EL CASTILLO DE IRÁS

Y NO VOLVERÁS

Esto era un pescador que llevaba mucho tiempo sin pescar ni un solo pez. Parecía que la mala suerte se había encaprichado de él y de nada le valía su experiencia con las artes de la pesca. Todas las noches, cuando regresaba a casa, su mujer le preguntaba: 

—¿Traes algo hoy?

—Nada, mujer. Otro día será —contestaba él.

Y así un día y otro día.

El pobre pescador llegó a pensar que tendría que dejar el oficio si no cambiaba pronto su suerte. Por fin, un día en que se fue más lejos que de costumbre, notó que algo tiraba de la caña. Al principio creyó que el hilo se le habría enredado, pero, después de mucho estirar, se dio cuenta de que había pescado un pez muy grande. Cuando consiguió sacarlo del agua, el pez le dijo:

—Pescador, pescadorcito, si me devuelves al agua, tendrás tantos peces que necesitarás un carro para llevártelos.

—¡Estaría bueno! —contestó el pescador—. Para una vez que cojo un pez tan grande, no pienso soltarlo.

—Échame al agua —insistió el pez—, y te daré todo lo que tú quieras.

Pez y pescador se quedaron mirando un rato y, al fin, el pescador aceptó el trato, devolvió el pez al agua y regresó a su casa a por una red y un carro.

Cuando le contó a su mujer lo que le había pasado, ella no quiso creerlo y se estuvo metiendo con él por ser tan tonto, pero al verlo llegar de nuevo, al cabo de un rato, con el carro lleno de peces, se puso muy contenta al pensar en todo el dinero que ganarían vendiéndolos en el mercado. Pero seguía sin creerse la extraña historia del pez parlanchín.

Así ocurrió durante unos cuantos días, hasta que la mujer le dijo a su marido:

—Mira, si vuelves a coger a ese pez tan grande, quiero que me lo traigas, a ver si es verdad.

Al día siguiente, el pescador volvió a coger el pez grande, y no lo soltó por más que el animal se lo estuvo rogando. Entonces el pez dijo:

—Está bien. Puesto que te empeñas, te diré lo que tienes que hacer. Llévame a tu casa; córtame en ocho pedazos y guísame con sal y pimienta, canela y clavo, hojas de laurel y yerbabuena. Dale a comer dos pedazos a tu mujer, dos a tu yegua, dos a tu perra, y los otros dos los sembrarás en tu jardín.

—Pero es que te podría vender por muchísimo dinero —protestó el pescador.

—No —insistió el pez—. Haz lo que te digo y saldrás ganando.

Y así lo hizo el pescador. Repartió el pez de aquella manera y a los nueve meses su mujer tuvo dos niños; su yegua, dos potros; su perra, dos cachorros, y en el jardín nacieron dos lanzas con dos escudos, en los que se veía un pez de plata en un campo azul.

Pasaron los años, niños y animales crecieron fuertes y valientes y, andando el tiempo, los hijos del pescador quisieron dejar la casa familiar para ir en busca de fortuna y aventuras.

—Padre, como somos tan pobres y aquí no hago nada, quiero ir por el mundo a buscar fortuna —anunció el mayor de sus hijos.

—Es mejor que me vaya yo —apuntó el más pequeño—, porque nuestros padres están ya viejos y tú les haces más falta.

El padre decidió echarlo a suertes y le tocó irse al hijo mayor, quien, tras abrazar a su hermano, cogió una botella de agua y le dijo:

—Si el agua está clara, quiere decir que no me pasa nada. Pero si se pone turbia, es que algo anda mal.

Luego se montó en uno de los caballos, tomó una de las lanzas y un escudo y, seguido de uno de los perros, dejó a su familia, decidido a encontrar su propio destino.

Después de mucho cabalgar, el muchacho llegó a un pueblo donde esperaba encontrar algo de reposo y comida, pero, para su sorpresa, lo que halló fueron lágrimas y lamentos, pues todos los habitantes de la villa lloraban desconsoladamente.

—Buenas gentes, ¿qué es lo que tenéis? ¿Por qué lloráis? —preguntó el joven.

—Grande y terrible es la desgracia que nos aflige —explicaron los aldeanos—. Todos los años, al llegar este día, vuela hasta nuestro pueblo un fiero dragón de siete cabezas y exige que le entreguemos una doncella. Este año la infortunada elegida ha sido la hija del rey, una muchacha dulce y buena a la que todos queremos mucho.

—¡Yo mataré al dragón de siete cabezas! —exclamó el joven, que estaba deseoso de probar su valentía.

—¿Estáis seguro de poder matar a una bestia semejante? —replicaron aquellas buenas gentes, pues el joven, aunque entusiasta, les parecía poca cosa para tan enorme dragón.

—¡Por supuesto que sí! Decidme dónde puedo encontrar a la princesa.

