II

He aquí un retrato conciso de Lawrence: es bajo (un metro y sesenta y cuatro centímetros), de cuerpo largo en proporción a las piernas, a mi parecer, pues impresiona más sentado que de pie. Tiene cabeza grande de tipo nórdico, que se eleva recta por el colodrillo, pelo claro (no rubio) y más bien fino, y cutis blanco, y puede no rasurarse durante más tiempo que casi todos los hombres sin que se note. La porción superior de su rostro es amable, casi maternal; la inferior, severa, casi cruel. Sus ojos, entre azules y grises, se mueven constantemente. Tiene manos y pies pequeños. Es, o era, muy fuerte: se le ha visto levantar un rifle con el brazo extendido, asiéndolo por la boca, hasta mantenerlo paralelo al suelo; sin embargo, nadie le describiría, en el mejor de los casos, sino como duro. En Arabia conquistó el respeto de los guerreros del desierto con sus hazañas de vigor y agilidad, descontadas sus otras cualidades. La prueba de aceptación en las filas de los luchadores más estrenuos consistía en la proeza de apearse de un camello al trote y volver a montarlo, con una mano en la silla y un fusil en la otra. Se cuenta que Lawrence la efectuó. Este relato manifestará su resistencia física.

Se tienen unas cuantas impresiones preliminares sobre él difíciles de conciliar: «Ese hombrecillo vulgar» (un poeta). «Semblante y figura de bailarina circasiana» (un periodista-conferenciante norteamericano). «Un sujeto pequeño con la cara encarnada como la de un carnicero» (Royal Tank Corps). «Rostro como un taco de papel barato; un individuo de aspecto sueco (es decir, un patán)» (Royal Air Force). «Un, cómico...» (Royal Tank Corps). «Un joven de notable belleza corporal; confieso que jamás vi, antes o después, cabello dorado tan lustroso como el suyo, ni ojos tan intensamente azules» (un visitante de Karkemish). «Modales muy tranquilos, reposados, y hermosa cabeza en un cuerpo insignificante» (un comandante del Camel Corps).

Acostumbra tener las manos unidas, sin tensión, por debajo del pecho, con los codos apoyados en los costados, la cabeza algo inclinada y la mirada en el suelo. Es capaz de estar horas enteras, sentado o de pie, sin mover un músculo. Habla con frases breves, despacio, sin levantar el tono ni destacar una palabra de otra. Sonríe mucho, pocas veces ríe. Es tirador de puntería envidiable con las armas cortas, y no tanto con las largas. Su mayor don natural estriba en oscurecer su personalidad si le interesa pasar inadvertido. Llega, por ello, a parecer lerdo, corto de entendederas y vulgar, y explota esa facultad sin descanso como medio de autodefensa. En sus primeros tiempos en la Royal Air Force, le enviaron a poner alfombras bajo la dirección de la esposa de un mariscal del Aire. La dama le conocía bien, pero él, para ahorrar embarazos, prefirió que no le reconociera. Y no le reconoció. A decir verdad, en pocas ocasiones lo consiguen sus amistades cuando viste de uniforme. El cuello abotonado y la gorra con visera son un disfraz, y no hay nada llamativo en su apariencia, sea una facción determinada, sea el gesto, sea el porte. Si no frena su personalidad, hay una curiosa sensación de fuerza en el lugar en que se halle, una fuerza uniforme, ni caprichosa ni turbadora, tanto más poderosa cuanto que la domina perfectamente; por eso se inclinan a temerle quienes no le conciben como individuo amable. Hasta he oído comentar: «Lawrence debe de tener trato directo con lo sobrenatural». ¡Bobadas! Su fuerza es interior; no le viene de fuera. He observado que le molesta que le toquen, que le ofende una mano puesta en su hombro o rodilla; quizás acepte la creencia oriental de que la «virtud» (él la llamaría «integridad», supongo) abandona al hombre cuando le tocan. Procura no cambiar apretones de mano, y se muestra reacio a luchar cuerpo a cuerpo. No bebe alcohol, no fuma. No lo hace por ser abstemio convencido, ni por considerarlo perjudicial, sino, sobre todo, porque pocas veces tiene ocasión de beber y fumar. Éstos son hábitos que la mayor parte de las personas adquieren como acto de imitación social; Lawrence rehúye cualquier manifestación de sociabilidad. Se siente incómodo con los desconocidos; a eso llaman «su» timidez. Piensa que la bebida, la glotonería, el juego, el deporte y la pasión amorosa—el universo entero del hombre ordinario—son inútiles, o, en el mejor de los casos, recursos estimulantes para los años en que la vida se vuelve aburrida.

