Supe que Fina siempre había querido hacer el camino de Santiago por otra de las redacciones que nos proponía Paula. Escribid un párrafo contando un viaje que siempre quisisteis hacer y todavía no hayáis hecho. Y luego la matización pertinente: no valen fantasías, como ir al Polo Norte, a la Luna o a Marte. Hubo alguna risa y también algún bufido de rabia, o de discordia, procedente de los internos que se tomaron la redacción como una afrenta. Describid el viaje que todavía no habéis hecho y probablemente no vayáis a hacer nunca. Dispusimos de media hora para escribir y luego, como siempre, leímos las redacciones en voz alta. Yo procuré no usar palabras que contuvieran la che ni la eñe, para que no se percibieran luego mis problemas de dicción. Había en las redacciones deseos de visitar grandes ciudades europeas, surcar el Mediterráneo en un crucero o volar a lugares exóticos como Tailandia o Japón. Un interno manifestó su intención de visitar la isla de Pascua. Otro escribió que le habría gustado naufragar y vivir durante unos meses en una isla desierta, como Tom Hanks. Fina reunió la concentración necesaria para anotar un par de frases coherentes. El resto de su redacción no solo era incoherente sino también ilegible, pero en esas dos frases resumió perfectamente su proyecto. Paula las leyó en voz alta. Su mayor ilusión, nunca satisfecha, sería hacer el camino de Santiago repitiendo el itinerario que siguió su padre después de la guerra.
Algunos de los preparativos los hicieron Dorita y Carmen a espaldas de Fina, unas veces las dos solas y otras con ella presente, cuando daba señales inequívocas de ausencia. Necesitaban un plano de carreteras para organizar el viaje, a ser posible uno que estuviera actualizado e incluyera las nuevas autovías y autopistas de pago. En los móviles hay unos mapas que se mueven y se amplían con los dedos, dijo Carmen. Mi sobrino Pablo siempre está consultándolos. Lo sé, admitió Dorita, pero mira mi móvil. Era un modelo básico que solo permitía hacer y recibir llamadas. Ella lo dijo de otro modo: hoy en día un teléfono que solo sirve para hablar con otras personas es la cosa más inútil del mundo. No pretendía iniciar un debate sobre las necesidades impuestas por la tecnología, solo estaba enunciando un hecho cierto. Carmen sacó el suyo, algo más versátil, pero no lo suficiente para conectarse a una red de datos. No puedo pedirle a mi sobrino un mapa de carreteras. Ni yo a mis hijos. El conde Drácula tiene uno en el mostrador, dijo Carmen. Un día vi cómo orientaba a los familiares de un interno con la ayuda de un mapa. Creí que sería de ellos, pero al finalizar la explicación el conde lo guardó en un cajón del mostrador. Puedes cogerlo cuando él no esté, le propuso a Dorita. Aun así, admitió esta, necesitaremos otro. No lo pongas más difícil, por favor. No podemos arriesgarnos a que Fina vea el trayecto que vamos a hacer en realidad, por eso necesitamos otro mapa. Carmen encogió los hombros y alzó las cejas. En ese caso, dijo, no va a quedarte más remedio que fotocopiar el mapa del conde Drácula.
En cuanto regresan a la carretera, Carmen advierte que algo ha sucedido entre Julio y Dorita en el área de servicio. Él apenas ha hablado durante el trayecto previo, pero al menos ha estado mirando al frente, atento a la carretera como un copiloto de verdad, señalando con el dedo para indicar la presencia de una señal, una curva peligrosa o un camión circulando en sentido contrario. Ahora, está observando el cielo por la ventanilla con la mirada perdida más allá de las nubes, como si tuviera visión telescópica, de espaldas a sus acompañantes. Es evidente que se ha enterado de sus verdaderos planes y no los aprueba, como tampoco los aprobó Carmen cuando Dorita se los contó. Fue en la sala de estar de la residencia, una de aquellas tardes en que, tras ordenar su caja de los hilos, Carmen se disponía a volver a su habitación. Dorita la retuvo a su lado diciéndole que debía confesarle algo importante, una tentación difícil de ignorar en una residencia de ancianos, incluso por alguien que acaba de ordenar su caja de los hilos.
