Una vida en la maleta

«En la maleta le metimos toda su ropa, sus cosas del colegio, sus cromos, sus libros...»

Josefa, abuela de César Juanatey

La vida cabe en una maleta. Los refugiados que huyen desesperados de una guerra arrastran maletas en las que meten lo imprescindible para recomponer sus vidas lejos del horror. Los prisioneros judíos subían a los trenes de ganado que los conducían hasta los campos de exterminio con maletas que eran saqueadas por los nazis mientras sus propietarios agonizaban al inhalar el Zyklon B en las cámaras de gas. Los españoles que en los años cincuenta del siglo pasado buscaban un futuro mejor para ellos y sus familias en fábricas alemanas o suizas cruzaban media Europa con maletas de aparatosos herrajes, tal y como habían hecho un siglo antes los emigrantes que llegaban a la isla de Ellis para vivir el sueño americano.

La vida de César, un niño de nueve años, también cabía en una maleta, la que encontraron el 23 de noviembre de 2010 dos hermanos que habían ido a desbrozar una zona boscosa de Binidalí del Camí, en el término municipal de Mahón, al sur de la isla de Menorca.

Era una maleta roja, grande, de fibra sintética, de las que se emplean en largos viajes o en mudanzas, en las que caben existencias enteras, sobre todo si son tan breves como la de César. Al abrirla, los dos hermanos vieron, entre montones de ropa y otros objetos, lo que claramente parecía un cráneo con fragmentos de pelo y cuero cabelludo aún adheridos. Junto a esos restos indudablemente humanos se apilaban prendas de verano e invierno, varios tebeos, cromos, un estuche escolar, un reloj digital con correa de plástico y dos pequeños cubos de metacrilato con una araña y un escorpión. La vida de César.

El hallazgo puso en marcha la maquinaria policial y judicial. El término municipal donde se encontró la maleta, Mahón, es demarcación de la Policía Nacional, así que el grupo de Homicidios de la Brigada de Policía Judicial se hizo cargo del caso. En pocas horas, los agentes supieron que necesitarían la ayuda de sus colegas de la Comisaría General, la élite de la investigación criminal, con sede en el complejo de Canillas, en Madrid, desde donde se manejan y centralizan las bases de datos de desaparecidos. Había dos sólidos hilos de los que tirar para comenzar las pesquisas: el cadáver y los efectos que lo acompañaban. No es frecuente que un asesino se deshaga del cuerpo de su víctima y deje junto a él sus objetos más queridos, tal y como hacían los antiguos egipcios en sus ritos funerarios.

Los forenses Víctor Verano y Juan Luis Poncela, del Instituto de Medicina Legal de Baleares, fueron los encargados de realizar la autopsia de los restos humanos, que fueron trasladados en helicóptero hasta Palma de Mallorca. Su examen determinó que el cadáver, que aún conservaba algunas partes blandas pese al avanzado estado de descomposición en el que se encontraba, era de un niño de entre diez y doce años, de origen español o latinoamericano. La dentadura y el estudio detallado de los huesos —en pleno crecimiento— arrojaron ese rango de edad. Algo más difícil fue fijar la data de la muerte, la fecha en la que el corazón del menor había dejado de latir. Los forenses se inclinaron por un cálculo conservador y establecieron una horquilla temporal muy amplia: los restos tenían entre uno y tres años de antigüedad. Y fue imposible averiguar las causas del deceso. No quedaba rastro de las vísceras, las pocas partes blandas que sobrevivieron a la fauna necrófaga no mostraban señales de violencia y, a la vista de los rayos X, los huesos del pequeño no presentaban fracturas.

Mientras el cuerpo del niño era revisado de forma concienzuda por los médicos encargados de hacer hablar a los cadáveres, los agentes de Homicidios y de Policía Científica se afanaban en encontrar algo de luz en los objetos que contenía la maleta. La ropa era convencional, adquirida en grandes almacenes o en tiendas con cientos de sucursales por toda España, lo que dificultaba averiguar la trazabilidad de las prendas. Sí llamaba la atención que hubiese ropa de verano y de invierno. Daba la impresión de que quienquiera que hubiese organizado el siniestro equipaje se había preocupado de vaciar el armario de la víctima.

