El misterio de rockear como
un maldito loco

Tenía cinco años la primera vez que quedé fascinado con la música. Caminando por la calle de mi vecindario blanquito y desabrido, un grupo de unos seis chicos más grandes me gritó algo desde un callejón, llamándome. Al acercarme, un poco asustado, escuché el gruñido de la distorsionada música de rock y vi a los chicos desquiciados, tocando instrumentos improvisados… tapas de botes de basura, guitarras de escoba, trompetas de piñas secas, escupiendo ese ritmazo mientras mecían el cuerpo al compás de la música.

Me quedé ahí, desconcertado, confundido y asombrado. Esa era mierda de otro planeta. Terminaron la canción y, creyendo que me habían engañado, sonrieron con descaro.

—¿Te gusta nuestra banda? —preguntaron. Sospechando que había algo raro ahí, me di vuelta y corrí a casa.

Descubrí el truco del radio escondido poco después, pero durante el tiempo que me tomó entender cómo producían esa música, me consumía la emoción. Si ellos no la estaban haciendo, si ellos no eran la respuesta al misterio, ¿quién, entonces? ¿Podían los niños hacerlo? ¿Venía de Marte? Solo había una cosa de la que estaba seguro: era magia.

Comencé a inventar cancioncillas graciosas. Una de ellas era un áspero medio blues medio rap: «A mama and a papa and a baby Lu, all got something for me and you, so wrap it up quick and put it in the oven, it’s comin’ out quick so don’t forget the stuffin’» [Una mamá y un papá y el bebé Lu, todos tienen algo para ti y para mí, envuélvelo ya y mételo al horno, ahí viene, no olvides el rellenito]. No tengo idea de qué significaba. La estaba cantando un día en mi recámara, honesto y sintiendo el funk, cuando entró mi hermana, imitándome y burlándose. Estaba tan avergonzado que quería meterme en un hoyo y estar solo para siempre. Me habían descubierto. Unos años después estaba cantando con la radio la versión de los Beatles de «Till There Was You» y mi madre me escuchó.

—Michael, eso suena horrible. ¡Qué desafinado! —comentó. Mi voz siempre me ha causado inseguridad.

Treinta y cinco años después de eso estaba en una sesión de grabación con mi amiga Jewel. Me preguntó por unas canciones que había escrito y grabado un par de años antes. Eran cosas en las que tocaba una guitarra acústica y cantaba, y ella tuvo la bondad de trinar algunas voces de fondo. Le respondí que había abandonado el proyecto porque no creía que mi voz era muy buena.

—Flea —me dijo—, yo creo que tu voz es encantadora.

El productor de la sesión, Daniel Lanois, intervino:

—¡Encantadoramente mala!

Ja. Creo que Daniel tenía algo de razón.