3

Era el año 1812. Nadie me explicó por qué me habían llevado a la casa y yo estaba demasiado ocupada enterrando la nariz en algodón limpio y sobras de comida para darle muchas vueltas. Decían que tenía siete años, o por ahí. Nadie se había interesado nunca lo suficiente para asegurarse. Yo no tenía fiestas de cumpleaños, ni tampoco madre. Cuando le preguntaba, lo único que Phibbah decía era que mi madre había huido. «No harás aparecer a una preguntando —decía—. Aprenderás. Nosotros no somos los que hacemos las preguntas, somos los que las contestamos. Y la respuesta siempre es sí.»

Cuando ahora cierro los ojos, veo a Phibbah pasando el trapo por el sofá de mimbre de la sala de visitas, levantándolo para barrer debajo. Veo las sillas de palo de tinte colocadas justo en el centro para que les dé el aire, las alfombras enviadas desde Bristol por la hermana de Miss-bella que se abarquillaban en nuestro calor como si intentaran protegerse de él. El comedor donde las tazas y bandejas de porcelana y la tetera blanquiazul tintineaban en el aparador. Oigo a Phibbah rezongando: «Lárgate, niña, quítate de en medio. ¿Por qué no puedes dejarme en paz?».

Mi trabajo era pulir los bronces, sacar las flores a la mesa del porche en la que desayunaba Miss-bella y apartarle las moscas de la comida con un abanico. Pero más que nada deambulaba por la casa, pensando en maneras de pegarme a Phibbah, como un delantal. Ella rezongaba mientras trabajaba, quejándose de que sus viejos huesos le repiqueteaban como piedras en una calabaza hueca, de que quienquiera que hubiese inventado el color blanco jamás había tenido que ser la lavandera de nadie, de que los muebles de los blancos nunca hacían nada aparte de engendrar más muebles. Me gustaba que cada palabra suya fuera como un canto de pájaro, entre el hueco de sus dientes. Le faltaban cuatro, justo donde a mí acababan de salirme los definitivos.

Ella era la que me había arrancado los míos, de manera que le pregunté:

—Phibbah, ¿quién te arrancó los tuyos?

La atormentaba como las olas golpean la arena. Los niños son todo vendas y martillos. Crueles por culpa de lo que no saben.

Me dijo que no era asunto mío.

—Tú no te acuerdas —respondió.

—¿Por qué?

—Pasó antes de que nacieras. Nadie recuerda nada de esa época.

La mayor parte del tiempo solo hacía que maldecir pero, cuando estaba de buen humor, me daba sobras de sémola de maíz directamente de la olla o un trozo de una de sus tortas de maíz. Por la mañana, cuando se sentaba fuera de la cocina para desgranar guisantes y daba unas palmaditas en el suelo, significaba que me había dejado unos cuantos ahí, al lado de la jofaina. Yo me acercaba con sigilo y los recogía en la palma de la mano, y el roce de su brazo me hacía cosquillas. Pero jamás se volvía, jamás me miraba.

El repiqueteo de los guisantes en el peltre, el olor a carbón de Phibbah, y la mezcla de lejía de cenizas y aloe con la que elaboraba jabón. Si me estaba callada, podía contarme una historia. Pero tenía que prepararse, como una ola que se ve venir de muy lejos. Primero, decía, tenía que encontrar su aliento para narrar, que no era el mismo que para vivir.

Mis preferidas eran las historias sobre la casa.

—Solo hay una razón para que los hombres blancos construyan casas tan bonitas como esta —dijo Phibbah—. Los gusanos se ponen en los anzuelos para coger peces. Después de venir de Inglaterra y terminar la casa, el amo mandó una carta a Bristol. Sabíamos que la mujer blanca vendría tan seguro como lo hace la noche. Y, en efecto, Miss-bella vino corriendo, ¡como un rayo!, igual que las pintadas cuando se caen las mazorcas.

