur respondió con una reverencia.

—Es un honor conocerla, después de haber luchado para que se hiciera justicia y usted pudiera regresar, lady Celeda.

—Y yo me alegro mucho de verte con mi hija, porque deseo que las dos seáis grandes amigas, como yo misma lo he sido de tu madre y de tu tía durante gran parte de nuestras vidas. Aquí están el comandante Abovax y el comandante Ios de Or, lord Cevo de Westmore y su hermano Aesmaros. —Celeda señaló a cada uno de los hombres que las rodeaban, sin presentar al hombre del gambesón naranja. El hombre parecía dirigirle, entretenido, una mirada cómplice a Hal. A ella le resultaba muy familiar; ¿por qué no conseguía recordar su nombre? Hal conocía a Abovax, pues este, firme oponente de sus bromas juveniles, había formado parte de la guardia del Palacio de Leones; así como al comandante Ios. Celeda continuó—: Mata Blunt está adentro, reunida con Vindomata y Rovassos.

—¿Y mi madre? —preguntó Hotspur. Celeda hizo una mueca de descontento.

—Se niega a ir al hospital. Al menos logré que se sentara y traje a un sanador del Tercer Reino, para que se ocupara de ella. Si no muere a causa de la infección, sobrevivirá, aunque tal vez no vuelva a caminar.

Hotspur apretó los dientes y asintió.

—¿Y Dev? —preguntó Hal. La madre de Hal dudó, y fue Abovax quien habló.

—Devrus está muerto. Sobre Vindus, no he recibido ningún informe.

—No —dijo Hotspur, muy despacio.

—Vin también está muerto, madre —intervino Hal. La rebelión de Celeda había acabado con los dos hijos de Vindomata de Mercia. A Hal se le hizo un nudo en el estómago. Aunque eran caballeros fuertes, incluso el destino más prometedor podía cambiar ante lo inesperado. Hal buscó con la mirada al hombre extraño y silencioso vestido de naranja, a la espera de consuelo. Pero él ya no estaba. Justo entonces, otro soldado se acercó a la carrera.

—Lady Celeda, Mercia me envía a buscarla. Dice que el rey ha accedido a verla y rendirse ante usted.

Las dos mujeres no perdieron el tiempo en preguntas ni lamentos, sino que avanzaron al lado de Celeda, hacia la torre de la fortaleza, a través de unos estrechos pasillos de piedra que el fuego y la presencia de los hombres habían caldeado. Cuando entraron en el gran salón del castillo, Hal estaba sin aliento. Los ladridos de los perros resonaban en los techos bajos, y los bancos estaban volcados y apoyados contra el fondo. Rovassos se encontraba tendido sobre la mesa alta, todavía con la cota de malla puesta, con la espada a un lado y dos sabuesos de caza a sus pies, que aullaban y gruñían, alterados porque no respondía. Hal sintió compasión por el anciano, aunque sabía que aquello delataba debilidad.

En el extremo de la mesa estaba Aumerle, golpeado. Hal apretó los dientes: ¡Bolinbroke ya no le pertenecía! Era de ella otra vez o de su madre, al menos. Incapaz de detenerse, Hal marchó hacia él y lo empujó. Aumerle perdió el equilibrio, sorprendido, y estuvo a punto de caer, pero logró aferrarse al borde de la mesa.

—¡Calepia! —gritó Celeda.

—Lo siento —le dijo Aumerle a Hal, con los párpados pesados y el cuerpo inclinado. Hal resopló, y volvió junto a su madre y Hotspur. No podía olvidar aquella sensación repugnante: la mano de Aumerle sobre la suya, cuando él le había propuesto matrimonio el año anterior para que recuperara las tierras de Bolinbroke. El nuevo método era mucho mejor.

El rey Rovassos levantó la cabeza para observar la escena. Tenía los ojos celestes enrojecidos. Se apoyó sobre una mano y les ofreció, incluso en ese estado, la pose perfecta de un rey derrotado.

—Sentaos —ordenó Vindomata de Mercia a los perros. Se sobresaltaron, y uno se sentó mientras que al otro se le erizaron todavía más los pelos del lomo. El rey hizo un ademán con la mano, desfallecido.

—Llévatelos, Aumerle.

Hal trató de calmar su respiración agitada mientras veía a Aumerle tomar a los perros por el collar y arrastrarlos, para entregárselos a los soldados de verde. Regresó a su posición detrás del rey.

—He venido por lo que se me debe, Rovassos —dijo Celeda.

—¿Una muerte rápida? —respondió él.