En la maleta se encontraron dos cómics, los álbumes 7 y 9 de Naruto, uno de los personajes más populares de los dibujos manga. La editorial Glénat certificó a la policía que las publicaciones habían sido puestas a la venta en toda España durante los años 2003 y 2004, período algo anterior a la fecha estimada de la muerte, lo que no ayudaba mucho a acotar el momento del crimen. Unas cartas de luchadores de la WWE —la liga de lucha libre profesional americana, una mezcla de deporte y espectáculo muy popular en Estados Unidos y que en España gozó de cierto éxito en los primeros años del siglo XXI— dieron una pista más fiable a los investigadores: las estampas de esas montañas de músculos con nombres tan peculiares como el Enterrador o Rey Misterio se habían empezado a distribuir en España en 2007, tres años antes del terrible hallazgo. La búsqueda comenzaría a partir de esa fecha.

Los agentes de Homicidios de Baleares y los de la Comisaría General de Policía Judicial escudriñaron sus propias bases de datos y las de la Guardia Civil y las policías autonómicas en busca de una denuncia por desaparición presentada entre enero de 2007 y 2010 que pudiese corresponder con el niño de la maleta. Cada año se notifican unas dos mil desapariciones de menores y es raro que a un niño se le pierda el rastro sin que nadie lo reclame o lo eche de menos. La búsqueda fue infructuosa. En la isla de Menorca no había una sola denuncia en esas fechas y en el resto de España tampoco encontraron ninguna que se ajustase a lo que buscaba la policía. El cuerpo que reposaba en una cámara frigorífica del Instituto de Medicina Legal de Baleares continuaba sin tener nombre veinticuatro horas después del hallazgo.

Los agentes regresaron a los efectos que había en la maleta: los dos cubos de metacrilato con un escorpión y una araña formaban parte de una colección que llegaba periódicamente a los quioscos cada mes de septiembre desde hacía años, así que iban a servir de poco. Solo faltaba por analizar el estuche escolar, que estaba carcomido por la humedad y la fauna necrófaga. Dentro había un compás; dos bolígrafos azules y uno negro de la marca Bic; varios lápices de colores y una goma de borrar cuadrada Milán de nata, muy popular entre los chicos por el dulzón aroma que desprende. Al retirar el borrador de la goma elástica que lo mantenía sujeto al estuche, los policías hallaron una inscripción que iba a resultar crucial para la investigación. Con una grafía propia de un niño, alguien había escrito «C sar J. F.». No era necesario haber vivido en el 221B de Baker Street en compañía del doctor Watson para concluir que el propietario del estuche, presumiblemente el niño de la maleta, se llamaba César y sus apellidos correspondían a las iniciales J. F.

Con ese dato seguro, los investigadores volvieron a la lista de denuncias, pero allí no estaba la respuesta. No había un solo César J. F. entre los miles de menores desaparecidos en España. Tampoco en los registros de los hospitales de Baleares ni en los centros escolares de la comunidad autónoma, por lo que ampliaron su búsqueda a los archivos del documento nacional de identidad (DNI). Buscaron menores con esas iniciales que tuviesen pendiente renovar el documento, con la esperanza de que el DNI del chico hubiese caducado en los últimos años, después de su asesinato. ¡Bingo! Esa inscripción que César escribió en su estuche fue la pista clave para esclarecer su muerte.

César Juanatey Fernández, nacido en Noia el 6 de marzo de 1999 y domiciliado en la misma localidad coruñesa, no había renovado su documento, caducado hacía dos años. En las bases de datos solo figuraba el nombre de su madre, Mónica Juanatey Fernández —de quien había tomado los dos apellidos—, lo que hacía pensar que nadie había reconocido la paternidad del pequeño. La policía comprobó que la mujer, que cobraba ayudas sociales como madre soltera, sí había renovado recientemente su DNI y residía en Mahón, apenas a siete kilómetros de distancia del lugar donde se encontró el cuerpo de César. Habían pasado cuarenta y ocho horas desde el hallazgo del cadáver y el cerco de la investigación policial se estrechaba sobre la ya entonces más que presunta filicida. ¿Una madre que no denuncia la desaparición de un hijo de apenas diez o doce años? Solo podía haber un motivo: ella era la responsable de esa desaparición.