Lo primero que hicimos cuando salimos de la residencia, antes de dirigirnos al centro comercial, fue pasar a recoger a Julio. Tomamos la M-30 y llegamos al barrio de Ventas con sus calles flanqueadas por edificios de ladrillo rojo y toldos verdes, algunos desplegados, otros enrollados, como ojos con los párpados abiertos o cerrados. Aquí vivía yo, comenté cuando nos detuvimos. Lo hice en un susurro, mi amor, como si me costara reconocerlo, abrumada por encontrarme de nuevo en esas calles familiares que tantas veces había intentado olvidar. Julio salió del portal con una maleta de piel y un bolso de cuero. Fue a darme la mano pero se contuvo a tiempo, sin especificar si actuaba por razones personales o siguiendo los nuevos usos sociales surgidos tras la pandemia. Yo señalé el coche y él lo miró con una ceja levantada, haciendo sin pretenderlo una peritación de daños. Carmen y Fina le devolvieron la mirada a través de las ventanillas. Allí estaba el gigante que les había anunciado. Mido uno noventa, uno ochenta y nueve desde hace unos años, dijo él. La edad me ha hecho menguar. No lo dijo en broma, sino atendiendo a la literalidad con la que siempre se ha tomado la vida. Te presento a mis compañeras de viaje, dije cuando nos montamos en el Volvo. Esta es Carmen. Mucho gusto. Y esta Fina. ¿Quién es Fina?, preguntó ella sorprendida al escuchar su nombre, lo que me obligó a enarcar las cejas para que Julio comprendiera la fragilidad de su estado. ¿Conduce usted?, le preguntó Carmen, dándole el frasco de gel hidroalcohólico para que se lavara las manos. Julio negó con la cabeza. No me tratéis de usted, nos pidió. Y se señaló la montura de las gafas. No le renovaron el carné por problemas de vista, respondí yo, actuando de intérprete. Se lo he preguntado antes. Lo que no dije es que lo había hecho porque me aterrorizaba la idea de viajar en un coche viejo conducido por Carmen. Julio se acomodó en el asiento del copiloto. Fina iba sentada justo detrás y yo a su lado para acceder al perfil de Julio y poder hablar con él, aunque al principio solo intercambiamos algún monosílabo. Fina miraba por la ventanilla con la boca abierta, abstraída por la velocidad del paisaje. Se volvió hacia mí un momento, señalando la parte de atrás del coche. ¿Y la caravana?, dijo. ¿Por qué no la habéis cogido? Al pequeño Manuel le encanta ir de camping en la caravana.
Necesitaba conocer el itinerario exacto que había seguido el padre de Fina cuando hizo el camino de Santiago, así que aproveché uno de sus ratos de lucidez para preguntárselo. Ella sacó el diario que llevaba en el bolsillo de la bata y lo abrió encima de sus piernas. Salió de Logroño, dijo. Mira. Y señaló las primeras páginas. Y luego, ¿dónde fue? Nájera, Santo Domingo, Burgos, Carrión de los Condes, Sahagún, León... Sus ojos no tardaron en perderse entre las palabras y no pudo continuar leyendo, pero me cedió el diario para que pudiera completar el itinerario, que cruzaba la provincia de León para internarse en la de Lugo y desembocar en Santiago de Compostela. Era la ruta clásica del camino francés, mi amor. Lo había consultado previamente en la enciclopedia de la residencia, un Larousse de los años setenta con dos suplementos que lo actualizaban hasta los ochenta. Le devolví a Fina el diario con una sonrisa. Iba a proponérselo en ese momento. Vámonos de aquí, Fina, vamos a hacer el camino de Santiago en tu Volvo 850 azul oscuro, pero me di cuenta de que ya no me escuchaba. Cada vez pasaba menos tiempo en el presente. Se iba sin moverse de la silla con el gesto relajado y los ojos achinados, como si estuviera mirando un horizonte a contraluz, ajena a todo.
Se encuentran detenidos en un control de la Guardia Civil y Dorita no puede evitar que se le acelere el pulso. Son cuatro adultos en pleno uso de sus facultades mentales, al menos a ratos, y pueden disponer de su tiempo como gusten, así que no hay razón para alarmarse.
—Poneos las mascarillas —les pide a los demás.
—Buenas tardes —saluda el guardia que se asoma por la ventanilla—. ¿Adónde se dirigen?
Lo pregunta sin poder evitar un gesto de sorpresa al ver a los cuatro ancianos con las mascarillas puestas.
—Al norte —responde Carmen sin especificar nada más.
No puede decir que van a Medinaceli.
—¿No son ustedes convivientes? —pregunta el guardia señalándose la mascarilla.
—Lo somos, pero preferimos llevar las mascarillas por precaución.
—Me parece muy juicioso. ¿A qué localidad del norte se dirigen?
—A la primera que encontremos.
Carmen está comenzando a perder la paciencia.
—Déjeme ver su permiso de conducir y los papeles del vehículo —solicita el guardia.
Julio resopla para sus adentros mientras abre la guantera y saca la carpeta de cartón.