Evita comer en compañía. No le gusta hacerlo a horas fijas. Aborrece haber de esperar más de dos minutos para que le sirvan, y consumir más de cinco en la función de alimentarse. Por esta razón, se nutre principalmente de pan y mantequilla. Y prefiere el agua como bebida. Opina que alimentarse es una actividad muy íntima, y que debería efectuarse en un cuartito, a solas y a puerta cerrada. Come, llegado el momento—poco frecuente—, con indiferencia, de manera distraída. Vino a verme en su motocicleta de carreras a la hora del desayuno: había salvado trescientos sesenta kilómetros en trescientos minutos. No quiso desayunar. Le pregunté luego cómo era el rancho del campamento.

—Raramente lo pruebo, pero es bastante bueno. Ahora estoy en el almacén de intendente, de modo que necesito muy poca cosa.

—¿Cuándo comió por última vez?—pregunté.

—El miércoles.

Por lo visto había consumido algo de chocolate, una naranja y una taza de té. Estábamos a sábado. Creo haber colocado unas manzanas a su alcance y, al cabo de cierto tiempo, tomó una. La fruta es su único sibaritismo. (Shelley, dicho sea de paso, compartía su desdén por los alimentos, aunque no con los excelentes resultados de Lawrence, y, como él, cuando le interesaba, tenía el don de entrar y salir de una estancia sin que nadie lo notara.) Tiene la costumbre de renunciar de tarde en tarde a la comida durante tres días—en pocas ocasiones cinco—para comprobar que puede efectuarlo sin preocuparse ni resentirse. El ayuno, a su juicio, aguza la percepción y es buen ejercicio preparatorio para los malos tiempos. Y han abundado en su existencia.

Además, si no tiene obligaciones, evitar dormir con regularidad. Ha descubierto que su cerebro funciona mejor si trata al sueño como a la comida. En la Royal Air Force está en la cama cuando suena la orden de apagar las luces y duerme hasta medianoche. Después reflexiona medio dormido hasta la diana. De noche, en su opinión, descansan las mentes de los demás y eso ofrece a la suya mayor campo, libre de las vibraciones ajenas. Evita cuanto puede todo trato social, todos los acontecimientos públicos. No pertenece a clubes, sociedades o peñas. Sólo responde, y no siempre, las cartas más urgentes. Al regresar a Oxford en 1922, tras dos supuestos meses de ausencia, transformados en seis, en Oriente, halló su escritorio abrumado de correspondencia, quizás entre doscientas y trescientas cartas. Había ordenado que no se las remitiesen. Leyó todas con cuidado, despachó una sola contestación—un telegrama—, y el resto fue a parar a la papelera. En general, responde a los telegramas con porte pagado. O, será más exacto decir, los usará, pero no con destino a quien los pagó por anticipado. Jamás contesta una carta en cuyo sobre conste el nombre de «Lawrence», observación que tal vez ahorre a algunos de mis lectores gastos en sellos. La carta que escribe no pertenece a la categoría de las condenadas a la papelera. Siempre son prácticas, consideradas, cabales, útiles, informativas. Por ejemplo: «...Cuando vaya a Reims, hágalo solo. Siéntese en la base de la sexta columna, en el lado meridional del pasillo central, y mire, entre la cuarta y quinta columna, en la tercera ventana de la claraboya lateral de la parte septentrional de la nave...» (1910).