Phibbah tuvo entonces que conocer a su nueva ama. Y tuvo que observarla como los marineros observan el cielo. «Cielo rojo por la mañana, una advertencia para el marinero; cielo rojo por la noche, un placer para el marinero.» Miss-bella llegó en el carro de las mulas, sentada muy tiesa en el asiento del conductor, tan fuera de lugar como un guante blanco en el seto donde poníamos la ropa a secar, con una tetera tintineándole en el regazo, cuya cenefa blanquiazul se apiñaba alrededor del borde como los pájaros en una rama. Había arrancado los cojines del carro para hacerle un pequeño trono. Tres noches se había pasado Phibbah sin dormir para coser los cojines y los había terminado con un brocado de hojas digno de la sala de visitas. Langton había dicho que quería que fuera como ir sentado en una nube, el día que fuera a buscar a su esposa. ¡Y ahí estaba Miss-bella, utilizándolos para su tetera y no para su trasero! Oh, pero pronto aprendería. Esto era Jamaica. Las cosas siempre se rompían.

Lo creyera o no, dijo Phibbah, hubo una época en la que Miss-bella y Langton salían juntos a cabalgar, antes de que ella comprendiera que Jamaica era una tierra a la que se suponía que debía tener miedo. Se ponía su falda de amazona, que parecía medio limón, y su sombrero de paja con la pluma azul y los ojos grises le brillaban de emoción mientras Langton cabalgaba a su lado y le enseñaba todo lo que poseía. Phibbah debía montar guardia, correr a abrir el portón en cuanto regresaran. Sabía que lo pagaría caro si el portón permanecía cerrado ni que fuera un minuto. Pero tenía una manera de saber que regresaban mucho antes de verlos.

—¿Cuál? —le pregunté.

—La misma que sirve para localizarlo por cualquier motivo. Mirar los campos.

—¿A los hombres?

—Ajá. Todos hacen lo mismo cuando se acerca.

—¿Alzan la vista?

—¡Bah! ¡Niña! —Chasqueó la lengua y el aire hizo su música al pasarle por el hueco de los dientes—. La bajan. Fíjate. Pasa siempre, como una ola en la hierba. De dondequiera que venga la ola, de ahí viene el amo.

Había que cuidar a Miss-bella como a una rosa. Tenía los brazos más blancos que yo había visto nunca. Su única ocupación durante toda la mañana era no exponerlos al sol. Para colmo, tenía la cintura tan fina como el pico de un zanate antillano, y se la estrechaba aún más con un corsé de ballenas que la envolvían como costillas. El trasero se le abombaba bajo todo género de polisones y aros que su hermana le compraba por catálogo. Decía que la vida en las colonias solo podía soportarse rezando y tomando té, de manera que Phibbah se lo servía todas las tardes en el porche de la parte de atrás, rezongando: «¿Por qué tenemos a la única blanca de toda Jamaica tan loca como para tomarse el té afuera?».

Colocábamos cuencos de agua azucarada y veneno de cobalto para atrapar a las moscas, sacábamos el abanico estampado con ramas de naranjo y el lavapiés de porcelana. Yo odiaba tener que llevar mi vestido de percal en vez del vestido de muselina (suave y blanco, con un cuello de encaje que siempre hacía que los invitados de Miss-bella me miraran de arriba abajo). Pero el de muselina era para servirla en la mesa y el de percal era mi vestido para lavarle los pies.

Phibbah estaba de pie tras ella con el abanico. Le levanté el dobladillo de la falda gris. Los dedos de los pies se le movieron como pestañitas. Miré hacia los campos de caña de azúcar. Arpillera y muselina azotadas por el viento, peones que salían de la fila para mojar trapos en cubos de agua y atárselos alrededor de la frente. Los capataces encaramados a sus caballos bajo el tamarindo, vigilando. Pasé la manopla entre los dedos de Miss-bella. Sus pies parecían objetos sacados de un incendio después de apagarse. Secos, arañados. No bonitos como el resto de ella. Con el paso de la tarde fue poniéndose más colorada. El aire del abanico pasó a ser una mera brisa, lenta cual velero al pairo. Sus palabras chapotearon alrededor de nosotras, como el agua de la bañera. Se inclinó sobre la taza y suspiró.