—Permiso de circulación y tarjeta técnica —dice entregándolos al guardia.
—¿Su carné de conducir?
Carmen le pide el bolso a Dorita.
—Aquí está —dice sacándolo de su billetera con un gesto de afrenta, como si estuviera jugando a las cartas sin suerte.
El guardia repasa los documentos con gesto rutinario.
—¿Qué le pasa a esa señora? —dice devolviéndoselo todo a Carmen.
Fina se ha quitado la mascarilla de la boca y se la ha colocado sobre los ojos.
—Tiene sueño y no puede dormir con la luz del día —responde Dorita.
—¿Seguro que se encuentra bien? —insiste el guardia dirigiéndose a Fina.
No quiere que los demás respondan por ella. Dorita le retira la mascarilla de los ojos.
—Fina, este señor te está hablando.
—Me encuentro perfectamente —responde la aludida—. Somos personas mayores y nos gusta acostarnos pronto, así que te ruego que no nos entretengas más de la cuenta.
Es todo lo que el guardia necesita saber. Se despide de Carmen con un saludo militar y les franquea el paso.
—Pese a que has tuteado al guardia, has estado muy bien, Fina —le dice Carmen, cuando vuelven a la carretera.
Fina asiente dirigiéndose a Dorita.
—Sí que puedo dormir con la luz del día —declara muy dignamente—. Me he puesto la mascarilla en los ojos porque he creído que eran las gafas. A veces confundo unas cosas con otras, ya me conocéis.
—¿Y por qué querías ponerte las gafas?
—Quería ver mejor a Anselmo. Estaba muy cambiado. Cuando llegó al pueblo, no tendría más de veintitrés o veinticuatro años y el uniforme de guardia civil le sentaba muy bien, mejor que ahora. Todas las chicas lo pretendían, pero él se moría por mis huesos.
Hice varias fotocopias del mapa de carreteras que encontré en el mostrador del conde Drácula, moviéndolo sobre el cristal de la fotocopiadora para luego, en mi habitación, recortarlas y unir los trozos con celo. De ese modo pude replicar el mapa original y planear la ruta alternativa para llegar a Tarragona. Marqué uno con un rotulador rojo y el otro con uno azul. A Fina le enseñaría solo el mapa original, pero a Carmen le iría dando instrucciones siguiendo las marcas de la fotocopia. Mira cómo ha quedado, mi amor, todo arrugado y mal plegado después de haber sido consultado tantas veces. Con respecto a Julio, tuve muchas dudas sobre lo que debía contarle cuando lo llamé por teléfono para invitarlo al viaje. Si le decía la verdad, me arriesgaba a que se negara a acompañarnos. Pese a lo que se ha dicho de él en el barrio, ha sido el hombre más recto y formal que he conocido en toda mi vida, de modo que decidí engañarlo a él también. Tendrías que haber oído su voz cuando respondió al teléfono. ¿Dorita? Dijo mi nombre en un susurro interrogante, como si pronunciara un nombre sagrado o maldito. Y luego lo repitió un par de veces más. No tengo nada mejor que hacer, me confesó. Lo dijo con el regocijo que provoca nombrar lo que está a punto de superarse, en su caso el tedio que a un hombre de la calle le produce la inacción.
Acaban de pasar la salida de Alcolea del Pinar, a poco más de veinte minutos de Medinaceli. Fina y Dorita duermen en el asiento de atrás, cráneo contra cráneo, con las manos recogidas simétricamente en el regazo. Carmen observa a Julio con el rabillo del ojo.
—¿Por qué sabías dónde estaba la documentación del vehículo? —le pregunta.
Julio encoge los hombros casi imperceptiblemente.
—Hace un rato he ordenado la carpeta que hay en la guantera —contesta.
—¿Por qué has hecho eso?
—Estaba desordenada.
Carmen le dedica una mirada de impaciencia.
—Supongo que ha sido por deformación profesional —confiesa él.
—¿A qué te dedicas?
—Durante años trabajé en un archivo.
—¿De qué era el archivo?
—De casos penales.
—¿Eres funcionario? —Julio asiente en silencio—. ¿Eso es un sí o un no?
—Un sí.
—No eres de los que da mucha conversación —exclama Carmen, pero él no responde. Ella comprueba por el retrovisor que Dorita y Fina continúan dormidas—. ¿De qué conoces a Dorita?
—Fuimos vecinos.
—¿Vivíais en el mismo edificio? —Julio niega—. ¿Por qué te ha pedido que vengas con nosotras?
Él señala hacia atrás con la vista.
—Eso tendrás que preguntárselo a ella —responde.