Le indicaron el camino y el hijo del pescador, convertido en valeroso caballero, se dirigió al galope hacia el lugar donde la princesa, hecha un mar de lágrimas y temblando de pies a cabeza, aguardaba la llegada del fiero dragón de siete cabezas.

—¡Huid! —gritó la princesa al ver llegar al muchacho—. ¡Huid, temerario, que va a venir el monstruo, y si os ve, pobre de vos!

—No me iré —contestó él—. He venido a salvaros.

—¿Salvarme? ¿Cómo? ¡Eso no es posible!

—Eso ya lo veremos —contestó el valiente joven.

Aún no había acabado la frase cuando se oyó un rugido pavoroso y el dragón cruzó el cielo tapando la luz del mismísimo sol. La bestia estaba hambrienta después de un año sin una doncella que echarse a la boca. Solo tenía ojos para la tierna princesa y ya se relamía pensando en el real festín cuando escuchó lo que le pareció la vocecita de un caballerete que decía:

—¡Aquí mi perro, aquí mi lanza, aquí mi caballo!

Pensó el dragón que esa noche cenaría dos platos en vez de uno. ¡Cuánto se equivocaba la ignorante bestia! Pues erró al juzgar al joven por su estatura y no por su astucia, su valor y las armas, sin duda mágicas, que había recibido del pez parlanchín.

Al oír la orden de su amo, el perro se abalanzó sobre el dragón y comenzó a propinarle tremendos mordiscos que desgarraban la piel de la bestia. Mientras, el valiente joven, a lomos de su caballo, blandió su lanza y la clavó en el corazón de la bestia. Se acabó para siempre el dragón de siete cabezas.

Caballero, princesa y dragón regresaron al pueblo. Los unos felices como perdices, el otro atado y arrastrado por el caballo, no fuera cosa que el rey no se creyera la historia de los dos jóvenes. Los recibieron con cantos de alegría, flores y bailes, y siete veces sonaron las campanas, una por cada cabeza del dragón. El rey, complacido con el joven, ordenó celebrar una gran fiesta para festejar la boda de su hija con el valiente caballero, a quien todos llamaban ya el Caballero del Pez.

Y quien te cuenta el cuento quisiera poderte contar que ya hemos llegado al final, pero no hemos hablado aún del Castillo de Irás y No Volverás.

Pasaron las semanas y luego los meses, y caballero y princesa vivían felices y enamorados. Un día los dos jóvenes salieron a pasear, y nuestro caballero se fijó en un enorme castillo que se veía a lo lejos.

—¿Qué castillo es aquel? —preguntó, lleno de curiosidad, a la princesa.

—Ese es el Castillo de Irás y No Volverás —contestó ella—. No se te ocurra por nada del mundo acercarte, pues todo el que va, ya no vuelve.

Pero al día siguiente, el caballero, que era un joven valiente, curioso y cierto es que también un poco insensato, montó en su caballo, cogió su lanza y su escudo, llamó a su perro y, al galope, como era habitual en él, salió a escondidas de palacio, dispuesto a averiguar qué secretos se escondían tras los muros del Castillo de Irás y No volverás.

Era un largo camino. El joven cruzó bosques, ríos y praderas y, a medida que se iba acercando a aquel misterioso lugar, el sol se escondió tras las montañas y una luna tenebrosa iluminó las sombrías torres del castillo. Los búhos ulularon, los lobos aullaron y los truenos tronaron, pues así suele suceder en todas las aventuras nocturnas, mas nuestro osado caballero no conocía el miedo y, en menos que canta un gallo o, mejor dicho, en menos que aúlla un lobo, se plantó ante la puerta del castillo, golpeó la puerta con la aldaba de hierro y esperó. Pero en el castillo, nada se movió.

—¡Ah del castillo! —insistió, llamando de nuevo—. ¿No hay quien atienda a un caballero que pide cobijo?

Por fin, tras unos segundos largos como las noches frías de invierno, la puerta se abrió lenta, muy lentamente. Una vieja fea y decrépita asomó su fea y decrépita nariz y preguntó con una voz fea y, sí, lo has adivinado, decrépita:

—¿Qué se te ofrece, muchacho imprudente?

—Buena mujer, quisiera entrar en el castillo. ¿Me daríais cama y algo de comer? —preguntó.

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Tal vez por el cansancio o tal vez porque no había leído cuentos de brujas, nuestro caballero pensó que aquella vieja era, en verdad, una buena mujer..., pero seguro que ya habéis adivinado que de buena no tenía nada, y que de bruja y hechicera lo tenía todo.

—Por supuesto, claro que sí, jovencito —contestó la vieja, intentando que su voz sonara amable—. Pero tienes que dejar el caballo en la puerta.

—Lo haría encantado, pero no tengo con qué atarlo —contestó el joven.

