
Los Ángeles. Unos años antes
Cerré los ojos y aspiré con fuerza. Me gustaba sentir los destellos de los nacientes rayos de sol sobre mi morena piel. El olor a sal me cautivaba desde pequeña, desde esos primeros recuerdos en los que corría por la arena y daba mis primeros pasos hacia la libertad, esa que me daba vivir en una gran casa de madera con enormes ventanas sobre la playa junto a Pacific Coast Highway. Escuchar las olas romper contra la orilla y percibir la suavidad de la arenisca acariciar mis pies descalzos eran algunos de los privilegios de crecer allí. Siempre me creí y supe afortunada.
Con una mano agarré mi tabla de surf y, como cada mañana, me dispuse a inyectarme adrenalina durante, al menos, una hora. No podía negar que estaba nerviosa, y no eran las olas de más de tres metros que tenía delante las que provocaban en mí tal desazón, sino el hecho de que ese día empezaba una nueva etapa de mi vida. Llevaba años soñando con ir a la universidad, asistir a fiestas, conocer a gente nueva y disfrutar, amén de estudiar, aprender y convertirme en una gran profesional. Pero en esto me sabía una privilegiada. Los genes de mi padre, un reconocido cirujano plástico, me dotaron de una memoria muy poco común que, a veces (y aún no sabía cuánto), me jugaba muy malas pasadas. Muchas universidades me habían aceptado en todo el país; sin duda, las mejores. No obstante, decidí quedarme en Los Ángeles y estudiar en la UCLA. Lo soñaba desde pequeñita. Quería quedarme en casa, en mi playa, y seguir surfeando cada amanecer.
Inspiré y solté el aire a la vez que dejé que mis pupilas se deleitaran con el paisaje durante unos segundos más, y me permití meditar sobre la decisión de Madison, mi mejor amiga, que había resuelto quedarse conmigo y rechazar una beca para ir a Harvard. Crecimos juntas, nos conocimos justo el día que sus padres se instalaron en la casa de al lado cuando solo contábamos con un año de edad, y, desde entonces, jamás nos habíamos separado. Todo lo hacíamos juntas y al mismo tiempo. Hasta nuestro primer beso sucedió la misma noche. Besamos a dos hermanos gemelos en la fiesta de Halloween de un compañero de clase. Ninguna de las dos llegamos a más con ninguno de ellos. Besaban de pena, y eso que no teníamos con quién compararlos, pero no nos hizo falta experiencia para adivinar que los chicos dejaban mucho que desear en ese tema. Volvimos a casa riendo a carcajadas y corriendo, empapadas por el chaparrón que caía sobre el asfalto.
—Nunca podría abandonar este lugar —aseguró Madison, a mi lado, mirando el mar.
—Yo tampoco —contesté, sin saber todo lo que vendría después y lo lejos que me iría.
—¿Estás nerviosa?
—No me da miedo el mar. —Levanté la comisura derecha de mi labio, deseando meterme y sentir el agua resbalar sobre mi piel.
—Me refiero...
—Sé a qué te refieres, Madison Evans —la corté, asintiendo con la cabeza.
—¡Vamos, chicas! ¿A qué estáis esperando? ¿Os dan miedo unas pequeñas olitas? —Connor pasó por nuestro lado a toda velocidad con su tabla debajo del brazo. Mi hermana pequeña, Payton, lo seguía.
Ambas sonreímos y la miré con urgencia.
—¿Preparada?
Asintió con la cabeza un par de veces y comenzamos a correr hacia la orilla.
La playa junto a Pacific Coast Highway, una de las mejores de Malibú, era nuestra, o así la sentíamos. Nuestro sitio, nuestro hogar, nuestro confidente. Ese lugar en el que deseábamos pasar el resto de nuestra existencia. Allí reíamos, en ella llorábamos, al viento que surcaba la arena le contábamos entre susurros nuestros miedos e inseguridades. Y nos entendía, nos escuchaba y nos aconsejaba. Era nuestra amiga, nuestra familia. Ella era nosotros y nosotros éramos ella. Formábamos dos partes de un todo que no necesitaba más.
Entramos en el agua detrás de mi hermano mayor y no me pasó desapercibida la mirada que mi amiga le dedicó. Hasta el momento, nunca había admitido que le gustaba, pero lo sabía desde mi décimo cumpleaños, cuando se chocó con una farola porque no pudo dejar de mirarlo.