—Está dormida —dice Carmen.
—Cuando se despierte.
La que se despierta en ese momento es Fina, aunque casi no puede abrir los ojos, ofendida por la luz de la tarde.
—¿Dónde estamos? —pregunta.
—En la provincia de Burgos.
Fina señala entonces a Julio con un dedo.
—¿Y este señor quién es?
—Un funcionario de casos penales que, pese a no vivir en el mismo edificio, fue vecino de Dorita y da muy poca conversación.
Seguía sin saber dónde estaba aparcado el Volvo de Fina para valorar si podíamos llegar hasta él o debía conseguir que su hija lo trajera a la residencia con el pretexto de darle una sorpresa a su madre. Era inútil preguntarle a ella, porque seguía sosteniendo que era un secreto, lo que me hizo dudar de su existencia. Muchas veces Fina hablaba de objetos del pasado como si los tuviera allí mismo, en la rutina diaria de la residencia: el cesto de recoger los huevos, los sacos de arpillera para las legumbres, el cuchillo de cortar la verdura o los platillos de la balanza para pesar el género. Nadie podía asegurarme que el coche no llevaba años en un desguace con sus piezas desmontadas, formando parte de otros motores. Ya había conseguido el número de teléfono de su hermana Carmina, que la visitaba todas las semanas, y estaba a punto de contactar con ella, cuando Fina me pidió que la acompañara a dar una vuelta. Con la mascarilla puesta, dijo, sin olvidar el bastón y cogidas del brazo. Aquella tarde no quiso seguir el itinerario habitual alrededor de la residencia. Insistió en cruzar la calle para pasear por la acera de enfrente. Yo accedí mirando un momento hacia atrás por si el conde Drácula, la Bruja del Castillo o la misma Terminator nos veían cambiar de rumbo. Apenas habíamos caminado doscientos metros, hasta el aparcamiento que hay entre los edificios del barrio, cuando Fina se detuvo. Iba a preguntarle por qué lo hacía, pero justo entonces sacó unas llaves del bolsillo y señaló al frente. Cada vez que puedo, dijo, vengo a ponerlo en marcha para que no se quede sin batería. Estacionado junto a otros vehículos había un Volvo azul oscuro no tan viejo como yo había supuesto ni tan nuevo como para hacer con garantías un viaje de más de quinientos kilómetros.
El hostal de Medinaceli es una casona de piedra al final de una calle estrecha, donde les han ofrecido una habitación triple y otra individual. En la triple hay una cama de matrimonio y un sofá cama. Julio ocupa la habitación individual y Carmen el sofá cama. Dorita dormirá con Fina en la cama de matrimonio. El hostal les ofrece también la cena y el desayuno de la mañana siguiente. Dorita acepta ambos servicios y paga con su tarjeta de crédito. Una vez en la habitación, las tres se prueban las prendas que han comprado por la mañana en el centro comercial. Y se producen algunas disputas.
—Esta blusa la he comprado para Fina.
—Te equivocas. Es mía.
—Lleváis la misma talla, así que podéis compartir algunas cosas.
—Eso no es tan sencillo. Yo tengo mi propio estilo.
—Y yo el mío.
La cama de matrimonio queda enterrada bajo una montaña de ropa y en la habitación reina durante unos minutos un ambiente festivo que a Dorita le trae recuerdos de juventud.
—Deberíamos haber comprado también unas maletas —dice Carmen cuando ya se han reunido con Julio en el comedor, donde solo un par de mesas están ocupadas—. No podemos ir de un sitio a otro cargadas con bolsas de plástico, como si fuéramos unas sin techo.
El camarero los atiende con un inevitable gesto de derrota.
—La pandemia ha acabado con muchos establecimientos como este —les informa—. Si nosotros sobrevivimos es gracias a la autovía. Hay muchos camioneros que pernoctan aquí. Y menos mal, porque los viajes turísticos se han reducido drásticamente. Hacía días que no teníamos turistas en el hostal.
—Se equivoca usted —se apresura a contestar Fina—, no somos turistas. Somos peregrinas.
