Era una época distinta para los inmigrantes en Estados Unidos. A Karyn y a mí nos hicieron ir a clases de dicción para aprender a hablar el inglés estadounidense correcto; nada de esas erres suaves de los australianos. Repetíamos una y otra vez: «CARRR BARRR FARRR RRRUN RRRABBIT RRRUN». Durante los juegos, les decíamos a los otros niños que hablábamos australiano e inventamos una especie de idioma de sinsentidos:
—¿Pree zo bim him lo winkin fop?
—¡Ah hahaha Bachongama hoof palat!
Nos sentíamos bastante inteligentes y aquellos tontos se lo creían todo.