Es una de las raras personas que adopta un criterio sensato en cuanto al dinero. Ni lo ama ni lo rechaza, porque ha comprobado su inutilidad en las dos o tres ocasiones en que anheló algo importante. Puede ser un financiero si se le antoja, mas, por lo regular, no le preocupa su cuenta bancaria. En este preciso instante, carece de ella. Ha cuidado mucho de no ganar un céntimo con sus escritos sobre la sublevación árabe. Esto descontado, se ha esforzado en obtener dinero con su pluma, y ha conseguido treinta y cinco libras durante cuatro años de afán anónimo. Llama a estas ganancias el postre del rancho de la Royal Air Force. Escribe con mucha dificultad y enmiendas interminables, y no se enorgullece ni disfruta de lo que ha redactado. Casi todas sus ganancias se derivan de traducciones, y no de obras originales o de creación. No piensa escribir otro libro. Incidentalmente, diremos que suele escribir con tinta china, porque es más persistente. Su letra carece de pretensiones y, a primera vista, parece la de un colegial, pero resulta legible. Varía mucho según su talante, de grande y cuadrada a pequeña y apretada, de vertical a levemente inclinada hacia atrás. Creo que le gusta en especial encontrar a alguien que sepa más que él o que haga las cosas mejor que él. Se unirá a esa persona y aprenderá todo lo que haya que aprender. Y si encuentra a una capaz de pensar más aprisa, o con más precisión que él, y que se le anticipe en el comportamiento, en apariencia desordenado, pero, en realidad, bien meditado, se alegra de ello. Al mismo tiempo, tiene el convencimiento brutal de su general insuficiencia, por lo que no acepta que se le contradiga en las ocasiones precisas en que ha demostrado superar a los demás. No se trata de modestia, sino de fe sincera en su desmerecimiento, que recuerda las declaraciones de humildad de las letanías eclesiásticas. Y no soporta entonces que le contradigan.

Acaso su rasgo personal más inesperado sea el de que nunca mira a nadie a la cara, y nunca reconoce una. Es algo hereditario: un día su padre le pisó en la calle y siguió adelante sin pedirle perdón ni advertir quién era. No reconocería siquiera a su madre o hermanos si los encontrara de repente. La práctica inveterada consiente que hable largo y tendido, durante veinte minutos, por ejemplo, con quien le aborde, sin revelar que no tiene la menor idea de quién es. Sin embargo, recuerda los nombres y detalles de aficiones y carácter, así como las palabras, opiniones y lugares, de manera vívida y por extenso. Hace lo que puede para evitar esta deficiencia, pero se halla en continuos apuros por no reconocer y saludar a los oficiales vestidos de paisano, porque nadie está dispuesto a aceptar sus explicaciones.

Jamás ha sido dogmático en materia religiosa o política: no cree en un Absoluto filosófico. Le disgustan las multitudes o cualquiera que base su autoridad sólo en pertenecer a una sociedad o credo dado. Claro, espera que los individuos se encuentren a ellos mismos y sean leales a su modo de ser, y consientan que sus vecinos hagan otro tanto. Desearía que cada hombre fuese una pregunta perdurable. Puede ser implacable hasta rayar en la crueldad: el embate de su cólera, una cólera fría, calmosa y risueña, es violento. Oír, verbigracia, de qué suerte abruma a un impostor, que pretende haber servido durante la guerra en Oriente, en esta o aquella unidad, o cómo recuerda a un valentón que mandó deliberadamente a sus hombres a la muerte en una provincia u otra, es una experiencia aterradora. Pero ido el ofensor, se apaga su ira sin dejar rastro.