Al principio, la residencia de ancianos me pareció un hotel de cinco estrellas. Mis hijos me acompañaron el primer día, haciéndome recordar su infancia, cuando yo los acompañaba al colegio el día que comenzaba el curso. Eugenia no lloraba, pero Agustín sí. No me refiero a cuando me dejaron en la residencia, sino a cuando iban al colegio. La vida es así de simétrica. Lo que hoy haces por tus padres no es más de lo que ellos hicieron por ti en el pasado y lo que tus hijos harán por ti en el futuro. El director de la residencia nos acompañó a dar una vuelta por las instalaciones. Terminator era por aquel entonces su ayudante. Me enseñaron la sala de lectura, donde había periódicos, revistas, una estantería con novelas policiacas y un Larousse de doce tomos, el gimnasio, la terraza, un patio con una palmera y los dormitorios. El mío se encuentra en el ala izquierda del edificio, donde da el sol de mañana. Es tan funcional y aséptico como una habitación de hotel con baño incorporado. Eugenia y Agustín me ayudaron a ordenar la ropa que llevaba en mi maleta, toda marcada con mis iniciales. Tengo un armario de dos cuerpos, una cómoda ancha y una mesilla. Me sobra espacio. O me falta ropa. Luego se marcharon entre grandes abrazos y muchos besos. Entonces todavía nos los dábamos. Mi primer contacto con los demás residentes se produjo durante la cena, cuando me senté en la mesa que me habían asignado junto a Martina, otra señora con el pelo cardado y un caballero con los bigotes retorcidos. Todo fue muy formal, quizá demasiado, pero no me importó. El protocolo social hace más fáciles las situaciones nuevas. Dígame de dónde es usted. ¿Esos que la han acompañado eran sus hijos? Aquí va a estar usted en la gloria, ya lo verá. La han traído a una de las mejores residencias de todo Madrid. ¿Sabe usted jugar al ajedrez?
—¿Qué hace él aquí? —pregunta Carmen mientras terminan el postre, aprovechando que Julio ha salido a fumar a la calle—. ¿Por qué coño lo has traído?
Dorita piensa su respuesta porque quiere ser completamente sincera con Carmen.
—Fue la primera persona en la que pensé cuando decidí marcharme de la residencia —dice.
—¿Y eso por qué?
—No sé, creí que la presencia de un hombre como él podría ser de alguna ayuda.
—¿Un hombre como él? —se extraña Carmen—. ¿A qué te refieres? ¿A que es alto? ¿A que es un funcionario capaz de ordenar la documentación del coche? Por favor, Dorita, ni siquiera puede conducir. Podrías haber pensado en alguien más capacitado. O más joven.
Dorita cierra los ojos un momento.
—Fuimos vecinos durante muchos años —dice.
—Ya lo sé —responde Carmen—. ¿Y qué? ¿Fue tu amante o algo así?
Dorita sonríe.
—Solo vecinos.
—Pero si ni siquiera vivíais en el mismo edificio —replica Carmen.
—Fuimos vecinos de calle. Todas las noches, antes de acostarnos, salíamos un rato a la terraza, cada uno a la suya, como si quisiéramos darnos las buenas noches. A veces ni siquiera nos veíamos, pero yo sabía que estaba ahí, enfrente de mí. Y él lo mismo. Hace años que echaba de menos su presencia.
Carmen hace un aspaviento con las manos, como si no pudiera creer lo que está escuchando.
—¿Su presencia? —exclama—, pero si no dice una palabra.
—Por eso mismo —responde Dorita.
Fina se quita la servilleta y la dobla sobre la mesa.
—Me estoy haciendo pis —dice levantándose—. Voy al servicio.
Dorita se incorpora para acompañarla.
—No hace falta que vengas conmigo —le dice Fina—. Sé perfectamente dónde está.
Dorita la mira a la expectativa.
—Pasadas las duchas, a la derecha —señala Fina—, antes de llegar a la piscina del camping.
Nuestra monitora, Paula, nos reúne cada mañana para proponernos alguna actividad intelectual. Lo hace siempre con su sonrisa traviesa y sus ojos hundidos de Niña del Exorcista. Unas veces resolvemos crucigramas, otras coloreamos mandalas de flores y pájaros o hacemos ejercicios de memoria. A veces recortamos figuras con unas tijeras o escribimos un texto para leerlo en voz alta. Cuando viene un interno nuevo, Paula le hace levantarse y le pide que se presente. Dinos tu nombre, de dónde eres y cualquier otro dato que te represente, salvo la edad, que es opcional. Puede ser algo relacionado con tu profesión, tu familia o los lugares donde has residido. Da igual. Parecemos entonces un grupo de terapia colectiva y a veces bromeamos sobre ello. Recuerdo, mi amor, la presentación de Carmen, especialmente cuando dijo que todavía tenía su carné de conducir en vigor, supongo que para presumir de su pericia y estado de salud. Ese dato se quedó grabado en mi memoria. Solo necesitaba saber una cosa más, de modo que un día me quedé a solas con Paula y le propuse el tema para la siguiente redacción. Pídenos que escribamos sobre un viaje que siempre quisimos hacer y todavía no hayamos hecho, le dije.