La cinta de correr hedónica

La expresión «cinta de correr hedónica» fue acuñada por dos psicólogos (llamados Brickman y Campbell) en la década de 1970 para resumir un fenómeno psicológico llamado «adaptación hedónica». Hedónico significa «conectado con sensaciones de placer» y está estrechamente relacionado con «hedonista».

La adaptación hedónica es una interesantísima rareza que poseen los seres humanos para adaptarse tanto a las experiencias positivas como a las negativas. La sensación de victoria se desvanece; la angustia también. La euforia se esfuma; la desesperación también. El amor mengua; el dolor del desengaño amoroso también. Y los hechos de la vida que esperamos que nos proporcionen felicidad eterna, o que representen un destino catastrófico para toda la vida, no lo hacen.

«Sobrestimamos cuánto tiempo y con qué intensidad un hecho negativo concreto de la vida (como recibir un diagnóstico terminal o ser despedido de un empleo preciado) nos sume en la desesperación», afirma Sonja Lyubomirsky, catedrática de psicología. ¡Genial! Porque nos recuperamos más deprisa de lo que prevemos.

Pero hay una pega. Ocurre lo mismo a la inversa. También sobrestimamos el impacto de los hechos positivos. «Cuánto tiempo y con qué intensidad un hecho especialmente positivo (conseguir un contrato fijo o recibir una respuesta positiva a nuestra propuesta de matrimonio nos tendrá locos de contento», añade la profesora Lyubomirsky.

La metáfora de la cinta de correr

La adaptación se presta a la metáfora de la cinta de correr porque la búsqueda de satisfacción no tiene fin. Toda sensación de entusiasmo tiene tendencia a desvanecerse, todo subidón acaba descendiendo de nuevo, todo sentimiento de triunfo se esfuma, lo que significa lo siguiente: nunca estamos lo bastante satisfechos. Nuestra felicidad tiende a resituarse en el punto de referencia, pase lo que pase. Da igual lo mucho que corras, jamás acabas la carrera. Siempre hay más cinta que recorrer.

Por esto, como sociedad, estamos hipnotizados por la promesa de ser mejores; como si fuera una cobra danzarina o un péndulo de reloj. Por eso las franjas horarias diurnas de televisión están monopolizadas por programas de cambios de imagen o de reformas que muestran la promesa de un jardín mejor, un cuerpo mejor, un guardarropa mejorado. Tomamos notas mentales mientras miramos embelesados The World’s Most Extraordinary Homes, pensando que nos falta algo.

Satisfacción y «suficiente» es un objetivo que no deja de moverse. Estás viviendo con tus padres, y quieres irte de casa. Cuando tienes carné de conducir, quieres un coche. Cuando estás de alquiler, quieres comprar. Cuando tienes el primer empleo, quieres el siguiente. Cuando estás en una relación, quieres vivir con tu pareja. Cuando vives con tu pareja, quieres casarte.

Más, más, más. Muévete, muévete, muévete.

En nuestro cerebro, el «punto caliente hedónico» es el núcleo accumbens, al que no le gustan las cosas habituales, esperadas o, desde luego, corrientes. Lo más probable es que rociara este libro con gasolina y le acercara una cerilla encendida.

«A nuestro núcleo accumbens se le da muy bien habituarse a lo que constituye nuestra vida actual —afirma el doctor Korb, que lleva estudiando el cerebro desde 2002—. Le entusiasma lo inesperado, lo infrecuente, lo inusual. De modo que, si cada semana te llega un cheque por correo, el núcleo accumbens se aburre de ello. Mientras que si recibes un cheque inesperado, libera un chute de dopamina.»

Muchos de los estudios sobre la adaptación hedónica analizan nuestra respuesta a hechos importantes de la vida (matrimonio, duelo, nacimiento de un hijo, divorcio, premio de lotería), pero también nos adaptamos a las minucias de la vida.

«Nos adaptamos incluso a un masaje mientras nos lo están dando. A los 40 minutos no nos encanta tanto como a los 10 minutos», afirma la profesora Lyubomirsky, autora de Los mitos de la felicidad: descubre las claves de la felicidad auténtica.

«La primera vez que usas Uber, estás asombrado; “esto es increíble” —afirma el doctor Korb—. Pero un par de semanas después, te has olvidado de lo sorprendido que estabas, y te disgusta haber tenido que esperar seis minutos el vehículo.»

Cómo se aprovecha el consumismo de nuestra cinta de correr hedónica

El consumismo nos dice que la felicidad está en una tumbona en el Caribe, en el asiento del conductor de un coche potentísimo o dentro de un caro relicario de oro. ¡La satisfacción está a tu alcance si te matriculas en este curso por tan sólo 59,99 libras! El deleite está a tu alcance en la zona comercial. Podrías alcanzar el zen hoy mismo por transferencia bancaria.

Yo ya no me lo trago. ¿Y tú?

