Nunca llegué a conocer a mi abuelo materno, Jack Dracup. Lo vi solo una vez, a los doce años. Vivía en la parte de atrás de una funeraria en un suburbio a las afueras de Melbourne, donde tenía el extraño trabajo de construir ataúdes. Mi papá nos llevó a mi hermana Karyn y a mí a visitarlo. No recuerdo ninguna conversación reveladora, solo la incomodidad que sienten los niños cuando están cerca de un adulto que no está acostumbrado a relacionarse con ellos. Tocó una graciosa canción en el piano mientras mi hermana y yo hacíamos un extraño baile al ritmo de la música y éramos felices por un par de minutos. Eso fue lo más cercano que llegué a sentirme a alguno de mis abuelos. Después del baile nos dijeron a mi hermana y a mí que esperáramos en la funeraria mientras él y mi padre iban al pub de la esquina.
Papá solo habló de sus padres una vez. Yo ya era adulto y estábamos caminando por un lago australiano de agua salada buscando carnada para pescar cuando le pregunté por su padre. Recibí solo una breve respuesta: «Era un hombre muy inteligente, amigo. Pero el trago lo mató». No sé nada sobre su madre; no tengo recuerdos de haber conocido a ninguno de los dos, pero la evidencia fotográfica indica lo contrario, soy ese pobre bebé que nada sospechaba.
Papá sí hablaba sobre su abuela, quien había llegado a Australia desde Irlanda en un barco de huérfanos. Vivía en el bush, ese sitio rural e indomable ubicado en medio de la nada. Era una gran bebedora. Cuando era niño e iba a visitarla, a papá lo mandaban con una carretilla a recogerla del pub; estaba tan ebria que no podía caminar. Mi papá de doce años, en un camino de tierra entre la oscuridad de la noche, hacía de tripas corazón para empujar una carretilla cargada con una abuela borracha, mientras ella rebotaba y mascullaba insultos arrastrados y malogrados hasta terminar inconsciente bajo las estrellas. Y él empujaba.