Los policías de Homicidios diseñaron una estrategia para no dejar a la sospechosa ninguna opción de escapar. Comprobaron que los padres de Mónica vivían en Galicia y que César había estado matriculado hasta el 30 de junio de 2008 en el colegio Felipe de Castro de Noia, donde acabó tercero de primaria con buenas notas. Desde entonces había dejado de existir para el sistema educativo español. Y es que, ciertamente, había dejado de existir poco después, tal y como sospechaban a esas alturas los investigadores. Los policías hicieron pasar por rutinaria la llamada a Víctor, el abuelo materno. No querían levantar sospechas y que la madre se sintiese perseguida.

—No sabemos nada del niño desde hace más de dos años, vive con su madre en Menorca, pero ella no nos contesta al teléfono. A mí ella me da igual, ¿sabe?, pero del niño sí que nos gustaría saber, se ha criado con nosotros...

El hombre, pescador de profesión, parecía querer desahogarse con el agente que lo llamó, al que habló de su nieto con pesar.

No quedaban más opciones que ir a por la madre de César. Los agentes pensaban que podía intentar huir después de ver la noticia del descubrimiento del cuerpo en la maleta, difundida, sobre todo, por los medios locales.

La mujer abrió la puerta de su vivienda a los policías el 26 de noviembre de 2010. No habían pasado ni setenta y dos horas desde el comienzo de las pesquisas.

—Mónica, ¿dónde está César, tu hijo? —le preguntó sin más preámbulos uno de los investigadores en el umbral de la casa de dos plantas del número 91 de la calle San Lorenzo.

Detrás de la mujer, los policías adivinaron la figura de un hombre.

—¿Quién es usted? —le espetaron los policías sin apartar la mirada de Mónica, que era incapaz de ocultar su nerviosismo.

—Soy su novio, ¿ocurre algo?

Mónica se acercó al policía que parecía estar al mando. Y casi en un susurro, haciendo lo posible para que nadie más lo oyese, respondió:

—César vive con su padre en Galicia desde hace siete años.

Mónica salió esposada de su domicilio. Y Víctor, el hombre que convivía con ella y que no entendía qué estaba ocurriendo, fue conducido a comisaría para prestar declaración, en principio como testigo. Los investigadores sabían que él, nacido en Almería, vigilante en una quesería de Mahón, tenía gran parte de las respuestas que buscaban. Fue el primero a quien escucharon.

—Conocí a Mónica en un chat de internet a finales de 2007. Se hacía llamar Muki. Nos caímos bien, ella vino a Menorca poco después, nos enrollamos y en febrero o marzo de 2008 vino definitivamente porque yo le dije que aquí había trabajo.

Víctor fue desgranando el recorrido vital de su novia desde su llegada a la isla. La mujer trabajó como auxiliar de vigilante de seguridad en el aeropuerto, en la panadería Macxipa y, en el momento de ser detenida, como limpiadora de un concesionario de coches, contratada por el grupo Eulen.

—¿No sabías que tenía un hijo? ¿No te habló de él?

—No, nunca. Nunca me dijo que tuviese un hijo.

—¿No te habló de César, su hijo, un niño nacido en 1999? —Los agentes tenían delante la ficha del DNI del crío, con su fotografía.

—Conocí a un niño llamado César, pero Mónica me dijo que era su sobrino. Es ese mismo niño —dijo señalando la foto—. Estuvo con nosotros unos días en el verano de 2008, pero es su sobrino...

Los agentes de Homicidios supieron que Víctor decía la verdad. Era una víctima más de Mónica Juanatey, la mujer que había construido una nueva vida en Menorca tras eliminar cualquier rastro de su existencia anterior. El novio de la detenida contó que Mónica le había dicho que era huérfana. Según ella, su padre había fallecido en un accidente en el mar cuando era pequeña y su madre en 2007, el año anterior a conocerlo. Nada la ataba ya a Galicia.

—Háblanos del niño. ¿Cuándo llegó? ¿Cuándo dejaste de verlo?

