—Hay que tener cuidado, que no nos vea nadie —advirtió Makiman a sus compañeros.
—¿Estás de broma? Si son las doce del mediodía. ¡Y estamos en medio de la ciudad! —respondió su hermano David.
—Hombre, es que no vamos a meternos en una mansión encantada a medianoche, ¿no? Sería de lo más tonto —indicó Makiman.
—Un momento… ¿Encantada? —preguntó Boris, muy sorprendido—. No me dijisteis nada de que la mansión estuviera encantada. Decíais que estaba abandonada.
—Bueno, abandonada, encantada… Es más o menos lo mismo, ¿no?
Lo mismo, lo mismo no era. Aunque a Makiman no le preocupaban en ese momento los matices del significado. Porque si se pusiera a pensarlo… en realidad, tampoco se trataba exactamente de una mansión, sino más bien de una casa grande. Y en cuanto a lo de abandonada… Eso estaba por verse. Aunque pinta tenía, a juzgar por los cristales rotos de las ventanas, las tejas caídas, el abandono de los jardines que la rodeaban, las puertas que crujían con el viento…
—Estamos dando el cante con las mochilas —protestó David.
—Necesitamos equipo, por si acaso. Linternas, agua, cámara… Esas cosas.
—Yo solo he traído bocatas —indicó Boris.
—Buena idea, por si el polvo de la casa nos da hambre. En serio, hermano: ¿no había otra casa abandonada que no estuviera enfrente de una estación de tren?
—Es que tampoco hay tantas, David. Y esta tiene una buena historia.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
Makiman se encogió de hombros:
—La gente habla de que aquí vivió una bruja en tiempos antiguos.
—Anda ya.
—Pues entonces… Yo qué sé. Que la compró un científico loco. Venga, dejad de poner pegas. Si entramos rápido, no nos verá nadie.
Makiman se mostraba muy optimista. La verdad era que la estación de cercanías no estaba ni a cincuenta metros de la valla que rodeaba la vieja casona. Y a esas horas de la mañana había un montón de gente entrando y saliendo. Muchos se paraban a beber en la fuente pública que había justo delante, pues el día estaba siendo muy caluroso. Un detalle, el clima, en el que no habían pensado los tres aventureros.
—Tengo la espalda chorreando de sudor —protestó David, que era el menos convencido de los tres, aunque, en realidad, también tenía ganas de investigar la vieja casa medio en ruinas.
—Ahora no mira nadie, chicos. ¡Adelante! —dijo Boris empujando la cancela exterior, que resonó con un crujido siniestro—. Vaya… Cuesta abrirla, está muy oxidada.
—¡Espera, no empujes tan fuerte!
El aviso de David llegó demasiado tarde. Las bisagras, podridas de herrumbre, cedieron al empujón. Boris, que no se lo esperaba, cayó al suelo junto con la cancela, haciendo un ruido tremendo.
—¡Está todo hecho polvo! Habrá que tener más cuidado —dijo Makiman mientras ayudaba a levantarse a su amigo.
—Es un milagro que no nos hayan oído —comentó David.
—Mejor. Venga, para dentro los tres, antes de que alguien mire hacia aquí.
Pero nadie miraba, al parecer la gente tenía mejores cosas que hacer. Como tomar el tren o beber agua. En cuestión de segundos los tres amigos estaban dentro de la mansión abandonada cuya puerta principal, devorada por la carcoma, hacía tiempo que estaba abierta de par en par.
—Cómo cruje el suelo.
—Tened cuidado con dónde ponéis los pies. Este piso de tablas parece igual de podrido que la puerta.
—Sí, vamos… Un segundo… ¿Dónde está Thor?
La pregunta de Makiman tenía un tono inquieto. En efecto, el valiente perro que le acompañaba en todas sus aventuras había desaparecido de repente.
—Está ahí fuera —comentó Boris, señalando al exterior.
Thor permanecía parado frente a los escalones del porche, como si no se atreviera a entrar. Sus cuatro patas formaban un rectángulo perfecto sobre el suelo y tenía el rabo muy estirado y las orejas muy tiesas, como si previera un ataque inminente.