Los anunciantes especulan con, y fomentan deliberadamente, nuestra insatisfacción. No es ninguna coincidencia que las cosas más «extraordinarias» sean las más caras.

El consumismo vive y muere de una cosa: las ansias de querer más. La satisfacción es el altar donde el consumismo sufre una muerte espantosa. Lo que significa que hay millones de personas inteligentes ahí fuera cuyo único objetivo es convencernos de que no tenemos suficiente, y de que tenemos que mejorar, comprar, adquirir, salir y hacernos con todos los bienes y servicios que podamos.

Nos vende la idea de que la felicidad se encuentra en las bolsas de las compras. Hay un seductor entramado comercial multimillonario basado en hacernos sentir que lo que tenemos en la actualidad es gris, aburrido y que debemos <¡hacer clic aquí para obtener lo mejor hoy mismo!>.

Pero localizar la satisfacción máxima del consumidor es igual de imposible que encontrar en el GPS el punto exacto donde termina el arcoíris de forma que podamos situarnos en él para que nos bañe con sus rayos color violeta y ranúnculo. Por más que avances hacia el final del arcoíris, éste sigue estando a la misma distancia de ti.

El arcoíris es una ilusión óptica creada por prismas de gota de lluvia, no un destino que puedas alcanzar. El consumismo es exactamente la misma ilusión inaccesible, inalcanzable. No llegamos al punto óptimo en que tenemos suficiente por más cosas que compremos.

No podemos obtener satisfacción

Nos dicen, de formas distintas, que gastar dinero nos hace felices. Muy bien, gracias por la publicidad.

Pero entonces, ¿por qué caramba quienes nos gastamos un porcentaje mayor de nuestros ingresos mostramos una «menor satisfacción general», según informa el analista de la relación felicidad / gasto Ed Diener? Gastar es una centelleante cosa con plumas que reluce en el agua y, cuando nos lanzamos a por ella, nos damos cuenta de que hemos caído en una trampa.

Comprar cosas es apasionante en el momento de la adquisición, pero la sensación se desvanece enseguida.

«El esplendor de la adquisición comienza a atenuarse con el uso, hasta convertirse en aburrimiento cuando el objeto ya no suscita ni siquiera un poco de emoción», asegura el minimalista japonés Fumio Sasaki.

«Éste es el patrón de todo en nuestra vida —prosigue—. Da igual lo mucho que deseemos algo, con el tiempo se convierte en una parte normal de nuestra vida, y después en un viejo objeto trillado que nos aburre, aunque, de hecho, hemos alcanzado nuestro deseo. Y terminamos siendo infelices.»

Los grandes derroches son, en realidad, contraproducentes. La investigación ha descubierto que se nos da mejor dividir el dinero que nos gastamos en porciones pequeñas y regulares. «Piensa en la frecuencia antes que en la intensidad», afirma la profesora Lyubomirsky.

Mensaje de campaña: tú no eres suficiente

Más siniestra todavía es la forma en que las grandes corporaciones nos venden cosas, diciéndonos sutilmente que donde estamos no es lo bastante bueno o que nuestra vida no tiene el nivel suficiente, y agitando siempre la zanahoria de la satisfacción fuera de nuestro alcance.

El eje del consumismo, las tachuelas que mantienen todo el sistema unido entre sí, es el mensaje: tienes que cambiar lo que eres / tu aspecto / lo que tienes / lo que te introduces en el cuerpo. Y las redes sociales han sido realmente útiles a la hora de transmitir que hay que «estar a la altura de las Kardashian».

Las diferencias regionales en lo que es considerado ideal muestran lo desagradable que puede ser el subtexto del consumismo. Cuando estaba en Filipinas visitando a mi madrastra y a mi difunto padre, vi un espantoso anuncio de un aclarador de la piel en el que una modelo filipina se estaba abriendo una cremallera en su hermoso rostro dorado para dejar al descubierto una versión blanca debajo.

Al regresar a casa vi, por supuesto, anuncios de autobronceadores que fomentaban la transición opuesta: que los británicos tengamos un cutis como si fuéramos españoles, cuando, en realidad, no lo somos.

Se nos dice que necesitamos lo que no tenemos de forma natural. Por eso, mi dedicación a tomar el sol cada día durante aquel viaje no dejaba de desconcertar a mi madrastra filipina, que evitaba con determinación el sol. Nos han inundado de publicidad para que queramos el tono de piel opuesto al nuestro.

¿Están los niños predispuestos a buscar las cosas extraordinarias?

Yo, señalando una gaviota que vuela bajo mostrando su abdomen de plumas blancas y suaves. «Me gustan las gaviotas.»

Charlotte, de cinco años, alza los ojos y suspira. «Me gustan los leopardos.»

¿Es el desencanto innato o adquirido? ¿Nacemos con una falta de satisfacción o es producto del ser humano?