Para los cuatro, surfear era como volar, como tocar el cielo con las manos. No podía explicarlo, pero todos los problemas desaparecían allí, dentro del agua, con la tabla bajo nuestros pies y deslizándonos sobre las olas. El mar diluía cualquier malestar y, por esto, pasamos la siguiente hora disfrutando el momento, riendo y soñando con la utópica idea de poder hacerlo siempre.
Pasara lo que pasase, nosotras nos prometimos, una mañana de hace muchos años, que el surf no lo cambiaríamos por nada.
Le di el último sorbo a mi zumo de pomelo y lo dejé en el fregadero en el momento justo en el que escuché el claxon del coche de Madison a lo lejos; así que despedí a mi madre con un beso en la mejilla y me alejé mientras me deseaba mucha suerte en mi primer día.
—Recuerda, ¡sonríe y todo irá bien! —gritó tras de mí.
—Sí, mamá —contesté, a la par que salía por la puerta con una radiante sonrisa en los labios y el bolso del ordenador colgado del hombro derecho.
Entré en el descapotable de mi vecina de un salto y me clavé en el asiento. Le cambié la música a la radio y Don’t Call Me Angel comenzó a sonar y cantamos envolviéndonos con las voces de Ariana Grande, Miley Cyrus y Lana del Rey.
Dejamos el coche en un hueco que localizamos y miramos hacia todos lados asombradas por el gentío y el bullicio creado. Un par de semanas antes visitamos la universidad para familiarizarnos con ella y parecía casi desierta, muy diferente a como la encontramos ahora.
—Dicen que estos serán los mejores años de nuestra vida —comentó, parando a mi lado.
—Confío en que sea así. —Sonreí—. ¿Estás preparada?
—Nací preparada —afirmó.
—Te veo muy segura.
—Porque tú estás a mi lado.
—Prometimos no ponernos sentimentales.
—Hola, chicas. —Un joven con unos flyers en la mano se acercó hasta nosotras y nos dio uno a cada una—. No os perdáis la fiesta de bienvenida que dan las animadoras junto al campo de fútbol. ¡Se recordará durante años! —Se alejó tal y como llegó y siguió repartiendo la información.
—Invitadas a nuestra primera fiesta y aún no hemos pisado las clases. Esto va a ser genial —dije, animada.
—Nuestra primera borrachera como universitarias. —Se lo llevó delante de la cara y leyó el papel amarillo con trazos negros—. ¡Cerveza gratis! ¡Y nadie nos pedirá el carnet!
—Yo no estaría tan segura. —Reí.
—Un poco de fe, hermana de olas. —Levantó las cejas y puso mala cara—. Prometiste que no lo recordarías —refunfuñó.
—Yo no he dicho nada. —Solté una carcajada y me tapé la boca—. Será mejor que me vaya. Voy a llegar tarde. —Traté de huir antes de que me obligara de nuevo a prometer con mi sangre que no sacaría a la luz nunca la noche en la que la descubrieron con un carnet falso y llamaron a la policía. Yo también me vi implicada, por cierto. Aún la recuerdo lloriqueando y suplicando que no la esposaran.
—Eres una mala amiga, pero aun así me da pena. Aquí nos separamos. —Hizo un exagerado puchero.
—Nos veremos a la hora de comer, no seas drama. —Agarré mi bolso y me dispuse a alejarme.
—Te echaré de menos. —Me dio un corto pero fuerte abrazo y se fue gritando que no la dejara tirada por un chico guapo el primer día de clase.
Caminé sobre el empedrado rumbo a mi facultad, con ganas de comerme el mundo y disfrutar al máximo mi vida estudiantil. Todo el recinto lo ocupaba una multitud de jóvenes. Algunos leyendo, otros tomando café sobre el césped, jugando al fútbol y riendo... Detuve el barrido ocular sobre uno de estos últimos. Un joven rubio, de piel morena y bastante alto, le pedía a otro que le lanzara el balón. Vi a este levantar el brazo y todo sucedió demasiado rápido. Una bicicleta pasaba por mi lado derecho y me aparté lo justo para evitar el atropello, escuché a alguien gritar: «¡Cuidado!», miré en esa dirección y vi, a cámara muy lenta, cómo la pelota en cuestión, venía hacia mí, más concretamente hacia mi cara.
«Pum», escuché y sentí un golpe seco contra mi nariz y todo se volvió borroso, la parte baja de mi espalda dio contra el suelo y, por unos segundos, perdí la noción del tiempo.