No gustan a Lawrence los niños (o los perros o los camellos) en cantidad, como colectivo, de la forma sentimental ordinaria. Le agradan algunos niños (como también algunos perros y algunos camellos). Se aparta del resto. Los compadece, le apenan, por ser criaturas obligadas, sin que se les consultase, a vivir una existencia en que, si son buenas, acabarán por sufrir desengaños. Ello no obsta a que en ocasiones hable con un chiquillo como si fuese un ser independiente y no mero eco, más o menos despabilado, de sus padres.

Tiene en poco, a lo que parece, a la raza humana, y no le interesa su pervivencia. Como a Swift, no le atrae sentimentalmente la hermandad universal. Desdeña las obras de los hombres. Ha llegado a este estado de ánimo y convicción, imagino, por el mismo camino que Swift: por un abrumador sentido de la libertad personal, magnanimidad e intenso deseo de perfección tan claramente inalcanzable, que apenas justifica el intento de buscarlo.

Tal vez podamos concluir que cuando, en 1922, su desdén por la multitud se hizo tan fuerte, y advirtió que se estaba transformando en una limitación para él; cuando descubrió, de hecho, tras el triunfo aparente de la aventura árabe, que, al evitar la máscara de héroe popular, se retraía cada vez más y cada vez más se interesaba por no ser otro que él mismo, tomó una decisión abrupta: se alistó, se ligó a una vida que le forzaba perpetuamente a ser un miembro de la multitud despreciada. El ejército y las fuerzas aéreas son el equivalente moderno del monasterio, y, al cabo de un lustro, no lamenta haber elegido una vida casi tan física como la de un animal, con comida y bebida seguras, una jornada de trabajo con arnés y un establo al final del día, hasta que amanezca el siguiente, en que se repite el trabajo del anterior.

Lo que describe como «amor a la publicidad» de Lawrence se interpreta con mayor acierto como el ardiente anhelo de conocerse a sí mismo, pues nadie puede ser uno mismo sin conquistar ese conocimiento. Le es indiferente la publicidad entendida como aquello que se publica sobre él; le divierte lo que lee acerca de su persona. Pero deja de divertirle cuando conoce a quienes creen cuanto se ha publicado sobre él y se portan como si la leyenda fuese verdad. Niega esa leyenda y le contestan «¡Qué modestos son los héroes!»; y casi vomita de asco. No cree que existan héroes o que hayan existido; sospecha que todos fueron unos farsantes. Si le importa a veces lo que la gente piensa de él, se debe sólo a que su opinión puede orientarle sobre la clase de hombre que es mucho más que cualquier examen introspectivo. Se le ha tildado a menudo de vanidoso, porque ha posado para tantos pintores y escultores—se ha negado a ello únicamente en cuatro ocasiones—; pero sus razones fueron lo más opuesto a la vanidad. Un engreído tiene idea precisa de sí mismo y trata de imponerla a sus vecinos. Lawrence posa para que le retraten, ya que se propone descubrir qué es mediante el efecto que produce al artista. Y que no es vano lo expresa el hecho de que no tiene ni uno de sus retratos, salvo uno despreciativo. Acepta la opinión de que es una engañifa y un comediante, sobre todo, quizá, porque las personas que son engañifas y comediantes le conciben como un reflejo de ellas mismas.

Otra razón motiva que «pose», la de que los artistas (en la acepción amplia) son la única clase de seres humanos a la que le agradaría pertenecer. Alivia su resquemor, que, acertadamente o con desacierto, siente de no serlo, observándolos mientras laboran y proporcionándoles un modelo. Ha trabajado mucho en intentos escultóricos; me contó que en alguna parte, creo que en Siria, dejó en la techumbre de una casa doce estatuas de tamaño natural que había ejecutado. Ciertos decorados exteriores de una capilla disidente de la Iglesia anglicana, en la Iffley Road de Oxford, son obra suya, pero carecen de firma y no se distinguen por ello de los otros. He visto trabajos de orfebrería que ha realizado. Ha escrito poemas; quedan mucho más lejos de lo que intentaba hacer que las obras de sus manos, porque la poesía ofrece más libertad que éstas. El principal castigo, o azote, de Lawrence consiste en que no puede dejar de pensar, y por pensar entiende la actividad mental que no es simple ponderación de una serie de hechos dados, sino un proceso más intenso y arduo, con que formula sus hechos y pruebas a medida que progresa, y los destruye una vez ha terminado de rumiarlos. Entre todas las personas que conozco sólo hay tres que piensen, y Lawrence es una de ellas. Parece extender perpetuamente su mente en todas las direcciones y encuentra poco o nada: «arremetiendo sin sentido como un camello ciego en la tiniebla», según expresó un poeta árabe. Por lo menos, tal esfuerzo parece endurecer y dar mayor eficacia a la mente.

