PRÓLOGO

La esquirla relámpago, destrozada

La fiebre teñía el aire y lo agriaba.

El miedo había llenado a la muchedumbre de rabia. Miedo que había calcinado los edificios. Miedo que había usurpado la ley y el orden hasta enfrentar a los compatriotas.

A él. A su llegada.

El vidente escuchó las campanadas mientras caminaba con sigilo por las calles ennegrecidas debido al hollín de la fabricación urgente. Allí la enorme máquina de guerra rotaba, al igual que lo hacía en cada uno de los mundos humanos de aquella galaxia asediada, se tragaba las vidas y escupía balas a cambio. Discordantes y sonoras, las campanas repiqueteaban con un estruendo que ponía los pelos de punta y crispaba los nervios. No predicaban ninguna religión, pues la religión estaba muerta. Su sonido auguraba un destino funesto y reverberaba a través del laberinto, entre los cuerpos colgados y las ruinas de la ciudad con el objetivo de estimular más actos de violencia y desesperanza.

—¡Ha llegado el fin! ¡Él nos acecha! —bramaba un predicador agorero cuando se cruzó en el camino del vidente. El pobre desgraciado vestía el atuendo de un lanzador de balas. Se le habían oscurecido las yemas de los dedos por las labores, pero, sin embargo, las había aparcado para abocarse a la desesperación.

—¡Ha llegado!

La saliva salió disparada de la espuma que se acumulaba en el labio inferior del hombre. Abrió los ojos de par en par a medida que aumentaba su fervor.

Uno de los miembros de la comitiva del vidente avanzó para matar al agorero, pero este levantó la mano para detenerlo.

—Son bárbaros, poco más que animales —farfulló el guerrero con manifiesto desdén.

—Puede ser —contestó el vidente—, pero solo están asustados. ¿Es que nunca sientes miedo, exarca?

Humillado por el reproche, el guerrero retrocedió hasta retomar su posición entre los demás.

El vidente se dirigió al hombre, el cual había interrumpido su prédica para fruncir el ceño ante las extrañas palabras, dichas en un idioma y de una forma que no era capaz de comprender. Estaba tan perplejo que no reaccionó cuando el extraño presionó su frente con dos dedos. El hombre se desplomó de repente y se quedó quieto, inmóvil.

—No disponemos de tiempo suficiente para calmarlos a todos —declaró el guerrero mientras observaba—. Nuestro camino conduce a la violencia.

El vidente suspiró y asintió ante tal declaración.

—Sí, tal y como lo hace cualquier camino que se despliega ante nosotros.

Aun allí, en aquel mundo atrasado, las señales eran evidentes. Los estandartes que proclamaban la lealtad a Terra yacían hechos jirones en riachuelos de mugre contaminada. Habían arrancado de sus cimientos las estatuas de mármol que inmortalizaban el reinado del Señor de la Humanidad y las habían dejado para que se regodearan en la inmundicia. Incluso los legisladores habían sido incapaces de poner orden con sus mazos y escudos. Aquello era lo que había prometido la iluminación. Sin embargo, los viejos dioses habían regresado. Y no solo allí, sino en todas partes. Habían traído con ellos la locura y habían puesto a los hombres unos en contra de otros. El caos.

El vidente lo sabía todo. Lo había visto todo.

Las sombras de los amotinados se apelotonaban en la distancia, hambrientas y energéticas cuando las proyectaban las llamas danzantes. Tal era la sed de sangre de la muchedumbre, que sus gritos amenazaban con ahogar el sonido de las campanas.

El vidente levantó la mirada hacia el horizonte sacudido por el brillo rojizo que reflejaba el fuego. Un cuerpo, cuya silueta se reveló primero, colgaba suspendido entre las dos torres de un cuartel ruinoso. El icono del puño cerrado que sujetaba una serie de escamas se exhibía orgulloso sobre la fachada del edificio. La suciedad mancillaba la imagen, la recubría con burdas injurias. Habían apalizado al hombre colgado. Donde deberían estar los ojos relucían dos hendiduras y su uniforme lucía magullado y quemado.

El vidente apartó la vista. Agarró el báculo con más fuerza. El griterío distante se oyó con más intensidad.

—Venid, volverán pronto.

—No tenemos nada que temer —resopló el guerrero.

—No, exarca, no lo tenemos —comentó el vidente—, pero esta gente ya ha visto suficiente sangre derramada.

Avanzaron.