—Este infierno fue creado para matar a los europeos —dijo.

Phibbah dejó caer el abanico contra su cadera.

—¡Kiii! Si a usted la está matando, ¿qué nos hace a nosotros?

Miss-bella se quedó quieta, con la taza rozándole el labio inferior. Después se rio.

—Bueno, son los europeos los que me preocupan, criada. En particular yo misma.

Le diré una cosa, vi azotar a Phibbah por toda clase de cosas sin importancia: cada vez que desaparecía una pieza de la vajilla de porcelana, cuando dejó resbalar y romperse una de las tazas de té de Miss-bella, aquella ocasión en que se retrasó en llevarle el bacalao salado del desayuno, pero nunca vi que la azotaran por replicar. Le pregunté por eso una vez. «Es la única distracción que tiene la mujer», me respondió.

Cuando se echa la vista atrás, el tiempo se desploma sobre sí mismo, como tierra que cae al interior de un hoyo recién hecho. Nos veo a las tres, las mujeres de Paradise, como figuras grabadas en vidrio. Y es como si el tiempo no hubiera pasado, como si esa niña arrodillada a los pies de Miss-bella parpadeara y descubriera al despertar que es la Asesina mulata.

Desde donde estaba agachada en el porche, veía el río. Oh, sería un milagro volver a sentir la suavidad del agua en la piel, aunque me conformaría con estar echada sobre la hierba recién cortada o incluso con poder pasar los dedos por una combinación recién lavada. El aire estaba impregnado del olor de los rastrojos que ardían cerca del río y del aceite de naranja que Phibbah utilizaba para encerar la madera.

—Ve adentro, criada —dijo Miss-bella—. Tráeme un trozo de la tarta de piña que preparaste ayer. ¿Y hay naranjada?

Phibbah dejó la jarra junto a la puerta. Yo no había levantado la cabeza en ningún momento, porque estaba raspando la tierra incrustada bajo las uñas de Miss-bella, primero un pie y después el otro. Aún con el corazón duro como un tambor, pero el resto de mí ablandado como mantequilla en una sartén. Utilizaba un raspador que tenía el mango de marfil, como si eso pudiera obrar el milagro de volverle los pies delicados. Le puse uno sobre la toalla al lado de su silla, para que se secara, y ella y yo nos inclinamos hacia atrás para admirarlo. Como si fuera mármol en un museo. Fingíamos que sus pies eran tan bonitos como las tazas de té, igual que fingíamos que la tetera no estaba medio llena de ron.

No había terminado de quejarse.

—Estoy harta de mirar siempre las mismas aburridas colinas.

—Podríamos sentarnos delante, alguna vez —dijo Phibbah—, si no fuera usted tan terca.

—Oh, no. No podría.

—Ver el mar.

—Por eso precisamente no podría. —Le lanzó una mirada, severa, por encima del hombro—. Pero eso tú ya lo sabes.

—¿El qué?

—Lo que es querer algo tanto que no puedes ni mirarlo.

Phibbah blandió el abanico como un puñal y cortó el aire.

—Pensaba que eran las colinas lo que la molestaba. Ahora dice que es el mar.

Miss-bella se rio en su taza. Después se quedó callada, como si estuviera pensando.

—Parece que no puedo mirar ni hacia delante ni hacia atrás.

—Pues entonces no puede quejarse por estar sentada donde usted se pone.

Miss-bella movió la mano.

—¿De verdad crees que yo elegí ponerme en cualquier parte de esta hacienda? —La vimos sorber té, dejar la taza—. Si mi padre o mi esposo entraran en razón, yo estaría ahí. En el próximo clíper a Bristol.

Manso pasó por delante de nosotras con el cubo metálico, gritando «¡Ea! ¡Ea!» para llamar a las vacas, levantando los pies por el patio como el gallo loco que solo tenía un ojo. Cerca del cobertizo vertió la sal en pequeños montículos. Las vacas se acercaron con paso torpe y la lamieron sin prisas.