Pero estamos entrando sin querer en terreno filosófico. La conclusión más sencilla sobre Lawrence es la mejor. No se trata de un «gran hombre». La grandeza de sus logros es en cualquier caso histórica. Él, extranjero e infiel, inspiró el más vigoroso y vasto movimiento nacional de los árabes desde los tiempos heroicos de Mahoma y sus inmediatos sucesores, y lo llevó a la victoria. No se debe a que sea un genio. Esta palabra se ha hecho tan vulgar, que carece casi de sentido; se aplica a todo científico, violinista, versificador o jefe militar competente. Ni siquiera es un «genio errático», excepto que «errático» suponga que Lawrence no hace las mismas cosas que los hombres de talento comprobado efectúan; las cosas vulgares, ordinarias, que la gente espera de ellos. Si Napoleón, por ejemplo, que fue un genio vulgar antes que «errático», hubiese estado en el puesto de Lawrence hacia el fin de la campaña de 1918, se habría proclamado musulmán y consolidado el nuevo imperio árabe. Lawrence no lo hizo, a pesar de disponer de popularidad y poder suficientes, quizá, para convertirse en emperador, incluso sin cambio oficial de religión. Pero habría sido un dislate esperar que quien tiene cualidades que resplandecen en los tiempos difíciles las refrene en los bonancibles. Se fue dejando que los árabes administrasen la libertad que les había dado, libertad no entorpecida por su gobierno, que, si bien justo y sagaz, habría sido el de un extranjero. Hubiera sido una contradicción que él, que tanto había penado por liberarlos, les hubiese sometido a su férula. A menudo tiene el defecto de ser demasiado cuerdo. Travesea a veces, pero nunca se porta «erráticamente»; nada hace sin apoyarlo en motivos sólidos, aun a costa de desilusionar a la gente. Lawrence no fue errático al enrolarse como soldado de aviación en 1922. Cuando lo supe, no me sorprendió: uno aprende a no sorprenderse de lo que Lawrence hace. Mi único comentario fue «Sabe lo que desea», y ahora compruebo que es lo más honorable que pudo llevar a cabo. Fue, además, algo que había decidido ya en 1919 y había insinuado al mariscal del Aire Geoffrey Salmond, antes de la firma del armisticio; pero no lo cumplió hasta que Winston Churchill hubo concedido a los árabes lo que él consideró un trato justo. Entonces se sintió libre para cumplir su voluntad. La política fue responsable de los tres años de retraso.

Puede decirse, cuando menos y cuando más, de Lawrence que es un hombre bueno. Este «bueno» lo entiende incluso un niño o un salvaje o una persona ingenua, algo que se siente al verle, la sensación de «he aquí un hombre de grandes facultades, uno que podría conseguir que los más de sus semejantes hicieran por él lo que desease; pero un hombre que jamás usará sus facultades por respeto a la libertad personal ajena».

Las propuestas populares hechas últimamente para utilizar su talento o genio han sido tan numerosas y variadas como ridículas. El público siente por él un interés que limita casi con la noción de propiedad; pero nadie posee, ni poseerá, a Lawrence. No es un Niágara mostrenco destinable a fines políticos o comerciales. ¿Un gobierno colonial? ¿Qué destino sería ése para quien pudo ser emperador? E imagínese a Lawrence, que hace tanto tiempo que pone en duda su existencia y la de los otros, colocando primeras piedras y asistiendo a desfiles y banquetes... Poco después de concluir la guerra, se le invitó a asistir a la recepción de una boda de la buena sociedad. Fue (estimaba al novio) con un joven attaché diplomático, muy impresionado por la solemne ocasión.

