
Adelante, pasa… ¡pero deja el libro bien abierto! Y, sobre todo, no acerques mucho la nariz. Creo que el primer capítulo aún huele a quemado.
No te preocupes, no está ardiendo ninguna página. Lo que ocurre es que esta historia comenzó en la cocina de mi casa de Moonville… ¡y aquella tarde estaba toda llena de humo! Apenas podía distinguir a mi gato Cosmo de los guantes del horno. ¿Y quién había armado semejante desastre?
Lo has adivinado: YO. La increíble, poderosa, mágica… y torpe Anna Kadabra.
Quise hacer una tortilla a las finas hierbas y me salió una tortilla al fino carbón. Era una plasta negra y humeante pegada al fondo de la sartén.

Papá dijo que no estaba mal del todo. Mamá dijo que parecía un zapato atropellado. Cosmo no dijo nada, el pobre. Ni siquiera cuando batí otro huevo y acabó rebozado hasta la cola.
En vez de gato, parecía una croqueta con orejas.

¡De verdad que no valgo para la cocina!
No es que me importe mucho. Después de todo, quiero ser bruja y no chef de restaurante. No manejo el cucharón sino la varita. Uso un caldero y no una sartén antiadherente.
El problema era que se acercaban mis exámenes de fin de curso. Y no solo los de la escuela; ¡también en mis clases de hechicería debía pasar pruebas! Bueno, pues la asignatura de Cocina Mágica se me había atragantado. Y nunca mejor dicho.
Mi maestra Madame Prune solo me aprobaría si presentaba un buen plato. Debía ser algo sabroso y poderoso a partes iguales.
El resto de aprendices ya tenían pensado su menú. Ellos son Marcus Pocus, Sarah Kazam y Ángela Sésamo. Todos juntos formamos el Club de la Luna Llena.
Los tres estaban listos para el examen. A mí, en cambio, ninguna receta me salía bien. ¿Cómo iba a preparar una tortilla mágica si ni siquiera sabía hacer una tortilla normal?
Cuando no se me quemaba, acababa cruda. Cuando no me pasaba con la sal, me quedaba corta de polvos mágicos. Cuando al fin me salía apetitosa, te hacía crecer pelo en las orejas.
«Tranquila —me había dicho Madame Prune—, con paciencia descubrirás a qué sabe la magia.»
Pues de momento solo sabía a qué olía: a huevo achicharrado.
