Ni tan guardián entre el centeno
o
La normalidad de Rye

Aunque el trabajo de papá estaba en Manhattan, vivíamos en el respingado suburbio de Rye, un rincón del mundo en el que todo y todos están en orden. Ninguna familia vive sin un auto decente, los padres tienen responsables trabajos productivos, los niños son simpáticos pillines y los adolescentes se rebelan en medidas responsables, con música y cortes de cabellos apropiados.

Cuando recién llegamos, nuestro nuevo hogar me pareció enorme. Nunca había visto una casa así, una mansión, una vasta finca, el castillo de un rey. La calle donde estaba había sido pavimentada recientemente y los niños andaban en patines de arriba abajo por la cuadra. Este nuevo mundo exterior me parecía infinito, bullicioso y desafiante, mucho más grande que los confines de mi familia y de cualquier cosa que hubiera visto en Australia. Estaba abierto de par en par y rebosante de posibilidades.

Si algún día pude haber visualizado la normalidad, debía haberse visto así. En ese vecindario normal de clase media vivíamos en una casa normal con tres recámaras (más allá de mi mirada de asombro, era una casa común, como de La tribu Brady) en una amigable calle normal por la que mi padre normal desaparecía de camino a su trabajo normal todos los días vestido con un traje y una corbata normales y con su portafolio normal en mano. Reaparecía temprano por la noche, sin falta; mi madre tenía la cena lista y los cuatro nos sentábamos a comer. Todo estaba preparado para una infancia idílica perfecta. Mi padre trabajaba arduamente, jugaba golf los fines de semana, mantenía todo bajo control y teníamos actividades recreativas saludables.

Papá me llevó a pescar. Estaba emocionado mientras caminábamos hacia el muelle, hablando exaltado sobre atrapar un pez grande, pero me metí en problemas por poner mal la carnada en el anzuelo, papá estalló y me gritó que lo estaba haciendo todo mal. Me sentí como una basura, toda la diversión se evaporó y solo quería desaparecer. Cuando descubrió que estaba escribiendo blasfemias en un libro de Historias locas, me gané una sesión de nalgadas y aún puedo escucharlo gritando: «¡A tu edad mi papá me pegaba en el trasero con un fuete hasta que quedaba rojo como langosta!». Esas palabras… ¡Fuete! ¡Langosta!

Un padre debería ser un santuario para un niño. Cuando papá me nutría y apoyaba, me sentía completo; cuando sus ojos se volvían helados y su cara roja como tomate, cuando la ira salía… perdía el contacto con mi propia belleza. Caminaba por mis días apesadumbrado por una tensión en el corazón que solo él podía aliviar.