Los hombres no besan
a los hombres
Estaba corriendo emocionado hacia la puerta con mis patines de Navidad, para al fin unírmele al resto de los chicos en la lisa calle pavimentada. Como siempre hacía, fui a darle un beso a mi papá. Me detuvo, tomándome con fuerza de los hombros.
—Ya estás muy grande para besarme. No vuelvas a hacerlo, ¿entendiste?
Asentí en silencio, me solté de sus manos y corrí a la puerta. Lo sentí frío; sentí que estaba mal. Aun a los seis años sabía que no era más que machismo mal concebido. Sabía que los besos eran algo bueno.
Buscaba bondad y aprobación adondequiera que iba, anhelando afecto. El espacio vacío que quería que mis padres llenaran era un lugar que no entendía, una habitación a la que no me atrevía a entrar. Sentía una conexión con mi padre, era mi héroe, pero ese lazo se convirtió en algo un poco más frágil y tenue. Parecía que pasaba cada vez más tiempo fuera de casa, y mi madre y él discutían con frecuencia. Con el paso del tiempo, las discusiones se prolongaban e intensificaban. Me quedaba en la cama, oyéndolos. Maldita sea, maldito esto, maldito aquello, se gritaban. Sabía que mi hermana estaba en su habitación oyendo la misma mierda aterradora.