—Llegó a principios de julio, me dijo que era el hijo de su hermana y que pasaría diez días con nosotros. Fuimos a recogerlo al aeropuerto, traía una maleta grande.

—¿Se parecía a esta? —Los agentes le mostraron la imagen de la maleta hallada en Binidalí.

—Sí, se parece mucho a la que trajo César. Puede que sea la misma.

Las piezas iban encajando y el cerco se iba cerrando sobre Mónica, a quien los investigadores preferían dejar madurar en los calabozos antes de interrogarla. Pretendían apurar el límite legal de setenta y dos horas por el que la policía puede retener a un detenido antes de ponerlo a disposición judicial. En ese tiempo, armarían todo el edificio acusatorio contra la mujer gracias a las declaraciones de los testigos y a las pruebas que encerraban sus dispositivos: el teléfono móvil y el ordenador.

—¿Cuánto tiempo estuvo César con vosotros? ¿Dónde vivíais entonces? —Víctor era un testigo valiosísimo, tal y como habían sospechado los investigadores. Contaba la verdad porque, a medida que pasaban los minutos y se daba cuenta de la gravedad de los hechos, quería despejar cualquier duda sobre su responsabilidad en la muerte del niño.

—Estuvo diez días, vivíamos en un piso en la calle Amazonia, 38. Yo pasaba todo el día fuera de casa, trabajando de ocho a ocho. Mientras, Mónica y el crío se iban a la playa. El chaval leía cómics y libros, dibujaba... Era muy cariñoso con ella, la abrazaba continuamente y recuerdo que la llamaba «mamá» y Mónica le decía: «No soy mamá, soy la tita». Ella me dijo que se había criado en su casa y que por eso estaba tan unido a ella. Un día, cuando volví de trabajar, el chaval ya no estaba. Mónica me dijo que había vuelto a Galicia con sus padres.

—¿Volviste a verlo?

—No, ya no lo he vuelto a ver. De hecho, pensaba que había muerto...

—Está muerto, desde luego, pero ¿qué te dijo ella?

—Le pregunté el verano siguiente, el de 2009, si el chico iba a volver a pasar unos días con nosotros. Ella se puso a llorar, me dijo que nunca más le preguntara por César, que había muerto en Galicia en un accidente.

La gigantesca mentira de Mónica Juanatey se iba desmoronando progresivamente a medida que avanzaba el testimonio del hombre por el que ella decidió dejar atrás su vida en Galicia. Y allí, en Noia, la policía buscó las piezas que faltaban para desenmascarar a la detenida.

Víctor y Josefa, los padres de Mónica, relataron a los agentes que César era hijo de un joven de Noia llamado Iván con quien Mónica ni siquiera llegó a convivir. De hecho, tuvo al niño cuando ya habían roto su relación y negó al progenitor una prueba de paternidad, pese a que él insistió mucho en hacérsela porque estaba dispuesto a ejercer como padre del bebé. Poco después del nacimiento del pequeño, Mónica comenzó a convivir con Alberto, un chico de Lousame, una villa situada a siete kilómetros de Noia. Él fue quien hizo de padre de César, que también recibió los mimos y el cariño de los padres de Alberto, convertidos en abuelos de hecho, aunque no de derecho.

Los padres de Mónica, que conocieron en comisaría el fatal destino de su nieto, contaron que Alberto y su hija, que trabajaba en un supermercado, convivieron hasta finales del año 2007 en Noia. Incluso tenían fecha para la boda, prevista para el año siguiente, y habían repartido las invitaciones. En los últimos meses de ese mismo 2007 fue cuando Mónica, convertida en una Emma Bovary de las redes, decidió dejar atrás su vida y viajar hasta Menorca en busca de su particular señor Boulanger: Víctor, el vigilante de una quesería de quien decía haberse enamorado después de unas cuantas conversaciones virtuales subidas de tono. La mujer no tuvo reparos en dejar a César a cargo de Alberto y los padres de este.