El humo bloqueaba el camino que se adentraba en el pueblo, pero la locura se había propagado de forma más virulenta y destructiva de lo que podría hacerlo el fuego. Comenzaron a aparecer sigilos dibujados con sangre o grabados sin miramientos en la piedra y la madera. El vidente reconoció una lengua antigua representada en aquellas marcas. Eran runas, pero no de la raza eldar. No-palabras. Las personas no deberían hacer semejantes declaraciones, aquello invitaba a la condena.

Aunque el yelmo lo ocultara, el ceño fruncido del vidente mostraba un matiz certero.

—La ruina está aquí…, la gran enemiga, la sedienta, la primera maldición y la última guerra. Sed firmes —les anunció a sus guerreros, los cuales se irguieron en alerta—. La ruina está aquí. Está aquí.

El humo, junto a la fragancia de la carne abrasada, dio paso a una plaza triunfal. Un arco magnífico de piedra picada proyectaba una larga sombra sobre la explanada, lo que escondía parcialmente los cuerpos amontonados sin orden alguno.

Habían dibujado a cortes los sigilos en la piel de aquellas víctimas, y los cuerpos formaban una procesión lúgubre que conducía por debajo del arco hasta un gueto de colonias viejas y almacenes. El vidente sintió que le temblaba la espada en la mano cuando daba el primer paso hacia delante. Las figuras acechaban en la periferia de la plaza, parloteaban sigilosas y con pesar ante los extraños guerreros que se encontraban entre ellas. Los yelmos curvados de los combatientes y las armaduras impecables contrastaban totalmente con tal depravación.

Nadie los desafió, aquellos allí presentes estaban demasiado asustados o dementes para que les importara.

En el gueto, los cuerpos continuaban, y ahora eran más un sendero que una procesión. Los conducían a un distrito comercial y se detenían en la puerta cerrada de un almacén de municiones.

—Todas las balas y espadas —declaró el vidente—. No serán suficientes.

—Entonces, déjanos actuar —le pidió el guerrero, el exarca, mientras contemplaba la puerta cerrada de forma temeraria. Empuñaba su espada. El vidente sintió la influencia del de la Mano Ensangrentada en él, pero la mantuvo a raya en sí mismo. Necesitaría estar alerta para lo que los esperaba. Que fueran los demás los que se ensangrentaran. Aquel era su camino.

—Es por eso que estás aquí —informó el vidente mientras se adentraban en el almacén.

La puerta demostró no ser impedimento, y cedió fácilmente ante una espada implacable reluciente.

La oscuridad inundaba el interior del almacén, aunque no suponía ningún reto para los intrusos. El vidente los guiaba y ninguno lo contradeciría.

Dentro, alejados de las calles, las campanas y los gritos perdieron intensidad hasta convertirse en susurros. Los impregnaba un nuevo sonido: rítmico, como un himno y ritualista.

El vidente, acompañado de su cuadro de diez guerreros, atravesó una densa maraña de pasillos para emerger a una sala amplia iluminada por braseros crepitantes. Las rúbricas antiguas grabadas en láminas de metal, las cuales ensalzaban la virtud del esfuerzo, se mecían agarradas a las cadenas de un caballete, aunque otras runas sangrientas profanaban sus mensajes.

Se había reunido una horda formada tanto por mujeres como hombres. Todos eran de lo más corriente. Unos cuantos vestían túnicas, pero sus prendas no eran más que batas sucias. Todos participaban en los cánticos y estaban tan sumidos en sus devociones oscuras que ninguno se percató de los soldados que acechaban entre ellos.

El vidente dejó que su comitiva tomara la delantera y se arrastrara hacia los costados, en la periferia de la sala. Podía sentir cómo el velo mermaba y agarró el báculo con más fuerza. Apretó los dientes. El sabor fuerte del cobre caliente le hormigueaba en la lengua y ralentizó su respiración para no perder la concentración.

Un demagogo lideraba el sermón de pie ante la muchedumbre, elevado sobre un montículo de cráneos despedazados. Era mucho más alto y corpulento que el resto. Un transhumano en cuya piel oscura cicatrizaba iconografía rúnica. Sus prendas, típicas de un sacerdote, abrazaban su cuerpo musculoso; tenía el porte de un guerrero aunque la única arma que llevaba a la vista era una daga de plata. Exudaba poder y en su aura única el vidente reconoció vestigios de aquel al que habían tratado de mostrarle el camino sin éxito.

«Conque además de cortarle la cabeza, también lo han masacrado», intuyó con pena.