Hasta el día de hoy, recuerdo qué ocurrió entonces, porque lo que entonces ocurrió me cambió la vida, para bien y para mal. Miss-bella cerró los ojos, dejó el libro en su regazo y pasó los dedos por la cubierta de piel. Vi una «D» escrita en ella. Una ráfaga de aire desordenó las páginas. Manso seguía dando órdenes a las vacas. «Adentro, adentro.» El libro estaba ahí, una cosa más que yo quería. Páginas blancas como manzanas peladas. Blancas como sábanas limpias. Un impulso incontenible se apoderó de mí. ¿Cómo puedo explicarlo? Todo se quedó en silencio, como ocurre cuando una lechuza pasa volando. Ni tan siquiera el golpeteo del abanico. Fui a cogerlo y mi mano le empapó el regazo; al darme cuenta de lo que había hecho, la retiré, me agarré a su falda y me puse de pie. Ella también se levantó de golpe. El libro cayó de su regazo al agua. El estómago me dio un vuelco, como un objeto zarandeado por el mar.

—¡Frances!

El abanico se detuvo.

—Lo siento, señora —dije—. Lo siento.

Lo saqué del agua e intenté secarlo con una punta del vestido, mientras el miedo me zumbaba en la cabeza. Me dio una bofetada. Mi cabeza como un pez atrapado en un hilo de pescar, su mano el anzuelo. Las piernas me fallaron y caí al suelo.

La isla entera estaba aturdida por el sol. El calor picaba como hormigas bravas. La luz era como cuchillos.

Seguí secando el libro, sin parar. Utilicé las manos, la falda, lo sacudí como un mocho, poniendo todo mi empeño en secarlo. Quería llorar pero no me atrevía, no mientras Manso pudiera verme. Cuando era pequeña, me habría guiñado el ojo al pasar o me habría dejado ponerme sal en la palma de la mano para que una vaca la lameteara, pero ya no. Los negros domésticos eran lo único que todos los esclavos odiaban más que la caña de azúcar.

Estaba sentada junto a las cuadras, secando el libro. Oía los caballos y sus resoplidos. Incluso después de que todos los demás se fueran de los campos y solo quedaran los trinos del ruiseñor para indicarme que no estaba sola, seguía ahí, secando el libro. Mi sombra en el suelo. Miss-bella me había dicho que no me moviera de ahí. «No te atrevas a intentar ponerte a la sombra. Te estaré vigilando.»

¿Sería verdad?

Ella y Phibbah debían de estar en la sala de visitas, Phibbah preparando el ron. ¿Quién sabía en qué parte de la hacienda estaría su esposo?

Al principio, en la época en la que aún salía a cabalgar, Miss-bella hizo preparar a Phibbah una cesta con yacas, fiambre de pechuga de pavo, pomelos y algunos de los mangos que habían recogido esa mañana y le dijo que se los llevaría a su esposo para el almuerzo. Fue mientras intentaba verter medio litro de vino en una petaca cuando Phibbah le dijo que no era buena idea, y fue por su negativa que Phibbah decidió acompañarla. Le daba lástima, la pobre mujer, con su pelo pajizo y sus falsas esperanzas. Los encontraron debajo del árbol de cacao, el único lugar para cobijarse a la sombra a esa distancia de la casa, Langton sentado como una pistola amartillada, de espaldas a su esposa y de cara a las dos muchachas que se había llevado. «Fue una suerte que solo las tuviera bailando», dijo Phibbah. Se movían como el agua, las dos. Cuerpos oscuros, ojos brillantes. Pezones marrones que se ondulaban como serpentinas. Miraron a su nueva ama de reojo y siguieron cantando:

¡Baila, querida! ¡No lo haces como yo!

¡No te mueves como yo! ¡No te cimbreas como yo!

¡Baila, querida! ¡No te contoneas como yo!

¡No das vueltas como yo! ¡Vete de aquí!

«Probablemente aún seguirían ahí, bajo ese árbol», dijo Phibbah, porque durante mucho tiempo pareció que Miss-bella no podía moverse. Pero, por fin, Langton oyó el ruido de la cesta al resbalarle de la mano y se dio la vuelta.

