Estaba en la cama, con la persiana hasta abajo. No había ningún reloj en la habitación, pero mi despertador interno me decía que debían de ser las once y media o las doce, no más tarde.
Había estado toda la noche trabajando subida en un coche patrulla. A última hora atendimos un accidente de tráfico bastante grave. El impacto fue tan rotundo que la chica se quedó atrapada dentro del coche. La chapa de color rojo brillante le aplastaba el cuerpo y le impedía salir del vehículo.
Cuando llegamos, gemía, asustada, y emitía una especie de gritos tímidos, casi susurrantes. Seguramente la presión de la carrocería contra el pecho le impedía llenar los pulmones con el aire suficiente como para proferir un grito potente, un alarido de auxilio que le permitiese, al escucharse, tener la certeza de que seguía viva.
Los policías sabemos que al que más vocifera se le atiende el último. «Si se desgañita, está bien», pensamos. Y entonces corremos hacia quien permanece callado y quieto. De haber habido más heridos en el siniestro, sin duda a ella la habríamos atendido de las primeras, por sus susurros casi delirantes. Por su forma muda de quejarse.
El chico que conducía era su novio. Volvían de marcha. Él nos contó que estaban discutiendo, que se alteraron y se enfadaron muy fuerte el uno con el otro. Al parecer se dijeron cosas muy feas. Nos explicó con todo lujo de detalles de qué modo y en qué términos discurrió el desencuentro. Lloraba y repetía: «Nunca debería haberle dicho eso». Como si recitara un mantra para encontrar una comunión divina a través del perdón. Como purgando una culpa amarga.
Según relató, hubo mucha tensión entre ambos y en un momento dado ella perdió los nervios. Entre lágrimas y con la respiración entrecortada, balbuceando como un niño pequeño, nos fue narrando el suceso. Dijo que la chica, en mitad de la discusión, le cogió los mandos del coche y dio un volantazo para llamar su atención. O por rabia, enfado o despecho. Un acto que dio como resultado lo nefasto: chocaron de frente contra un puente.
El morro del vehículo quedó literalmente abrazado a uno de los pilares de hormigón armado de la estructura, la cual sostenía cuatro carriles en dirección a la playa. El hombre pudo salir del coche conmocionado y dolorido, pero aparentaba un buen estado de salud. Ella había quedado atrapada bajo el salpicadero. De cuello para abajo era todo chapa, chatarra, ropa, carne y huesos.
Me acerqué rápidamente para atenderla. La ventanilla estaba subida y no podía abrir la puerta, porque era un amasijo de hierros imposible de manipular. Probé y probé apresuradamente aun sabiendo que sería imposible acceder así. Mi cerebro necesitaba tiempo para pensar y se engañaba haciendo algo. Permanecer quieta en esa situación era algo inconcebible.
Eché mano a mi cinturón, la caja de herramientas de cualquier policía, y saqué de su funda la defensa extensible, un palo de hierro forjado con puño de goma diseñado para golpear cosas o personas. Siempre pensé que el mundo sería mejor si pudiéramos emplearlo solo para lo primero. La levanté en el aire y en una sacudida violenta la abrí. Hizo un ruido seco, como a cañón dispuesto. Me coloqué al lado de lo que quedaba de la puerta y apoyé mi hombro izquierdo contra el brancal del coche. Consciente de que le caerían cristales por el rostro, golpeé con todas mis fuerzas la ventana.
Le abrí el labio inferior por la base. Pero era más importante que el coche no ardiera con ella dentro. Había que darse prisa.
Finalmente pude acceder. Le toqué el pelo y le acaricié la cara. Pasé mis dedos embutidos en el látex azul de los guantes sobre una mueca de dolor indescriptible. Acompañé sus lágrimas con mis manos hacia el precipicio de su barbilla, donde se volvían rojas al mezclarse con la sangre de la herida.
Con voz calmada y serena, intentando sonar familiar, le dije que se tranquilizara, que no estaba sola, que íbamos a ayudarla. Sabía que en la profundidad donde ahora ella habitaba mis palabras le llegaban.
Mientras le hablaba, oía a mis compañeros activar a los bomberos y a la ambulancia. Había que movilizar recursos. Daban datos sobre el estado de la mujer, su edad, lo que había ocurrido y el lugar exacto donde nos encontrábamos.
—Aquí Sierra Cero a central. Repito: Sierra Cero a central. Corto —decía mi oficial.
—Adelante Sierra Cero de central. Corto y cambio —contestaba la emisora al otro lado.