Frente al demagogo, dentro del cráneo aserrado burdamente de una de las calaveras, se encontraban ocho esquirlas. De piedra gris, parecidas a largas puntas de flecha, corrientes: nadie que no poseyera la visión se habría detenido a mirarlas dos veces.

Pero eran poderosas, mucho más que la daga, y brillaban con la misma fuerza que un sol naciente en su visión bruja.

El demagogo levantó la vista. Los cánticos no se detuvieron. Se tornaron más insistentes. La muchedumbre despertó de su sopor, probablemente por la insistencia silenciosa de su líder. Empuñaron espadas rudimentarias que reflejaban la luz en el metal sin pulir. A estas se unieron garrotes. Desplegaron los mayales, cuyas cadenas resonaban con fuerza donde tocaban el suelo.

Todas las miradas se dirigieron al vidente, quien se enfrentaba solo a la muchedumbre monótona. Por fin, desenfundó su espada cuando lo acorralaron y el hombre sintió la influencia de Khaine en su temperamento. Iba a haber un derramamiento de sangre, al menos en aquello el exarca había tenido razón. Los guerreros acechaban en las lindes de la sala como fantasmas, todavía no los habían visto. Pero cuando el aire comenzó a vibrar, un murmullo grave royó las neuronas del vidente y una presencia que se encontraba muy cerca se entrometió en sus pensamientos, así que les mandó un mensaje telepático.

—«Matadlos, ahora» —ordenó con urgencia.

La luz y el ruido entraron en escena de un estallido, como un cristal que se rompía en pedazos.

Los sectarios que se encontraban a los bordes de la muchedumbre apenas tuvieron tiempo de atisbar a sus asesinos antes de que los guerreros los despedazaran a guadañazos con sus armas. Aquellos que se encontraban en el centro de la multitud, más cerca del corazón del ritual, levantaron cuchillos y porras para defenderse… por lo que vivieron unos segundos más.

La espada del exarca talló un precioso arco rojo con el que escindió extremidades y cortó cabezas mientras atravesaba a saltos el gentío. Era eficiente, pero distaba de ser frío.

—La sangre corre… —farfulló.

Atravesó a un hombre por el diafragma, con lo que separó la parte superior de la inferior con una floritura.

—La ira se ensalza…

Partió en dos a otro de la coronilla hasta la ingle.

—La muerte despierta…

Ensartó a un tercero mientras daba un giro para matarlo y con el impulso avanzó hasta liberar de un tirón su espada.

—¡La guerra llama!

Excepto que aquello no era la guerra, era una masacre. Sin embargo, el vidente se recordó a sí mismo que era necesario mientras hacía recular a sus propios asaltantes.

La horda que coreaba rítmicamente disminuyó ante tal arremetida hasta que solo quedaron ocho de los suplicantes y su demagogo. Como uno solo, los ocho retrocedieron en dirección a su líder, cual polillas rancias que se sienten atraídas por la llama, todavía salmodiando, pero ahora con miedo en los ojos.

No era miedo a la muerte, comprendió el vidente con repugnancia, sino miedo a no ser capaces de completar el ritual.

Se desmayó la primera de los ocho. Se le habían quemado los ojos, en su lugar yacían dos huecos iguales definidos por anillos de piel ennegrecida; su alma salió desde el interior y se le ofreció a una presencia que arañaba el velo del más allá. Dos más la siguieron: uno, por el ritual, quien se desplomó sobre sus rodillas con gratitud, y el otro, hecho añicos por una estocada de la guadaña.

Apenas habían transcurrido unos segundos desde que empezó el ataque, pero la batalla se alargaba como si el tiempo se hubiera ralentizado.

Otro de los sectarios estalló en llamas que se prendieron desde su interior, con la cabeza echada para atrás, el humo manando de sus labios y el cántico a medio formar a medida que entregaba su alma a la oscuridad sin nombre.

«Pretende desatar algo y largarse de este sitio», comprendió el vidente.

—¡Silenciadlos!

El exarca se deshizo de tres acólitos con rápidas estocadas. Todavía quedaban en pie algunos de los sectarios armados, pero los ignoró para centrarse en los suplicantes. Ninguno fue capaz de tocarlo, aunque muchos lo intentaron. Sus guerreros acabaron con el cuarto. El demagogo le abrió la garganta a la última de los ocho mientras salmodiaba con mayor fervor. Su voz se convirtió en un bramido cuando invocó al demonio que se encontraba más allá del velo.

