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En el Laberinto de las Pesadillas

Al cruzar el umbral de la Puerta de las Tinieblas, Argyria, la guardiana del Gran Reino, se vio envuelta en un torbellino oscuro en el que resonaba la risa tétrica de Ivarr, similar al aullido del viento durante una tormenta.

Una fuerza invisible la empujaba, y tenía la sensación de ir cayendo sin remedio, cada vez más abajo.

A su alrededor se deslizaban a toda velocidad paisajes espectrales, desiertos infinitos y cielos con resplandores inesperados, como en un oscuro caleidoscopio. Cerró los ojos hasta que notó que el torbellino cesaba.

Los abrió y, cuando se acostumbró a la semioscuridad, miró a su alrededor con cautela.

¡Estaba en una terraza que daba a un inmenso laberinto de pasillos y escaleras!

Los tramos de escalones, negros y brillantes como la obsidiana, parecían infinitos y por su colocación formaban una arquitectura irreal: había escaleras oblicuas, escaleras invertidas, escaleras con ángulos caprichosos que llegaban a descansillos suspendidos en el aire, de los que partían más y más escaleras...

La guardiana vaciló un momento, bajó unos peldaños y avanzó por una rampa que subía hasta un rellano desde el que solo se veían... más escaleras.

Volvió sobre sus pasos.

Esta vez fue en la dirección opuesta, subió unos escalones empinados, llegó a otra escalinata y pasó por debajo de un imponente arco de piedra, hasta unos soportales con columnas de capiteles retorcidos.

Argyria lo recorrió hasta el final y apretó el paso, impaciente, hasta que se encontró de nuevo en el punto de partida.

—Lo que yo imaginaba —suspiró, observando un arco idéntico al que había cruzado poco antes.

Quizá fuera el mismo, pero no estaba segura. Habían construido aquellas escaleras infinitas unas sobre otras para desorientar a todo el que las pisara.

Argyria se armó de valor e intentó un nuevo recorrido, sin resultado.

Comprendió que todos los trayectos la llevaban siempre al punto de partida.

«Puede que desde arriba encuentre una salida», se dijo.

Y utilizó sus habilidades mágicas de cambiaformas para transformarse en un halcón y colocarse encima del laberinto, pero... no ocurrió nada.

Argyria se observó las manos.

Sus largos dedos blancos se habían convertido en garras afiladas, pero la transformación no había sido completa. En pocos segundos, las manos volvieron a estar como antes.

—Aquí mi magia no actúa por completo, como yo me temía —comentó entre dientes, pensativa—. Así que es cierto. La Puerta de las Tinieblas me ha conducido a uno de los lugares más oscuros y remotos del mundo conocido...

De pronto, una voz que le resultaba familiar resonó más siniestra que nunca, amplificada por el eco del laberinto de escaleras.

La guardiana no sabía de dónde venía, parecía que estuviera en todas partes.

—¡Sal, Ivarr, que yo te vea! ¿Dónde te escondes? —lo desafió mirando hacia arriba.

Pero el silencio había vuelto a caer a su alrededor.

—Crees que has ganado, pero no es así —prosiguió Argyria en voz baja—. Todavía no.

Durante su último enfrentamiento, el señor de la Discordia había logrado apoderarse de los Cinco Sellos de las princesas del Alba.

Estaba convencido de que les había robado los objetos imprescindibles para que se cumpliera la Profecía de la Corona de Luz. Estaba convencido de que tenía en las manos los salvoconductos que le permitirían acceder al inmenso poder de la corona... pero la Puerta de las Tinieblas se había cerrado tras él antes de que conociera el secreto de la profecía. El señor de la Discordia no sabía que los sellos resultaban inútiles sin el Corazón del Gran Reino, la piedra preciosa que aún estaba en manos de las princesas del Alba.