—Vía de acceso general a Palma a la altura del kilómetro 4,5. Corto y cambio. Código rojo. Repito: código rojo. Posible óbito o coche incendiado con ocupante dentro.
El sonido de las emisoras se convirtió en la banda sonora de una película de terror. Al poco rato empezaron a llegar coches patrulla. Las luces azules parecían luciérnagas volando sobre el asfalto en la oscuridad de la noche.
Los compañeros se apeaban corriendo y encendían, casi a modo de ritual, los conos amarillo fluorescente de sus linternas. Con mala suerte, una persona puede tener uno o varios accidentes a lo largo de su vida, pero los policías atendemos cientos, y son la principal causa de muerte en acto de servicio. Como movidos por una pulsión que nace del instinto más primario, los agentes fueron repartiéndose en orden por la carretera, fragmentándola entre todos para indicar al resto de los vehículos que aminorasen la marcha. La calzada quedó salpicada de haces de luces amarillas, azuladas y naranjas. No eran solo las linternas, sino también las luces de posición de las furgonetas en marcha.
Yo seguía en el coche con ella, pero sin perder de vista lo que iba sucediendo a mi alrededor. Superado el efecto túnel, tenía tanto miedo a un incendio que solo estaba pendiente de si alguien gritaba «¡humo!» y empezaba la hoguera. Bajo ningún concepto quería tener que retirarme otra vez mientras alguien se hacía carbón dentro de un coche. No quería volver a escuchar jamás los gritos desesperados de un dolor semejante. Ese aire que no era capaz de reunir para gritar, se convertiría en posibilidad cuando la temperatura dentro del vehículo se hiciera palpable y tomara conciencia de su destino.
«Nunca más —pensaba yo—. Nunca.»
A través de un pequeño resquicio que encontré entre la chapa vi que su cuerpo había quedado contorsionado. Su torso retorcido parecía un trapo mojado que alguien quisiera escurrir hasta la última gota y hace con él un muelle de tela prieta.
Se nos hizo de día asistiendo aquel desastre. El novio acabó dando positivo en alcohol y ella en estado crítico, en el quirófano.
Me acosté con ruidos y luces dándome vueltas en la cabeza. Seguía excitada, pero estaba completamente exhausta y mi mandíbula volvía a recordarme, mediante un dolor recurrente en la cara, cuál era el precio que se cobran las tensiones de madrugada.
En un momento de duermevela entreabrí los ojos y me llamó la atención, en la oscuridad de mi cuarto, una luz blanca que tintineaba como un pequeño faro en la noche. Era el piloto que avisaba de que había mensajes en mi teléfono móvil. Me pareció muy raro, porque todo el mundo sabía perfectamente que a esa hora yo estaba durmiendo y siempre contactaban conmigo por las tardes. Cogí el móvil. Había acumulados más de quince mensajes de distintos destinatarios. No entendía nada.
Al abrir el primer sobre de mi pantalla vi un enlace a una noticia. Pinché. Se abrió un texto y, en medio, a tamaño gigante, había una fotografía mía coronada con un titular que rezaba: «Una policía agrede a un detenido en el calabozo».
Ahí estaba yo, debajo de aquella frase que me acusaba públicamente de haber torturado a una persona privada de libertad. En una noticia publicada en uno de los periódicos más leídos de la comunidad autónoma de Baleares.
Tan entrada la mañana, algunos diarios nacionales ya se habían hecho eco de la noticia, que corría por todas partes y, con ella, mi cara de torturadora. De perversa y mala.
En la instantánea aparecía sentada con las manos sobre una mesa, y uniformada. Se trataba de la fotografía oficial que me hicieron nada más entrar en la Unidad Motorizada Pesada. Era una imagen de archivo de la Policía que solo podía haber sido cedida por la Jefatura o facilitada bajo cuerda por alguien que tuviera acceso a ella y quisiera destrozar mi reputación.
Seguí leyendo confusa y abrumada. En el cuerpo del artículo se explicaba que unos policías habían presentado un escrito en el juzgado que daba cuenta de que yo había golpeado a un detenido que estaba indefenso y esposado a un banco. Describía con detalle cómo lo hice, e incluso que uno de los agentes que denunciaba los hechos tuvo que intervenir para que yo dejara de agredirle. La gesta de aquel uniformado era cuanto menos heroica. De medalla blanca al mérito... o más bien de Oscar al mejor guion de fantasía.
El policía que se dibujaba a sí mismo como el salvador de los derechos humanos era también, curiosamente, uno de los señalados por otros testigos, por orbitar alrededor de una banda de policías corruptos. El mismo al que yo, escasos meses atrás, había denunciado por acosarme durante los años que coincidimos en la Unidad Motorizada Pesada. El que me maltrató hasta el límite de hacerme perder la ilusión por mi trabajo, me infligió un terrible sufrimiento y contribuyó a mi prolongada depresión.