El vidente volvió a gritar al ver a dos miembros de su comitiva morir cuando la espada del demagogo cortó sus armaduras como si se trataran de tela. Se les desenroscaron las tripas del cuerpo, se retorcieron como abominaciones ofidias para enrollarse en las extremidades de sus camaradas.

El exarca seguía en pie, pero incluso él se detuvo cuando hizo frente a semejante corrupción.

El único que no se inmutó fue el vidente.

—¡Es maldad pura! No os amedrentéis. ¡Castigadla! —vociferó.

Cortó con su espada bruja los zarcillos espantosos de carne a medida que le ganaba terreno al demagogo, la presencia en la disformidad hacía presión contra su aegis psíquica. Una hilera de sangre le brotó de la nariz, aunque quedó escondida por la máscara de su yelmo fantasma. Cada paso que daba le hacía cambiar de mueca. Sintió espasmos en los dedos mientras trataba de asir la espada. Olía la carne pasada con un toque de leche podrida incluso a través de los filtros de su armadura.

El demagogo lanzó una estocada; su espada plateada era de una pureza perversa bajo la tenue luz de las antorchas. Esto dio lugar a un momento de claridad repentina ya que el vidente tocó la mente desprotegida del enemigo.

Inclinado sobre una colosal figura de hierro… Armadura negra, arena negra. Una mano extendida, un largo cuello cortado, un cuerpo sin cabeza. Los asesinos acudían en tropel, repugnantes y rabiosos. Cortaban y cortaban, aserraban la plata milagrosa, todavía viva aunque su alma había abandonado el cuerpo inerte. Un dedo se separó, su forma puntiaguda parecida a una daga

—¡Ya basta! —declaró el vidente mientras separaba la muñeca del demagogo de su brazo. El puño todavía asía la daga cuando golpeó el suelo. La agonía que sacudió al líder del culto cuando la espada bruja se encontró con su carne grabada no le produjo ningún placer.

Ensangrentado y arrodillado, con el montículo de cráneos esparcido y aplastado, el demagogo se dirigió al vidente con sorna.

—Todo tu esfuerzo, todo tu empeño… Estás desesperado, brujo. —Sonrió, pero no fue capaz de disimular el dolor por completo mientras se agarraba el muñón del brazo. El sudor le perlaba la calva. No se trataba de una herida corriente. Una espada bruja poseía resonancia psíquica. Podía dañar el alma, y el corte que le había infligido al demagogo era más profundo que tan solo su carne—. ¿Sabes quién soy? ¿A quién sirvo?

El vidente le habló al hombre, quien se había desviado por completo de la gracia que se le había concedido.

—Eres Quor Gallek de los Word Bearers, te quedaste atrapado en este lugar cuando tu nave falló —relató, el tosco idioma monkeigh discordaba con su lengua—, y estoy aquí por la persona a la que sirves. Intentabas crear un portal sin importarte a quién dejarías atrás al atravesarlo. Has fracasado. Pero tienes razón… —añadió cuando el dolor de su mente comenzó a amainar y el aire dejó de resplandecer.

Quor Gallek se estremeció y abrió la boca de par en par cuando el vidente le atravesó el pecho.

—En efecto, estoy totalmente desesperado —afirmó y lanzó una oleada de rayos psíquicos por la espada.

En cuanto liberó el arma, limpió la hoja y la envainó de buena gana. El demagogo se convulsionó cuando los tentáculos psíquicos le navegaron por la piel y la mente, convirtiendo ambas en cáscaras. Se desplomó hacia delante; sus cuencas oculares vacías humeaban y ya no se resistió más. El otro hombre no le prestó más atención, en vez de eso se inclinó para recoger las ocho esquirlas y las colocó una a una en un cofre que sacó de entre sus ropajes.

—Hasta yo puedo sentir su poder —dijo el exarca refiriéndose brevemente al demagogo muerto. Ya le había abandonado el ansia asesina.

—Están tocadas por Dios —informó el vidente, y después añadió—: al menos en cierto modo.

—¿Y harán lo que les pidas?

—Esperemos.

Se llevaron a sus caídos con ellos; se movían en silencio y con rapidez entre la ciudad en llamas. Los incendios habían empeorado y la muchedumbre era cada vez más audaz. El vidente sabía que no quedaba mucho tiempo. Aquella pesadilla no era nada puntual, esa ciudad no era la única que sucumbía a la locura y al miedo. Muchos mundos y sus bastiones iban a caer, a jurar lealtad antes incluso de que fuera necesaria la invasión. Si la mera presencia de Horus daba pie a semejante obsesión, entonces el deber que se había encomendado a sí mismo tenía mucha más importancia.