Ya instalada en Mahón, Mónica decidió regresar a Galicia en los primeros meses de 2008 para llevar al niño con los abuelos maternos, Víctor y Josefa, y romper así cualquier vínculo con Alberto, el hombre al que había dejado plantado al pie del altar. El pequeño terminó el curso en el colegio de Noia donde estaba matriculado y los padres de Mónica insistieron en que asumiera su responsabilidad como madre y se llevara al chaval con ella. Los abuelos sabían que en cualquier momento el padre del pequeño podía intentar reclamar su paternidad y, después, la custodia del niño. Según contaron a la policía, en junio Mónica aceptó quedarse con César y prometió buscarle un buen colegio en Menorca.

—¿Cuándo vio por última vez a su nieto? —Josefa, deshecha, rememoró en comisaría aquel 1 de julio de 2008. Habían pasado más de dos años.

—El 1 de julio lo llevamos al aeropuerto de Santiago para que se fuera con su madre a Menorca. Le compré el último número de Naruto, unos cuentos que le gustaban mucho, para que se entretuviera en el avión. En la maleta le metimos toda su ropa, sus cosas del colegio, sus cromos, sus libros...

César llevaba en esa maleta toda su existencia, lo que él consideraba imprescindible para seguir con su vida junto a su madre.

—Después de ese día, ¿no hablaron con él? ¿No supieron nada de él? ¿No les decía nada la madre del niño?

—El mismo día que se fue, su madre nos llamó. Nos dijo que el avión había llegado con retraso, pero que el chico estaba bien y contento. Nunca más hemos podido hablar con ella... Al principio la llamaba seis, siete, diez, veinte veces al día, pero nunca contestaba. Al pequeño le mandábamos regalos, hasta que empezaron a venir devueltos por destinatario desconocido.

—¿Y no supieron nada más de su nieto?

—Sí, sí que sabíamos cosas de él. Su prima, una sobrina nuestra, hablaba con ella por internet, le enviaba fotos de César... Y ella nos lo contaba.

A más de 1.300 kilómetros de Galicia, donde declaraban los abuelos del niño asesinado, los agentes de la Jefatura Superior de Policía de Baleares destripaban el ordenador y el teléfono móvil de la detenida y ponían al descubierto el manto de embustes con el que Mónica Juanatey había pertrechado su nueva existencia. Encontraron en su teléfono móvil unas cuantas imágenes de César en Menorca, tomadas en los primeros diez días de julio de 2008. Algunas de ellas, como una en la que se le ve en un bar dibujando, se las envió a su prima, la mujer que mencionaron los abuelos en su declaración ante la policía. En Facebook y en Windows Live —la red social de Microsoft—, Mónica fue tejiendo una red de mentiras para hacer creer a sus familiares que César seguía vivo:

«En el trabajo me acaban de trasladar a Mallorca. César está muy contento y está yendo a clase. Allí le buscaré un colegio», le escribió Mónica a su prima el 12 de julio, cuando el niño llevaba ya dos días muerto, según los cálculos de la policía. Y cinco días después, volvió a escribir a su prima para darle más explicaciones de su supuesto traslado: «Estoy muy liada preparando las cosas, nos vamos a Mallorca. Te mando un beso muy grande de parte de César». Unos días después, el 30 de julio, mandó un mensaje a unos amigos de Noia: «El niño está bien. Va a clases de verano para que aprenda el catalán y no lo coja demasiado mal cuando el curso empiece».

Durante meses, Mónica Juanatey fue soltando lastre, rompiendo amarras con su vida anterior, de la que había eliminado su principal huella, su hijo César. De cuando en cuando, y siempre a través del espacio en el que mejor se desenvolvía, las redes, hacía llegar algún mensaje para apuntalar su enorme farsa:

«Por aquí todo bien. Al niño le hice ayer la comunión, lo pasó muy bien. Eran él y cinco amiguitos que hizo en el cole. Una pequeña merienda y listo. Muchos besos de César que habla de ti todavía, creo que eres la única de la que no se olvida», le escribió Mónica a su prima el 2 de noviembre de 2008. Cuando la mujer, cinco días después, le pidió detalles de la ceremonia, la madre de César se los dio: «El niño no fue de marinerito, fue bien vestido, pero no de marinero». Mónica Juanatey incluso suplantó a su hijo en Facebook, saludando a sus amigos y visitando una página web de cómics a la que el chico era asiduo.