Ese fue el fin de los paseos a caballo, los pícnics y las esperanzas. Aunque no el fin de los bailes. Miss-bella solo tuvo que aprender a hacer lo mismo que todos. Asegurarse de mirar para otro lado.

Levanté la cabeza hacia la casa, donde Phibbah estaría cerrando las contraventanas, encendiendo las velas, descolgando la tela mosquitera. Y Miss-bella debía de estar arrellanándose en uno de sus taburetes tapizados de seda, poniendo los pies en alto.

«No te moverás de ahí hasta que el libro esté seco», había dicho. Al cabo de un rato, me di por vencida y me quedé mirando las letras, pequeñas, negras y afiladas, como garras diminutas. Ladeé la cabeza, como si pudiera «oír» lo que intentaban decirme. Parecían atrapadas, encadenadas unas a otras. Línea tras línea. Cerré el libro de golpe, me puse en cuclillas. Por el camino de la costa, el viejo caballo tiraba con esfuerzo del carro, que iba cargado hasta arriba de maíz, y los niños corrían junto a él, gritando y dando patadas a los gansos que embestían contra las ruedas.

La puerta trasera se abrió y Miss-bella atravesó la hierba con cuidado, levantando nubecillas de polvo a su paso. Me miró y arrugó la cara.

—¿Ya está seco?

Negué con la cabeza, torcí la boca. Debía de ser la viva imagen de la desdicha, segura como estaba de que me echaría de la casa. Ya no habría más palmaditas en la coronilla, pastelitos turcos ni vestidos de muselina. Para entonces, debía de tener una insolación, porque señalé la «D» y le pregunté qué era. Se inclinó sobre mí. Su aliento era tan caliente y seco como el aire.

—¿Eso? De. E... efe. Esto se lee «Defoe».

Solo entonces me di cuenta de que Phibbah también había salido y estaba en el porche, observándonos.

Miss-bella se enderezó y la miró de hito en hito. La voz se le puso dulce como la melaza.

—Te enseñaré.

«Sí —pensé—. ¡Sí, sí, sí!»

—¡No! —Phibbah bajó del porche, pareció a punto de caerse—. Señora...

—¿Por qué no? —Miss-bella asintió con la cabeza y luego la ladeó.

—Porque ya es suficiente —dijo Phibbah, dando un traspié—. Ya basta.

Una vez que Miss-bella entró en la casa, Phibbah escupió un espeso chorro de saliva en el suelo cerca del rosal.

—¿Dónde iría? ¿Si me fuera de aquí? Derecha a las colinas, a primera hora. A primera hora. Me llevaría un mosquete. Después esperaría. Esperaría, esperaría, esperaría, a la hora más calurosa del día, cuando no hay nadie afuera aparte de los esclavos y los locos. Entonces buscaría la mancha azul. —El azul de los ojos de una mujer blanca, el azul que llaman Wedgwood—. Y le apuntaría directo al corazón.

En ese momento solo sacó la lengua por el hueco de los dientes y sostuvo la mirada a Miss-bella.

Yo miré de una a otra, como una vaca tonta.

—Lo que se merece son unos azotes —dijo Phibbah—. Por estropearle el libro.

—¿Unos azotes? ¡Unos azotes! —Los ojos se le endurecieron, le brillaron húmedos—. Buena idea. ¿Quieres dárselos tú?

Phibbah dio un paso atrás.

—No.

Kiii, cómo me inflamó el odio en ese momento. Cómo quise no haber cogido nunca los guisantes que ella me dejaba. Ni haber deseado tanto sus malditas historias.

Miss-bella miró alrededor, como si estuviera eligiendo sitio para una merienda campestre, apretando los ojos como tenazas.

—Tienes toda la razón. Hay que castigarla. Después de todo, no queremos consentirla. Di a Manso que avise a los demás.

Phibbah se puso a temblar.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Lo harás, criada, vaya que sí. O lo hará Manso. Deprisa. Se está haciendo de noche. —Se volvió hacia mí, con la cara empapada de sudor—. Phibbah quiere que te azoten, así que así será.