La nave esperaba oculta a las afueras del asentamiento. Sus curvas elegantes no reflejaban la luz y planeaba con delicadeza sobre el zumbido de motores gravitacionales.

—Aquí es donde nuestros caminos vuelven a separarse, vidente —declaró el exarca cuando se abrió la rampa de la embarcación en silencio.

El vidente asintió.

—Te agradezco la ayuda, exarca.

—Creo que Ulthwé ya no te va a prestar más ayuda.

—No —contestó el vidente—, me parece que tienes razón.

—Que te vaya bien, vidente.

—Lo mismo digo —correspondió este cuando el exarca se subió a la rampa y desapareció dentro de la nave.

El resto de los guerreros del vidente ya estaban a bordo, se quedó solo cuando el sonido se convirtió en un zumbido y la nave se alejó rápidamente para encontrarse con otra de mayor tamaño que la esperaba en órbita.

El camino del vidente le llevaba a otros lugares y no estaba nada claro. Pero al menos sabía cuáles eran los primeros pasos.

Dejó la pista de aterrizaje a pie y tomó una senda estrecha hacia las colinas con forma de herradura que se alzaban al norte de la ciudad. Muchos kilómetros más allá, lejos de ojos curiosos, alcanzó un promontorio de piedra. Sin su comitiva debía tener cuidado, pero necesitaba ver para saber si algo había cambiado.

Cuando se aseguró de que no lo vigilaban, buscó el cofre.

El exterior de hueso espectral era cálido al tacto, lo notaba incluso a través de su armadura, y cuando abrió la tapa, el poder allí confinado le atizó como si fuera un golpe físico. Se tambaleó, pero aguantó. El encuentro en el almacén le había agotado más de lo que se pensaba y volvió a reafirmar sus protecciones psíquicas. Entonces tocó una de las esquirlas y el dolor se multiplicó…

El portal se abrió, se ensanchó de forma obscena superando sus proporciones naturales. Se había convertido en unas fauces abiertas de par en par y rodeadas de dientes, unas fauces a las que el reguero de inmateria que manaba de la telaraña les concedía una nueva forma. Algunos dientes eran colmillos; otros, molares que rechinaban. Una hueste manó del interior del brillo espeluznante del portal…

Entraron en escena con alas diáfanas o corceles revestidos de latón, sobre garras o patas sigilosas, pezuñas o patas embarradas. Aparecían en abundancia infernal, zumbaban, aullaban, chillaban y cacareaban. El aire se tornó más espeso y empalagoso cuando la fétida putrefacción luchó con el hediondo incienso y el fuerte olor a sudor animal y cobre húmedo.

Una vanguardia dorada levantó las lanzas como desafío al horror, pero tuvo el mismo efecto que las rocas intentando refrenar el mar. Fue arrastrada, ahogada por completo en el marasmo.

Otros ocuparon su lugar con valentía, rodeaban el trono y a la figura ajada y demacrada que en él se sentaba con aire protector.

Entonces, el mar demoníaco se topó con un bastión, trepó sus flancos invisibles, pero fue incapaz de alcanzar la cima; en vez de ello siguió rodando hacia arriba en dirección a las bóvedas cubiertas en penumbra del palacio. La esperanza brilló momentáneamente cuando los defensores agotados contemplaron la marea creciente, la cual se había topado con el aegis de su señor y se había detenido.

La hueste inferior ardía en cuanto entraba en contacto con el aegis, quedaba reducida a cenizas y se esparcía hasta volver por donde había aparecido. El trono irradiaba una luz dorada cuyo brillo aumentaba con cada criatura a la que expulsaba. Los defensores dejaron escapar una ovación maltrecha, un eco vacío dentro de la cáscara del aegis que pronto se convirtió en silencio por la fanfarria discordante de ochenta y ocho cuernos de latón.

Anunciaban la muerte y la Última Guerra.

El triunfo se convirtió en desesperanza cuando los Ocho avanzaron con pies pesados entre la horda, con látigos destructores y hachas que tallaban. El aegis murió bajo el estallido de su furia ardiente, se derritió como un hielo expuesto a una caldera sin recibir ni un golpe siquiera. Se derrumbó con un trueno que desestabilizó a los guerreros dorados que se encontraban tras él e impulsó a los Ocho.

Les llevó unos momentos desmantelar un último grupo que se resistía audazmente y, con un golpe destruyemundos del Exaltado de los Ocho, acabaron con aquel sentado en el trono y partieron en dos su asiento.