Internet era el universo en el que había conocido a Víctor, en el que había tramado su impostura para encubrir su crimen y en el que pasaba muchas horas alimentando su blog en My Space, «Terror a la gallega», en el que firmaba como Muki, la excarceladora. Tras ser detenida, el juez ordenó clausurarlo y dejó en el limbo digital los siniestros dibujos de su autora.

Si en Galicia los allegados de Mónica vivían convencidos de que César seguía vivo junto a su madre, en Baleares la mujer se preocupó de montar otra historia que encajase con su vida. La contable del concesionario de coches en el que trabajaba como limpiadora y con quien hizo buenas migas manifestó que la detenida le había contado que su hijo murió en un accidente de tráfico cuando conducía su hermano: «Me dijo que por eso no se llevaba con su familia, su hermano se sentía culpable y sus padres se lo reprochaban». En ese mismo trabajo se inventó un marido con el que llevaba casada once años.

El 28 de noviembre de 2008, dos días después de ser detenida, la policía decidió interrogar a Mónica Juanatey. Habían levantado en muy poco tiempo una monumental catedral de pruebas contra ella. La Comisaría General de Policía Científica había certificado que el niño hallado en la maleta compartía material genético con la arrestada: era el hijo de Mónica, sin posibilidad de error. El testimonio de Víctor y el de los abuelos del niño y todo lo que encontraron en su teléfono y en su ordenador convertían el interrogatorio en un mero formalismo, en una oferta al arrepentimiento y en una posibilidad de explicar lo inexplicable. En el primer intento, Mónica se derrumbó muy pronto. Contó que estaba en casa con su hijo, que el chico se metió en la bañera y que ella se marchó al piso de arriba:

—Cuando bajé, el niño se había ahogado. No respiraba. Lo metí en una maleta con sus cosas y lo llevé al monte.

En presencia del abogado de la detenida, Carlos Maceda, los agentes decidieron posponer la declaración, darle una nueva oportunidad, porque la mujer estaba rota anímicamente. Y porque su versión tenía poca credibilidad.

Horas después, recuperada, Mónica Juanatey confesó. Empezó por hablar de su vida, trufando el relato con unos cuantos embustes.

—Cuando César tenía un año su padre se marchó sin dar explicaciones y estuve cuatro años sin saber nada de él. No me ayudaba económicamente, así que me volví a casa de mis padres, con los que no me llevaba bien.

Los agentes sabían ya que el padre de César ni siquiera tuvo la oportunidad de reconocer a su hijo porque ella le negó una prueba de paternidad. Las mentiras siguieron: dijo que se fue desde Galicia a Menorca «a trabajar», omitiendo la figura de Víctor, el hombre del que se enamoró a través de internet. Mónica aseguró que fueron sus padres quienes, de manera súbita y sin contar con ella, decidieron enviar a César a Menorca, algo que negaron los abuelos del niño.

—En ese momento yo no tenía trabajo, solo cobraba la ayuda familiar. Le dije a mi madre que esperase hasta septiembre, pero no hubo manera, ya estaba sacado el billete.

La detenida confesó que había mentido a Víctor, que hizo pasar a César por su sobrino porque «no sabía cómo se iba a tomar él que fuese madre».

—Mónica, ¿por qué lo mataste?

—No quería matarlo. Quería mandar a César de vuelta a Galicia y no sabía cómo. Un día perdí la cabeza, estaba agobiada, estresada, mi pareja no conocía la verdad, yo no tenía trabajo... Ahogué a César en la bañera y cuando ya no respiraba traté de reanimarlo..., no respondía. Yo no me enteraba de nada. Tuve a mi hijo muerto en brazos, llorando. Estuve así tres o cuatro horas. Luego me di cuenta de lo que había hecho.

La mujer reconoció que metió todos los objetos de César en la maleta y que quemó su DNI. Salió en coche de su casa sin rumbo y arrojó la maleta en el bosque de Binidalí, donde fue encontrada más de dos años después.