Llevé a cabo un estudio nada científico y nada representativo con dos docenas de niños que conozco y descubrí que la edad en que los niños dejan de verlo todo con asombro y empiezan a estar poseídos en su lugar por el «¡quiero!» es entre los cuatro y los cinco años, cuando van al colegio. ¿Es coincidencia o el resultado de empezar a estar expuestos a normas sociales, de querer aventajar a los demás y no ser menos que los afortunados de este mundo?

Su fascinación parece abandonarlos en cuanto ponen un pie en un patio y empiezan a ver las mochilas, las fiambreras, los patinetes, los abrigos, los zapatos y a los padres de los demás. Desarrollan un reflejo de «¿dónde está el mío?» al oír relatos de toboganes, artilugios y juguetes colosales.

El «Me encanta la caja de cartón pintada de nuestro jardín que hace las veces de barco improvisado» se convierte en «¿Por qué no tenemos una cama elástica, mamá?»

No nacemos siendo consumidores, creo, pero nos moldean para que lo seamos, y muy pronto. Mi sobrina y mi sobrino pasaron por una fase en la que hacían clic como locos en vídeos de YouTube que muestran a otros niños abriendo regalos.

Puede que no lo supieras, pero es algo real. Hoy en día los niños triunfan en YouTube haciendo críticas de sus juguetes. La mayor estrella es un niño de ocho años de Los Ángeles llamado Ryan, que tiene 20 millones de seguidores, y cuya entrada «Christmas morning 2016» sobre la mañana de Navidad de 2016 ha sido vista 114 millones de veces. Uf.

Bueno, puede que yo sea la menos indicada para hablar. Mi primera palabra fue «mío». Y a los cuatro años, es probable que mi libro favorito fuera la sección de juguetes del catálogo de unos grandes almacenes.

Desconectar la cinta de correr hedónica

La adaptación hedónica suele presentarse como un hecho consumado, pero existen formas de burlar la adaptación hedónica. Para prolongar el placer. E impedir que la sensación de entusiasmo se desvanezca.

«Piensa si tienes una infusión favorita —dice la profesora Lyubomirsky—. Si la bebes todo el tiempo, dejará de surtirte efecto. Trata, pues, de no hacerlo demasiado a menudo. Pero creo que muchos de nosotros sabemos esto intuitivamente.» Le aseguro que yo, no, y que si algo me gusta, lo hago sin parar. Se ríe.

Interrumpir la actividad aumenta también el placer hedónico aunque parezca mentira. «A la gente le gustan más los masajes cuando se hacen con una pausa de 20 minutos, disfrutan más de los programas de televisión cuando hay anuncios que los interrumpen y se deleitan más con las canciones que les gustan cuando están separadas 20 segundos entre sí», afirma la profesora Lyubomirsky.

El doctor Hanson me envió un artículo esclarecedor que busca acabar con la idea de que la cinta de correr hedónica es inevitable (“Beyond the Hedonic Treadmill: revising the adaptation theory of well-being”).

Los expertos autores de este artículo creen que la cinta de correr hedónica puede desconectarse, y que nuestros puntos de partida de la felicidad pueden mejorarse y elevarse a largo plazo. «La adaptación es una fuerza poderosa, pero no es tan completa y automática como para hacer inútiles todos los esfuerzos por cambiar el bienestar», escribieron los autores.

El artículo presenta pruebas sólidas de que los actos de generosidad al azar y la práctica de la gratitud aumentan muchísimo el bienestar. Esto «contradice la idea de un punto de referencia inmutable para la felicidad», informa el artículo.

Según la profesora Lyubomirsky, habría que hacer especial hincapié en las palabras «al azar». Ella y sus alumnos lo comprobaron en la Universidad de California. «Indicamos a nuestros participantes que practicaran varios actos de generosidad cada semana durante diez semanas», explica. A algunos se les pidió que variaran sus actos de generosidad, mientras que a otros se les pidió que hicieran lo mismo a una hora parecida. «Los únicos que fueron más felices fueron los que variaban sus actos de generosidad.»

El resultado parece indicar que con las actividades se altera el punto de ajuste de la felicidad. «A menudo la gente cree erróneamente que simplemente “eliges” ser feliz —afirma el doctor Korb—. Pero la cosa no va así. Tienes que elegir cosas que te hacen feliz.» Y, según él, el factor decisivo es que estas cosas no suelen ser lo que nos dicen que nos hará felices.

A menudo es el esfuerzo corriente en lugar del hedonismo extraordinario. Son cosas como cumplir un plazo de entrega, ir al gimnasio en lugar de evitarlo, no ingerir comida basura y no gastarte el dinero disponible en unas zapatillas deportivas de diseño.

Tengo una lista de «Veintiséis cosas que me hacen feliz» (ver página 46), la mayoría de las cuales son gratis, mientras que las demás cuestan menos de diez euros. Tenerlas escritas me recuerda que, cuando practico algunas de estas actividades cada día, soy más feliz. Sencillo.

Tus actividades serán totalmente distintas a las mías, pero ya sabes cuáles son. La felicidad es una actividad.