Sentí vértigo y ganas de vomitar. Me invadió un miedo visceral incontrolable.
Yo sabía de lo que eran capaces aquellos a los que había señalado. Era plenamente consciente de cuánto me odiaba mi agresor. Tenía la certeza de que harían todo lo que estuviera a su alcance por lograr callarme. Todo.
«Justo ahora... —pensaba en mitad de un delirio febril que me hacía sentir enferma y sin fuerzas—. Justo después de declarar contra ellos», me repetía una y otra vez, como un mantra que me arrastraba más y más hondo, a un lugar donde no era capaz de hacer pie.
La denuncia llegaba tras mi reciente comparecencia en la Unidad de Blanqueo de Capitales de la Policía Nacional, donde, por la naturaleza de mis declaraciones, me había convertido en un testigo protegido de la causa de corrupción que se investigaba dentro de mi comisaría. Las pesquisas acabaron llevando a prisión a más de cuarenta agentes y supusieron la detención de un centenar de ellos, algo del todo inédito. Fue tan inusual que se desbordó la infraestructura penitenciaria y los tuvieron que repartir por otros penales de la geografía española para evitar que se organizaran.
Antes de decidir declarar, por las noches, medio despierta o medio dormida, me incorporaba a escribir todo lo que iba recordando en una libreta en la que ya había tomado notas sobre irregularidades, años antes. Detalles, personas, lugares, fechas aproximadas, nombres de pila, apodos... Me venían a la cabeza algunas escenas con drogas requisadas que luego desaparecían y que al llegar al laboratorio para ser analizadas, se convertían en sal... Intervenciones llamativas, como poco.
Gracias a aquellas notas, puse todo lo que sabía en conocimiento de la Autoridad Judicial, y lo hice del modo más minucioso posible. Expuse con todo lujo de detalles algunas actuaciones protagonizadas por el comisario cuando nos llevaba de redada. Conté, por ejemplo, que, una vez revisados de arriba abajo algunos establecimientos, con los dueños detenidos y la cocaína confiscada, los reos llamaban al comisario por su nombre de pila y le pedían otra oportunidad para pagar su cuota. Algunos hasta se disculpaban y aseguraban, entre sollozos, que no volvería a haber otro impago.
También declaré que, en un operativo en el que estábamos a punto de pillar a un traficante que despachaba sustancias en un pub, le solicité permiso al comisario para detenerlo y el tipo salió corriendo. Como si le hubiesen avisado de nuestra presencia mediante una llamada telefónica relámpago. Curiosamente, días después, el comisario y el traficante se tomaban una cerveza juntos en un chiringuito de segunda línea de la costa. Parecían entenderse más que bien.
Declaré todo esto porque es lo que juré cuando asumí el cargo. Porque era mi deber como policía, según la ley que regula nuestro ejercicio profesional en el artículo 5.1.c de la Ley Orgánica 2/86 de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad: «Actuar con integridad y dignidad. En particular, deberán abstenerse de todo acto de corrupción y oponerse a él resueltamente». Y eso hice. Lo que no detallaba la ley eran las consecuencias y el precio a pagar por hacerlo.
En mi declaración, que duró horas, expliqué también cómo había sido acosada, perseguida, maltratada y discriminada por varios agentes vinculados por otros testigos a esa misma red corrupta. Y detallé el modo en el que me menospreciaban y atacaban. La forma en que se dirigían a mí para humillarme, que me causó un trastorno de ánimo brutal y erosionó mi salud mental. Por ende, yo era testigo en ambos procesos. El de mi acoso y el de la corrupción dentro de mi comisaría. Este último era tan gigantesco y abarcaba tantas malas praxis que de sus diligencias dimanaron multitud de casos en los que se veían implicados los mismos sinvergüenzas una y otra vez.
Entre los delitos que comenzaron a investigarse había tráfico de drogas, trata de seres humanos con fines de explotación sexual, delitos contra la salud pública, cohecho, amenazas, extorsión y pertenencia a organización criminal.
Cuando leí en la prensa que me acusaban de un delito tan grave como torturar a un detenido, supe que su objetivo era llevarme a la cárcel. Querían callarme e invalidar mi testimonio contra ellos antes de que se resolviera el caso.
Su ruindad necesitaba de la mentira como aliada para hacerme salir por la puerta de atrás. La puerta falsa que daba a la celda en la que me querían encerrar.