—¿Su nombre, caballeros?—preguntó el lacayo en la puerta.

Lawrence notó que su compañero se preparaba para hacer una entrada impresionante, y le dominó el espíritu de travesura.

—Señores Lenin y Trotsky—dijo.

Y el lacayo proclamó «Los señores Lenin y Trotsky» mecánicamente, escandalizando a los presentes, entre los cuales había miembros de la familia real.

Otra sugerencia ha sido la de que debería confiársele una misión para arreglar los asuntos de China. Si le hubiera interesado componer tales asuntos, en el supuesto de que se sintiera capaz de ello, lo que es dudoso (cabe que no sepa una palabra de chino), Lawrence habría impuesto la condición de trabajar a su sabor, sin interferencia ajena. Y entonces es posible, más aún, probable, que su solución no habría sido favorable al dominio europeo de los asuntos de China. De todas suertes, ya lo había hecho una vez: uno no repite experiencias desagradables, a sueldo, sin convicción, a menos que se sienta el estímulo del deber patriótico, del que Lawrence está limpio. Otras propuestas disparatadas han sido: que debiera dirigir una revista de literatura moderna; que habría que nombrarle para un cargo relacionado con la explotación de los campos petroleros de Mesopotamia; que debería encargarse de la dirección general del adiestramiento del ejército británico, o que se tendría que concederle un alto cargo en el British Museum. Todas estas ocurrencias recuerdan los distintos métodos de los libros medievales titulados Cómo cazar un unicornio y domarlo. No se percatan de que se conoce harto bien y que ha elegido servir en la Royal Air Force, algo no muy adecuado o natural para su modo de ser, para comprometerse sin condiciones. La dificultad de la tarea le parece digna de intentarla de manera total. Si quiere hacer algo diferente, lo efectuará sin necesidad de que le empujen.

Merece comentarse que la sugerencia más popular sea la de que debe encabezar un gran renacimiento religioso.

Eso resulta bastante plausible, si se atiende a mi opinión de que puede definírsele como «hombre bueno». Pero es tan extravagante como las otras. En primer lugar, Lawrence ha leído tanta teología, que no podría triunfar como simple impulsor de ese renacimiento, y no cree, además, que las religiones puedan «revitalizarse», sino, sólo, inventarse. En segundo lugar, no se le ocurriría dedicar de nuevo su personalidad a ninguna campaña popular, ora militar, ora religiosa. Su nihilismo estriba en un credo glacial, cuyo artículo inicial reza «¡Tú no convertirás!». En tercer lugar...

Basta. Tal vez lo que George Bernard Shaw propuso sea lo más práctico: que el Gobierno conceda una pensión a Lawrence, habitaciones en algún edificio público (el comediógrafo citó el palacio de Blenheim) y tiempo para hacer lo que prefiera. Temo que Lawrence se negaría a aceptar incluso una concesión como ésta, pues le mantendría bajo la sombra de obligaciones públicas y, encima, no cree que merezca ser premiado por lo que fuere. Asimismo, tal vez opusiera reparos estéticos al palacio de Blenheim. Aparte de que alguien ya mora en él. Mi sugerencia, la única que creo oportuna, sobre el trato futuro que merece es, ni más ni menos, ésta: que le dejen en paz para que conserve la rara libertad personal que tan pocos hombres son capaces de disfrutar.