—No importa, no importa. Toma un cabello de mi cabeza —dijo la hechicera.

El muchacho se echó a reír, pensando que la mujer había perdido el entendimiento.

Sin hacer caso de sus risas, ella se arrancó un cabello que, ante los sorprendidos ojos de nuestro joven e inexperto caballero, se convirtió de repente en una larga cuerda con la que pudo atar a su corcel.

—Pasa, muchacho, pasa —invitó, melosa, la anciana hechicera.

En cuanto cruzó la puerta, el joven se transformó en perro, pues ese era el hechizo que caía sobre todos los infortunados que se atrevían a entrar en el Castillo de Irás y No Volverás.

Y mientras eso sucedía en el castillo encantado, a muchos kilómetros de distancia de aquel terrible lugar, el agua limpia y clara de una botella se volvió turbia. El hermano de nuestro joven caballero supo que las cosas no iban bien.

—Mi hermano debe de estar en grave peligro, porque el agua de la botella está cada vez más turbia. Padre, no tengo más remedio que irme.

El padre le entregó la otra lanza, el otro caballo y el otro perro y el muchacho partió al galope en busca de su hermano, con la intención de ayudarlo.

Después de mucho cabalgar, llegó por fin al pueblo donde su hermano se había casado con la princesa tras acabar con el dragón. Al verlo venir, todos creyeron que se trataba de su príncipe y salieron a recibirlo muy contentos. Tanto se parecía a su hermano que hasta la princesa creyó que era su marido y se echó en sus brazos.

—¡Querido, qué intranquilos hemos estado! ¿No te dije que no fueras al Castillo de Irás y No Volverás? —le reprochó la princesa, quien al ver que su amado no regresaba, imaginó que había ido al castillo encantado.

«Parece que mi hermano encontró fortuna y amor», pensó el joven. «Estas buenas gentes, sin duda, me confunden con él. Será mejor callar y ver en qué acaba todo esto.»

—Así que fuiste al castillo —dijo la princesa—. ¿Y qué viste allí dentro?

—No me está permitido decir una palabra hasta que vuelva otra vez.

—¿Piensas acaso volver a ese maldito castillo, tú, el único ser humano que ha vuelto de ese lugar?

—Es imprescindible.

Las risas se apagaron y las alegrías se volvieron penas. Si regresar del castillo era imposible, regresar dos veces era doblemente imposible...

Trataron de convencer al príncipe, pero, como no era el príncipe, no se dejó convencer. Montó en su caballo y, a galope tendido, enfiló el camino del castillo.

Al igual que su hermano, cruzó los mismos bosques, ríos y praderas, y el mismo sol se escondió, y la misma luna tenebrosa brilló, y los mismos búhos ulularon, y los mismos lobos aullaron, y los mismos truenos tronaron.

—¡Ah del castillo! —gritó, golpeando la puerta con la enorme aldaba—. ¿No hay quien atienda a un caballero que pide cobijo?

La misma puerta se abrió lenta, muy lentamente. Y la misma vieja fea y decrépita asomó su misma fea y decrépita nariz y preguntó con la misma voz fea y decrépita:

—¿Qué se te ofrece, muchacho imprudente?

—Quisiera entrar en el castillo. ¿Me daríais cama y algo de comer? —preguntó el joven, que enseguida se imaginó que aquella vieja debía de ser una hechicera.

—Por supuesto, claro que sí, querido —contestó la vieja—. Pero tienes que dejar el caballo en la puerta.

—Ni hablar del peluquín —contestó él muy serio. No tenía ninguna intención de abandonar ni su caballo ni las armas mágicas del pez parlanchín.

—Pues si no dejas el caballo fuera, no podrás entrar —insistió la vieja.

—¿Que no podré entrar? ¡Ahora verás! ¡Arre, caballo! —gritó el muchacho.

De un salto, caballo y caballero entraron en el castillo, abalanzándose sobre la vieja, que quedó atrapada entre las patas del corcel.

—Dime dónde está mi hermano y cómo tengo que desencantarlo o morirás —amenazó el muchacho con la lanza apoyada en el corazón de la vieja bruja.

La bruja era fea y, sobre todo, cobarde, y en cuanto sintió que la lanza le pinchaba su negro corazón, cantó como un ruiseñor en primavera.

—Debes bajar hasta la mazmorra más profunda. Allí encontrarás un león, al que deberás clavarle tu lanza en un ojo. Solo así desencantarás a tu hermano.

El muchacho la dejó atada y bien atada para que no pudiera hechizar a nadie más y en un periquete bajó a la mazmorra, le clavó la lanza al león y desencantó a su querido hermano.

Y yo, que lo cuento, acabo el encantamiento, pues es de señalar que hemos llegado al final, y príncipe, princesa y caballero vivieron felices y contentos por siempre jamás.