—Qué raro —dijo Makiman.
—Es una mala señal —señaló David—. Vámonos ya, el perro es sabio.
—Venga, ya que hemos llegado hasta aquí… Hemos hecho lo más complicado. Vamos a curiosear un poco. Y no os preocupéis: no hay ningún peligro. No existen las casas encantadas.
—¿Y por qué no entra Thor? —fue la pregunta, obvia, de David.
—Pues… Yo qué sé. No le gustará cómo huele la casa. Y no me extraña, aquí hace un siglo que no ventilan. No pasa nada, que Thor se quede fuera. Nos avisará si viene alguien.
David y Boris se miraron, encogieron los hombros y siguieron a Makiman. Tampoco querían quedar como unos cobardes. Y la verdad era que a los pocos minutos no tuvieron más remedio que darle la razón. La casona estaba muy descuidada y polvorienta, todas las puertas crujían al abrirlas y el suelo sonaba como si se fuera a quebrar bajo sus pies en cualquier momento. Pero lo cierto era que no acababa de ocurrir nada extraño. No se les aparecieron fantasmas, ni vampiros, ni ninguna otra criatura más o menos sobrenatural. Lo único raro era que, pese a todos los años que la casa llevaba abandonada y abierta, no parecía faltar nada. Los cuadros, viejos retratos familiares oscurecidos por el tiempo, seguían colgados de las paredes. Los muebles, probablemente de finales del siglo XIX, permanecían todos como si tal cosa, quizá con las tapicerías un poco pochas. Las vajillas se veían cubiertas de polvo y los libros, en sus estanterías, estaban tapados por las telarañas, pero no faltaba ni una cucharilla de café. Makiman no dejó de darse cuenta del detalle.
—Es un poco raro que nadie se haya llevado nada. En tantos años de abandono han debido de entrar cientos de personas aquí.
—Igual es que… entraron, pero no llegaron a salir.
Las palabras de David resonaron con un eco raro, como si estuviera a punto de pasar algo. Algo malo.
Y así iba a ser.
Boris, que marchaba el último de los tres, se dio cuenta de que en las estanterías de la habitación en la que acababan de entrar no había libros, sino frascos de cristal y cerámica. Parecían muy antiguos, casi piezas de museo. Pero no fue eso lo que le llamó la atención, sino un detalle sutil y, en cierto modo, siniestro.
—¿Os habéis fijado? —preguntó a sus compañeros—. Estos frascos están limpios, no tienen ni gota de polvo.
—¡Espera, no los toques!
La advertencia de Makiman llegó tarde. Boris era el mejor tío del mundo, pero no el más hábil con las manos. Vamos, que mejor que no se hiciera cirujano, artificiero o pianista, porque entonces… ¡habría problemas!
Uno de los frascos era de vidrio y en su interior había un líquido pastoso de color verde brillante. Lo más curioso era que parecía moverse por sí mismo, aunque en realidad era un efecto de la luz de la calle que entraba, a duras penas, a través de las viejas persianas de madera. Cuando Boris quiso agarrar el frasco, ocurrió justo lo que Makiman quería evitar: se le escurrió de las manos. Entonces, para impedir que se estrellara contra el suelo, no se le ocurrió nada mejor que darle con el pie. Al hacerlo, el frasco salió volando por los aires con rumbo incierto. Bueno, no tan incierto.
Makiman no tuvo tiempo de evitar el impacto. El frasco, tras una parábola perfecta, le pegó en plena coronilla haciéndose pedazos y cubriéndole, en un instante, con la sustancia verdosa, que era de una consistencia parecida al slime. Y no era esa su única propiedad una vez fuera del frasco.
—¡Maldición! ¡Qué peste! —exclamó Makiman, arrancándose trozos de la sustancia pegajosa y maloliente que se le adhería por todas partes—. Y ahora que lo pienso… ¡Qué daño!
Pues sí, que te rompan un frasco en la cabeza no es de lo más agradable. Por suerte no parecía haber sufrido ninguna herida. Sin embargo, en ese instante ocurrió algo inesperado que pilló por sorpresa a David y a Boris.