Vindomata resopló y llevó una mano a la empuñadura de la espada. La sangre seca le corría por la mejilla blanca y le manchaba el pelo. Se había quitado las piezas más pesadas de la armadura y estaba de pie, como un lobo feroz, lista para darse un festín. Tanto ella como su sobrina Hotspur, ambas pelirrojas, eran bestias de guerra, solo que una era la versión joven de la otra.

—Basta de bravuconadas, viejo. Dale el anillo.

La orden resonó contra las altas vigas de piedra del gran salón. Había estandartes naranjas colgados de las paredes oscuras, un símbolo de lealtad a Aremoria.

A Hal le temblaron las piernas. La sangre se le agolpó en los oídos y no logró escuchar las palabras que Rovassos pronunció a continuación, aunque advirtió que sus labios se movían a través de su visión borrosa. Sabía que su madre había vuelto para hacerse con toda Aremoria, no solo con Bolinbroke. Ella lo sabía y, sin embargo…

Entonces, Celeda dijo:

—Nadie te cubre las espaldas, Rovassos, ningún ejército está dispuesto a defenderte contra nosotros. Tus elecciones han eclipsado la gloria del trono de Aremoria. Tengo el mismo derecho al trono que tú, por herencia de Segovax, y me han dado la bienvenida. Me han recibido con flores y vítores. Tus lores y comandantes saben que eres débil.

—¿Todo esto porque le entregué Bolinbroke a un hombre leal? Traté a tu hija como si fuera mía —respondió Rovassos.

—¡Me arrebataste mi casa! —gritó Hal.

Vindomata levantó una mano para apaciguar el arrebato de Hal y luego, con un movimiento de la barbilla, señaló la entrada lateral: Mata Blunt apareció, seguida por dos guardias vestidos de violeta que sostenían a Caratica de Perseria. Caratica mostró los dientes en una mueca salvaje de dolor. Tenía el rostro completamente pálido, y unos ríos de lágrimas cenicientas le surcaban las mejillas. Hotspur no se acercó a su madre, sino que permaneció al lado de Hal mientras los hombres arrastraban una silla y sentaban allí a Caratica, que gruñía de dolor y respiraba con dificultad.

—Ya estamos todos —dijo Vindomata, en tono firme—. Habla de una vez, Rovassos.

Con un siseo, Caratica despidió a los curanderos y los guardias, y cuando la pesada puerta de madera se cerró de un golpe, quedaron solo el rey, su amante y seis mujeres: Celeda Bolinbroke, Vindomata de Mercia, Caratica de Perseria, Mata Blunt, Hal y Hotspur.

—Así mueren los reyes —murmuró Rovassos—. ¿Debo decírtelo, sobrina, para que no te tome por sorpresa? Traicionados, todos. Ya sea por nuestro cuerpo, nuestro corazón o nuestros amigos.

—Entonces los traidores acaban pagando por sus actos —dijo Celeda, con voz grave—. Yo te quería, tío, y tú me traicionaste primero.

—Ojo por ojo, ¿quién asesinó a mi hermano más querido? ¿Quién?

—¡Yo no! —exclamó Celeda.

Desde su asiento, Caratica susurró, dolorida:

—No importa, Celeda. Has ganado. Hemos ganado.

—Mira a mi hija —dijo Celeda, y Hal se puso tensa al ser el centro de atención—. Era una niña cuando me exiliaste, y la he echado de menos. Por tu culpa. ¡Es posible que la hayas tratado como si fuera tuya, pero era yo quien debía cuidarla, quien debía formarla y entrenarla!

Los ojos llorosos de Rovassos se encontraron con los de Hal, y el corazón de esta pareció congelarse, no de frío, sino de un miedo ardiente.

—Tienes razón —dijo el rey y levantó el puño.

Allí, en su dedo índice, estaba el Mar de Sangre. El granate rojizo brillaba rodeado de unas perlas que parecían lunas diminutas. Era el símbolo del poder, y durante toda su vida a Hal le habían enseñado que debía respetarlo y amarlo. Ese anillo había adornado la mano de Morimaros el Grande, y de Isarnos y Segovax, y también la de ese rey borracho, aquel desgraciado, como dirían su madre, Vindomata y Caratica, e incluso Mata Blunt, que era la prima de la madre de Hal y había vivido en el Tercer Reino durante tres años. «Mientras tramaba esta conspiración», supuso entonces Hal, y su mundo dio un vuelco.

—Entréganoslo —exigió Vindomata de nuevo—. Has tomado más de lo que le correspondía al rey, y descuidaste el legado que ya tenías. Nadie lamentará este día.

Rovassos se quitó el anillo, lo alzó y miró a Celeda a través del aro.