—¿Y quién va a detenerme? ¿Tú? —dijo riendo Ivarr, sin sospechar nada—. Has sido muy tonta al seguirme hasta aquí. Nunca saldrás del laberinto, y lo sabes muy bien. Te perdonaré la vida si me ayudas a averiguar qué debo hacer para que el poder de la Corona de Luz actúe en mi favor. Piénsalo, es una oferta muy generosa.

Argyria no contestó. Aquel lugar lleno de magia oscura había debilitado sus poderes, pero no su corazón. Dejó de mirar las infinitas escaleras y los pasillos que la rodeaban, cerró los ojos y permaneció inmóvil, con los sentidos alerta en busca de cualquier indicio, por mínimo que fuera, que le diera pistas sobre la posición de su adversario. Hasta que, de repente...

Oyó un crujido a su derecha y se volvió, sobresaltada: por un instante, cruzó una mirada con los ojos glaciales de Ivarr, en los que brillaba una chispa de estupor.

Fue solo un momento. Los labios del mago recuperaron enseguida su sonrisa malvada.

—Resígnate, Argyria, todo es inútil. Aquí no puedes ganar.

Sin hacer caso a sus palabras, la guardiana avanzó muy resuelta. Llegó al descansillo en el que se encontraba Ivarr y lo siguió por un largo pasillo de piedra. Veía las paredes siempre iguales mientras caminaba. Tenía la impresión de permanecer inmóvil a pesar de sus esfuerzos, como si todo fuera una pesadilla, pero no dejó que esa sensación la distrajera.

Oía los pasos firmes de Ivarr delante de ella. Estaba cerca de él, lo alcanzaría... Mientras proseguía con decisión, vio desaparecer tras un arco el borde de una capa de color hollín. La guardiana pasó por debajo, lista para enfrentarse al enemigo, pero, a los pocos pasos, se detuvo y se quedó mirando el espacio vacío que tenía delante: Ivarr había desaparecido sin dejar rastro, como si se hubiera desintegrado en el aire.

Argyria entró en una gran sala circular, con un techo muy alto, en forma de bóveda. Alrededor del perímetro de la sala vio una serie de puertas idénticas una al lado de la otra.

De pronto, una voz llena de perfidia resonó de nuevo tras ella:

—Te repito que es inútil, Argyria. No podrás salir del Laberinto de las Pesadillas. Tú no.

La guardiana se volvió. Frente a ella, en la parte opuesta de la sala, el señor de la Discordia la observaba con una mirada gélida y osada.

En cambio, Argyria se sentía cada vez más débil en aquel lugar gobernado por fuerzas que le eran adversas. Tenía que hacer algo enseguida.

—El laberinto es obra de la magia oscura más secreta y potente. Sus seguidores más fieles son los únicos que pueden utilizar plenamente sus poderes aquí dentro —explicó su adversario en tono de burla—. Seguro que ya te has dado cuenta cuando has intentado transformarte sin conseguirlo...

Ivarr observó la reacción que provocaban en ella sus palabras como haría un animal al evaluar la debilidad de su presa antes de asestarle el golpe final.

A pesar de todo, la guardiana aún sentía en su interior la presencia de sus poderes. Eran más débiles, más frágiles, pero no habían desaparecido por completo.

Permaneció impasible, se esforzó por no mostrar lo que pensaba mientras invocaba todas las energías mágicas que le quedaban.

Antes de que Ivarr advirtiera lo que ocurría, un rayo de luz plateada cruzó la sala y le dio de lleno, rápido como una flecha.

Él retrocedió, con los ojos como platos, sorprendido.

—Pero... ¿qué es...?

Unas líneas finas de plata se enroscaron en su cuerpo como serpientes y luego desaparecieron en una nube de luz.

—Te he lanzado un hechizo de ataduras, Ivarr. He consumido toda mi energía, pero ahora estás atado a mí indisolublemente. Si me atacas, te estarás atacando a ti mismo —declaró Argyria, impasible—. Si yo no puedo salir de aquí, tú tampoco podrás hacerlo.