Incluso aquellos sin voz gimieron en silenciosa desesperación cuando las dos mitades del Trono se separaron como vísceras bajo la cuchillada del asesino; sus fuerzas se habían venido abajo.

El portal implosionó, fue un rugido explosivo que rasgó una brecha en el velo, el cual quedó abierto y en carne viva.

El mar demoníaco creció y se desbordó, incesante e imparable consumió a los últimos defensores.

Cuando los dos grandes dioses guerreros que montaban guardia fueron derrotados, el mar demoníaco alcanzó la puerta.

Y la puerta cayó…

El vidente se tambaleó y estuvo a punto de soltar el cofre. Consiguió sujetarlo por pura fuerza de voluntad y, agotado, selló la tapa de hueso espectral. Una piedra pálida y nacarada incrustada en su armadura emitió un brillo tenue. La tocó con dedos temblorosos y sofocó un jadeo de dolor.

—«Lathsarial…» —llamó, sentía la comunicación como las astillas de un cuchillo que le rozaban el cráneo.

—«Adivinador —contestó una voz débil—. He sentido tu dolor, Eldrad».

—«Te aseguro que eso no es nada comparado a sentirlo de primera mano».

—«Tus bromas me resultan inapropiadas, vidente —lo regañó Lathsarial—. Creía que estabas muerto».

—«Solo magullado».

—«¿Has tenido éxito?».

El vidente asintió, aunque sabía que Lathsarial no percibiría el gesto.

—«Ya he llevado a cabo la primera parte. Tengo la esquirla relámpago, aunque está rota».

—«¿Rota? —Lathsarial sonaba nervioso—. ¿Cómo?».

—«Una espada; no una de las suyas, no era un anathame, era de otro tipo. De todas formas está usada y puede que así me sea más útil para mis objetivos. Aunque las marañas del destino siguen siendo un misterio para mí. En la charca no hay más que ondas y ondas que crean confusión».

—«¿Qué es lo que ves? ¿Teníamos razón? ¿Es a él al que debemos buscar?».

—«Todavía veo el final. Veo al Gran Enemigo salir triunfante y cómo se desvanece toda esperanza. Pero sí, lo necesitamos. Lo haré solo, Lathsarial. Puedo sentir que tu espíritu todavía está débil por el golpe de Gorgon».

—«Me estoy muriendo, Eldrad».

—«Lo sé, como todos ahora mismo. Pregunto tan rápido como puedo, pero el camino sigue sin ser claro».

—«¿Las aberraciones?».

—«Un futuro que la humanidad nunca verá. Están poniendo todo en peligro. Estoy planeando eliminarlas».

—«¿Todas?». —Lathsarial sonaba incrédulo.

—«Aquellas con un significado importante. Y a sus maestros. Les daré caza».

—«Sabes que ahora no puedo ayudarte. Ni tampoco Ulthwé. Estás solo en esto, Eldrad».

El vidente pensó en el cofre, en las ocho esquirlas que encerraba.

—«No estaré solo, Lathsarial —declaró—. Sé exactamente a quién llamar».

Eldrad Ulthran soltó la piedra de videncia y Lathsarial se esfumó de su mente. Después buscó entre su ropaje y sacó una costilla de hueso espectral, arqueada a la perfección y adornada con tres gemas de color rojo rubí. Las líneas grabadas en el hueso perlado formaban conductos conjuntivos que se entrelazaban con las marcas rúnicas que le recorrían la base.

Mientras farfullaba un encantamiento, observó las gemas iluminarse y despertar. Entonces, dibujó un sigilo en el aire, que tardó en desaparecer como una bola de fuego, antes de clavar el hueso en la tierra y dar un paso atrás.

Apareció como un vórtice arremolinado no mucho más grande que su pulgar; el arco se meció hasta que alcanzó el tamaño de un puño cerrado, después, el de un cráneo y después, el de una cúpula, hasta que se convirtió en un orbe que encapsulaba una vorágine de luz y oscuridad.

Eldrad sintió cómo se revolvía el viento que escapaba del portal y escuchó la canción mística de la telaraña más allá del umbral.

A su espalda la ciudad ardía en llamas. Otros ardían con ella, más de una docena de balizas que parpadeaban con furia en el valle de abajo. No podía salvar aquel mundo, pero podría liberar a otro y con ello salvar a la humanidad.

Entró al portal y tanto él, como el orbe y toda pista de su presencia se desvanecieron.