Casi todo lo que he escrito favorece, más o menos, a Lawrence. ¿Qué es lo peor que puede decirse de él? Muchas cosas, quizá, mas casi todas han sido expresadas en diferentes ocasiones por el mismo interesado. Primero, es un romántico incurable, lo que implica dificultad de relaciones con todas las instituciones que aseguran defender la estabilidad pública. Se ha encariñado con la aventura por la aventura misma, y con la parte débil por su misma debilidad, y las causas perdidas, y las desdichas. Ahora bien, la sociedad bendice al romántico incurable sólo si es incompetente y fracasa, acaso envuelto en la gloria, pero de modo evidente, y de tal guisa prueba que acaba siempre por tener razón la gente estúpida y vulgar que rige la seguridad pública. El romanticismo de Lawrence no sufre de incompetencia ni de esterilidad. Cierto día de 1919 un soberano europeo le acogió con el comentario: «Es una mala época para nosotros, los reyes. Ayer se proclamaron cinco nuevas repúblicas», a lo que Lawrence pudo responder: «¡Ánimo, majestad! Acabo de establecer tres reinos en Oriente».

Por el éxito de su romanticismo—romanticismo que, como en la colonia o establecimiento Winston del Oriente Medio, la gran consecución de su vida de la que la Gran Guerra fue simple prolegómeno, se acerca incómodamente al realismo—, le odian casi todos los funcionarios gubernamentales, los militares de profesión, expertos políticos anticuados, etc.; es un elemento perturbador en su ordenado esquema de las cosas, un misterio y un estorbo. Incluso ahora, siendo mecánico de la fuerza aérea, motiva preocupación. Sospechan de una estratagema diabólica para promover un motín o rebelión. Se resisten a aceptar que está ahí sencillamente porque está ahí. Porque pretende desembarazarse de todo y ser política e intelectualmente inutilizable.

Repitámoslo, ni siquiera es un romántico convencido. Desprecia su romanticismo y lo combate en su fuero interno con tanto rigor, que sólo logra convertirlo en incurable. Quienes a él se parecen son, de hecho, una amenaza palpable para la civilización; su fuerza e importancia resultan tan grandes, que no se les puede dejar de lado como algo baladí, son en exceso antojadizos para abrumarlos con una situación de responsabilidad, están demasiado seguros de sí mismos para intimidarlos y, al mismo tiempo, dudan demasiado de su valía para transformarse en héroes.

Lo único original—si lo es—de que puedo acusar a Lawrence—si es una culpa—consiste en esto: tiene un círculo de amigos enormemente amplio, desde vagabundos a monarcas reinantes y mariscales del Aire, cada uno en un comportamiento estanco, lejos uno de otro. Con cada uno muestra una faceta de su carácter que reserva para él y que mantiene con consistencia. A cada amigo revela una parte de sí mismo, sólo una parte: nunca confunde los personajes. Por tanto, hay millares de Lawrence, que responden a una sola faceta del cristal lawrenciano. Y él mismo no tiene noción de si ese cristal es incoloro y las facetas sólo reflejan el carácter de los amigos que las miran. Carece de amistades íntimas a las que pueda revelar la totalidad. El resultado de esta dispersión—no conquista amigos al azar, sino los escoge, y representan distintos campos del arte, vida, ciencia y estudio (siente ternura especial por los delincuentes)—es que todos, en un afán posesivo, intentan acapararle, convencidos de que sólo él conoce al Lawrence verdadero, con el efecto de que sienten celos cómicos cuando coinciden en un sitio. Tal vez ello se deba en parte a que Lawrence es alguien de quien cuesta menos sentir que hablar. No es posible definirle de palabra—confieso sin rubor mi fracaso al intentarlo—, por su variedad, por no poseer este o aquel rasgo o talante del que se pueda dar fe. Así, pues, sus amigos se molestan con todas las descripciones que de él se dan y no ofrecen una propia a cambio que justifique su resentimiento. De ahí, probablemente, su reserva posesiva.