No sé qué fue peor, que fuera Phibbah la que me dio mis primeros azotes o que los demás vinieran a mirarnos. Por supuesto, tenían que acudir cuando los llamaban. Pero, ante esta clase de cosas, la mayoría de las personas prefieren ver cómo las sufre otro porque así no las padecen ellas.

Phibbah esperó tanto que casi fue un alivio cuando empezó. El momento previo es siempre el peor, cuando todo el cuerpo está a la espera. Luego la oí moverse detrás de mí y silbar el azote. El dolor se me clavó en el muslo como una garra. Me hizo unos arañazos tan hondos como uñas. Me arrancó un hilillo de sangre, se adueñó de mi respiración, la enterró bien hondo. Otro agudo silbido. Pegué la frente a la tierra y a la hierba, intenté no llorar, pero Phibbah me dio diez azotes, uno por cada uno de mis supuestos años. Me pegó hasta que el azote no fue sino un eco en mi cabeza, hasta que, me avergüenza decirlo, grité y grité, y primero el cielo se oscureció y después lo hizo mi mente.

De principio a fin, Miss-bella estuvo callada, cruzada de brazos, con la cara tersa como la leche. Cuando alcé la vista, vi que miraba a Phibbah, no a mí. Su tensa sonrisa se extendía entre las dos, tirante como hilo cosido. Asintió con la cabeza y achicó los ojos. Fue como si una parte de su interior reptara por el suelo mientras ella seguía quieta, atravesara el patio y dijera algo a Phibbah. Al final, fue esta la que miró el suelo, la primera en apartar los ojos. No paraba de tragar saliva, aunque no tuviera nada en la boca. Poco a poco, los demás se alejaron. Solo Miss-bella seguía mirando.

Pero fue Phibbah la que me llevó a la cocina a cuestas, me acomodó en mi jergón y fue a buscarme uno de los linimentos que elaboraba con whisky robado del mueble bar de Langton. Me acercó un plato de yaniqueques, pero yo solo los miré, demasiado orgullosa para ceder al hambre, y aparté el plato. Había encerrado mi rabia, como un pájaro en una jaula. Se inclinó sobre el asador, moviendo los hombros como un fuelle, y sujetó un chisporroteante trozo de bacalao salado por encima de las llamas.

—Ha sido más duro para mí que para ti —dijo. No respondí—. Te viste como una muñeca y ahora quiere adiestrarte como un perrito. Pero si Langton os pilla leyendo, serás tú la que lo pague. ¿Me oyes? Escúchame, Frances. —Escupió mi nombre, como otro diente caído—. Escúchame bien. Nada en este mundo es más peligroso que una mujer blanca cuando está aburrida. ¿Me oyes?

Me encogí de hombros. En mi mundo nada había sido más peligroso que ella esa tarde. Vi cómo le temblaban los dedos en la carne del bacalao, pero no los apartó. Iban a salirle ampollas en las manos. Le estaba bien empleado.

—Pero no...

Me levanté.

—¿Dónde vas?

Salió detrás de mí. Los perros se levantaron de un salto, nos siguieron, con los lomos curvados como el armazón de un barco, buscando sobras.

—¡Largo! —les gritó—. ¡Largaos!

Me agarró de la mano. Hubo un largo silencio durante el que no intenté soltarme. Cuando alcé la vista, vi que le latía la mejilla, como si fuera un corazón.

—Nunca te has parado a pensar por qué te eligieron a ti. ¿Crees que ha sido cosa de suerte? Solo tú podrías creer que es suerte.

—¿Qué hay de malo en querer aprender?

—Aprende a querer lo que tienes.

—¿Y eso qué es? —pregunté—. ¿Qué tengo?

Me miró de hito en hito y yo le sostuve la mirada. Una sonrisa le iluminó el rostro y se puso a temblar, con un temblor que se le extendió poco a poco por todo el cuerpo, como melaza que ha roto a hervir. Echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas. Y entonces también me reí yo.