—Al final, tu única posesión también será este pozo vacío.

—Rovassos —dijo Vindomata.

Él cerró los ojos y suspiró. Aumerle se arrojó al lado del rey y luego se puso de rodillas.

—Os lo ruego, dejadlo vivir. Si os lo entrega, dejadlo vivir.

Durante un instante, Hal admiró la valiente desesperación de aquel hombre, pero enseguida sintió pena cuando Caratica de Perseria habló. El dolor provocaba que las palabras brotaran de su boca con dificultad, y las gotas de sudor brillaban sobre sus labios y cejas:

—¿Te ofreces a morir por él, Aumerle? Si vosotros sobrevivís, siempre conspirareis en nuestra contra.

—No, él puede ir a la cárcel y yo… al exilio. Lo que sea.

El rey llevó un dedo a los labios de Aumerle.

—Silencio.

Aumerle se quedó callado, y se sentó sobre sus talones, con los hombros caídos.

—Ahora —dijo Vindomata.

Celeda le tendió la mano a Rovassos, y el rey dijo:

—Con este juramento, te doy Aremoria. Con este anillo y con mi mano. Por las estrellas que brillan en lo alto del cielo y la tierra que late bajo nuestros pies, por mi corazón y sangre y… por mis lágrimas. Aremoria es tuya.

Entonces, Rovassos soltó el Mar de Sangre. El anillo golpeó el suelo de piedra con un estrépito metálico.

Todos los presentes contemplaron la escena mientras Celeda se arrodillaba con reverencia y lo recogía. Se puso de pie con la joya en la palma de la mano, respirando despacio con los labios ligeramente abiertos.

Hal ignoraba lo que se le pasaba a su madre por la cabeza en ese momento, pero aquellos pensamientos, fueran los que fueran, hacían temblar la mano de Celeda Bolinbroke. Celeda se aferró al Mar de Sangre mientras Vindomata se acercaba. La dama de Mercia envolvió la mano de Celeda con las suyas, para consolarla. Entonces, Vindomata le abrió los dedos a Celeda por la fuerza y tomó el anillo. Alzó la mirada en busca de los ojos de Celeda, y Celeda levantó el mentón.

Mercia le colocó el anillo a Celeda en el dedo índice, y después se dejó caer sobre una rodilla.

—Que la reina de Aremoria gobierne durante largos años.

Lord Aumerle se dejó caer al suelo, con las manos y las rodillas contra la piedra fría, la cabeza baja y un temblor en los hombros. Rovassos permaneció quieto, sentado al borde de la mesa alta. En cambio, Mata Blunt se arrodilló, al igual que Hotspur, que arrastró a Hal con ella.

Hal miró a su madre. Su reina.

Su madre.

Si no hubiera tenido ambas rodillas en el suelo, se habría caído.

Y Rovassos dijo:

—¿Qué más queda por hacer?

Vindomata Mercia se levantó, echó un vistazo a Celeda, luego a su hermana, Caratica, y a Mata Blunt, pero no a su sobrina ni a Hal.

—Una sola cosa —respondió, y dio dos pasos hacia Rovassos en el tiempo que tardaba en desenvainar su espada.

Cuando la pesada hoja se clavó en el cuello de Rovassos, un grito atravesó el silencio denso que imperaba en la sala. La sangre comenzó a brotar y después a derramarse a borbotones, y entonces Aumerle se abalanzó ciegamente sobre el brazo de Vindomata.

La duque, sin prestarle atención a Aumerle, hundió aún más la espada y, con un movimiento, le cortó la garganta al rey casi por completo. En ese momento, el viejo rey comenzó a desplomarse. La cabeza fue la primera en caer a un costado, y el resto del cuerpo la siguió a continuación.

Mata tomó a Aumerle por el pelo y lo empujó con todas sus fuerzas al suelo.

Hal no podía moverse. Tenía la mirada clavada en la cabeza de Rovassos, que colgaba en un ángulo antinatural, todavía unida al resto del cuerpo por músculos y piel, mientras la sangre le cubría el pecho como una túnica, una tela ondulante y delicada. Y Hal sintió esa sangre en su propia piel: la sintió hormiguear por el cuello y bajar por el pecho, recorrer los hombros y descender por su espalda igual que si fueran alas.

«Así mueren los reyes», pensó, una y otra vez. «Traicionados».

Traicionados.

Así mueren los reyes.

Como por obra de un milagro, Hotspur le tomó la mano a Hal y se la estrechó.

Y la príncipe Hal pensó: «Puede que, después de todo, no sobreviviese a la guerra».