—Creo que me estoy marean…
No tuvo tiempo de terminar la frase. Con los ojos en blanco, Makiman perdió el sentido y se habría dado contra el suelo de no ser por los rápidos reflejos de su hermano.
—¡Eh, Makiman! ¿Qué te pasa?
—Se ha desmayado.
—Ya lo veo, Boris. Y no me extraña, con este pestazo. Me están dando ganas de echar la pota. Anda, ayúdame a tumbarlo en ese sofá.
Tomándole uno de los pies y otro de las manos lo depositaron con cuidado sobre el mueble. Al hacerlo se levantó una pequeña nube de polvo.
—Sigue sin sentido. ¿Qué hay que hacer cuando una persona se desmaya?
—No sé. ¿Un masaje cardiaco?
—No fastidies, Boris. No le pasa nada en el corazón. Y respira normal.
—Yo, lo que sale en las series.
—Pues menos mal que no hay un desfibrilador por aquí, porque entonces le fríes. ¡Maki, hermano, despierta!
—Prueba a darle unas tortas… Eso también sale en las series.
No hizo falta. Al cabo de unos segundos, Makiman volvió en sí sin necesidad de aplicarle tratamientos de aficionado. De aficionado a las series, en concreto, porque de medicina, nada.
—¿Qué me ha pasado? ¿Dónde estoy?
La típica pregunta del que se recupera de un desmayo, y también una buena señal. Más tranquilos, David y Boris le explicaron lo que había ocurrido. Makiman no pudo evitar un gesto de asco al notar de nuevo el pestazo del líquido que le impregnaba el pelo y la ropa.
—Qué asco. Estaba mejor desmayado.
—Si quieres nos vamos. Te hace falta una ducha.
—Bueno, sí que me hace falta, pero, ya que estamos aquí, terminemos de ver la casa. Total, ya no puedo ensuciarme más.
Los tres amigos siguieron recorriendo la mansión corredor tras corredor y habitación tras habitación. Sin embargo, aparte del hecho curioso de que no faltaba ni un tenedor y de que estaba casi todo bastante polvoriento (pero no todo), no encontraron nada realmente anormal. Cuando acabaron de recorrer el último piso, la buhardilla, se sentían un poco decepcionados. Boris y David también algo aliviados. Pero la curiosidad de Makiman era muy fuerte.
—Solo nos falta por ver un sitio, chicos.
—¿Cuál?
—El sótano. Si hay algo siniestro o misterioso en esta casa, tiene que estar ahí.
—Lo misterioso es que no nos hayamos desmayado los tres con la peste que sueltas.
La protesta de David no surtió efecto y medio minuto más tarde los tres amigos bajaban la crujiente escalera que conducía al sótano de la casa abandonada. Escalera que acababa en otra decepción más. Una decepción húmeda, por cierto.
—Esto sí que no me lo esperaba, qué rabia.
Ante sus ojos se extendía un sótano abovedado muy prometedor… si no hubiera estado cubierto casi hasta arriba de agua. Un agua que, además, olía tan mal como el brebaje verde.
—Vale, ya hemos visto bastante —dijo entonces David—. Salvo que hayas traído equipo de buceo, aquí no hay nada que rascar.
—Lo más misterioso que podría pasar es que surgiera una rana mutante del fondo de esa charca —bromeó Boris.
—Ya. Vale, vale, lo pillo —admitió Makiman de mala gana—. Está bien, vámonos.
Era una pena que una aventura tan prometedora hubiera acabado en nada. Aunque, mientras subían, algo chapoteó en el agua que inundaba el sótano. Y eso los tres pudieron oírlo con absoluta claridad.
—Debe de ser la rana mutante —bromeó Makiman.
—Un poco grande para ser una rana, ¿no? —contestó David, repentinamente serio.
—Esperad, chicos, hay algo más —dijo entonces Boris—. ¿No lo oís?
Los tres amigos callaron de golpe y prestaron atención. No había duda: era Thor, que ladraba desde la calle. Pero lo hacía de una forma muy rara, casi daba lástima oírlo. ¿Qué le había sucedido?