El titular del Juzgado de Instrucción número 2 de Mahón, Carlos Javier García Díez, envió a prisión a Mónica Juanatey. Mientras, en la vivienda de la que salió esposada, Víctor trataba de reponerse de lo vivido. Pocos días después de la detención, recibió una llamada en el teléfono de casa:

—¿Está Mónica? —preguntó una voz de hombre.

—No, no está.

—¿No está? Es que estoy preocupado, siempre hablo con ella y lleva varios días sin contestarme.

—¿Y quién es usted?

—Soy Agus, el novio de Mónica.

Víctor no daba crédito. En los últimos días había descubierto que había convivido con una mujer de cuyas palabras ya no podía distinguir qué era verdad y qué era mentira.

—El novio de Mónica soy yo. Soy Víctor.

—No, yo soy su novio. Tú debes de ser Víctor, su compañero de piso. Me ha hablado de ti.

Víctor se desvinculó por completo de Mónica Juanatey, mientras que Agus, un hombre residente en Tarragona al que la mujer también había conocido por internet, continuó su relación con ella, aun a sabiendas de quién era y de lo que había hecho. Más aún, contrajo matrimonio con la parricida en la prisión de Palma en noviembre de 2011, poco antes de que ella se sentase en el banquillo de la Audiencia Provincial en octubre de 2012. Al juicio llegó tras ganar en abril de ese año un certamen literario convocado en la cárcel de Palma de Mallorca con un cuento de terror titulado «El hermano gemelo que era el diablo». La narración está protagonizada por dos hermanos gemelos, llamados Kensuke y Namie —nombres propios de los cómics manga, a los que su hijo era tan aficionado—. El cuento narra cómo la madre de los dos niños muere en el parto, justo cuando Namie comienza a respirar. La abuela materna considera, según el relato, que la chica ha traído al mundo un espíritu maligno. El texto prosigue con la vida de Namie, introvertida y reservada, aislada del mundo en su habitación, donde su familia la ha encerrado convencida de que es una encarnación del mal.

El juicio de Mónica Juanatey, que duró tres días, sirvió para dejar claro que todo funcionaba bien en su cerebro, que su crimen no estuvo provocado por patología alguna. Los psiquiatras hicieron en la vista oral un retrato de la acusada que podría coincidir con la definición de psicópata de cualquier manual: «Miente, engaña, viola los derechos de los demás, falta de sentimientos, fría, actúa sin pensar si puede dañar a los demás, si puede hacer sufrir o no... Le da igual, actúa como quiere, pero eso no le impide en absoluto tener capacidad para conocer lo que está bien y lo que está mal, controlar su conducta, sopesar y valorar las consecuencias de sus actos».

Mónica se presentó en la vista cabizbaja, hablando casi en susurros, como una mujer desmemoriada, y atribuyó su confesión en comisaría y en el juzgado a las presiones de los policías. Volvió a su versión inicial:

—Preparé el baño a César, fui a la cocina a limpiar los cacharros de la cena y no recuerdo más. La siguiente imagen que tengo es en el cuarto de baño con el niño ya muerto... Aún lo quiero —remató entre sollozos.

—¿Considera la posibilidad de que hubiera sido usted quien matase al niño? —le preguntó el fiscal.

—Sí.

El jurado apenas tardó diez horas en decidir el veredicto de culpabilidad. Ocho de los nueve miembros del jurado consideraron que Mónica mató a César con alevosía —sin que la víctima tuviese posibilidad de defenderse— y que lo hizo en plenitud de sus facultades mentales. El presidente del tribunal, el magistrado Eduardo Calderón, tradujo el veredicto en pena de prisión: veinte años de cárcel, la máxima solicitada por el fiscal. En su sentencia, el juez narró los últimos momentos de la vida del pequeño César: «Confiado y sin esperarse en modo alguno lo que iba a suceder, estaba ya metido en la bañera para, de forma sorpresiva y totalmente inesperada para el menor, sujetarle la cabeza con su mayor fuerza y sumergirlo en el agua manteniéndolo así hasta llegar a la asfixia total, de modo que las posibilidades de defensa quedaron por completo eliminadas».

Mónica ha cumplido ya la mitad de su condena. En menos de diez años será una mujer libre. Hoy su crimen habría sido castigado con prisión permanente revisable.