Al coleccionar material para este libro, he sufrido más de un feo de amistades que han atesorado meticulosamente algo con lo que se sintieron favorecidos de manera exclusiva. Pese a los desaires, he procurado orientarme con todos los puntos de vista factibles, amistosos y hostiles, en lo que a Lawrence se refiere, y si el único que todavía veo es la faceta que me ha presentado de manera indefectible en los siete años que hace que le conozco, bien está; pero si sólo es un Lawrence y no el Lawrence, será, no obstante, más creíble que muchos individuos, en teoría completos, con quienes trato.

No le presento, ni él tampoco se presentaría—o se consideraría—, como modelo de conducta o como sistema filosófico. Las circunstancias y los esfuerzos que ha efectuado durante su vida le han dejado más libre de vínculos humanos que a otros hombres. Por consiguiente, puede aparecer en cualquier mercado en el momento que prefiera. Otros no se hallan en la misma situación, pues tienen carreras, ambiciones, familias, necesidades, esperanzas, temores, tradiciones y deberes, todo lo cual los aherroja a la sociedad organizada, en la que Lawrence parece representar un papel sólo accidental y formulario. Este extraordinario despego, este aislamiento definitivo, es lo que le vuelve en objeto de tanta curiosidad, suspicacia, exasperación, admiración, amor, aborrecimiento, celos, leyendas y mentiras. Ha adoptado, resueltamente y no sin dolor, hacia la sociedad organizada la actual de «anda por tu camino, que yo iré por el mío», «déjame en paz y te dejaré en paz»; pero la sociedad organizada no puede dejar de alborotar por oveja perdida, la que prescinde tan perversamente de pastor y de majada. Tal vez el triunfo de su desvinculación consista en que uno pueda escribir sobre él de esta manera, como si fuese un personaje de la historia antigua, con la confianza de que, sea lo que fuere lo que escriba, no le afectará en absoluto, que su rechazo sólo incumbirá a la infracción de los derechos intelectuales, que ya no le pertenecen por completo.

A pesar de todo, no ha conseguido ahorrarse algo bastante molesto. Cuando asiste a algún sitio, la fuerza de su personalidad deja tras de sí, inconsciente o involuntariamente, desde luego, Lawrences ficticios, individuos que procuran obtener algo de su poder mediante la imitación de su aspecto en aquel momento. Un simulado embarazo en el trato social, un retraimiento afectado, cierta inclinación de la cabeza, deliberada economía de gesto y palabra, un alargamiento peculiar de los monosílabos y no, la falta de énfasis al llegar y al partir...; cuando reconozco estas peculiaridades, sé que anda por en medio la leyenda de Lawrence, fantasma tan persuasivo, tan destructivo, tan falso, como hace cien años las fábulas sobre Byron. Lawrence tiene derecho a ser Lawrence: es su invención; uno de segunda y aun de tercera mano llega a ser cómico, tanto como si alguien muy solicitado en la vida social, ambicioso, convencional, deportista y sibarita, quisiera ponerse el sayal de asceta. Mas, con frecuencia, la imitación va más allá de lo cómico: los hombrecitos fuertes y silenciosos resultan más insoportables que los hombretones fuertes y silenciosos. Y por una broma cósmica del peor gusto, la leyenda de «el rey no coronado de Arabia» se ha mezclado con el mito novelesco de «el jeque de Arabia». Los libreros han consagrado mucho tiempo a explicar que la Rebelión en el desierto no es la continuación de El hijo del jeque.

Pues bien, la dificultad de redactar un sumario preciso de lo que Lawrence es, o fue en una época dada, se origina de que él se empeña en mantener sus opiniones y deseos en estado de disolución, o sea les impide que cristalicen en un motivo que afecte las opiniones, deseos y actos de otros hombres. Cuando, a despecho de todas las precauciones, aparece un motivo, se genera una fuerza casi irresistible, y mientras ésta dura sobresale con la tajante precisión de una figura histórica. Para su grandeza, o poder, o como quiera llamarse, bien que revelada popularmente en tales ocasiones, se desprende, en apariencia, de su conducta negativa de no estar seguro de nada, no creer en nada y no importarle nada el resto del tiempo. Y mi estudio ha de concluir con esta paradoja.